— Mañana llega Salvador — le dijo Cristo a Baltasar. El diálogo transcurría en la tienda de Baltasar —. La fiebre palúdica me ha tenido sujeto a la cama precisamente cuando más necesidad teníamos de vernos. Atiende, hermano: escucha lo que voy a decirte y no me interrumpas, pues podré olvidarlo.
Cristo se reconcentró un rato, para hilvanar las ideas, y prosiguió:
— Tú y yo hemos trabajado mucho para Zurita. El ya es más rico que nosotros, pero se empeña en superarse a sí mismo. Ahora quiere cazar al «demonio marino».
Baltasar hizo un movimiento de impaciencia.
— Cállate, hermano, cállate o me harás olvidar lo que quería decirte. Zurita se propone esclavizar al «demonio marino». ¿Tú sabes qué es ese «demonio»? Un tesoro. Una riqueza inagotable. Puede recoger perlas en el fondo, muchas y maravillosas perlas. Pero en el fondo marino no sólo abundan las perlas sino que también numerosos barcos hundidos con tesoros inestimables. Y él podría rescatar esos tesoros para nosotros. Digo para nosotros, no para Zurita. ¿Sabes que Ictiandro está enamorado de Lucía?
Baltasar quiso decir algo, pero Cristo se lo impidió.
— Cállate y escucha. No puedo hablar cuando me interrumpen a cada momento. Sí, Ictiandro ama a Lucía. A mí no se me escapa nada. Cuando me enteré de eso, pensé: «Magnífico. Dejemos que ese amor progrese. Será mejor marido y yerno que ese Zurita». Lucía también está enamorada del joven. Yo los he atisbado, sin importunarlos. Dejémosles que se citen y se vean de vez en cuando.
Baltasar suspiró, pero no interrumpió al narrador.
— Esto no es todo, hermano. Oye lo que viene ahora. Quiero recordarte algo que sucedió hace muchos años, unos veinte. Yo acompañaba a tu esposa, que regresaba después de haber hecho una visita a sus parientes. ¿Recuerdas que viajó a la cordillera para asistir al entierro de su madre? Por el camino tu mujer murió del parto. Murió también el recién nacido. Entonces, no queriendo amargarte más la existencia, omití algunos detalles. Ahora sí te los comunicaré. Tu mujer murió, realmente, por el camino, pero el niño — aunque muy débil — nació vivo. Esto sucedió en un poblado de indios. Una anciana me dijo que muy cerca de allí vivía un gran mago, el Dios Salvador…
Baltasar se puso en guardia.
— Ella me aconsejó que le llevara la criatura y él se encargaría de arrancársela a la muerte. Seguí el consejo de la anciana y lo llevé. «Sálvemelo» — le dije. Salvador tomó el niño, meneó la cabeza, y dijo: «Va a ser muy difícil». Y se lo llevó. Esperé largo tiempo. Ya entrada la tarde salió un negro y se anunció: «El niño ha muerto». Consternado, me retiré.
— Así, pues — prosiguió Cristo —, Salvador me comunicó, a través de su negro, que el niño había muerto. Yo había advertido que el recién nacido — tu hijo — tenía una mancha en la piel. Recuerdo perfectamente hasta la forma. — Cristo hizo una breve pausa y continuó-: Hace poco tiempo alguien hirió a Ictiandro en el cuello. Para vendarlo tuve que retirarle el traje de escamas y le vi una mancha idéntica a la de tu hijo.
Baltasar le espetó una delirante mirada y, emocionado, preguntó:
— ¿Crees que será mi hijo?
— Cállate, hermano, cállate y escucha. Sí, creo que así es. Creo que Salvador me ha mentido. Tu hijo no murió, y Salvador hizo de él un «demonio marino».
— ¡Oh…! — exclamó fuera de sí Baltasar —. ¡Cómo pudo atreverse! ¡Lo mataré con mis propias manos!
— ¡Cállate! Salvador es más fuerte que tú. Y, además, yo he podido equivocarme. Pasaron veinte años. Cualquiera puede tener manchas en el cuello. Ictiandro es tu hijo, y puede que no lo sea. Este asunto requiere sumo cuidado. Tú te vas a ver a Salvador y le dices que Ictiandro es tu hijo. Yo seré tu testigo. Le exigirás que te devuelva el hijo. Si se niega a hacerlo, le dices que recurrirás a la justicia, que lo denunciarás como mutilador de niños. Eso le atemorizará. Si no accede, recurrirás al tribunal. Si no conseguimos demostrar en el juzgado que Ictiandro es tu hijo, lo casaremos con Lucía; pues ella es tu hija adoptiva. Recuerdas cómo sufrías la pérdida de la esposa y el hijo, y entonces yo te encontré a esta huérfana, a Lucía…
Baltasar saltó de la silla. Caminaba por la tienda tropezando con cangrejos y ostras.
— ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Qué desgracia!
— ¿Por qué desgracia? — asombróse Cristo.
— Te he escuchado atentamente, sin interrumpirte, ahora escúchame tú a mí. Mientras estabas con tu paludismo, Lucía contrajo matrimonio con Pedro Zurita.
Esta nueva abatió a Cristo.
— Ictiandro… mi pobre hijo… — Baltasar bajó la cabeza —. ¡Ictiandro está en manos de Zurita!
— No puede ser — objetó Cristo.
— Cómo que no puede ser. Ictiandro está en el «Medusa». Esta mañana Zurita pasó por aquí. Se reía de nosotros, se mofaba y nos injuriaba. Nos acusó de haberle estado engañando. ¡Figúrate, solo, sin nuestra ayuda, capturó a Ictiandro! Ahora no nos pagará nada. Aunque yo mismo no le cobraría un centavo. ¿Acaso se puede vender al propio hijo?
Baltasar estaba desesperado. Cristo observaba al hermano con mirada reprobatoria. Había que obrar resueltamente. Pero en las condiciones que estaba Baltasar podría estropear todo el tinglado. El propio Cristo no estaba muy seguro del parentesco entre Ictiandro y Baltasar. Cierto, Cristo había visto la mancha en el recién nacido. Pero, ¿acaso eso es una prueba incuestionable? Al descubrir la mancha en el cuello de Ictiandro, Cristo decidió aprovechar esa similitud y lucrarse. Pero no podía suponer que Baltasar tomara tan a pecho su relato. Lo que sí asustó seriamente a Cristo fueron las noticias facilitadas por Baltasar.
— Ya no queda tiempo para llantos. Hay que obrar. Salvador llegará de madrugada. Ten valor. Espérame en el muelle. Hay que salvar a Ictiandro. Pero no se te ocurra decirle a Salvador que eres su padre. ¿Cuál es el rumbo de Zurita?
— No me lo ha dicho, pero creo que vaya hacia el Norte. Abrigaba, desde hacía mucho, el propósito de dirigirse hacia las costas de Panamá.
Cristo asintió agradecido.
— Ten bien presente: mañana temprano, antes de la salida del sol, debes estar esperándome ya en la orilla. Es más, no deberás moverte de allí, incluso si tuvieras que esperar hasta la tarde.
Cristo se apresuró a volver a casa. Se pasó la noche pensando en el encuentro con Salvador. Debería justificarse ante él.
Salvador llegó con la aurora. Cristo, con expresión de amargura y fidelidad, articuló, tras saludar al doctor:
— Tenemos una gran desgracia… Le había advertido muchas veces a Ictiandro que no saliera a la bahía…
— ¿Qué le ha sucedido? — indagó impaciente Salvador.
— Lo secuestraron y se lo llevaron en una goleta… Yo…
Salvador apretó con fuerza el hombro de Cristo y le miró de hito en hito. Esto fue un solo instante, pero Cristo palideció bajo aquella penetrante mirada. Un profundo disgusto se reflejó en el rostro de Salvador, masculló algo y, aflojando los dedos en el hombro de Cristo, dijo rápidamente:
— Después me lo contarás todo con lujo de detalles.
Salvador llamó a un negro, le dijo algo en una lengua desconocida para Cristo y, dirigiéndose al indio, ordenó:
— ¡Sígueme!
Sin descansar ni cambiarse de ropa, Salvador salió de la casa y se dirigió al jardín. Cristo debía esforzarse para no quedarse a la zaga. Cuando llegaban al tercer muro se les sumaron dos negros.
— He guardado todo este tiempo a Ictiandro como un fiel mastín — dijo Cristo, jadeante por la carrera —. No me apartaba de él… — Pero Salvador no le hacía caso. El doctor estaba ya junto a la piscina y golpeaba impaciente con el pie hasta que desapareció el agua por las compuertas del tanque.
— Sígueme — volvió a ordenar Salvador; mientras descendía por la escalera subterránea. Cristo y los dos negros seguían a Salvador en plena oscuridad. El doctor saltaba varios peldaños de una vez; se veía que conocía a la perfección aquel laberinto subterráneo.
Cuando llegaron a la plazoleta inferior, Salvador no buscó la llave del interruptor, sino que abrió a tientas la puerta en el muro de la derecha y caminó por el pasillo a oscuras. Allí no había peldaños y Salvador caminaba más rápido todavía, sin encender la luz.
«Sólo faltaba que ahora cayera en un pozo y me ahogara» pensaba Cristo, procurando no rezagarse. Caminaron largo rato, en cierto momento sintió que el piso iba en declive. A veces le parecía oír leve chapoteo de agua. Al fin la caminata llegó a su término. Salvador — quien se había adelantado — se detuvo y prendió la luz. Cristo vio que se hallaba en una enorme gruta llena de agua con alta bóveda.
Esta, a medida que iba alejándose, se acercaba al agua. A flote, atracado en el mismo extremo del piso de piedra en que se encontraban, Cristo vio un pequeño submarino. Salvador, Cristo y los dos negros entraron en él. El doctor encendió la luz, uno de los africanos cerró la escotilla, el segundo ya manipulaba el motor. Cristo sintió estremecerse el buque. Este viró lentamente, se sumergió y con la misma lentitud comenzó a avanzar. No habían pasado más de dos minutos cuando emergió de nuevo. Salvador y Cristo salieron al puente. El indio no había navegado nunca en submarino. Pero éste, que se deslizaba por la superficie oceánica, podría asombrar a cualquier ingeniero naval. Su diseño era sumamente original y, por lo visto, tenía un motor potentísimo. Todavía no iba a toda marcha, pero avanzaba veloz.
— ¿Adonde se dirigen los secuestradores de Ictiandro?
— Rumbo Norte a lo largo de la costa — respondió Cristo —. Me atrevería a proponerle llevarnos a mi hermano. Yo se lo advertí y nos espera en la orilla.
— ¿Para qué?
— A Ictiandro lo ha secuestrado el pescador de perlas Pedro Zurita.
— ¿De qué fuentes ha recibido usted esa información? — inquirió con suspicacia Salvador.
— Le describía mi hermano la goleta que capturó en la bahía a Ictiandro, y él reconoció a la embarcación «Medusa», propiedad de Pedro Zurita. Es muy probable que el mencionado patrón haya capturado a Ictiandro para obligarle a pescar perlas. Mi hermano conoce perfectamente los lugares perleros. Creo que nos podrá ayudar.
Salvador reflexionó.
— ¡Bien! Llevaremos a su hermano.
Baltasar esperaba a su hermano en el muelle. El submarino viró hacia el muelle. Baltasar miraba sombrío desde la costa a Salvador, quien le había quitado y mutilado al hijo. No obstante, el indio le hizo una cortés reverencia a Salvador y llegó a nado hasta el buque.
— ¡A toda máquina! — ordenó Salvador. El doctor no abandonaba el puente, escudriñando la superficie del océano.