Dolores, madre de Pedro Zurita, era una mujer obesa de carnes fofas, con nariz aguileña y prominente mentón. Un espeso bigote le concedía un aspecto raro y nada atractivo. Ese adorno tan raro en la mujer le valió el apodo de la «bigotuda Dolores».
Cuando el hijo se presentó con su joven esposa, la anciana examinó a Lucía sin contemplaciones ni miramientos. Lo primero que Dolores buscaba en la gente eran los defectos. La belleza de la joven asombró a la vieja, aunque no permitió que esa impresión se exteriorizara en modo alguno. Pero, así era Dolores la bigotuda: tras reflexionar en la cocina, decidió que la belleza de Lucía no era una virtud sino, más bien, un defecto.
Cuando madre e hijo quedaron solos, la anciana movió la cabeza con gesto evidentemente reprobador y profirió:
— ¡Linda! ¡Demasiado linda! — Y, tras suspirar, añadió-: Esa belleza te va a traer muchos disgustos… Sí. Habría sido mejor que te hubieras casado con una española. — Y, tras una breve pausa, prosiguió-: Es una orgullosa. Y qué manos, te has fijado en las manos, seguro que es una holgazana.
— La meteremos en cintura — replicó Pedro y se entregó por completo a los libros de contabilidad.
Dolores bostezó y, para no molestar al hijo, salió a tomar el fresco. Le encantaba soñar a la luz de la Luna.
Las mimosas inundaban el jardín con su delicioso aroma. Los lirios blancos relucían bajo la luz argentina. Las hojas de los laureles y los ficus apenas se movían.
Dolores se sentó en un banco entre los mirtos y se puso a soñar, se entregó a sus sueños predilectos: adquirirá la hacienda vecina, se dedicará a la cría de ovejas de vellón fino, construirá nuevos establos.
— ¡Mal rayo les parta! — exclamó furiosa la anciana, golpeándose la mejilla —. Estos mosquitos no dejan a una tranquila.
Las nubes encapotaron pronto el cielo y el jardín quedó sumido en la penumbra. En el horizonte se marcó con mayor nitidez la franja azul celeste: reflejo de las luces de la ciudad de Paraná.
Y, de súbito, sobre la baja tapia de piedra vio una cabeza de hombre. Alguien alzó unas manos esposadas y saltó el muro con sumo cuidado.
La vieja se asustó. «En el jardín entró un presidiario» decidió ella. Quiso gritar, pero no pudo; trató de levantarse y correr, pero las piernas no la obedecían. Sentada en su banco seguía los movimientos del intruso.
El hombre de las esposas se abrió paso cuidadosamente entre los arbustos, se acercó a la casa y se puso a rondarla mirando por las ventanas.
Y de pronto — o le habrá parecido — el presidiario llamó muy quedo.
— ¡Lucía!
«¡Mira la guapa! ¡Qué amistades tiene! Esta belleza es capaz de matarnos a mi hijo y a mí, saquear la hacienda y huir con el presidiario» pensó Dolores.
La vieja sintió repentinamente un odio feroz por su nuera y un goce maligno lleno de amargura. Esto la vigorizó. Se puso en pie de un salto y corrió a la casa.
— ¡Pronto! — le dijo en voz baja al hijo —. En el jardín entró un presidiario. Llamaba a Lucía.
La reacción de Pedro fue fulminante, como si la casa estuviera en llamas; echó mano de una pala tirada en el camino, y corrió alrededor del inmueble.
Junto a la pared estaba un desconocido con un sucio traje arrugado y las muñecas esposadas. El sujeto miraba por la ventana.
— ¡Maldición! — masculló Zurita y dejó caer la pala sobre la cabeza del joven.
El muchacho cayó rodando sin chistar.
— Está listo… — susurró Zurita.
— Sí que lo está — confirmó Dolores, que iba detrás, con un tono como si el hijo acabara de aplastar un alacrán.
Zurita lanzó a su madre una mirada inquisitiva.
— ¿Qué hacer con él?
— Al estanque — ordenó la vieja —. Es profundo.
— Subirá a flote.
— Le amarraremos una piedra. Espera, ahora vengo…
Dolores fue a casa en busca de un saco para meter el cadáver. Pero por la mañana había enviado todos los sacos con trigo al molino. En vista de eso, tomó una funda de almohada y una larga cuerda.
— No hay sacos — le dijo al hijo —. Toma, pon piedras en la funda y amárrasela con la cuerda a las esposas…
Zurita asintió, se echó el cadáver a hombros y se dirigió al extremo más lejano del jardín, allí tenían un pequeño estanque.
— Procura no mancharte — le dijo Dolores bajito, mientras renqueaba tras el hijo con la funda de almohada y la cuerda.
— Qué importa, lo lavarás — respondió Pedro, haciendo colgar más abajo, no obstante, la cabeza del joven para que la sangre corriera hacia el suelo y no le manchara.
A la orilla del estanque Zurita llenó rápidamente la funda de piedras, la amarró fuerte a las manos del joven y lo tiró al estanque.
— Ahora debo cambiarme de ropa. — Pedro miró al cielo —. Va a llover. Hasta mañana el aguacero lavará las huellas de sangre en la tierra.
— ¿La sangre no teñirá el agua en el estanque? — inquirió la bigotuda Dolores.
— No. Es de agua corriente… ¡Oh, maldición! — masculló Zurita mientras se dirigía a la casa, y amenazó con el puño a una de las ventanas.
— ¡Ahí tienes el primer resultado de la belleza! — gruñía la vieja, quien iba pisándole los talones al hijo.
La habitación de Lucía estaba en el sotabanco. Aquella noche no había podido pegar ojo. Hacía bochorno y los mosquitos la fastidiaban. A su mente acudían ideas tristes.
Lucía no podía olvidar a Ictiandro, su muerte. Al marido no le quería, la suegra le causaba repugnancia. Y con esa vieja bigotuda tendría que convivir…
Aquella noche a Lucía le pareció haber oído la voz de Ictiandro. La llamaba, pronunciaba su nombre. A ella llegaron del jardín ciertos ruidos, voces apagadas. Lucía decidió que ya no podría conciliar el sueño, y salió al jardín.
El sol todavía no había salido. El jardín estaba inmerso en el crepúsculo matutino. Las nubes se habían desviado. En la hierba y las hojas de los árboles relucía abundante rocío. En salto de cama, descalza Lucía caminaba por el césped. De pronto se detuvo y examinó atentamente el suelo. En el camino, frente a su ventana, la arena estaba manchada de sangre. Allí mismo se hallaba una pala ensangrentada.
Esta noche aquí se ha cometido un crimen. De lo contrario, ¿qué origen podrán tener estas huellas de sangre?
Lucía siguió involuntariamente la pista y llegó al estanque.
«¿No guardará este estanque las últimas huellas del crimen?» pensó la joven, mirando aterrorizada la verdosa superficie.
A través de aquel agua esmeraldina Ictiandro la miraba fijamente. El joven tenía herida una de las sienes. La expresión de su rostro era de angustia y alegría al mismo tiempo.
«¿Me habré vuelto loca?» pensó la joven sin poder desviar la vista.
Lucía quería correr, pero no podía, no podía apartar la mirada.
Mientras tanto, el rostro de Ictiandro iba emergiendo lentamente. Ya había aparecido sobre la superficie, agitando las tranquilas aguas. El joven le tendió a Lucía las manos esposadas y profirió con pálida sonrisa:
— ¡Lucía! ¡Mi vida! Al fin… — pero no alcanzó a terminar la frase.
Ella se llevó las manos a la cabeza y gritó asustada:
— ¡Apártate! ¡Disípate, desdichado fantasma! Yo sé que estas muerto. ¿Para qué vuelves a presentarte?
— No, no estoy muerto — se apresuró a responder el fantasma —, no me ahogué. Discúlpame… te oculté… Yo mismo no sé por qué… No te vayas, escucha lo que voy a decirte. Estoy vivo, mira, toca mis manos…
Le tendió las manos esposadas. Lucía seguía observándolo.
— No tengas miedo, estoy vivo… Yo puedo vivir bajo el agua. No soy como los demás. Soy el único que puede vivir bajo el agua. Entonces, cuando me tiré al mar, no me ahogué. Me lancé porque me resultaba difícil respirar fuera del agua.
Ictiandro se tambaleó y continuó hablando tan presuroso e incoherente:
— Lucía, te he estado buscando. Tu marido me dio un golpe en la cabeza, cuando me acerqué a tu ventana, y me tiró a este estanque. En el agua recobré el conocimiento, conseguí quitarme el saco con las piedras, pero esto — Ictiandro le mostró las esposas — no he podido…
Lucía comenzó a creer que no se hallaba ante un fantasma, sino ante un hombre de carne y hueso.
— Pero, ¿por qué está usted maniatado? — le preguntó.
— Eso después… Huyamos los dos, Lucía. Viviremos juntos en casa de mi padre, allí no podrá encontrarnos nadie… No te asustes, toma mis manos… Olsen me ha dicho que me llaman el «demonio marino», pero soy un hombre. ¿Por qué me tienes miedo?
Ictiandro salió del estanque todo cubierto de cieno. El grado de extenuación era tal que lo derribó sobre el césped.
Lucía se inclinó sobre él y tomó su mano.
— Pobrecito mío — susurró.
— ¡Qué idilio! — oyeron súbitamente una burlona voz.
Se volvieron y vieron a Zurita parado a unos pasos de ellos.
Zurita, al igual que Lucía, no había dormido aquella noche. Su aparición en el jardín se debió al grito lanzado por Lucía y oyó el diálogo íntegro.
Cuando Pedro se enteró de que se hallaba ante el «demonio marino» — a cuya caza dedicó tanto tiempo, pero que fue tan larga como ineficaz —, decidió llevárselo al «Medusa». Mas una breve reflexión le indujo a obrar de otro modo.
— Oiga, Ictiandro, usted no conseguirá llevarse a Lucía a casa del doctor Salvador por el mero hecho de que es mi esposa. Es más, dudo de que usted mismo pueda volver a casa de su padre, pues le está esperando la policía.
— ¡No soy culpable de nada! — exclamó el joven.
— Sin culpa alguna la policía no pone esas pulseras a la gente. Y si usted ha caído en mis manos, mi deber es entregarlo a la policía.
— ¿Y usted es capaz de hacer eso? — inquirió indignada Lucía.
— Es mi obligación — respondió Pedro encogiéndose de hombros.
— ¡No faltaba más, vaya un ciudadano sería — terció Dolores, aparecida repentinamente — si dejara en libertad a un presidiario! ¿Por qué? Sencillamente, porque ese aherrojado andaba fisgando por ventanas ajenas, proponiéndose raptar mujeres, esposas de otros.
Lucía se acercó a su marido, le tomó la mano y dijo con cariño:
— Le ruego. Déjelo en libertad. Créame, es inocente…
Temerosa de que el hijo pudiera acceder a las súplicas de su esposa, Dolores comenzó a hacer aspavientos y gritó:
— ¡No le hagas caso, Pedro!
— Ante las súplicas de una mujer soy impotente — declaró cortésmente Zurita —. Conforme.
— Acaba de casarse y ya lo tiene en un puño — rezongaba la anciana.
— Espérate, mamá. Joven, le serraremos esos hierros, le daremos ropa más decente y lo llevaremos al «Medusa». En Río de la Plata usted podrá saltar al agua y nadar hacia donde se le antoje. Pero le dejaré en libertad con una condición: deberá olvidar a Lucía. Y tú, Lucía, te vendrás conmigo. Así estarás más segura.
— Usted es mejor de lo que yo me imaginaba — dijo Lucía en un arrebato de sinceridad.
Zurita enroscó el bigote con aire de suficiencia e hizo una reverencia a la esposa.
Dolores conocía demasiado bien a su hijo para no ver que estaba tramando alguna artimaña. Pero para secundarle en ese juego, ella hizo ver que estaba indignadísima y rezongó:
— ¡Lo tiene hechizado! ¡Ya lo tiene bajo su férula!