RADIOGRAFÍA DE UN DÍA DE ICTIANDRO



Todavía es de noche, pero ya pronto amanecerá. El aire es tibio y húmedo, está impregnado de ese dulce aroma que emana de la magnolia, los nardos y la reseda. La tranquilidad y el silencio son absolutos. Ictiandro va por un caminito de arena. Lleva colgando del cinto un puñal, las gafas y los guantes para manos y pies «las patas de rana». Sólo se siente cómo cruje la arena de conchas al pisar. El caminito apenas se distingue. Los árboles y arbustos lo rodean como deformes manchas negras. De los estanques comienza a levantarse niebla. De vez en cuando Ictiandro tropieza con alguna rama y el rocío le salpica el cabello y las ardientes mejillas. El camino vira hacia la derecha y comienza a descender. El aire se hace más fresco y húmedo. Ictiandro siente bajo sus pies losas, disminuye la marcha, se detiene. Pone pausadamente las gafas con gruesos cristales, enguanta manos y pies. Espira el aire de los pulmones y se lanza al agua del estanque. Le envuelve el cuerpo un agradable frescor. Las branquias son penetradas por cierto frío. Los arcos branquiales inician su rítmico movimiento, y el hombre se convierte en pez.

Ictiandro de varias vigorosas brazadas alcanza el fondo del estanque.

El joven nada seguro en plena oscuridad. Estira la mano y localiza una grapa de hierro en el muro de piedra. Al lado de ésta, otra, una tercera… Así llega hasta el túnel, lleno por completo de agua. Primero va caminando por el fondo, superando una fría corriente frontal. Se impulsa del fondo y emerge: esto viene a resultar como si se sumiera en un baño tibio. El agua calentada en los estanques de los jardines corre hacia el mar por la capa superior del túnel. Ahora Ictiandro puede dejarse llevar por la corriente. Cruza los brazos en el pecho, se pone de espalda y navega con la cabeza hacia adelante. La boca del túnel ya estaba cerca. Allí, en la misma salida al océano, en el fondo, de una grieta en la roca brotaba a gran presión una fuente termal. Bajo la presión de sus chorros susurran guijarros y conchas.

Ictiandro se vira sobre el pecho y mira hacia adelante. Estaba oscuro todavía. Alarga una mano. El agua está un poquito más fresca. Las palmas de las manos chocan con una reja de hierro, cuyos barrotes están cubiertos de vegetación submarina blanda y resbaladiza, y de ásperas conchas. Asiéndose de la reja, el joven halla una complicada cerradura y la abre. La pesada puerta redonda de rejas, que cierra la salida del túnel, se abre lentamente. Ictiandro pasa por la rendija formada, y la puerta vuelve a cerrarse.

El hombre anfibio se dirigió al océano a grandes brazadas. En el agua todavía estaba oscuro. Sólo en algunos lugares, en las negras profundidades, se observan chispas azuladas de las noctilucas y el rojo opacado de las medusas. Pero pronto amanecerá y los animales luminiscentes irán apagando sus faroles uno tras otro.

Ictiandro siente en las branquias pequeños pinchazos, le resulta difícil respirar. Eso significa que ha superado el rocoso cabo. Tras el cabo el agua está contaminada con partículas de alúmina, arena y residuos de diversas substancias. En este lugar el agua está menos salada, pues muy cerca desemboca un gran río.

«No acabo de asombrarme, cómo los peces de río podrán vivir en agua tan turbia y dulce — pensaba Ictiandro —. Seguramente sus branquias no son tan sensibles a los granos de arena y a las partículas de limo.»

Ictiandro decide subir a capas más altas, vira bruscamente hacia la derecha, hacia el sur, luego vuelve a descender a la profundidad. Aquí el agua está más limpia. Ictiandro fue a dar a una corriente submarina fría, que va paralela a la costa de sur a norte hasta la desembocadura del Paraná, que desvía dicha corriente fría hacia el este. La mencionada corriente pasa a gran profundidad, pero su límite superior se halla a quince metros de la superficie. Ahora Ictiandro puede volver a dejarse a merced del flujo, pues lo sacará bien lejos, al océano abierto.

Ahora se puede dormitar un rato. No hay peligro: aún está oscuro y los peces voraces no han despertado todavía. Antes de la salida del sol siempre es agradable descabezar el sueño. La piel siente cómo varía la temperatura del agua, las corrientes submarinas.

El oído capta un ruido sordo, estruendoso, tras el primero otro, un tercero. Son las cadenas de las anclas: en el golfo, a varios kilómetros del lugar donde se encuentra Ictiandro, las goletas de pescadores levaban anclas. Se aproxima el amanecer. Ese lejano, lejano zumbido uniforme pertenece a la hélice y a los motores del «Horrocks» — gran trasatlántico inglés, que cubre la travesía Buenos Aires-Liverpool. El «Horrocks» está todavía a unos cuarenta kilómetros, pero ¡cómo se oye! En el agua de mar el sonido se difunde a mil quinientos metros por segundo. Qué hermoso es el «Horrocks» por la noche — una auténtica ciudad flotante —, todo iluminado. Pero para verlo así hay que salir a alta mar por la noche, pues a Buenos Aires el trasatlántico llega con el alba, por eso ya trae las luces apagadas. No, ya no podrá dormitar más: las hélices, los timones y los motores del «Horrocks», las oscilaciones de su casco, la luz de las portillas y de los reflectores despertarán a la población del océano. Seguramente fueron los delfines los primeros en oír que se aproximaba el buque y, zambulléndose, levantaron hace unos minutos el oleaje que hizo inquietarse a Ictiandro. Y, lo más probable, es que hayan ido ya al encuentro del vapor.


El ruido de motores de barcos ya llega de distintas partes: se despiertan el puerto y el golfo. Ictiandro abre los ojos, sacude la cabeza, como si quisiera deshacerse de la modorra, y con un impulso simultáneo de piernas y brazos, emerge a la superficie.

Sacó con cautela la cabeza del agua, miró alrededor. Cerca no se veían lanchas ni goletas. Emergió hasta la cintura, manteniéndose en esa posición, mediante el movimiento de piernas.

Bajito, sobre la misma cabeza, pasan volando mergos y gaviotas, a veces hasta tocan con el pecho o con el extremo del ala la superficie, dejando en ella ondas. Los gritos de las gaviotas blancas son muy similares al llanto de niños. Agitando sus enormes alas y produciendo una fuerte corriente de aire, sobrevoló la cabeza de Ictiandro un níveo albatros. Las alas de la hermosa ave eran negras, el pico rojo con la punta amarilla y las patas anaranjadas. Se dirige al golfo. Ictiandro lo mira con envidia, siguiendo su majestuoso vuelo. Las enlutadas alas del ave tienen unos cuatro metros de envergadura. ¡Cuánto quisiera tener alas como esas!

En occidente la noche se escondía tras lejanas montañas cuando la púrpura teñía ya el horizonte en oriente. El espejo oceánico rizábase casi imperceptiblemente, apareciendo en él pinceladas doradas. Las gaviotas blancas, al remontarse, tornábanse rosadas.

Estelas abigarradas y azules serpentearon el pálido espejo del mar: eran los primeros golpes de viento, que iban evidentemente en aumento. El viento cobraba fuerza. En la arenosa orilla surgían blancas crestas, síntoma premonitorio de la incipiente marejada. Las aguas costaneras se volvían esmeralda.

Se aproximaba toda una flotilla de goletas pesqueras. El padre ordenó no dejarse ver por la gente. Ictiandro se sumerge a gran profundidad y da con una corriente fría que se lo lleva hacia el oriente, hacia el océano abierto. Se hallaba en la oscura profundidad marina, caracterizada por la gama cromática azul-lila. Los peces allí parecen de color verde claro, con manchas oscuras y franjas. Peces rojos, amarillos, color canela «revolotean» cual bandadas de policromas mariposas.

Desde arriba llega el ruido de un motor, el agua oscurece. Es un hidroavión militar que pasa a vuelo rasante.

Con ese tipo de aparatos Ictiandro tuvo una experiencia que estuvo a punto de tener trágico fin. En cierta ocasión un hidroavión se posó en el mar. Ictiandro se aproximó a él sigilosamente, se asió del brazo metálico que sujeta los flotadores y… por poco le cuesta la vida: el hidro despegó inesperadamente, viéndose obligado Ictiandro a saltar de unos diez metros de altura.

Ictiandro alzó la vista. El sol se encontraba casi en el cénit. Se aproximaba el mediodía. La superficie del agua ya no parecía un espejo en el que se reflejaban los guijarros de los bajíos, grandes peces y el mismo Ictiandro. Ahora el espejo se desfiguraba, se doblaba, estaba en constante movimiento.

Ictiandro emerge. Las olas le mecen. Sacó la cabeza del agua. Subió a la cresta de una ola, bajó, volvió a subir. ¡Anda, mira cómo se está poniendo! En la orilla el oleaje ya rugía, arrastraba piedras. Junto a la costa el agua se había vuelto ya amarillenta. Las olas seguían creciendo. En las crestas aparecían rizos blancos. Las salpicaduras caían sobre Ictiandro como una lluvia agradable.

«Por qué pasará esto — pensaba Ictiandro —, cuando nadas de cara a las olas parecen ser de color azul oscuro, pero vuelves la cabeza y por detrás son pálidas.»

Desde la cresta de las olas saltan bandadas de peces voladores. Ora subiendo, ora bajando, burlan las crestas, vuelan un centenar de metros y se posan. Pasados unos o dos minutos reemprenden el vuelo. Las gaviotas blancas revolotean y lloran. Cortan el aire con sus amplias alas las aves más veloces, las fragatas. Enorme pico corvo, afiladas uñas, plumas castaño oscuro con verdoso matiz metálico y buche anaranjado. Este es el macho. Y cerca de él, el otro ejemplar, más claro, de pecho blanco, es la hembra. Menuda habilidad, se lanzó desde la altura al agua y al instante salió con un pez coleando en el pico. Vuelan los albatros. Habrá tormenta.

Seguramente Palamedea irá ya al encuentro del nubarrón. Maravillosa y valiente ave, recibe a la tormenta con su canto. Los barcos pesqueros y los yates de lujo pusieron proa hacia la costa y, a todo trapo, fueron a buscar abrigo al puerto.

El crepúsculo era verde oscuro, pero a través del espesor de agua podía distinguirse aún la posición del sol por la gran mancha clara. Esto bastaba para determinar el rumbo. Hay que llegar al bajío antes de que las nubes tapen el sol, de lo contrario, adiós desayuno. Y hacía rato que la gazuza le estaba acosando. En la oscuridad sería imposible hallar el banco de arena y los escollos. Ictiandro comenzó a nadar intensamente, lo hacía como las ranas.

De vez en cuando se ponía de espaldas y comprobaba el rumbo mirando al trasluz. A veces miraba hacia adelante tratando de descubrir el bajío. Sus branquias y su piel registraban cambios en el agua: cerca del banco el agua no era tan densa, contenía más sal y más oxígeno, era agradable al contacto. Probó el agua al gusto. Se orientaba como los lobos de mar que, sin ver tierra, determinan la proximidad de ésta por síntomas que sólo ellos conocen.

Comenzaba a clarear paulatinamente. A derecha e izquierda aparecieron las familiares siluetas de dos peñascos submarinos. Entre ellos hay una pequeña meseta y tras ella un gran muro. Ictiandro le dice a este lugar la caleta submarina. Aquí impera la tranquilidad hasta durante las más fuertes tormentas.

¡Cuántos peces acudieron a aquella apacible cala submarina! Aquello parecía una gigantesca caldereta en ebullición. La diversidad de peces era enorme: pequeños, oscuros, con una línea amarilla transversal y cola amarilla, con franjas negras sesgadas, rojos, azules, celestes. Pero tienen una particularidad: suelen desaparecer y volver a aparecer en el mismo lugar de forma enigmática. Emerges, miras alrededor, los peces pululan; pero miras hacia abajo y, como si se los hubiera tragado la tierra, ni uno. Ictiandro no alcanzaba a entender ese fenómeno, hasta que una vez atrapó con las manos un pez. Su cuerpo era del tamaño de la mano, pero completamente plano. Ese era el motivo de que desde arriba prácticamente fueran invisibles.

Ahí está el desayuno. En un lugar plano, al pie de un acantilado, pululaban las ostras. Ictiandro acude nadando, se acuesta en el mismo fondo junto a las ostras y se pone a comer. Abre las valvas, saca el contenido comestible y se lo lleva a la boca. Se había habituado a comer sumergido: se ponía el pedazo en la boca y evacuaba el agua de ella con habilidad, entre los labios apretados. Claro que, con la comida, siempre se tragaba algo de agua, pero estaba avezado al agua de mar.

En torno a él se agitan algas: las verdes hojas de agar-agar e infinidad de otras vistosas plantas, pero que en ese preciso momento todas parecían grises; en el agua la luz era crepuscular: la tormenta proseguía. Algunas veces se oye el sordo ruido del trueno. Ictiandro alza la vista.

¿Por qué habrá oscurecido de súbito? Sobre la misma cabeza de Ictiandro apareció una mancha oscura. ¿Qué podrá ser eso? El desayuno ha concluido. Ahora ya puede asomarse a la superficie. Ictiandro emerge con suma prudencia hacia la mancha negra, deslizándose a lo largo del acantilado. Resultó que se había posado un albatros. Sus anaranjadas patas se encontraban muy cerca de Ictiandro, quien estiró las manos y agarró al ave por las patas. El ave, asustada, abrió sus poderosas alas y se elevó, sacando del agua a Ictiandro. Pero el cuerpo del hombre en el aire aumentó considerablemente de peso, y el albatros junto con él cayó al agua, cubriendo con su plumado y blando pecho la cabeza del joven. Ictiandro, sin esperar a que el ave le machacara la cabeza con el pico encarnado, se sumerge para volver a salir a la superficie en otro lugar. El albatros remonta el vuelo hacia oriente y se pierde tras las montañas de agua del temporal en apogeo.

Ictiandro yace supinado. La tempestad pasó. Los truenos se oyen en la lejanía, hacia oriente. Pero sigue lloviendo a raudales. Cierra los ojos y expone gustoso el rostro a la lluvia. Al fin abre los ojos, se incorpora, permaneciendo hasta la cintura en el agua, y mira alrededor. Está en la cresta de una gran ola. Se ve envuelto en cielo, océano, viento, nubes, aguacero, olas; todo se fundió en una vorágine diabólica que ruge y produce un estrépito infernal. Se riza la espuma en las crestas de las olas y serpentea enojosamente al desvanecerse éstas. Corren con ímpetu hacia arriba las montañas de agua, para precipitarse seguidamente cual aludes, repiquetea el aguacero, rugen los desenfrenados vientos.

Todo cuanto atemoriza al hombre, alegra a Ictiandro. Claro, debe ser prudente, pues se le puede venir encima una montaña de agua. Pero Ictiandro conoce las olas tan bien como cualquier pez. Lo que hace falta es saber sus mañas: una simplemente te sube y te baja, te sube y te baja; otra puede darte un revolcón. El también sabía lo que sucedía bajo el agua, sabía cómo desaparecían las olas, cuándo cesaba el viento: sabía que primero desaparecían las olas pequeñas y después las grandes, pero la marejada baja duraba mucho más. Le encantaba retozar en la ola costera, pero era consciente del riesgo que corría. En cierta ocasión una ola revolcó a Ictiandro y le estrelló la cabeza contra el fondo, haciéndole perder el conocimiento. Un hombre común y corriente se habría ahogado, pero Ictiandro se recuperó en el agua.

La lluvia cesó. La corriente se lo había llevado tras la tormenta hacia oriente. Pero el viento cambió. Del norte tropical sopló un aire cálido. Las nubes comenzaron a rasgarse, formando claros. Los rayos solares se abrieron paso hacia las olas. En el sureste, en un cielo todavía oscuro y tenebroso, apareció un doble arco iris. El océano estaba desconocido. Ahora ya había perdido aquel color plomizo oscuro, para convertirse en azul con manchas esmeralda, en los lugares alcanzados por los rayos solares.

¡El sol! En un instante el cielo, el océano, la costa y hasta las lejanas montañas se transformaron. ¡Qué aire tan delicioso, liviano, húmedo queda después de la tempestad y la tormenta! Ictiandro ora respira a pleno pulmón el puro y sano aire de mar, ora pasa a respirar intensamente con las branquias. De todos los humanos sólo Ictiandro sabe lo bien que se respira después de que la tempestad, la tormenta, el viento, las olas, la lluvia mezclan el cielo con el océano, el aire con el agua, enriqueciendo así el agua en oxígeno. Eso reanima a los peces, a toda la población marina.

Tras la tempestad y la tormenta de las selvas submarinas, de las grietas en las rocas y de los caprichosos «matorrales» de corales salen pequeños peces, tras ellos los grandes, agazapados en las profundidades, y, por último, las débiles medusas, y otra morralla más menuda del fondo marino.

Un rayo de luz solar cae sobre la ola y el agua se pone verde, relucen las pequeñas burbujas, se deshace la espuma… Cerca de Ictiandro retozan sus amigos, los delfines, que lo miran con curiosidad, alegría y picardía. Brillantes sus lomos negros entre las olas, juguetean, resoplan, se persiguen. Ictiandro ríe, juega con los delfines, nada, bucea con ellos. Se le antoja que ese océano, esos delfines, ese cielo y ese sol están creados sólo para él.


Ictiandro alza la cabeza y entornando los ojos mira al Sol. Va inclinándose hacia occidente. Pronto caerá la tarde. Hoy no tiene deseos de volver a casa temprano. Seguirá meciéndose así hasta que el cielo se ponga oscuro y aparezcan las estrellas.

Pero la inactividad le aburre muy pronto. Cerca de allí perecen ahora pequeños animales marinos que requieren su ayuda y él puede salvarlos. Se incorpora y mira la lejana orilla. ¡Hacia el bajío y el banco de arena! Allí es donde más necesitan su ayuda. El oleaje está causando estragos.

Esa rabiosa marejada lanza, después de cada tormenta, a la orilla cantidades enormes de algas y habitantes del mar: medusas, cámbaros, estrellas de mar y, a veces, hasta a algún delfín descuidado. Las medusas perecen muy pronto, algunos peces consiguen llegar al agua, pero muchos perecen en la orilla. Los cámbaros casi todos retornan al océano. Hay veces que ellos mismos salen a la orilla para aprovecharse de las víctimas del oleaje. A Ictiandro le encanta salvar a los animales marinos lanzados a la orilla.

Después de cada tempestad se pasaba largas horas caminando por la orilla y salvando a cuantos aún se podía salvar. Para él era una alegría ver cómo un pez devuelto por él al agua se alejaba por sí solo. Se alegraba siempre de que peces medio dormidos, que ya nadaban de costado o panza arriba, se recuperaran. Cuando recogía en la orilla un gran pez, Ictiandro lo llevaba en brazos al agua; y si el animal comenzaba a dar coletazos, el joven reía y lo persuadía a no tener miedo y a no ser impaciente. Por supuesto, un día de hambre, se comería ese mismo pez si lo pescara en el océano. Pero ese era un mal inevitable. Aquí, en la orilla, él era el protector, el amigo, el salvador de los habitantes del mar.

Habitualmente Ictiandro regresaba a la orilla del mismo modo que se iba, valiéndose de corrientes submarinas. Hoy se mostraba renuente a sumergirse por mucho tiempo, estaban tan bellos el océano y el cielo. El joven se sumergía, nadaba bajo el agua un trecho y volvía a emerger, como los pájaros que andan a la caza de peces.

Se extinguieron los últimos rayos de sol. En occidente aún se divisaba una franja amarilla. Las lúgubres olas, cual grises sombras, seguían persiguiéndose en su constante carrera.

Tras el contacto con el aire fresco, el agua era más acogedora y tibia. La oscuridad era absoluta, pero no infundía miedo. A esta hora nadie podría atacar. Los voraces peces diurnos ya estaban durmiendo, y los nocturnos, no habían salido a cazar todavía.


Esto precisamente necesitaba: una corriente procedente del norte y próxima a la superficie del océano. El oleaje de fondo no se había apaciguado todavía y hacía oscilar la altura del río submarino, pero éste seguía obstinadamente su rumbo — del cálido Norte al frío Sur —. Mucho más abajo corría en dirección contraria — de Sur a Norte — una corriente fría. Ictiandro utilizaba con frecuencia esas corrientes, cuando hacía largas travesías por rumbos paralelos a la costa.

Hoy se había alejado considerablemente hacia el Norte. Ahora esta tibia corriente lo llevará hasta el túnel. El problema estaba en no dormirse, pues podría pasar de largo, como ya le sucedió una vez. Mientras la corriente lo lleva hacia el Sur, él hace ejercicios con los brazos y las piernas. El agua tibia y los lentos ejercicios le tranquilizan.

Ictiandro levanta la vista y ve una bóveda cubierta por completo de diminutas estrellas. Son las noctilucas que encendieron sus faroles y subieron a la superficie del océano. En la oscuridad se ven en algunas partes nubosidades azuladas y rosadas: densas colonias de microorganismos fosforescentes. Pasan lentamente esferas que irradian una suave luz verdosa. Muy cerca de Ictiandro reluce una medusa, que parece una lámpara cubierta con caprichosa pantalla, adornada con encajes y largos flecos. Al menor movimiento de la medusa los flecos se balancean, cual si un suave aire los acariciara. En los bajíos ya se encendieron las estrellas de mar. En las grandes profundidades se mueven rápidamente las luces de los grandes peces voraces nocturnos. Ellos se persiguen, dan vueltas, se apagan y vuelven a encenderse.

Otro bajío. Los caprichosos troncos y ramos de los corales están iluminados por dentro con luz azul celeste, rosa, verde y blanca. Algunos despiden una luz pálida e intermitente, otros relucen como el metal al rojo vivo.

En la tierra por la noche sólo se ven lejanas estrellas muy pequeñas, y a veces la Luna. Aquí, sin embargo, hay miríadas de estrellas, millares de lunas y millares de pequeños soles polícromos de suave luz. La noche en el océano es incomparablemente más vistosa y bonita que en la tierra.

Y para compararla, Ictiandro emerge a la superficie.

Advirtió de inmediato que el aire se había calentado. Se fijó en la bóveda celeste de un azul oscuro, sembrada de estrellas. Sobre el horizonte se elevaba el disco argentado de la Luna, que proyectaba por todo el océano una estela plateada.

Del puerto llega un sonido grave y prolongado. Es la sirena del vapor «Horrocks» que anuncia su viaje de regreso. Pero qué tarde es. Pronto amanecerá. Ictiandro ha estado ausente casi veinticuatro horas. El padre le va a regañar.

Ictiandro se dirige a la boca del túnel, introduce la mano entre los barrotes, abre la reja y nada por el túnel en plena oscuridad. El retorno debe efectuarlo por debajo, utilizando la corriente fría, que va del mar a los estanques de los jardines.

Un ligero golpe en el hombro le hace despertar.

Está en el estanque. Sale rápidamente. Pasa a la respiración pulmonar, aspirando el aire saturado de familiares aromas de flores.

Varios minutos después ya se hallaba sumido en profundo sueño en la cama, como lo exigía el padre.



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