PRIMERA PARTE — «DEMONIO MARINO»



Era una de esas sofocantes noches de enero tan propias del verano argentino, en que miríadas de estrellas cubren el azabachado cielo. El «Medusa» permanecía anclado en absoluta quietud, pues tal bonanza reinaba que no se oía ni el rumor del agua ni el rechinar de las jarcias. El océano parecía estar sumido en profundo sopor.

Los buzos — pescadores de perlas — yacían semidesnudos en la cubierta de la goleta. Fatigados por el arduo trabajo y el abrasador sol se revolcaban, suspiraban y gritaban inmersos en angustiosa modorra. Las extremidades de aquellos hombres se sacudían; sintiéndose, tal vez, acosados hasta en sueños por sus temibles enemigos, los tiburones. En días tan calurosos y tranquilos su agobio era tal que, concluida la faena, no estaban en condiciones siquiera de subir los botes a bordo. Aunque aquella noche esa tarea habría sido superflua, pues nada auguraba cambios del tiempo, por eso quedaron los botes a flote, amarrados a la cadena del ancla. Vergas desniveladas, jarcias desajustadas, foque sin izar apenas tremolante, tan suave era la brisa. Era el cuadro que presentaba la goleta. El espacio comprendido entre el castillo de proa y el alcázar se veía cubierto de ostras perlíferas, fracciones de soportes calizos de corales, cuerdas utilizadas por los buzos para descender al fondo, redes para embolsar ostras y toneles vacíos.

Al pie del mástil mesana se hallaba un gran tonel con agua potable, que tenía encadenada una pequeña vasija de latón. En torno al tonel se extendía una gran mancha, consecuencia del agua derramada.

De vez en cuando se levantaba algún pescador medio dormido y, atropellando a los tumbados, se dirigía al tonel tambaleándose y pisando brazos, piernas y cuanto se le ponía por delante. Sin abrir los ojos, echábase al coleto una vasija de agua y se dejaba caer en cualquier lugar, cual se hubiera tomado alcohol puro y no agua. A los buzos les atormentaba la sed: por la mañana resulta peligroso desayunar antes de la jornada — la presión en el fondo es demasiado alta —, por eso trabajan todo el día en ayunas hasta que oscurece en el fondo, pudiendo comer sólo al caer la noche, antes de acostarse a dormir. Y su casi único alimento era la cecina.

Esa noche le tocaba hacer guardia al indio Baltasar; hombre de confianza del capitán Pedro Zurita, propietario de la goleta «Medusa».

En sus años mozos, Baltasar había sido famoso pescador de perlas: podía permanecer bajo el agua noventa y hasta cien segundos, el doble de lo común.

«¿Por qué así? Pues muy sencillo, porque en nuestra época sabían enseñar y lo hacían desde la misma infancia — les decía Baltasar a los principiantes —. Tendría yo unos diez años cuando mi padre me hizo aprendiz de don José, lugareño que enseñaba a doce jovenzuelos y lo hacía del modo siguiente. Tiraba un guijarro blanco o una ostra al agua y ordenaba: ¡Bucea y tráemela! Seguidamente iba tirándola a lugares siempre más hondos. Quien volviera sin ella era azotado y lanzado al agua como un cachorro. ¡Bucea de nuevo! Así nos enseñó a bucear. Después comenzó a adiestrarnos en el arte de permanecer el mayor tiempo posible bajo el agua. El viejo y experto pescador bajaba al fondo, amarraba una canasta o una red al ancla, y nosotros debíamos bucear y desamarrarla. Pero que a nadie se le ocurriera aparecer en la superficie sin haber desatado el nudo, pues le esperaba un latigazo.

Nos flagelaban sin piedad. Semejante maltrato no era soportable para cualquiera; no obstante, llegué a ser el mejor buzo de la comarca. Ahora sí, debo confesar que mis esfuerzos eran compensados con pingües ganancias.»

Llegó la vejez, y Baltasar abandonó tan riesgoso oficio: la pierna izquierda mutilada por un tiburón y una horrenda cicatriz en el costado. Abrió en Buenos Aires una tiendecita y se dedicó a vender perlas, corales, conchas y otras rarezas del mar. Pero la vida en tierra firme le aburría; su único alivio era buscar perlas, faena a la que se incorporaba con frecuencia. Los industriales le brindaban su simpatía y aprecio, pues nadie mejor que Baltasar conocía la bahía de La Plata, sus aguas costeras y los lugares donde pululaban las ostras perlíferas. Los pescadores, su respeto. Nadie como él sabía contentar a todos: buzos y amos.

De los principiantes no guardaba secretos, les enseñaba cuanto estaba relacionado con el oficio: a retener la respiración, repeler ataques de tiburones y, cuando estaba de buen humor, hasta a sisarle al amo la mejor perla.

Los industriales, propietarios de goletas, le apreciaban por su destreza, pues era un hombre a quien le bastaba una fugaz mirada para determinar, de modo infalible, el valor de la perla y seleccionar rápidamente las mejores para el amo.

Eso contribuía a que los industriales le utilizaran gustosos en calidad de ayudante o asesor.

Sentado en un barril, Baltasar se deleitaba fumando un habano. La luz de un farol, colgado del mástil, iluminaba su rostro araucano: ovalado, sin pómulos abultados, nariz perfecta y grandes ojos. Los párpados de Baltasar caían cual si fueran de plomo y se tornaban perezosos al abrirse. Estaba dormitando. Pero si sus ojos dormían, los oídos permanecían alerta. Vigilaban y advertían la inminencia del peligro, incluso hallándose inmerso en el más profundo sopor. Pero en este preciso momento Baltasar sólo oía suspiros y farfullar de los durmientes. Desde la orilla llegaba el pestilente olor a ostras perlíferas en putrefacción: las dejaban pudrirse para sacarles con más facilidad las perlas ya que el molusco vivo es más difícil de abrir. Para quien no esté habituado, ese olor le resultará repugnante, pero Baltasar lo inhalaba con satisfacción. A un vagabundo, un buscador de perlas como él, ese olor le arrulla recordándole las alegrías que ofrece la vida libre y los emocionantes peligros que entraña el mar.

Tras sacarles las perlas, las conchas más grandes eran trasladadas a bordo del «Medusa». Como buen negociante, Zurita vendía esas conchas a una fábrica productora de botones y gemelos.

Baltasar dormía. El relajamiento debilitó muy pronto la presión de los dedos que, al aflojarse, soltaron el puro. La cabeza le cayó sobre el pecho.

Pero a su conciencia llegó un sonido extraño, procedente del océano. El sonido volvió a repetirse más cerca. Esta vez Baltasar abrió los ojos. Era como si alguien tocara una trompa y luego una joven y alegre voz humana gritara: «¡Ah!» y luego una octava más alto: «¡Ah-a!»

El melodioso sonido de la trompa no se semejaba al desapacible de la sirena de un vapor; tampoco la alegre exclamación se parecía, en modo alguno, al grito de auxilio de un náufrago. Era algo nuevo, insólito. Baltasar se puso en pie, y la sensación de que la noche había refrescado súbitamente se apoderó de él. Fue hacia la borda y escrutó el espejo del océano. Ni un alma. El silencio era ensordecedor. Baltasar pateó a un indio que yacía a sus pies y, apenas incorporado éste, le dijo quedo, muy quedo:

— Grita. Debe ser él.

— No le oigo — respondió también bajito el indígena, todavía de rodillas y tratando de oír lo que le decían. En ese preciso momento volvieron a romper súbitamente el silencio la trompa y el grito:

— ¡Ah-a…!

Al oír el sonido, el indio se agachó como si le hubieran soltado un latigazo.

— Sí, debe ser él — profirió el indígena, castañeteando los dientes del susto.

Despertaron los demás pescadores. Y cual si buscaran protección contra la noche en los débiles rayos de la amarillenta luz, fueron arrastrándose hacia el lugar iluminado por el farol. Estaban sentados, apretujándose unos contra otros afinando el oído. El sonido de la trompa y la voz llegaron esta vez desde la lejanía, y todo quedó inmerso en profundo silencio.

— Es él… e…

— El «demonio marino» — susurraron los pescadores.

— ¡No podemos permanecer más aquí!

— ¡Es más horrible que un tiburón!

— ¡Llamen al amo!

Se oyeron pasos de pies descalzos. Pedro Zurita — amo de la goleta — apareció en cubierta bostezando y rascándose el velludo pecho. Venía desnudo de medio cuerpo, vistiendo sólo calzón de lienzo y revólver al cinto. Se acercó a la gente y el farol le iluminó el somnoliento rostro bronceado, el espeso cabello ondulado — caído en mechones sobre la frente —, las negras y pobladas cejas, el retorcido mostacho y una pequeña barbita entrecana.

— ¿Qué pasa?

Su ruda y serena voz, así como su aire de hombre seguro de sí mismo tranquilizaron a los indios.

Todos quisieron hablar al mismo tiempo.

Baltasar les hizo callar con un ademán, y dijo:

— Hemos oído la voz del… del «demonio marino».

— ¡Pura imaginación! — respondió Pedro somnoliento todavía, y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

— No, nada de imaginación. ¡Todos hemos oído «ah-a» y el sonido de la trompa! — gritaron los pescadores.

Baltasar les acalló con el mismo gesto y prosiguió:

— Yo mismo lo he oído. Así sólo puede berrear el «diablo». En el mar nadie grita ni berrea así. Debemos irnos de aquí cuanto antes.

— Cuentos — profirió con la misma flojera Pedro Zurita. Al amo no le hacía ninguna gracia tener que embarcar ahora las hediondas ostras en proceso de putrefacción y levar anclas. Pero no consiguió persuadir a los indios, quienes daban muestras de verdadera zozobra, gesticulaban, gritaban, amenazaban con desembarcar mañana mismo e irse a pie a Buenos Aires, si Zurita no levaba anclas.

— ¡Mal rayo les parta a ustedes y al «demonio marino»! Bien, zarparemos con el alba. — Y, sin dejar de rezongar, retiróse el capitán a su camarote.

Pero ya se había desvelado. Encendió la lámpara, prendió su cigarro puro y comenzó a pasearse por el reducido camarote. Pensaba en el extraño ente que, desde cierto tiempo acá, había aparecido en aquellas aguas, infundiendo pavor a pescadores y costeros.

Nadie había visto todavía al monstruo, pero él ya se había hecho sentir en diversas ocasiones. Sobre su existencia corrían fábulas, contadas por los marineros a media voz, tal era el miedo que tenían de ser oídos por él.

Unos decían ser perjudicados por su presencia; otros, inesperadamente, beneficiados. «Es el Dios del mar — decían los indios más viejos —, que emerge cada milenio de las profundidades oceánicas para restablecer la justicia en la tierra.»

Para los supersticiosos españoles — persuadidos por los sacerdotes católicos — era el demonio marino, que se le aparecía a la gente olvidadiza e irrespetuosa para con la sagrada iglesia católica.

Esos rumores llegaron de boca en boca hasta Buenos Aires. El «demonio marino» devino, durante varias semanas, pasto de cronistas y panfletistas en la prensa menos prestigiosa. Todo naufragio de goletas o pesqueros en circunstancias imprecisas, ruptura de redes o desaparición de peces capturados se le atribuía al «demonio marino». No obstante, había quien contaba que se dieron casos cuando echó grandes peces a botes de pescadores y, en cierta ocasión, hasta salvó a un náufrago.

Hubo incluso un hombre que aseveraba: cuando él comenzó a hundirse, alguien le sostuvo por la espalda y, manteniéndole a flote, le llevó hasta la orilla, desapareciendo en las olas tan pronto el salvado pisó la arena.

Lo más asombroso era que nadie había logrado ver al «diablo», ni podía describir al enigmático ser. No faltaron, naturalmente, «testigos oculares». Estos pintaban al monstruo con cornamenta, barba de chivo, zarpas de león y cola de pez, o en forma de gigantesco sapo con cuernos, y piernas de hombre.

Las autoridades de Buenos Aires, al principio, no prestaron atención a ese género de rumores y publicaciones, considerándolos mera fantasía.

Pero la inquietud cundía — fundamentalmente en los medios pesqueros — en grado tal que muchos pescadores decidieron no hacerse a la mar. La captura se vio reducida de inmediato, y, como consecuencia, la oferta en el mercado. Esto obligó a las autoridades a investigar el caso, y a enviar con ese fin varios vapores y lanchas motoras de la guardia costera con la misión de «detener al sujeto que sembraba el pánico entre la población del litoral».

La policía se pasó dos semanas surcando la bahía de La Plata y recorriendo sus costas, pero sólo pudo arrestar a varios indios como difusores de falsos rumores, con lo que contribuían a propagar y exacerbar la inquietud. El «diablo» seguía imperceptible.

El jefe de la policía hizo público un bando especial, en el que patentizaba la inexistencia de «diablo» alguno y afirmaba que los rumores al respecto no eran mas que vanas imaginaciones de gente ignorante, ya arrestada, y que llevará el merecido castigo. Persuadía a los pescadores a preterir esos rumores y reanudar la pesca.

Esto contribuyó a que la gente se tranquilizara por cierto tiempo. Pero las bromas del «demonio» no cesaban.

Cierta noche, unos pescadores que se hallaban lejos de la orilla se despertaron al oír los balidos de un corderito, aparecido milagrosamente en la cubierta del barco. Otros hallaron sus redes rotas y haladas.

Contentos por la reaparición del «diablo», los periodistas esperaban ahora la explicación científica del fenómeno.

Y esta no se hizo esperar.

Los científicos opinaban que en el océano no podía existir monstruo marino alguno ignorado por la ciencia y, sobre todo, capaz de realizar hechos propios exclusivamente del hombre. «Otro asunto sería — decían los doctos en la materia — si ese ser apareciera en las profundidades oceánicas, escasamente estudiadas aún.» Pero no podían admitir que el supuesto ser pudiera obrar de modo razonable. Al igual que el jefe de los carabineros, los científicos consideraban que todo eso parecía, más bien, travesuras de algún gamberro.

Pero no todos los eruditos eran de esa misma opinión.

Hubo quienes alegaron al célebre naturalista suizo Konrad von Gesner, a quien se le debe la descripción de la virgen, el diablo, el monje y el obispo, todos ellos marinos.

«En última instancia, mucho de lo previsto por los sabios de la antigüedad y del Medioevo se ha venido a justificar pese a la evidente hostilidad mostrada por la nueva ciencia respecto a las doctrinas antiguas. La creación del Señor es inagotable, y a nosotros, los científicos, nos corresponde ser más modestos y prudentes que nadie a la hora de hacer conclusiones», decían algunos sabios formados a la antigua.

Lo cierto es que no resultaba fácil considerar sabios a aquellos modestos y prudentes señores, pues tenían más fe en los milagros que en la misma ciencia, y sus conferencias eran, más bien, prédicas.

En definitiva, para dirimir la controversia se decidió enviar una expedición científica.

Los integrantes del grupo no tuvieron la suerte de encontrarse con el «diablo», pero sí reunieron copiosa información sobre la forma de obrar del «anónimo sujeto» (los científicos más entrados años insistían en que el vocablo «sujeto» fuera substituido por el de «ser», a su modo de ver, más idóneo).

El informe publicado en la prensa por los integrantes de la expedición, decía:

«1o. En algunos bancos de arena se observaron huellas de estrechos pies humanos que salían del mar y volvían a entrar. Pero podrían pertenecer a un hombre que hubiera arribado en lancha.

2o. Las redes examinadas presentan cortes practicados con objeto cortante. Podrían haberse roto al engancharse en rocas submarinas, o en restos metálicos de barcos hundidos.

3o. Según relatos de testigos oculares, un delfín lanzado por la tormenta a la orilla, a considerable distancia del agua, fue devuelto por la noche al mar. Es más, el autor del hecho dejó las improntas de sus pies con largas uñas en la arena. Seguramente se habrá compadecido del delfín algún caritativo pescador.

Es notorio que cuando los delfines se disponen a cazar arrinconan previamente peces en lugares de escasa profundidad, ayudando así a los pescadores. Estos, a su vez, corresponden sacando con frecuencia de apuros a los delfines. Las huellas de las uñas podrían pertenecer perfectamente a dedos de pies humanos; encargándose la imaginación de concederles la forma de uña.

4o. El corderito pudo haber sido llevado en lancha y lanzado al barco por algún gracioso.»

Los científicos hallaron varias causas más, no menos sencillas, que, a su modo de ver, debían explicar el origen de las huellas dejadas por el «demonio».

Total, el veredicto de los eruditos fue el siguiente: no existe monstruo marino capaz de realizar tan complicadas operaciones.

Sin embargo, esas explicaciones dejaron insatisfechos a muchos. Semejantes dilucidaciones han sido consideradas problemáticas hasta en los medios científicos. Ni el gracioso más ocurrente, hábil y astuto habría podido hacer todo eso sin ser advertido. Pero los eruditos habían omitido en su informe algo muy importante. Ese algo consistía en que el «demonio», según se había establecido, realizaba sus hazañas en lugares muy distantes uno del otro y en lapsos brevísimos. Resultaba que el «demonio» o era un nadador fantástico, o utilizaba dispositivos especiales, o eran varios. Pero entonces todas esas diabluras se tornaban más incomprensibles y amenazadoras.

Pedro Zurita evocaba esa enigmática historia sin cesar un instante de ir y venir por el camarote.

Sumido en esas meditaciones, le sorprendió la aurora; por la portilla entraba un rayo de rosada luz. Pedro apagó la lámpara y se puso a lavarse.

Refrescábase la cabeza con agua tibia cuando oyó temerosos gritos procedentes de cubierta. Sin terminar de lavarse. Zurita subió presuroso por la escalera.

Desnudos, llevando como única prenda el taparrabo, los pescadores se agolpaban junto a la borda, agitando los brazos y gritando sin concierto. Pedro miró hacia abajo y vio que los botes, dejados por la noche en el agua, estaban desamarrados. La brisa nocturna se los había llevado hacia el océano, bastante lejos. Y ahora, la brisa matinal los iba arrimando lentamente a la orilla. Los remos flotaban dispersos por la bahía.

Zurita ordenó a los buzos reunir los botes. Pero ninguno de ellos se atrevió a abandonar el puente. Zurita repitió la orden.

Alguien dijo con imprudencia:

— Si tan valiente eres, échate tú en las garras del «demonio».

Zurita llevó la mano al revólver. Los hombres se replegaron hacia el mástil mirando con hostilidad al capitán. La colisión parecía irremediable. Pero, como siempre en situaciones por el estilo, fue Baltasar quien contribuyó a relajar la tensión.

— El araucano no teme a nadie — exclamó —, el tiburón no pudo devorarme del todo, el «demonio» tampoco podrá con mí osamenta, se atragantará.

Tras decir esto, juntó las manos sobre la cabeza y se lanzó al agua, dirigiéndose a nado al bote más próximo. Los buzos volvieron a la borda y miraban atemorizados a Baltasar quien, pese a su avanzada edad y a la pierna destrozada, nadaba maravillosamente. En varias brazadas el indio alcanzó el bote, recogió un remo que flotaba cerca, y subió a la embarcación.

— ¡La soga está cortada con cuchillo — gritó desde el bote —, y bien cortada que está! Se ve que tenía el filo como el de una navaja de afeitar.

Al ver que a Baltasar no le había pasado nada varios buzos siguieron su ejemplo.



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