LA PEQUEÑA VENGANZA



El inesperado encuentro con la joven de ojos azules en la tienda de Baltasar, negociante en perlas, turbó tanto a Ictiandro que salió corriendo hacia el mar. Ahora ardía en deseos de volver a verla y conocerla, pero no sabía cómo hacerlo. Lo más sencillo sería recurrir a los servicios de Cristo. Pero no le parecía bien verse con ella en presencia del indígena. Ictiandro llegaba a nado todos los días al lugar de la costa donde la vio por primera vez. Se pasaba desde por la mañana hasta la noche escondido entre las rocas, esperando poder verla. Cuando llegaba a la orilla se quitaba las gafas y los guantes, y se ponía el traje blanco para no asustar a la chica. Había días que se pasaba las veinticuatro horas consecutivas en la orilla, por la noche se sumergía en el mar, comía peces y ostras, descabezaba un sueño y por la mañana temprano ya estaba en su atalaya.

Una vez, por la tarde, se decidió a ir solo hasta la tienda del vendedor de perlas. La puerta estaba abierta y pudo ver que al mostrador estaba el viejo indígena; la chica faltaba. Ictiandro decidió regresar. Al aproximarse a la rocosa orilla vio a la joven en vestido blanco y sombrero de paja. Ictiandro se detuvo indeciso. La chica esperaba, evidentemente, a alguien. Andaba impaciente de un lado para otro, oteando de vez en cuando el camino. Tan entusiasmada estaba que no advirtió a Ictiandro en el rellano de la roca.

La joven alzó el brazo a modo de saludo. Ictiandro miró en aquella dirección y vio a un hombre joven, alto y fornido que caminaba ligero por el camino. Ictiandro jamás había visto cabellos y ojos tan claros como los de este desconocido. El gigante se acercó a la joven y, tendiéndole su enorme mano, profirió con cariño:

— Hola, Lucía.

— ¡Hola, Olsen! — respondió ella.

El desconocido estrechó efusivamente la mano de la joven.

Ictiandro les miraba con animadversión. Se apoderó de él tal angustia que se le formó un nudo en la garganta.

— ¿Lo has traído? — inquirió el gigante, mirando el collar de perlas que llevaba Lucía.

Ella asintió.

— ¿No se enterará tu padre? — preguntó Olsen.

— No — respondió la joven —. Esas perlas son mías, puedo disponer de ellas como se me antoje.

Lucía y Olsen se aproximaron, conversando tranquilamente, hasta el mismo borde del acantilado. Lucía desabrochó el collar de perlas, lo tomó por uno de los extremos, alzó la mano y, admirándolo, profirió:

— Mira, mira qué hermosas se ven las perlas a la luz del ocaso. Tómalas, Olsen…

Olsen había tendido ya la mano pero, de súbito, el collar se deslizó por la mano de Lucía y cayó al mar.

— ¡Qué he hecho! — exclamó la joven.

Olsen y Lucía seguían afligidos al borde del acantilado.

— ¿Tal vez se pueda sacar? — dijo Olsen.

— Esta parte es muy honda — suspiró la joven, y añadió-: ¡Qué desgracia, Olsen!

Ictiandro vio la aflicción, la amargura que reflejaba el rostro de la joven, y olvidó, de inmediato, que ella se proponía obsequiar las perlas al gigante rubio. Ictiandro no podía permanecer impasible ante tan enorme pena de la chica: salió de su escondrijo y se dirigió resueltamente a Lucía.

Olsen frunció el ceño. Lucía lo miró con curiosidad y asombro, reconoció en Ictiandro al joven que abandonó repentinamente la tienda.

— Perdón, ¿creo que se le ha caído al mar un collar de perlas? — inquirió Ictiandro —. Si usted me permite puedo rescatárselo.

— Ni mi padre, que es el mejor pescador de perlas, podría rescatarlo aquí — le objetó la joven.

— Yo intentaré — respondió modestamente Ictiandro —, y, para el asombro de Lucía y de su acompañante, el joven sin quitarse el traje, se lanzó al mar desde el acantilado y desapareció en las olas.

Olsen no sabía qué pensar.

— ¿Quién es? ¿Cómo apareció aquí?

Pasó un minuto, se agotó el segundo, pero el joven no aparecía.

— Pereció — dijo preocupada Lucía con la mirada fija en las olas.

Ictiandro quería evitar por todos los medios que la joven se enterara de que podía vivir bajo el agua. Entusiasmado con la búsqueda, no calculó debidamente el tiempo y permaneció sumergido algo más de lo que puede resistir un pescador de perlas. Cuando emergió, el joven anunció sonriente:

— Un poquito de paciencia. Hay muchos escollos, eso dificulta la búsqueda. Pero lo encontraré — y volvió a bucear.

Lucía había asistido reiteradas veces a la pesca de perlas y le asombró que el joven, habiendo permanecido en el fondo casi dos minutos, respirara tranquilamente y no se mostrara fatigado.

Dos minutos después la cabeza de Ictiandro aparecía nuevamente en la superficie. Su rostro irradiaba alegría. Alzó la mano sobre el agua y mostró el collar.

— Se había enganchado en una roca — articuló Ictiandro con voz absolutamente serena, sin jadear, cual si hubiera salido de la habitación contigua —. Si hubiera caído en una grieta, habría requerido más trabajo y tiempo.

Subió rápidamente por las rocas, se acercó a Lucía y le entregó el collar. El agua corría a chorros de su ropa, pero él no prestaba atención.

— Aquí lo tiene.

— ¡Gracias! — dijo Lucía, mirando al joven con más curiosidad.

Se estableció un embarazoso silencio. Ninguno de los tres sabía qué hacer. Lucía no se atrevía a pasarle el collar a Olsen en presencia de Ictiandro.

— Usted, si no me equivoco, quería entregarle el collar a él — profirió Ictiandro señalando a Olsen.

Este se ruborizó, y la turbada Lucía manifestó:

— Sí, efectivamente — y le alargó el collar a Olsen, quien lo admitió en silencio y se lo puso en el bolsillo.

Ictiandro quedó satisfecho. Por su parte eso era una pequeña venganza. El gigante recibió como presente el collar perdido por Lucía, pero de manos de él, de Ictiandro.

Y, tras despedirse de la joven con una cortés reverencia, Ictiandro se alejó rápidamente por el camino.

Pero ese éxito no alegró por mucho tiempo a Ictiandro. Le surgían nuevas ideas e interrogantes que lo atormentaban. El no conocía a la gente. ¿Quién será ese gigante rubio? ¿Por qué Lucía le obsequia su collar? ¿De qué hablaban en el peñasco?

Aquella noche Ictiandro se la pasó cabalgando en delfín y amedrentando en la oscuridad a los pescadores con sus gritos.

Todo el día siguiente permaneció bajo el agua. Con gafas, pero sin guantes, estuvo buscando en el arenoso fondo ostras perlíferas. Por la tarde visitó a Cristo, quien le recibió con rezongones reproches. Por la mañana, ya vestido, el joven se hallaba al pie de la roca donde se encontró con Lucía y Olsen. Por la tarde, durante el ocaso, igual que aquella memorable tarde, la primera en aparecer fue Lucía.

Ictiandro salió de detrás de las rocas y se acercó a la joven. Esta al verlo le saludó con un movimiento de cabeza, como se saluda a los amigos, y, esbozando una encantadora sonrisa, preguntó:

— ¿Me persigue usted?

— Sí — respondió honestamente Ictiandro —, desde la primera vez que la he visto… — Y, completamente turbado, el joven prosiguió-: Usted le ha regalado su collar a aquel… a Olsen. Pero antes de entregárselo usted miró las perlas con admiración. ¿Le gustan las perlas?

— Sí.

— Entonces, admítame esto… — y le alargó una perla.

Lucía conocía perfectamente el valor de las perlas. La que yacía en la mano del joven superaba cuanto había visto hasta entonces y lo conocido por los relatos del padre. Era una pieza enorme, de forma impecable, nívea blancura y pesaba unos doscientos quilates, su valor rayaba, seguramente, un millón de pesos de oro. La asombrada Lucía miraba ora a la insólita perla, ora al apuesto joven. Aquel joven fuerte, ágil, sano, algo tímido, con su traje blanco arrugado, no se parecía a los señoritos de Buenos Aires. Y le ofrecía a ella — a quien, de hecho, no conocía — semejante regalo.

— Tómela — insistió Ictiandro.

— No — repuso Lucía, reforzando su negativa con el movimiento de cabeza —. No puedo admitirle tan caro regalo.

— Eso no tiene valor alguno — le objetó Ictiandro con ardor —. En el fondo del océano hay a millares.

Al rostro de Lucía afloró la sonrisa. Ictiandro se inmutó, se ruborizó y, tras un breve silencio, añadió:

— Por favor, le ruego.

— No.

Ictiandro frunció el ceño; se sentía ofendido.

— Si no la quiere para usted — insistió el joven —, tómela para aquel… para Olsen. El no la rechazará.

Eso enojó a Lucía.

— El no lo quiere para sí — repuso con aspereza —. Usted no sabe nada.

— Entonces, ¿no?

— No.

Ictiandro lanzó con fuerza la perla al mar, se despidió en silencio con un leve movimiento de cabeza, y fue en busca del camino.

Ese gesto dejó estupefacta a Lucía. Quedó paralizada, sin poder moverse del sitio. Era inconcebible, lanzar al mar una millonada como si fuera un guijarro cualquiera. Se sentía apesadumbrada. No debía haberle causado ese disgusto al joven.

— ¡Espérese, no se vaya!

Pero Ictiandro seguía caminando con la cabeza gacha. Lucía le dio alcance, le tomó del brazo y le miró al rostro. Por las mejillas del joven corrían lágrimas. El jamás había llorado y ahora no acababa de entender por qué los objetos se tornaban borrosos, esfuminados, como cuando nadaba bajo el agua sin gafas.

— Discúlpeme, le he disgustado — susurró la chica, cogiéndole ambas manos.



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