Al tirarse al mar, Ictiandro olvidó temporalmente sus desventuras en la tierra. Después de la permanencia en el caluroso y sofocante ambiente, el frescor del agua lo tranquilizó y alivió. Los punzantes dolores en los costados desaparecieron. Respiraba profunda y uniformemente. Necesitaba reposo absoluto, por eso trataba de no pensar en lo sucedido en la tierra.
Ictiandro buscaba actividad, algo que requiriera dinamismo. ¿En qué ocuparse? Le encantaba saltar al agua desde el acantilado, en las oscuras noches, hasta tocar fondo. Pero ahora el sol estaba en el cénit y el mar, plagado de lanchas pesqueras.
«Buena idea. Pondré en orden la gruta» pensó Ictiandro.
En el acantilado de la bahía había una gruta con un gran arco, desde el que se descubría una magnífica vista panorámica a la meseta que descendía en ligero declive y se perdía en el fondo del mar. Ictiandro hacía mucho que le había puesto el ojo a esa gruta. Pero antes de acomodarse en ella era menester desalojar a varias familias de pulpos.
Ictiandro se puso las gafas, cogió un cuchillo largo, corvo y afilado, y se dirigió decidido a la boca de la gruta. Entrar resultaba demasiado riesgoso, por eso decidió provocar la salida del enemigo para darle la batalla campal fuera. En una lancha hundida había advertido hacía mucho una fisga. La empuñó y desde la boca de la gruta comenzó a moverla. Los pulpos, descontentos por la irrupción del desconocido, se inquietaron. Ictiandro retiraba la fisga antes de que los tentáculos del pulpo tuvieran tiempo de atraparla. Ese juego se prolongó varios minutos. Al fin, decenas de tentáculos, cual la cabellera de la Medusa Gorgona, se agitaron al borde del arco. Un viejo, enorme pulpo, perdió la paciencia y decidió castigar al intruso. El animal salió de la grieta moviendo los tentáculos de modo amenazador. Se dirigió lentamente hacia el enemigo cambiando de color para asustar a Ictiandro. Este se hizo a un lado, tiró la fisga y se preparó para el combate. Ictiandro sabía lo difícil que era combatir con dos brazos contra un enemigo que disponía de ocho largos tentáculos. Apenas se le corta uno, los otros siete le neutralizan los brazos al hombre. Por eso el joven decidió atacar con su cuchillo al cuerpo del pulpo. Dejando aproximarse al monstruo de modo que lo alcanzaran sólo las puntas de sus tentáculos, Ictiandro se lanzó súbitamente hacia adelante, al mismo nudo de los tentáculos, a la cabeza del pulpo.
Esta insólita táctica siempre sorprendía al pulpo. El animal requería no menos de cuatro segundos para recoger los extremos de los tentáculos y envolver al enemigo. Pero ese tiempo le bastaba a Ictiandro para asestar un rápido y certero golpe, cortar el cuerpo del monstruo, afectándole el corazón y destruyéndole los nervios motores. Y los enormes tentáculos, que ya enrollaban su cuerpo en un abrazo mortal, se aflojaban súbitamente y caían sin vida.
— ¡Uno la espichó!
Ictiandro volvió a echar mano de la fisga. Esta vez le salieron al encuentro dos pulpos. Uno de ellos iba directamente a él, mientras el otro realizaba un movimiento envolvente para atacarlo por la espalda. Esto ya era peligroso. Ictiandro se lanzó con arrojo al pulpo que tenía delante, pero antes de que pudiera matarle, el que tenía detrás le enlazó el cuello. El joven cortó rápidamente el tentáculo, pinchándolo junto a su mismo cuello. Luego se volvió de cara a él y le cercenó los tentáculos. El pulpo mutilado descendió lentamente al fondo. Ictiandro ya destruía al que le vino en ataque frontal.
— Ya son tres — siguió llevando la cuenta el joven. No obstante, tuvo que interrumpir la batalla.
De la gruta salía todo un destacamento de pulpos, pero la sangre derramada enturbió el agua. En esas circunstancias los pulpos podrían verse favorecidos, pues ellos localizaban al adversario a tientas mientras que Ictiandro no podría verlos. El se replegó al agua limpia y allí dejó sin vida a otro que salió de la sanguinolenta nube.
Con algunos intervalos, la batalla se prolongó varias horas.
Cuando fue muerto el último pulpo y el agua se tornó transparente, Ictiandro vio en el fondo los cuerpos sin vida y los tentáculos cercenados moviéndose convulsivamente. Ictiandro entró en la gruta. Todavía quedaban varias crías del tamaño de un puño y los tentáculos no más gruesos que los dedos de la mano. Quiso matarlas, pero sintió lástima. «Debo intentar domesticarlos. No estaría mal tener ese tipo de guardianes.»
Tras haber limpiado la gruta de pulpos grandes, Ictiandro decidió amueblar su vivienda submarina. Trajo de casa una mesa con pies de hierro y tabla de mármol, y dos jarrones chinos. Colocó la mesa en medio de la gruta. Llenó los jarrones de tierra, plantó en ellos flores marinas y los puso sobre la mesa. Parte de la tierra, erosionada por el agua, se mantuvo cierto tiempo en suspenso sobre los jarros, pero posteriormente el agua se aclaró. Y las flores, movidas por el agua ligeramente agitada, se mecían cual si la brisa las acariciara.
El muro de la cueva submarina tenía un saliente, algo así como un apoyo natural, en el que el nuevo inquilino se tendió satisfecho. Aunque la superficie no estaba pulida en el agua el cuerpo apenas la sentía.
Infinidad de peces acudieron a curiosear, a presenciar el insólito estreno del nuevo domicilio, extraño habitáculo submarino con jarrones chinos en la mesa. Pasaban entre los pies de la mesa, subían y se aproximaban a las flores como queriendo oliscarles; pasaban bajo la cabeza de Ictiandro, que descansaba sobre su propia mano. Una japuta se asomó a la gruta y salió coleando asustada. Por la blanca arena apareció caminando un enorme cangrejo, alzó y volvió a bajar una pinza — como saludando al dueño —, y se acomodó bajo la mesa.
A Ictiandro le entretenía este pasatiempo. «¿Con qué adornar más mi vivienda? — pensó —. Colocaré a la entrada las plantas más hermosas, cubriré el suelo de perlas, y junto a las paredes, por los bordes, colocaré ostras. Si Lucía pudiera ver esta habitación submarina… Pero ella me engaña. O, tal vez, no. Pues no le ha dado tiempo a contarme lo que quería sobre Olsen.» Ictiandro entristeció. Tan pronto dejó de trabajar volvió a sentirse solo, distinto de los demás humanos. «¿Por qué nadie puede vivir bajo el agua? Yo soy el único. Tan pronto regresa mi padre, se lo preguntaré…»
Sintió el prurito de mostrar su nueva vivienda submarina a algún ser viviente. «Leading» pensó Ictiandro, recordando al delfín. Tomó la caracola, emergió y la hizo sonar varias veces. Pronto se oyeron los familiares resoplidos: el animal se mantenía siempre cerca de la bahía.
Cuando el delfín se aproximó, Ictiandro lo abrazó con cariño y le dijo:
— Ven conmigo, Leading, te mostraré la nueva habitación. Tú nunca has visto una mesa ni jarrones chinos.
Y, al sumergirse, Ictiandro le ordenó que lo siguiera.
Leading resultó ser un invitado muy inquieto. Con su enorme cuerpo y su torpeza agitó tanto el agua en la gruta que los jarros se tambalearon. Por si fuera poco, se las ingenió para golpear con el morro un pie de la mesa y volcarla. Los jarros, como es natural, cayeron; si hubiera sucedido eso en la tierra se habrían hecho añicos. Pero allí tuvo un fin feliz, si descontamos el susto del cangrejo, quien emprendió una extraña carrera — de costado — para ir a refugiarse entre las rocas.
«Qué torpe eres» pensó Ictiandro, mientras ponía la mesa en el fondo de la gruta y levantaba los jarros.
Ictiandro abrazó al delfín y volvió a persuadirle:
— Quédate conmigo, Leading.
Pero el cetáceo comenzó muy pronto a sacudir la cabeza y a mostrarse inquieto. No podía permanecer por mucho tiempo bajo el agua. Necesitaba aire. Impulsándose con las aletas abandonó la gruta y emergió.
«Ni Leading puede vivir conmigo bajo el agua — pensó con tristeza Ictiandro al quedarse solo —. Los únicos en condiciones de hacerme compañía son los peces. Pero son tan necios y asustadizos…»
Apenado, se tendió en su lecho de piedra. Al ponerse el sol la gruta quedó en tinieblas. El agua mecía al joven con su ligero vaivén.
Extenuado por los disgustos y el trabajo, Ictiandro quedó adormilado.