Olsen acababa de regresar de la fábrica y se había sentado a comer. Pero, en ese preciso momento, llamaron a la puerta.
Molesto por la inoportuna llamada, Olsen gritó:
— ¿Quién llama?
La puerta se abrió y entró Lucía.
— ¿Lucía? ¿Será posible? ¿Cómo así? — exclamó Olsen asombrado y alegre.
— Hola, Olsen. Sigue, sigue comiendo — y recostada sobre el marco de la puerta, le anunció-: No puedo vivir más con mi marido y su madre. Zurita… se atrevió a darme una bofetada y me fui. Definitivamente, Olsen.
El joven se atragantó al oír la noticia.
— ¡Me has sorprendido! — exclamó —. ¡Siéntate! Apenas te tienes de pie. Pero, ¿cómo es eso? Siempre decías: «Lo unido por Dios, no será separado por el hombre». ¿Dejemos eso? Perfecto. Me alegro. ¿Has vuelto a casa de tu padre?
— Mi padre no sabe nada. Además, Zurita me encontraría allí y me obligaría a regresar. Pero en casa de una amiga.
— Y… ¿y qué piensas hacer en adelante?
— Laborar en la fábrica. Olsen, precisamente he venido a pedirte ayuda en ese aspecto… El trabajo que sea, no importa.
Olsen meneó la cabeza preocupado:
— Tú sabes lo difícil que es eso ahora. Pero procuraré, no cabe duda. — Y, tras meditar, inquirió-: ¿Qué opinará de esto tu esposo?
— No quiero saber nada de él.
— Pero el marido querrá saber dónde está su esposa — exclamó Olsen esbozando una sonrisa —. No te olvides que estás en la Argentina. Zurita te buscará y entonces… Tú misma sabes que no te dejará tranquila. La ley y la opinión pública están de su parte.
Lucía quedó pensativa y, pasado un instante, dijo con firmeza:
— ¡Bueno! En ese caso me marcharé para Canadá, para Alaska…
— ¡A Groenlandia, al Polo Norte! — Y ya pasando a un tono más serio-: Rumiaremos esto debidamente. De todos modos, a tí no te favorecen estos «aires». Yo también hace mucho que quiero irme de aquí. ¿Qué he venido a buscar a esta América Latina? Es una lástima que no hayamos podido huir entonces. Zurita nos adelantó, te raptó y perdimos los pasajes y el dinero. Supongo que ahora tampoco podrás costearte el pasaje hasta Europa, lo mismo que yo. Si conseguimos — y hablo en plural porque no me separaré de ti hasta que no te deje en un lugar donde no corras peligro alguno —, si conseguimos llegar al vecino Paraguay o, mejor aún, al Brasil, a Zurita le va a ser más difícil encontrarte, y tendremos tiempo para prepararnos y dar el siguiente salto a Estados Unidos o a Europa… ¿Sabes que el doctor Salvador está preso junto con Ictiandro?
— ¿Ictiandro? ¿Apareció? ¿Por qué está en la cárcel? ¿Podré verlo? — acosó a preguntas a Olsen.
— Sí, Ictiandro está preso, y puede volver a convertirse en esclavo de Zurita. Es un proceso absurdo y una acusación absurda contra Salvador y el joven Ictiandro.
— ¡Es horrible! ¿Y no se le puede salvar?
— He tratado de hacerlo, pero sin éxito. Pero inesperadamente resultó ser nuestro aliado el celador de la cárcel. Esta noche liberaremos a Ictiandro. Acabo de recibir dos breves notas: una de Salvador y la otra del celador.
— ¡Quiero ver a Ictiandro! — dijo Lucía —. ¿Puedo ir contigo?
Olsen reflexionó.
— Pienso que no — respondió —. Sería preferible evitarlo.
— Pero, ¿por qué?
— Porque Ictiandro está enfermo. Está enfermo como persona, y sano como pez…
— Explícate.
— Ictiandro no podrá volver a respirar aire. ¿Te imaginas qué sucederá si te ve? Para él será gravísimo, y, posiblemente, para ti. Ictiandro va a querer verte, y la vida al aire le perjudicará definitivamente.
Lucía agachó la cabeza.
— Sí, tal vez tengas razón… — susurró pensativa.
— Él y el resto de los humanos tienen por medio un obstáculo infranqueable: el océano, Ictiandro está condenado. A partir de ahora el agua será su único medio de vida.
— ¿Pero cómo va a vivir allí? Solo en el inmenso océano: ¿un hombre entre peces y monstruos marinos?
— El fue dichoso en ese medio submarino hasta que…
Lucía se ruborizó.
— Ahora ya no será, naturalmente, tan feliz como antes…
— Basta, Olsen — articuló con profunda tristeza Lucía.
— El tiempo lo cura todo. Tal vez recupere el sosiego perdido, y vivirá entre peces y monstruos marinos. Y si no se lo come un tiburón antes de tiempo, vivirá hasta la vejez, hasta las canas… ¿Y la muerte? La muerte es igual en todas partes…
Se venía encima el crepúsculo y la habitación había quedado casi a oscuras.
— Ya es hora — dijo Olsen levantándose. Lucía lo imitó.
— ¿Podré verlo desde lejos? — inquirió la joven.
— Sí, cómo no. Pero con la condición de que no descubras tu presencia.
— Te lo prometo.
Había oscurecido por completo cuando Olsen, disfrazado de aguatero, entró en el patio de la cárcel. El guardián le dio el alto:
— ¿A dónde va?
— Llevo agua de mar para el «demonio» — repuso Olsen como le había dicho el celador.
Todos los guardianes sabían que en la penitenciaría había un insólito recluso — el «demonio marino» —, que se encontraba en un tanque lleno de agua de mar, pues la de río no la soportaba. El agua se la cambiaban de vez en cuando, transportándola en un gran tonel, montado en una carreta.
Olsen llegó al edificio de la cárcel, dobló la esquina, donde se encontraba la cocina y la entrada para los empleados. El celador ya lo había preparado todo. A los guardianes, que generalmente se encuentran en los pasillos y a la entrada, los había retirado valiéndose de diversos pretextos. Ictiandro, acompañado por el celador, salió sin problemas de la cárcel.
— ¡Salta rápido al tonel! — dijo el celador.
Ictiandro no se hizo esperar.
— ¡Arranca!
Olsen fustigó a la bestia, salió del patio de la cárcel y siguió lentamente por la calle.
A cierta distancia, una sombra de mujer seguía a la carreta.
Cuando Olsen salió del casco urbano era ya completamente de noche. El camino iba por la orilla del mar. El viento arreciaba. Las olas se estrellaban contra las rocas produciendo un ruido imponente.
Olsen miró alrededor. Se cercioró de que en el camino no había nadie. Pero vio en la lejanía los faros de un automóvil que se aproximaban veloces. «Dejémosle pasar».
Pitando y ofuscando con su luz, el vehículo pasó veloz hacia la ciudad y desapareció en la lejanía.
— ¡Ya es hora! — Olsen se dio la vuelta y le hizo una seña a Lucía para que se escondiera. Después golpeó el tonel y gritó-: ¡Hemos llegado! ¡Puedes salir!
Del tonel apareció una cabeza.»
Ictiandro miró alrededor, salió rápido y saltó a tierra.
— ¡Gracias, Olsen! — dijo el joven, estrechando con la mano mojada la del gigante.
La respiración de Ictiandro parecía la de un asmático durante la crisis.
— No hay de qué. ¡Adiós! Ándate con mucho cuidado. No te aproximes a la costa. Aléjate de la gente, no vayas a caer otra vez en la esclavitud.
Ni Olsen sabía las orientaciones que Ictiandro había recibido de Salvador.
— Sí, sí — dijo Ictiandro jadeante —. Me iré muy lejos, hacia las tranquilas islas coralinas adonde no llega ni un barco. ¡Gracias, Olsen! — Y el joven corrió hacia el mar.
Ya en la misma orilla se volvió de súbito y gritó:
— ¡Olsen! ¡Olsen! Si algún día ve a Lucía transmítale mis saludos y dígale que siempre la recordaré…
El joven se zambulló y gritó:
— ¡Adiós, Lucía! — y se sumergió.
— ¡Adiós, Ictiandro…! — respondió muy quedo Lucía, quien se hallaba tras de una roca.
El viento arreciaba y había alcanzado tal fuerza que casi derribaba a los transeúntes. El mar bullía, estrellábanse las olas con estrépito contra las rocas.
Una mano apretó la de Lucía.
— ¡Vámonos, Lucía! — se oyó la cariñosa voz de Olsen.
El la sacó al camino.
Lucía miró otra vez al mar y, apoyándose en el brazo de Olsen, se dirigió a la ciudad.
Salvador cumplió su condena, regresó a su finca y volvió a enfrascarse en la labor científica. Se está preparando para realizar un largo viaje.
Cristo sigue sirviendo en casa de Salvador.
Zurita adquirió una nueva goleta y pesca perlas en el golfo de California. Y aunque no es el más rico de América, no tiene motivos para lamentarse de la suerte. Los extremos de su bigote, como la aguja del barómetro, marcan alta presión.
Lucía se separó del marido y se casó con Olsen. Ellos pasaron a Nueva York y se colocaron en una fábrica conservera. En el litoral del golfo de La Plata ya nadie recuerda al «demonio marino».
Sin embargo, en las sofocantes noches de verano siempre aparece algún viejo pescador que, al oír un ruido extraño en el silencio de la noche, dice a los jóvenes:
— Así hacía sonar su caracola el «demonio marino» — y con esto induce a evocar leyendas sobre él.
En Buenos Aires había un hombre que no podía olvidara Ictiandro.
Toda la muchachada capitalina conoce a ese viejo medio loco, a ese indio pobretón.
— ¡Ahí va el padre del «demonio marino»!
Pero el indígena no presta atención a las chungas de los muchachos.
Al encontrar a Zurita el viejo siempre se vuelve, escupe, y lo maldice.
No obstante, la policía no importuna al viejo Baltasar, pues padece paranoia melancólica y no perjudica a nadie.
Pero cuando el mar se enfurece, el viejo indio deviene presa de extraordinaria inquietud.
Corre hacia la orilla y, arriesgándose a que se lo lleven las olas, se pone a gritar día y noche al borde del acantilado, hasta que la tormenta amaine:
— ¡Ictiandro! ¡Ictiandro! ¡Hijo mío…!
Pero el mar guarda celosamente su secreto.