LA ULTIMA PALABRA DEL IMPUTADO



Salvador se puso de pie con toda serenidad y recorrió la sala con la vista, cual si buscara a alguien.

Entre el público advirtió la presencia de Baltasar, de Cristo y de Zurita. En la primera fila estaba el obispo. En él fijó más tiempo la vista. Al rostro de Salvador afloro una casi imperceptible sonrisa. Seguidamente el doctor volvió a otear el auditorio.

— No veo aquí a la víctima, al agraviado — dijo, al fin, Salvador.

— ¡Yo soy la víctima! — exclamó súbitamente Baltasar, queriendo salir del sitio donde estaba. Su hermano Cristo le tiró de la manga y le obligó a sentarse.

— ¿A qué agraviado se refiere? — inquirió el presidente —. Si tiene en cuenta los animales mutilados por usted, el tribunal ha considerado innecesario exhibirlos aquí. Pero Ictiandro, el hombre anfibio, se encuentra en la sede del juzgado.

— Me refiero a Dios — repuso tranquila y seriamente Salvador.

Al oír tal respuesta, el presidente se reclinó perplejo sobre el respaldo del sillón: «¿Será posible que Salvador se haya vuelto loco? ¿O habrá decidido simular demencia para eludir la cárcel?»

— ¿Podría explicarse? — indagó el presidente.

— Estimo que para el tribunal está suficientemente claro — respondió Salvador —. ¿Quién es en este proceso la principal y única víctima? Eso es obvio, sólo Dios. El tribunal considera que yo, al irrumpir con mis acciones en su ámbito, daño su prestigio y autoridad. El estaba satisfecho de sus creaciones y, de pronto, aparece un doctor cualquiera y dice: «Esto está mal hecho. Hay que rehacerlo». Y comienza a rehacer las creaciones divinas a su manera…

— ¡Eso es un sacrilegio! Exijo que las palabras del procesado sean registradas en el acta — dijo el fiscal, con aire de persona a quien le agraviaron lo más sagrado.

Salvador se encogió de hombros:

— No he hecho más que citar en síntesis el acta acusatoria. ¿Acaso no se reduce a eso la acusación? He leído mi expediente. Al principio sólo se me acusaba de que, al parecer, me dedicaba a la vivisección y a mutilar animales y personas. Ahora se me imputa otra acusación más: el sacrilegio. ¿De dónde habrá soplado ese viento? ¿No habrá sido de la catedral?

Y el profesor Salvador le clavó la mirada al obispo.

— Ustedes mismos han montado un proceso en el que subrepticiamente están presentes: por el lado de la acusación, Dios, en calidad de víctima; en el banquillo de los acusados, junto conmigo, Charles Darwin, en calidad de acusado. Seguramente disguste a algunos de los presentes lo que voy a decir, pero insisto en que el organismo de los animales, e incluso el humano, no son perfectos y requieren correcciones. Espero que el superior de la catedral, obispo Juan de Garcilaso presente aquí, confirme esto.

En el público cundió el asombro.

— En el año quince, poco antes de que yo partiera para la guerra — prosiguió Salvador —, tuve que hacer una pequeña corrección al organismo del respetable obispo: le he tenido que privar del apéndice del ciego. Cuando yacía en el quirófano, no recuerdo haberle oído protestar contra esa desfiguración de la imagen y la semejanza de Dios que yo efectuaba con el bisturí, al cercenarle parte del cuerpo del obispo. ¿Acaso esto no es cierto? — preguntó Salvador, mirándole al obispo de hito en hito.

Juan de Garcilaso permanecía, aparentemente, inconmovible. Sólo sus pálidas mejillas se sonrosaron ligeramente y los finos dedos acusaban un temblor apenas perceptible.

— ¿Y, a propósito no habrá habido ningún otro caso por aquel entonces, cuando yo todavía ejercía y practicaba operaciones de rejuvenescencias? ¿No habrá recurrido a mí para que le rejuveneciera el respetable fiscal, señor Augusto de…

Al oír esto el fiscal quiso protestar, pero las risas del público impidieron oír sus palabras.

— No haga digresiones, le ruego — profirió con severidad el presidente.

— Esta petición habría sido más oportuna si estuviera dirigida al tribunal — respondió Salvador —. No he sido yo quien planteó así el asunto. Acaso no hubo quien se asustó al enterarse de que todos los presentes éramos monos o peces de ayer, que obtuvimos la posibilidad de hablar y oír gracias a la transformación de las branquias en órganos del habla y del oído. Bueno, si no monos ni peces, por lo menos, sus descendientes — y dirigiéndose al fiscal, quien revelaba síntomas de impaciencia, Salvador dijo-: ¡Tranquilícese! No es mi intención desarrollar una controversia ni impartir una conferencia sobre la teoría de la evolución. — Y, tras una pausa, el doctor dijo-: La desgracia no estriba en que el hombre proceda de un animal, sino en que no haya dejado de serlo… Es rudo, maléfico, insensato. Pero, en vano mi colega les ha asustado. Podía no haberse referido al desarrollo del embrión. Yo no he recurrido a influir en el germen, ni al cruce de animales. Soy cirujano. Mi único instrumento es el bisturí. Y como cirujano que soy, he tenido ocasión de ayudar a hombres, de curarlos. Al operar enfermos, he tenido que trasplantar con frecuencia tejidos, órganos, glándulas. Para perfeccionar este método, comencé a experimentar, a trasplantar tejidos en animales. A los animales operados los mantenía largo tiempo en el laboratorio, procurando aclarar, estudiar lo que sucedía con los órganos trasplantados, a veces incluso a lugares insólitos. Cuando concluían mis observaciones, el animal pasaba al jardín. Así iba creando un jardín-museo. Me entusiasmó particularmente el problema relacionado con el intercambio y trasplante de tejidos entre especies muy distintas. Por ejemplo, entre peces y mamíferos y viceversa. Y en esto he logrado lo que los científicos consideran inconcebible. ¿Qué puede haber de excepcional? Lo que yo hago hoy, mañana lo hará cualquier cirujano. El profesor Shein debe conocer las últimas operaciones realizadas por el cirujano alemán Zauerbruch. El ha conseguido cambiar una cadera enferma por la parte inferior de la pierna.

— ¿Pero Ictiandro? — preguntó el experto.

— Efectivamente, Ictiandro es motivo de orgullo para mí. En la operación de Ictiandro las dificultades no eran solamente de carácter técnico. He tenido que cambiar todo el funcionamiento del organismo humano. En los experimentos preliminares murieron seis monos antes de que consiguiera el objetivo y pudiera operar al niño sin riesgo para su vida.

— ¿En qué consistió esa operación? — se interesó el presidente.

— Le trasplanté las branquias de un tiburón joven, lo que le permitió al niño vivir en tierra y bajo el agua.

Entre el público se oyeron exclamaciones de asombro. Los corresponsales que cubrían el proceso, salieron corriendo hacia los teléfonos, apurándose a comunicar la nueva a sus respectivas redacciones.

— Posteriormente logré un éxito mayor aún. Mi último trabajo es el mono anfibio que ustedes han visto. Este puede vivir, sin riesgo para la salud, un tiempo indeterminado tanto en tierra, como bajo el agua. Ictiandro puede vivir sin agua no más de tres o cuatro días. La larga permanencia sin agua en tierra, para él es nociva: los pulmones se fatigan, las branquias se secan, y él comienza a sentir dolores punzantes en los costados. Lamentablemente, durante mi ausencia, Ictiandro incumplió el régimen que yo le había prescrito. Permaneció demasiado tiempo al aire, fatigó sus pulmones, y ahora se le está desarrollando una grave enfermedad. El equilibrio en su organismo se ha visto alterado y, a partir de ahora, deberá permanecer la mayor parte del tiempo en el agua. De hombre anfibio se convierte en hombre pez…

— Permítame formularle una pregunta al procesado — se dirigió el fiscal al presidente —. ¿Cómo se le ha ocurrido a Salvador crear un hombre anfibio y qué fines perseguía?

— La idea es la misma: el hombre no es perfecto. Habiendo obtenido durante el proceso evolutivo considerables ventajas en comparación con sus antecesores animales, al mismo tiempo, el hombre perdió mucho de lo que tenía en las fases inferiores de su desarrollo animal. Por ejemplo, la vida en el agua le proporcionaría al hombre enormes ventajas. ¿Por qué no devolverle esas posibilidades? El desarrollo histórico de la fauna nos enseña que todos los animales terrestres y las aves proceden de los acuáticos, salieron de los océanos. También sabemos que algunos animales terrestres retornaron al agua. El delfín, digamos, fue pez, salió a la tierra y se convirtió en mamífero; luego volvió al agua, aunque, como la ballena, siguió siendo mamífero. Tanto la ballena, como el delfín respiran con pulmones. Al delfín se le podría ayudar a convertirse en anfibio con dos sistemas de respiración. Ictiandro me lo había pedido deseoso de que su amigo, el delfín Leading, pudiera quedarse con él largo tiempo bajo el agua. Yo tenía programado hacerle al delfín esa operación. Porque el primer pez entre los hombres y el primer hombre entre los peces, Ictiandro no podía dejar de sufrir su soledad. Pero si le siguieran otros hombres al océano, la vida cambiaría por completo. Los hombres vencerían fácilmente al poderoso elemento, como es el agua. Todo el mundo conoce el poderío de ese elemento. Ustedes saben, claro, que la superficie del océano constituye trescientos sesenta y un millón cincuenta mil kilómetros cuadrados, y cubre más de siete décimas partes de la superficie terrestre. Pero ese desierto, con sus incalculables reservas de alimentos y materias primas industriales podría dar alojamiento a millones, a miles de millones de personas. Se ha mencionado solamente la gigantesca superficie, pero los hombres podrían instalarse a distintas profundidades, en varios pisos submarinos.

«¡Y su enorme potencia! ¿Saben ustedes que las olas del océano absorben energía solar equivalente en potencia a setenta y nueve mil millones de caballos de vapor? Si no fuera por el calor que entrega al aire y demás pérdidas, el océano ya herviría hace mucho. Las reservas de energía son prácticamente incalculables. ¿Cómo las utiliza la humanidad? Podría decirse que casi no se utiliza.

«¡Y la energía de las corrientes marinas! Sólo el Gulf Stream junto con la corriente de Florida mueven noventa y un mil millones de toneladas de agua cada hora, unas tres mil veces más de lo que lleva un gran río. Y esta es solamente una de las corrientes marinas. ¿Cómo se utilizan por la humanidad? Casi no se utilizan.

«¡Y la energía de las olas y de los flujos y reflujos! Ustedes saben que la fuerza del embate de las olas suele alcanzar hasta treinta y ocho mil kilogramos. Es decir, treinta y ocho toneladas por metro cuadrado de superficie; las olas suelen alcanzar hasta cuarenta y tres metros de altura y elevar hasta un millón de kilogramos de roca demolida, digamos; y los flujos alcanzan más de dieciséis metros de altura. ¿Cómo utiliza la humanidad esas fuerzas? Casi no se utilizan.

«En la tierra firme los seres vivientes no pueden elevarse a gran altura sobre la superficie, ni penetrar profundamente en ella. En el océano hay vida por todas partes; desde el ecuador hasta los polos y desde la superficie hasta profundidades de casi diez kilómetros. ¿Cómo utilizamos las infinitas riquezas de los océanos? Pescamos — yo diría efectuamos la captura en una fina capa superficial del océano —, dejando sin explotar las profundidades. Recogemos esponjas, corales, perlas, algas, y nada más.

«Realizamos bajo el agua ciertas obras: instalamos soportes de puentes y presas, ponemos a flote barcos hundidos, y nada más. Pero hasta eso se realiza con enormes dificultades y gran riesgo, frecuentemente hasta con víctimas. ¡Qué podía hacer el hombre terrestre, si a los dos minutos de permanecer bajo el agua ya muere! ¿Qué obras podría realizar? Algo muy distinto sería si el hombre, sin escafandra y sin balones de oxígeno, pudiera vivir y trabajar bajo el agua.

«¡Cuántos tesoros descubriría! Ictiandro solía decirme… No, temo despertar el demonio de la avidez humana. Ictiandro me solía traer del fondo marino muestras de raros metales y rocas. No se preocupen, él me traía solamente pequeñas muestras, pero los yacimientos en el océano pueden ser enormes.

«¿Y los tesoros hundidos? Recuerden el trasatlántico «Lusitania», echado a pique por los alemanes la primavera de 1916 junto a las costas irlandesas. Además de las joyas que llevaban los mil quinientos pasajeros perecidos, el «Lusitania» transportaba ciento cincuenta millones de dólares en monedas de oro y cincuenta millones de dólares en lingotes de oro. (En la sala se oyeron exclamaciones.) Además, el «Lusitania» portaba dos cofrecitos llenos de diamantes con destino a Amsterdam. Entre esos diamantes había uno de los mejores del mundo, el «Califa», que valía muchos millones. Claro que ni un hombre como Ictiandro podría sumergirse a tal profundidad, para eso habría que crear un hombre (exclamaciones de descontento e indignación) que pudiera soportar altas presiones, como los peces bentónicos. Esto tampoco lo considero absolutamente imposible. Pero vayamos poquito a poco.

— ¿Usted parece adjudicarse cualidades de divinidad omnipotente? — señaló el fiscal.

Salvador pretirió esa objeción y continuó:

— Si el hombre pudiera vivir en el agua, la explotación de las profundidades oceánicas marcharía a pasos agigantados. El mar dejaría de ser para nosotros un elemento amenazador, que cobra constantemente víctimas humanas. Y no tendríamos que volver a llorar más náufragos.

Los presentes en la sala ya veían el mundo submarino conquistado por el hombre. ¡Cuánto provecho traería la conquista del océano! Hasta el presidente, sin poder contenerse, preguntó:

— ¿Por qué no ha publicado usted los resultados de sus experimentos?

— No me atraía el banquillo de los acusados — respondió Salvador sonriente —, y, además, temía que mi invento, en las condiciones de nuestro régimen social, produjera más daño que provecho. En torno a Ictiandro ya ha estallado una encarnizada lucha. ¿Quién me ha denunciado, guiado por el sentimiento de venganza? Ese Zurita, quien me secuestró a Ictiandro. Y a Zurita se lo quitarían los generales y almirantes para obligar al hombre anfibio a hundir barcos. No, yo no podía permitir que Ictiandro y los «Ictiandros» fueran patrimonio común en un país donde la lucha y la codicia convierten los más sublimes descubrimientos en mal, aumentando los sufrimientos humanos. Yo pensaba en…

Salvador se cortó y, cambiando bruscamente de tono, prosiguió:

— No voy a referirme a esto. No vaya a ser que me consideren demente — y Salvador dirigió una jovial sonrisa al experto —. No, renuncio al honor de ser vesánico, aunque genial. No estoy loco, ni soy un maniaco. ¿Acaso no conseguí los fines que me proponía? Ustedes han visto todos mis trabajos. Si consideran mi modo de obrar delictivo, descarguen sobre mí el rigor de la ley. No suplico clemencia.



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