Después de este acontecimiento, Ictiandro acudía todas las tardes a su lugar de la costa próximo a la ciudad, se ponía el traje escondido entre las rocas y se presentaba al pie del peñasco adonde iba Lucía. Paseaban por la orilla conversando animadamente. ¿Quién era el nuevo amigo de Lucía? Ella no podría decirlo. Era un muchacho inteligente, ingenioso, conocía muchas cosas que desconocía ella; sin embargo, otras sencillísimas — que para cualquier muchacho urbano son pan comido —, no las entendía. ¿Cómo explicar eso? A Ictiandro no le gustaba explayarse sobre su persona. Prefería vivir de incógnito. La chica sólo sabía que su padre era doctor y, por lo visto, acaudalado; que lo había educado marginado de la ciudad y de la gente y dado una instrucción muy singular, pero sumamente unilateral.
A veces solían estar sentados en la orilla hasta muy tarde. A sus pies rompían las olas de la marejada. Rutilaban las estrellas. Este telón de fondo hacía innecesarias las palabras, guardaban silencio. Ictiandro se sentía feliz.
— Debo retirarme — decía la chica.
El joven se levantaba renuente, la acompañaba hasta el arrabal, regresaba rápidamente, se quitaba el traje y volvía a casa a nado.
Por la mañana, concluido el desayuno, se llevaba una hogaza a la bahía, se sentaba en la arena del fondo y comenzaba a cebar los peces. Ellos acudían, lo rodeaban como un enjambre y le quitaban el pan de las manos. Sucedía que peces grandes irrumpían en ese enjambre y comenzaban a perseguir a los chiquitos. En esos casos Ictiandro espantaba a los voraces agresores, mientras los peces pequeños buscaban la salvación a sus espaldas.
Comenzó a reunir perlas y las almacenaba en una gruta submarina. Trabajaba con entusiasmo y pronto acumuló una cantidad considerable de perlas selectas.
Se estaba convirtiendo, sin proponérselo, en el hombre más rico de la Argentina o, tal vez, de América del Sur. Si se lo propusiera podría ser el hombre más rico del mundo. Pero él no pensaba en la riqueza.
Los días transcurrían así en plena tranquilidad. Ictiandro sólo lamentaba que Lucía viviera en esa ciudad con tanto polvo, sofoco y ruido. Sería magnífico si ella pudiera vivir también bajo el agua, lejos del ruido y de la gente. El le mostraría otro mundo nuevo, desconocido, las maravillosas flores de los campos submarinos. Pero Lucía no puede vivir bajo el agua y él, en la tierra. El ya se viene excediendo en la permanencia al aire. Lamentablemente, esto tiene sus consecuencias: le están doliendo cada vez con más frecuencia y más fuerza los costados, cuando se pasa sentado las tardes con la joven a la orilla del mar. Pero hasta cuando el dolor se hace insoportable, no abandona a la chica hasta que ella misma no manifiesta el deseo de retirarse. Había algo más que preocupaba a Ictiandro: ¿de qué hablaría Lucía con el gigante rubio? Siempre quiere preguntarle, pero teme ofenderla.
Una de aquellas tardes la joven le dijo a Ictiandro que el día siguiente no acudiría.
— ¿Por qué? — inquirió sombrío.
— Estoy ocupada.
— ¿Se puede saber en qué?
— No sea tan curioso — repuso la joven con una sonrisa —. No me acompañe — añadió, y se fue.
Ictiandro se sumergió en el mar y se pasó la noche en el fondo, teniendo por colchón unas piedras cubiertas de musgo. El disgusto era mayúsculo. Cuando empezó a clarear el alba salió a nado para casa.
Ya cerca de la bahía vio cómo unos pescadores disparaban desde las lanchas contra delfines. Un gran animal, herido de bala, saltó sobre el agua y cayó pesadamente.
— ¡Leading! — susurró horrorizado Ictiandro. Uno de los pescadores ya había saltado al agua y esperaba a que el animal herido saliera a la superficie. Pero el delfín emergió a unos cien metros del pescador y, tras cobrar aliento, volvió a sumergirse.
El pescador nadaba rápidamente hacia el delfín. Ictiandro acudió en seguida en ayuda de su amigo. El delfín volvió a emerger y en ese preciso momento el pescador lo agarró por la aleta, arrastrando al debilitado animal hacia la lancha.
Ictiandro, nadando sumergido, alcanzó al pescador y le mordió la pierna. El hombre, creyendo que era un tiburón, comenzó a patalear desesperadamente. Tratando de defenderse, asestó un golpe a ciegas con el cuchillo que llevaba en la otra mano. El golpe le acertó a Ictiandro en la parte del cuello no defendida por las escamas. Ictiandro soltó la pierna del pescador, quien se apresuró a alcanzar la lancha. El delfín herido e Ictiandro se dirigieron a la bahía. El joven le ordenó al delfín que lo siguiera y buceó para entrar en la gruta submarina. El agua llegaba allí solamente hasta la mitad de la altura. El aire penetraba en ella por unas grietas. Allí el delfín podía cobrar aliento sin temor alguno. Ictiandro examinó su herida. No era peligrosa. La bala penetró bajo la piel y se estancó en la grasa. Ictiandro consiguió sacársela con los dedos. El delfín sufrió la operación con resignación.
— Te pasará muy pronto — le dijo Ictiandro a su amigo, dándole cariñosas palmadas en el lomo.
Ahora debía ocuparse de su herida. El joven nadó rápido por el túnel submarino, subió al jardín y entró en la casita blanca.
Cristo se asustó sinceramente al ver a su pupilo herido.
— ¿Qué te ha pasado?
— Me hirieron los pescadores cuando traté de defender a un delfín — dijo Ictiandro.
Pero Cristo no le creyó.
— ¿Has vuelto a ir a la ciudad sin mí? — inquirió receloso, mientras le vendaba la herida. El joven calló.
— Levanta tus escamas — le dijo Cristo y le destapó parcialmente el hombro. El indio advirtió en el hombro una mancha rojiza. El aspecto de esa mancha le asustó a Cristo.
— ¿Te golpearon con el remo? — le preguntó, palpándole el hombro. No había hinchazón. Era obviamente un lunar.
— No — respondió Ictiandro.
El joven se retiró a su alcoba, y el viejo indio, con la cabeza apuntalada por las manos, se sumió en meditaciones. Permaneció así largo tiempo, luego se levantó y salió del comedor.
Cristo partió presuroso para la ciudad, entró jadeante en la tienda de Baltasar y, mirando con suspicacia a Lucía, sentada junto al mostrador, inquirió:
— ¿Está papá?
— Ahí está — respondió la joven, señalando con la cabeza la puerta de otra pieza.
Cristo entró en el laboratorio y cerró la puerta.
Encontró al hermano enfrascado en su habitual ocupación, lavando perlas. Baltasar, al igual que la vez anterior, estaba irritado.
— Ustedes vuelven loco a cualquiera — comenzó rezongando de entrada Baltasar —. Zurita está hecho un basilisco porque no le traes al «demonio marino», Lucía desaparece de casa durante todo el día. De Zurita no quiere saber nada. No hace otra cosa que repetir machaconamente: «¡No! ¡No!» Y Zurita sigue en sus trece: «¡Estoy harto de esperar! — dice —. Me la llevaré por la fuerza, y se acabó. Primero llorará, pero ya se tranquilizará». De ese hombre se puede esperar cualquier cosa.
Cristo escuchó con paciencia los lamentos del hermano y dijo:
— No he podido traer al «demonio marino» porque, al igual que Lucía desaparece todos los días de casa sin mí. Y conmigo no quiere venir a la ciudad. Ha dejado de obedecerme por completo. Cuando regrese el doctor me amonestará por no haber cuidado debidamente de Ictiandro…
— Entonces hay que secuestrar a Ictiandro lo antes posible, tú abandonarás la casa de Salvador antes de que él regrese y…
— Espérate, Baltasar. No me interrumpas, hermano. En lo relativo al joven debo decirte que requiere más cuidado, no debemos precipitarnos.
— ¿Cómo que no debemos precipitarnos?
Cristo exhaló un suspiro, como si algo le impidiera exponer su plan.
— Mira, Baltasar… — comenzó diciendo.
Pero en ese preciso instante alguien entró en la tienda, y oyeron el vozarrón de Zurita.
— ¡Vaya! — farfulló Baltasar, lanzando la perla que tenía en la mano al baño —. ¡Ahí lo tienes otra vez!
Zurita abrió estrepitosamente la puerta y entró en el laboratorio.
— ¡Ah, los dos hermanitos juntos, magnífico! ¿Ustedes piensan seguir tomándome el pelo mucho tiempo? — inquirió pasando la mirada de Baltasar a Cristo.
Cristo se puso de pie y, sonriendo cortésmente, dijo:
— Hago cuanto puedo. Paciencia. El «demonio marino» no es un pez cualquiera. No se le puede sacar tan fácil. Lo he traído una vez, pero usted no estaba; el «demonio» vio la ciudad, no le gustó y ahora no quiere volver.
— Si no quiere, allá él. Estoy harto de esperar. Esta semana he decidido matar dos pájaros de un tiro. ¿Salvador no ha regresado todavía?
— Lo esperan de un día para otro.
— Hay que apresurarse. Esperen visita. He reunido a gente de confianza, segura. Tú, Cristo, nos abrirás la puerta, lo demás corre de mi cuenta. Cuando todo esté listo se lo comunicaré a Baltasar. — Y volviéndose a Baltasar, le espetó-: Contigo hablaremos mañana. Pero ten presente, será nuestra última conversación.
Los hermanos se despidieron en silencio. Tan pronto Zurita les dio la espalda, las corteses sonrisas desaparecieron de las caras de los indios. Baltasar masculló un improperio. Cristo parecía estar rumiando algún proyecto.
En la tienda Zurita algo le decía bajito a Lucía.
— ¡No! — oyeron los hermanos la respuesta de la joven. Baltasar movió la cabeza anonadado.
— ¡Cristo! — gritó Zurita —. Sígueme, hoy te necesitaré.