El proceso no quebrantó el ánimo del doctor Salvador. En la cárcel se mantenía sereno, seguro; con los jueces instructores y los expertos hablaba con aire altanero y condescendiente, como si fueran niños.
Él no soportaba la inactividad. Escribía mucho, realizó varias brillantes intervenciones quirúrgicas en el hospital de la cárcel. Entre los pacientes que atendió en la penitenciaría se encontraba la esposa de un carcelero. Corría peligro de muerte a causa de un tumor maligno. Salvador la salvó, cuando los médicos invitados especialmente la desahuciaron, diciendo que en ese caso la medicina era impotente y se negaron a operarla.
Llegó el día del juicio.
La enorme sala no pudo dar cabida a cuantos quisieron asistir. El público se agolpaba en los pasillos, llenaba la plaza ante la fachada, se asomaba a las ventanas abiertas. Muchos curiosos se encaramaron en los árboles que rodeaban el juzgado.
Salvador se sentó tranquilamente en el banquillo de los acusados. Se portaba con tanta dignidad que, para los extraños a lo que estaba sucediendo allí, podía parecer que no era el acusado, sino el juez. Salvador renunció al abogado.
Centenares de ojos seguían con curiosidad cada movimiento, cada gesto suyo. Pero eran rarísimos los que podían resistir la penetrante mirada de Salvador.
Ictiandro no suscitaba menos interés, pero no aparecía en la sala. Últimamente se sentía indispuesto, francamente mal y pasaba casi todo el tiempo en el tanque, ocultándose de las fastidiosas miradas de los curiosos. En el proceso de Salvador el joven aparecía sólo como testigo de la acusación, más bien, una de las pruebas materiales, como se expresaba el fiscal.
La audiencia sobre el caso del propio Ictiandro, en la que se le acusaría de actividad delictiva, se efectuaría aparte, después del proceso contra Salvador.
El fiscal se ha visto obligado a obrar de esa forma porque el obispo le apuraba con el proceso contra Salvador; la reunión de pruebas contra Ictiandro requería tiempo. Los agentes del fiscal reclutaban en la pulquería «La Palma» — activa pero sigilosamente — testigos para el proceso que le incoarían posteriormente a Ictiandro, en el que el joven ya debería figurar como acusado. No obstante, el obispo seguía insinuándole al fiscal que el desenlace ideal sería si el Señor se llevara al desventurado. Esa muerte sería la mejor prueba de que la mano del hombre sólo puede deteriorar la creación divina. Tres expertos, profesores de la universidad, dieron lectura a sus conclusiones. El auditorio escuchó con suma atención, procurando no perder el mínimo detalle, la opinión de los científicos.
— Obedeciendo a una demanda del juzgado — comenzó el profesor Shein, un hombre de edad provecta, experto principal — hemos examinado los animales y al joven Ictiandro, sometidos todos a intervenciones quirúrgicas por el profesor Salvador en sus laboratorios. Hemos inspeccionado sus reducidos, pero hábilmente equipados laboratorios y quirófanos. Debo destacar, en honor a la verdad, que el profesor Salvador utiliza no sólo los últimos adelantos en instrumental quirúrgico, como cuchillos eléctricos, rayos desinfectantes ultravioleta, etc., sino también instrumental desconocido hasta ahora en el sector. Por lo visto, diseñados por el mismo profesor. No voy a detenerme detalladamente en los experimentos efectuados por el profesor Salvador en animales. Dichos experimentos se reducen a operaciones extraordinariamente atrevidas por la propia idea y brillantes por su ejecución: transplantes cutáneos y de órganos, inserción de dos animales, conversión de animales terrestres en anfibios y viceversa, conversión de hembras en machos y nuevos métodos de rejuvenescencia. En los jardines de Salvador hemos visto niños y adolescentes, comprendidos entre las edades de varios meses a catorce años, pertenecientes a diversas tribus indias.
— ¿En qué estado han encontrado a los niños? — preguntó al fiscal.
— En perfecto estado, todos están sanos y alegres. Juegan y corretean por el jardín. A muchos de ellos Salvador les salvó la vida. Los indios confían en él y le traen a sus hijos desde los más remotos lugares: desde Alaska hasta la Tierra de Fuego.
En la sala alguien suspiró.
Todas las tribus llevaban sus hijos a Salvador. El fiscal comenzó a inquietarse. Después de la entrevista con el obispo, cuando sus ideas recibieron una nueva orientación, no podía oír tranquilo esos elogios a Salvador y preguntó al experto:
— ¿Cree usted que las operaciones practicadas por Salvador fueron útiles y convenientes?
Pero el presidente del tribunal — un anciano canoso con dura expresión —, temiendo que la respuesta del experto fuera positiva, se apresuró a inmiscuirse:
— Al tribunal no le interesan las opiniones personales del experto. Continúe, haga el favor. ¿Cuál es el resultado del examen practicado al joven araucano llamado Ictiandro?
— Su cuerpo estaba cubierto de una piel escamada artificial — prosiguió el experto —, compuesta de una sustancia desconocida, flexible, pero muy resistente. El análisis de la mencionada sustancia no ha concluido todavía. En el agua Ictiandro utilizaba a veces gafas con lunetas especiales de pesado flintglass, cuyo índice de refracción equivale casi a dos unidades. Esto le permitía ver perfectamente bajo el agua. Cuando le quitamos a Ictiandro la piel postiza de escamas, bajo ambos omóplatos descubrimos dos orificios de diez centímetros de diámetro, tapados con cinco finas franjas, muy parecidas a las branquias de tiburón.
En la sala se oyeron apagadas voces de asombro.
— Sí — prosiguió el experto —, aunque parezca inverosímil, Ictiandro posee pulmones de hombre y branquias de tiburón. Por eso puede vivir en la tierra y bajo el agua.
— ¿Un hombre anfibio? — preguntó sardónico el fiscal.
— Sí, en cierto modo un hombre anfibio, con dos sistemas respiratorios distintos.
— Pero ¿cómo le han podido aparecer a Ictiandro branquias de tiburón? — inquirió el presidente.
El experto hizo un gesto de impotencia y respondió:
— Es un enigma, pero tal vez quiera revelárnoslo el profesor Salvador. Nuestra opinión es la siguiente: conforme a la ley biológica de Heckel todo ser vivo reproduce en su desarrollo todas las formas por las que pasó la especie del ser vivo en cuestión durante su existencia en la tierra. Se puede afirmar con toda seguridad que los remotos antecesores del hombre respiraban mediante branquias.
El fiscal quiso levantarse, pero el presidente lo detuvo con un ademán.
— Al vigésimo día de desarrollo al feto humano se le forman cuatro plieguecitos de branquias, que yacen uno sobre el otro. Pero posteriormente en el feto humano el aparato branquial se transforma: el primer arco branquial se convierte en el meato auditivo interno con sus respectivos huesecillos y en la trompa auditiva; la parte inferior del arco branquial se convierte en el hueso maxilar inferior, el segundo arco, en apófisis y cuerpo del hioides; el tercer arco, en el cartílago tiroides de la laringe. No creemos que el profesor Salvador haya conseguido retener el desarrollo de Ictiandro en su fase embrional. Aunque la ciencia conoce casos cuando hasta en personas mayores se conserva el orificio branquial en el cuello, bajo el maxilar inferior. Se trata de las denominadas fístulas yugulares. Pero con esos rudimentos branquiales no se puede vivir, naturalmente, bajo el agua. Si el feto no se hubiera desarrollado normalmente tendría que haber sucedido una de dos: o seguían desarrollándose las branquias, pero a expensas del órgano del oído y de otros cambios anatómicos, pero entonces Ictiandro se habría convertido en un monstruo con una cabeza subdesarrollada de semipez-semihombre, o habría triunfado el desarrollo normal del hombre, pero a costa de que desaparecieran las branquias. Sin embargo, Ictiandro es un joven normalmente desarrollado, con buen oído, con el maxilar inferior desarrollado y pulmones normales, pero, además posee branquias también normalmente desarrolladas. Cómo funcionan las branquias y los pulmones, en qué relación se encuentran entre sí si pasa el agua vía boca-pulmones-branquias, o penetra a las branquias por un pequeño orificio que hemos detectado en el cuerpo de Ictiandro más arriba del branquial redondo, no lo sabemos. Sólo la autopsia podría dar respuesta a esas preguntas. Esto, insisto, es un enigma, cuya revelación le corresponde exclusivamente al profesor Salvador. El profesor Salvador deberá explicarnos cómo han aparecido mastines parecidos a jaguares, animales raros, insólitos, monos anfibios.
— ¿Cuáles son sus conclusiones generales? — preguntó el presidente al experto.
El profesor Shein, que gozaba de gran fama como científico y como cirujano, respondió con franqueza:
— Debo ser franco y confesar: en este asunto no entiendo nada. Únicamente puedo hacer constar que lo hecho por el profesor Salvador sólo está al alcance de un genio. Salvador, por lo visto, ha decidido que en el arte de la cirugía ha alcanzado tales cimas que ya puede desarmar, armar y adaptar el cuerpo de los animales y del hombre a su antojo. Y aunque en la práctica lo ha conseguido brillantemente, no obstante, su audacia, atrevimiento y derroche de ideas lindan con… con la demencia.
Salvador esbozó una despectiva sonrisa.
El no sabía que los expertos habían decidido ayudarle, planteando la cuestión de su desequilibrio mental para poder cambiarle el régimen carcelario por el del hospital.
— Yo no afirmo que está afectado de vesania — prosiguió el experto al advertir la sonrisa de Salvador —, pero, en todo caso, y ésta es nuestra opinión, el acusado debe ser internado en un sanatorio psiquiátrico y sometido a un largo examen por parte de especialistas.
— El tribunal no había planteado ni examinado esta nueva cuestión, me refiero al desequilibrio mental. Esta nueva circunstancia será tomada en consideración — manifestó el presidente —. Profesor Salvador, ¿desea usted dar explicaciones sobre algunas cuestiones planteadas por los expertos y el fiscal?
— Sí — respondió Salvador —. Yo daré explicaciones. Pero que sean consideradas como mi última palabra.