Cuando al cabo de una semana Cristo se presentó, Salvador le clavó una mirada inquisitiva y profirió:
— Cristo, quiero que escuches atentamente lo que voy a decirte. Vas a laborar en mi hacienda. Tendrás manutención completa y retribución generosa.
Cristo protestó con vehemencia:
— Nada necesito, me basta con poder servirle a usted.
— Cállate y escucha — prosiguió Salvador —. Tendrás de todo. Pero te exigiré una cosa: no contarás a nadie lo que aquí veas.
— Antes me cortaré la lengua y se la echaré a los perros. De mi boca no saldrá una palabra.
— Cuidado, no vaya a ocurrirte esa desgracia — le advirtió Salvador. Llamó al negro de bata blanca y le ordenó-: Acompáñalo al jardín y ponle en manos de Jim.
El negro mostró su obediencia con una leve reverencia, sacó al indio de la casa blanca, le hizo cruzar el patio ya familiar para Cristo y llamó a la puerta de hierro del segundo muro.
Del otro lado del muro llegaron ladridos, chirrió la puerta al abrirse lentamente, el negro empujó a Cristo al jardín, le gritó algo gutural a otro africano que estaba en el interior, y se fue.
Del susto que se llevó, Cristo se pegó al muro: hacia él corrían unas fieras rojizas con manchas oscuras, que jamás había visto, cuyos ladridos parecían, más bien, rugidos. Si se las hubiera encontrado en la pampa habría creído que eran yaguares, pero las fieras que corrían hacia él ladraban. En este preciso instante a Cristo le era indiferente qué tipo de bestias se le venían encima. Salió corriendo hacia el árbol más próximo y trepó a su copa con una agilidad insospechable. El negro les silbó como una cobra enfurecida, y los paró en seco. Dejaron de ladrar, se acostaron con la cabeza sobre las patas delanteras, mirando de soslayo al negro.
El africano volvió a silbar, pero esta vez se dirigía a Cristo, invitándole con señas a que bajara del árbol.
— ¿Por qué silbas como una serpiente? — le dijo Cristo, sin abandonar su refugio —. ¿Te has tragado la lengua?
El negro se limitó a dar, por respuesta, un rabioso bufido.
«Debe ser mudo» pensó el indio, y recordó la advertencia de Salvador. ¿Será posible que les corte la lengua a los criados que revelen sus secretos? Tal vez a ese negro le hayan cortado la lengua… Tanto miedo le entró que por poco se cae del árbol. Quiso salir corriendo de allí a toda costa y lo antes posible. Calculó la distancia que mediaba entre el árbol en que se encontraba y el muro. Pero, no, no podría saltarla… Entretanto, el negro se había acercado al árbol y, habiéndole agarrado del pie, trataba de hacerle bajar. No quedaba otro remedio, había que obedecer. Cristo saltó del árbol, esbozó la sonrisa más cordial que pudo, le tendió la mano e inquirió amistoso:
— ¿Jim?
El negro asintió.
Cristo le estrechó vigorosamente la mano al africano. «Si uno cae en el infierno, hay que hacer migas con los diablos» pensó, pero en voz alta dijo:
— ¿Eres mudo?
No obtuvo respuesta.
— ¿Qué pasa, no tienes lengua?
El negro seguía callado.
«¿Cómo ingeniármelas para verle la boca?» pensó Cristo. Pero, por lo visto, Jim no se proponía dialogar ni recurriendo a la mímica. Asió a Cristo de la mano, lo llevó al lado de las fieras pelirrojas y algo les silbó. Los animales se levantaron, oliscaron a Cristo y se retiraron tranquilos. El indígena sintió gran alivio.
Jim hizo una seña con la mano y se llevó a Cristo a realizar un recorrido por el jardín con el fin de familiarizarle.
En comparación con el triste patio, pavimentado con losas, el jardín asombraba con su exuberante vegetación y abundancia de flores. El jardín se extendía hacia el Este, acusando un leve declive en dirección del mar. Los caminos — cubiertos de rosadas conchas trituradas — partían, a modo de radios, en diversas direcciones. Por la vera de los senderos crecían exóticos cactos y jugosas pitas de color verde azulado, enormes panículas exhibían infinidad de flores de un verde amarillento. Olivares y melocotonares protegían con su sombra espesa hierba con abigarradas y vistosas flores. Entre el verdor de las praderas aparecían relucientes estanques, ribeteados con piedra blanca. Altos surtidores refrescaban el ambiente.
El jardín estaba lleno de gritos, cantos y trinos de aves; de rugidos, chillidos y gañidos de animales. Jamás había visto Cristo tan insólitos animales; y no era extraño, pues los que poblaban aquel jardín eran realmente raros.
Haciendo alarde del brillo cobrizo-verdoso que producían sus escamas, cruzó el camino un lagarto sextúpedo. De un árbol pendía una serpiente bicéfala. El reptil produjo un silbido tan feroz con sus dos bocas rojas que Cristo, asustado, tuvo que dar un salto para esquivar el ataque. El negro le respondió con otro silbido más fuerte y rabioso todavía, y la serpiente — tras agitar ambas cabezas — se deslizó del árbol y desapareció en el cañaveral. Otra larga culebra se bajó del camino apoyándose en dos patas. Tras una red metálica gruñía un cerdito. Este fijó en Cristo la mirada de un solo ojo enorme, ubicado en el mismo centro de la frente.
Dos enormes ratas blancas, unidas entre sí por el costado, corrían constituyendo un monstruo bicéfalo y octúpedo. A instantes ese doble ser luchaba consigo mismo: la rata de la derecha tiraba para su lado, y la de la izquierda, para el suyo, exteriorizando ambas su descontento con chillidos. Pero siempre se imponía la de la derecha. Cerca del camino pacían «siameses»: dos corderos unidos también por el costado, con la diferencia de que éstos no se peleaban como las ratas. Entre ellos, por lo visto, existía absoluta afinidad en lo relativo a la voluntad y a los deseos. Había un monstruo, objeto de particular asombro para Cristo: un gran perro rosado, completamente desnudo, en cuyo lomo — cual si saliera del cuerpo del can — aparecía una monita que no tenía más que pecho, brazos y cabeza. El perro se acercó a Cristo meneando la cola. La monita, a su vez, movía la cabeza, los brazos, le daba cariñosas palmadas al perro en el lomo, con el que constituía un todo único, y gritaba mirándole a Cristo. El indio hurgó en el bolsillo, sacó un terrón de azúcar y se lo tendió a la mona. Pero alguien le desvió el brazo. A sus espaldas oyó un silbido. Cristo se volvió y vio a Jim. El viejo negro, valiéndose de gestos y ademanes, le explicó que a la mona no se la podía alimentar. En ese preciso instante, un gorrión con cabeza de cotorra le arrebató de los dedos el terrón de azúcar y desapareció tras unos arbustos. En un lugar alejado de la pradera mugía un caballo con cabeza de vaca.
Por el campo galopaban dos llamas luciendo hermosas colas de caballo. Desde el césped de la pradera, desde matorrales y ramas de árboles miraban a Cristo fieras, aves y reptiles insólitos: perros con cabezas felinas, gansos con cabezas de gallo, jabalíes con cornamenta, avestruces con pico de águila, carneros con cuerpo de puma…
A Cristo todo esto le parecía una pesadilla. Se frotaba los ojos, se refrescaba la cabeza con el agua fría de los surtidores, pero nada de eso le reconfortaba. En los estanques vio culebras con cabeza de pez y branquias, peces con patas de rana, y enormes sapos con cuerpo de lagarto…
Y Cristo de nuevo quiso huir.
De esas reflexiones le sacó el impacto causado por el lugar adonde le había conducido Jim. Era un campo cubierta de arena en medio del cual, rodeada de palmeras, aparecía una villa de mármol blanco estilo mudejar. Los espacios entre los troncos de las palmeras permitían ver arcos y columnas; surtidores de bronce en forma de delfines vomitando chorros de agua a transparentes estanques, en los que retozaban peces dorados. La fuente principal, ubicada ante el frontispicio, representaba a un joven a horcajadas sobre un delfín, imitando al mítico Tritón, con una retorcida caracola en los labios. Tras la villa había varias estructuras residenciales y servicios, y más allá se extendían espesas plantaciones de cactos espinosos que terminaban en un muro blanco.
«¡Otro muro!» pensó Cristo.
Jim le mostró una pieza fresca y acogedora. Le explicó con gestos que sería su habitación en lo sucesivo, y se retiró.