EL ASALTO



— Baltasar, si esta vez no aparece renunciaré a tus servicios y contrataré a gente más despierta y segura — dijo Zurita, tirando impaciente del mostacho. El capitán llevaba traje blanco y sombrero. Se había dado cita con Baltasar en las afueras de Buenos Aires, donde terminaba la vega cultivada y comenzaba la pampa.

Baltasar usaba blusa blanca y pantalón azul a rayas. Estaba sentado a la vera del camino sin decir palabra, tal era su turbación.

El mismo comenzaba a arrepentirse de haber enviado a su hermano Cristo a espiar la hacienda de Salvador.

Cristo le llevaba a Baltasar diez años y seguía, no obstante, tan fuerte y ágil. Su astucia era comparable con la del gato pampero. Sin embargo, no se le podía considerar confiable. Quiso dedicarse a la agricultura, pero se le antojó tedioso. Luego abrió una taberna en el puerto y se arruinó, el vino lo perdió. A partir de entonces se dedicó a los negocios más sucios, poniendo en juego su excepcional astucia y, a veces, hasta la perfidia. Era el tipo de hombre más idóneo para el espionaje, pero no ofrecía confianza. Por conveniencia podía traicionar hasta a su propio hermano. Y Baltasar, consciente de eso, se preocupaba tanto como Zurita.

— ¿Estás seguro de que Cristo vio el globo que le soltaste?

Baltasar se encogió vagamente de hombros. Su deseo era acabar cuanto antes esta empresa, irse a casa, mojarse el gaznate con sangría fría y acostarse temprano a dormir.

Los últimos rayos del sol poniente iluminaron nubes de polvo levantadas tras una lomita. Simultáneamente se oyó un agudo silbido muy prolongado.

Baltasar se sobresaltó.

— ¡Ahí viene!

— ¡Por fin!

Cristo se dirigía a ellos con paso ligero. Ya no era aquel indio viejo y extenuado. Volvió a repetir el silbido con bizarría, se acercó y saludó a Baltasar y a Zurita.

— Bueno, qué, ¿has visto al «demonio marino»? — inquirió Zurita.

— Todavía no, pero está allí. Salvador guarda a ese «demonio» tras cuatro muros. Lo principal está hecho: yo sirvo en casa de Salvador y gozo de su absoluta confianza. El truco de la nieta enferma me salió a pedir de boca — Cristo se echó a reír, entornando los ojos con picardía —. Cuando sanó estuvo a punto de estropearme el asunto. Yo, como buen abuelo, la abrazaba y besaba y ella, la bobita, comenzó a desasirse y por poco rompe a llorar. — Cristo volvió a reír satisfecho.

— ¿Dónde has encontrado esa nieta? — inquirió Zurita.

— Buscar dinero es difícil, niñas no tanto — repuso Cristo —. La madre quedó contenta. Yo recibí cinco pesos, y ella la hija sana.

El hecho de haber recibido de Salvador un buen saquito de monedas de oro prefirió callárselo. Darle ese dinero a la madre de la niña, ni pensaba.

— La hacienda de Salvador es una maravilla. Un auténtico zoo. — Y Cristo comenzó a explayarse sobre lo visto.

— Todo eso es muy interesante — profirió Zurita prendiendo un puro —, pero no has visto lo principal: el «demonio». ¿Qué piensas hacer ahora. Cristo?

— ¿Ahora? Emprender una pequeña excursión a los Andes. — Y Cristo contó que Salvador se proponía organizar una cacería.

— ¡Excelente! — exclamó Zurita —. La hacienda de Salvador se halla alejada de los poblados. Durante la ausencia del doctor la asaltaremos y nos llevaremos al «demonio marino».

Cristo movió renuente la cabeza.

— Los jaguares les arrancarían la cabeza antes de que pudieran encontrar al «demonio». Aunque ni con cabeza lo habrían encontrado, si yo mismo no he podido dar con él.

— Entonces, atiende aquí — tras una breve reflexión, profirió Zurita-: cuando Salvador salga de caza le tenderemos una emboscada; lo secuestraremos y le exigiremos como rescate la entrega del «demonio marino».

Haciendo alarde de habilidad, Cristo le sacó a Zurita el puro del bolsillo lateral.

— Muchas gracias. Una emboscada, eso ya está mejor. Pero Salvador los engañará: prometerá el rescate y no lo entregará. Esos españoles… — a Cristo le entró un ataque de tos.

— Bien, ¿qué propones tú? — inquirió, sin poder contener la irritación, Zurita…

— Paciencia, Zurita. Salvador confía en mí, pero sólo hasta el cuarto muro. Hay que conseguir que confíe como en sí mismo, y entonces me mostrará al «demonio».

— Bien, ¿qué más?

— Paciencia. Salvador es asaltado por bandidos — Cristo puso el dedo en el pecho de Zurita —, y yo — se golpeó el pecho —, como araucano honrado, le salvo la vida. Entonces para Cristo no habrá secretos en casa de Salvador. («Y mi faltriquera severa repleta de pesos de oro» — concluyó para su coleto.)

— ¡Vaya! No está mal.

Y determinaron el camino por el que Cristo debería llevar a Salvador.

— La víspera de la partida les lanzaré una piedra roja por encima del muro. Estén atentos.

Pese a la minuciosidad con que había sido elaborado el plan del asalto, una circunstancia imprevista estuvo a punto de hacer fracasar la empresa.

Zurita, Baltasar y diez matones, contratados en el puerto — vestidos de gaucho y bien armados —, esperaban a caballo su víctima lejos de los poblados. Era una noche oscura. Los jinetes permanecían expectantes, esperando oír trápala de caballos. Pero Cristo no sabía que Salvador no iba de caza a la antigua, como se estilaba años atrás.

Los malhechores oyeron de súbito el ruido de un motor que se aproximaba veloz. Por detrás de un cerrillo aparecieron las deslumbrantes luces de dos faros. Un enorme automóvil negro pasó como una exhalación por delante de los jinetes, sin que éstos llegaran a comprender lo que había sucedido. Zurita, desesperado, profería blasfemias. A Baltasar, por el contrario, le causó risa.

— No se desespere, Pedro — dijo el indio —. Buscando salvación del calor que hace por el día, gracias a los dos soles que Salvador tiene en el vehículo, viajarán por la noche. Por el día descansarán. En el primer alto que hagan los alcanzaremos. — Baltasar espoleó el caballo y galopó tras el automóvil. Los demás le siguieron.

Llevaban unas dos horas de camino, cuando los jinetes divisaron una fogata en la lejanía.

— Son ellos. Algo les ha sucedido. Quédense aquí, yo me acercaré a rastras y me enteraré de lo que pasa. Espérenme.

Baltasar desmontó y reptó como una culebra. Al cabo de una hora ya estaba de vuelta.

— La máquina no tira. Se estropeó. La están arreglando. El vigilante es Cristo. Hay que apurarse.

Todo lo demás se produjo en un santiamén. Los asaltantes sorprendieron a los hombres de Salvador y, antes de que pudieran reaccionar, los amarraron a todos de pies y manos: a Salvador, a Cristo y a tres negros más.

Uno de los sicarios, el jefe de la banda — Zurita prefería mantenerse inadvertido —, le exigió a Salvador un rescate subido.

— Pagaré. Suélteme — respondió Salvador.

— Eso por ti. ¡Pero vas a tener que pagar otro tanto por tus tres acompañantes! — añadió el astuto malhechor.

— Esa cantidad no podré entregársela de inmediato — repuso Salvador tras reflexionar.

— ¡Matémoslo entonces! — gritaron los bandidos.

— Si no accedes a nuestras condiciones, al amanecer te mataremos — dijo el asaltador.

Salvador se encogió de hombros y respondió:

— No tengo disponible esa cantidad.

La tranquilidad de Salvador asombró al bandido.

Dejando tirados tras el automóvil a los hombres maniatados, los malhechores comenzaron a registrar el vehículo y hallaron el alcohol que el doctor llevaba para las colecciones. Se lo tomaron y la borrachera que cogieron fue mayúscula.

Momentos antes de que amaneciera alguien llegó arrastrándose hasta Salvador.

— Soy yo — dijo bajito Cristo —. He conseguido soltar las ligaduras y matar al bandido del fusil. Los demás están borrachos. El chofer ya arregló el coche. Apresurémonos.

Subieron de prisa al auto, el chofer manipuló el encendido y arrancaron a todo trapo.

Se oyeron gritos y disparos sin orden ni concierto. Le estrechó fuertemente la mano a Cristo.

Después de la escapada de Salvador se enteró Zurita — por boca de sus secuaces — de que el doctor había accedido a pagar el rescate. «Habría sido preferible — pensó el capitán — quedarnos con el rescate y abandonar la idea de secuestrar al 'demonio marino', cuya feliz utilización se presenta incierta a todas luces.» Pero la ocasión se había perdido y sólo quedaba esperar noticias de Cristo.



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