Clavain contempló las estrellas.
Se encontraba en el exterior del Nido Madre, solo, posado cabeza arriba o cabeza abajo (no podía decidirse en uno u otro sentido) sobre la superficie prácticamente ingrávida del cometa ahuecado. No había ningún otro ser humano a la vista en cualquier dirección y, de hecho, ni tan siquiera pruebas de alguna presencia humana. Un observador casual que espiara a Clavain se vería obligado a suponer que lo habían abandonado cruelmente en la superficie del cometa, sin nave, alimentos ni refugio. No había evidencia alguna del enorme mecanismo de relojería que giraba en el corazón del cometa.
El cuerpo celeste rotaba lentamente, de modo que la pálida gema que era Épsilon Eridani se alzaba sobre el horizonte de Clavain. Era el astro más brillante del firmamento, pero seguía pareciéndose más a una estrella que a un sol. Sintió el inmenso frío del espacio que se extendía entre la estrella y él. Estaba apenas a 100 unidades astronómicas, una minucia comparada con las distancias interestelares, pero aun así le producía escalofríos. Nunca había perdido esa mezcla confusa de admiración y terror que surgía en él cuando se enfrentaba a las distancias típicamente descomunales del espacio.
Una luz llamó su atención. Era un parpadeo casi imperceptible en un punto del plano de la eclíptica, a una mano de distancia de Eridani. Ahí estaba de nuevo: una nítida y repentina chispa en el límite de sensibilidad; no se lo estaba imaginando. A continuación llegó otro destello, a poca distancia de los dos primeros. Clavain ordenó a la visera de su casco que apantallara la luz del sol, para que sus ojos no tuvieran que lidiar con un rango dinámico de brillo tan amplio. El visor obedeció y tapó la estrella con una precisa máscara negra, igual que si se hubiese quedado mirando fijamente al sol durante demasiado tiempo.
Sabía lo que estaba contemplando. Era una batalla espacial a decenas de horas luz de distancia. Las naves implicadas debían de estar repartidas por un volumen de espacio de varios minutos luz de un extremo a otro, disparándose las unas a las otras con pesadas armas relativistas. De encontrarse en el Nido Madre, podría haberse conectado a la base de datos táctica general para recabar información sobre los activos que estuvieran patrullando ese sector del sistema solar. Pero no le revelaría nada que no pudiera deducir por sí mismo.
Los destellos procedían en su mayoría de naves agonizantes. De vez en cuando alguno podía corresponder al disparo pulsante de un fusil de raíles demarquista, torpes cañones de aceleración lineal de mil kilómetros de largo. Había que darles energía mediante la detonación de una sucesión de bombas de fusión de cobalto. El estallido hacía átomos el fusil de raíles, pero no antes de que hubiese acelerado hasta el setenta por ciento de la velocidad de la luz una bala de hidrógeno metálico estabilizado del tamaño de un tanque, que navegaba justo por delante de la onda de aniquilación.
Los combinados disponían de armas de similar eficacia, pero que extraían su pulso de alimentación del propio espacio-tiempo. Se podían disparar más de una vez y se apuntaban a mayor velocidad. Y no soltaban destellos al disparar.
Clavain sabía que un análisis espectroscópico de la luz de cada una de esas chispas hubiese revelado su origen, pero no le hubiera sorprendido descubrir que la mayoría era producida por impactos directos contra los cruceros demarquistas.
El enemigo moría ahí fuera. Moría de modo instantáneo, en explosiones tan rápidas y brillantes que no cabía el dolor ni la comprensión de que había sobrevenido la muerte. Pero un final indoloro era un triste consuelo. Había muchas naves en ese escuadrón; los supervivientes debían de estar contemplando la destrucción de las naves de sus compatriotas y se preguntaban quién sería el próximo. No podían saber cuándo partía un proyectil en su dirección, y nunca se enterarían de su llegada.
Desde donde se encontraba Clavain, era como ver fuegos artificiales sobre una ciudad lejana. De los colores de Agincourt a las llamas de Guernica, pasando por la pura luz brillante de Nagasaki, como una espada purificadora que refleja el sol, y las estelas de condensación de la elevación de Tarsis, hasta llegar al destello distante de pesadas armas relativistas contra un fondo estelar de color negro azabache, a principios del siglo XXVII: Clavain no necesitaba que le recordaran que la guerra era atroz, pero de lejos también podía poseer una terrible belleza cauterizadora.
La batalla se hundió en el horizonte. Pronto desaparecería, dejando un firmamento que los problemas humanos aún no habían ensuciado.
Pensó en lo que había descubierto sobre el Consejo Cerrado. Remontoire (con la aprobación tácita de Skade, imaginaba Clavain) le había revelado parte del cometido que se esperaba de él. No lo querían dentro del Consejo Cerrado solo para poder mantenerlo apartado del peligro, no. Necesitaban que Clavain colaborara en una operación delicada. Se trataría de una acción militar que tendría lugar más allá del sistema de Épsilon Eridani, y estaba relacionada con la recuperación de cierto número de objetos que habían caído en las manos equivocadas.
Remontoire no podía explicarle de qué objetos se trataba, solo que su recuperación (y eso implicaba que en algún momento se habían perdido) era vital para la seguridad futura del Nido Madre. Si quería enterarse de más (y tenía que hacerlo para ser de utilidad al Nido Madre), tendría que unirse al Consejo Cerrado. Sonaba demasiado sencillo. Ahora que reflexionaba en ello, solo sobre la superficie del planeta, tenía que admitir que probablemente lo fuera. Sus reparos no guardaban proporción con los hechos.
Y aun así, no pudo convencerse de confiar del todo en Skade. Sabía más que él y así seguirían las cosas aunque aceptara unirse al Consejo Cerrado. Sí que estaría una capa más cerca del Sanctasanctórum, pero continuaría sin estar dentro… ¿y quién decía que no había capas adicionales detrás de esa?
La batalla rugió de nuevo, esta vez sobre el horizonte opuesto. Clavain la observó diligentemente, y se fijó en que los destellos eran ya mucho menos frecuentes. El enfrentamiento tocaba a su fin, y era casi seguro que los demarquistas habían sufrido las peores pérdidas. Incluso era posible que el bando de Clavain no hubiera tenido bajas. Los supervivientes enemigos pronto se arrastrarían de regreso a sus respectivas bases, esforzándose por evitar nuevos enfrentamientos en el camino. No pasaría mucho tiempo antes de que la batalla figurase en una transmisión de propaganda, con la realidad tergiversada para extraer una gotita de optimismo de aquella abrumadora derrota demarquista. Ya había visto miles de veces cómo sucedía; habría más batallas como aquella, pero no muchas. El enemigo estaba perdiendo. Llevaban años en el lado equivocado de la balanza. Entonces, ¿por qué había de preocuparse nadie por la seguridad futura del Nido Madre?
Sabía que solo tenía un modo de averiguarlo.
La gabarra encontró su hueco en el borde y se aproximó a él con infalible precisión mecánica. Clavain desembarcó bajo gravedad estándar, y tuvo la respiración entrecortada durante unos minutos, hasta que se acostumbró al esfuerzo.
Se abrió paso por una tortuosa ruta de pasillos y desniveles. Había por allí otros combinados, pero no le prestaron una especial atención. Cuando notó la estela de sus pensamientos y tanteó la impresión que les producía, solo detectó un discreto respeto y admiración, quizá levemente atemperados por la compasión. La población en general no sabía nada de los esfuerzos de Skade por atraerlo al Consejo Cerrado.
Los pasillos eran cada vez más oscuros y estrechos. Sus espartanas paredes grises estaban recubiertas de conductos, paneles y, de vez en cuando, un tubo de rejilla por el que rugía un aire cálido. Las máquinas retumbaban bajo sus pies y por detrás de los muros. La iluminación era escasa e intermitente. Clavain no atravesó en ningún momento una puerta restringida o similar, pero la impresión general para cualquiera poco familiarizado con aquella parte de la rueda sería la de haberse extraviado en alguna sección de mantenimiento un tanto intimidatoria. Algunos podían llegar tan lejos, pero la mayoría hubiese dado media vuelta y seguiría caminando hasta que se encontrara en una zona más acogedora.
Clavain siguió adelante. Había llegado a una parte de la rueda que no aparecía registrada en ningún plano o mapa. La mayor parte de los ciudadanos del Nido Madre no sabían nada sobre su existencia. Se acercó a un mamparo de color bronce verdoso donde no había vigilancia ni marcas especiales. Cerca tenía una gruesa rueda de metal con tres radios. Clavain sujetó la rueda por dos de los radios y tiró de ella. Durante un momento se resistió (nadie había pasado por allí en un tiempo), pero al fin cedió y recobró su movilidad. Clavain la empujó hasta que giró sola. La puerta del mamparo se liberó como un tapón, goteando condensación y lubricante. Cuando Clavain volteó más la rueda, el tapón se hizo a un lado sobre su bisagra para permitir el paso. El tapón era como un gigantesco émbolo achaparrado, con los laterales pulidos hasta alcanzar un brillante reflejo hermético.
Detrás, la oscuridad era aún mayor. Clavain superó el borde de medio metro del mamparo, agachándose para evitar rasparse el cuero cabelludo contra el dintel. El metal se notaba frío al tacto. Se sopló los dedos hasta notarlos menos entumecidos.
Una vez dentro, Clavain se cubrió los dedos con la manga e hizo girar una segunda rueda hasta que el mamparo volvió a quedar firmemente sellado. Después dio unos cuantos pasos más en la penumbra. Unas débiles luces verdes surgieron por fases, vacilando en las tinieblas.
La cámara era inmensa, baja y alargada como un almacén de pólvora. Resultaba discernible la curva del borde del anillo: las paredes se arqueaban hacia arriba y el suelo se doblaba con ellas. En la distancia se extendían hilera tras hilera de arquetas de sueño frigorífico.
Clavain sabía cuántos había exactamente: ciento diecisiete. Ciento diecisiete personas habían regresado del espacio profundo a bordo de la nave de Galiana, pero todos estaban más allá de cualquier posibilidad razonable de resucitación. En muchos casos, la violencia infligida sobre la tripulación había sido tan extrema que los despojos solo se pudieron separar mediante comparación genética. Aun así, sin importar lo escasos que fueran sus restos, cada individuo había sido depositado en una única arqueta de sueño frigorífico.
Clavain avanzó por un lateral, entre las filas de ataúdes. El suelo de rejilla crujía bajo sus pies y las arquetas resonaban con suavidad. Seguían operativas, pero únicamente porque se consideraba aconsejable mantener los cadáveres congelados, no porque hubiese ninguna esperanza realista de revivir a alguno de ellos. No había señales de maquinaria lupina activa incrustada en los restos (salvo en un caso, claro), pero eso no significaba que no pudieran quedar parásitos lupinos microscópicos latentes, acechando justo detrás del umbral de detección. Podrían haber incinerado los cuerpos, pero eso hubiese eliminado la posibilidad de aprender algún día cosas sobre los lobos. Si algo se podía asegurar del Nido Madre, es que era prudente.
Clavain alcanzó la arqueta de sueño frigorífico de Galiana. Estaba separada de los demás y erigida sobre un pedestal bajo inclinado. La compleja maquinaria, corroída y expuesta a la vista, recordaba un ornamentado bajorrelieve grabado en la piedra. Traía a la mente la imagen del ataúd de una reina hada, una monarca valiente y muy querida, que había defendido a los suyos hasta el fin y que ahora descansaba en la muerte, rodeada por sus caballeros más leales, sus consejeros y sus damas de honor. La parte superior de la arqueta era transparente, así que parte de la efigie silueteada de Galiana resultaba visible mucho antes de que uno se hallara delante del propio ataúd. Parecía aceptar su destino con serenidad, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza alzada hacia el techo, lo que acentuaba la fuerte y noble línea de su mandíbula. Tenía los ojos cerrados y la frente despejada. Su larga cabellera de mechas grises descansaba en oscuros hoyos a ambos lados de su rostro. Mil millones de partículas de hielo brillaban sobre su piel, titilando con destellos de colores pastel: azul, rosa y verde claro, según cambiaba el ángulo de visión de Clavain. Parecía exquisitamente hermosa y delicada en la muerte, como si estuviera moldeada de azúcar. Le entraron ganas de llorar.
Clavain tocó la fría tapa del ataúd y sus dedos resbalaron por la superficie, dejando cuatro débiles surcos. Se había imaginado mil veces lo que le diría si alguna vez emergía de la presa del lobo. No habían vuelto a derretirla tras aquella breve ocasión tras de su regreso, pero eso no significaba que no pudiera ocurrir de nuevo, aunque tuvieran que pasar años o siglos. Una y otra vez Clavain se había preguntado qué le diría a Galiana si esta brillara a través de la máscara, aunque solo fuera por unos instantes. Se preguntaba si se acordaría de él y de las cosas que habían compartido. ¿Recordaría al menos a Felka, que estaba tan cerca de ser su hija que casi no había diferencia?
No tenía sentido pensar en ello. Sabía que no volvería a hablar con ella.
—Ya he tomado una decisión —dijo, mientras veía ante sí el vaho de su propio aliento—. No sé si lo aprobarías, ya que nunca hubieses aceptado que algo como el Consejo Cerrado pudiera siguiera llegar a existir. Dicen que la guerra lo hizo inevitable, que las exigencias de las operaciones secretas nos obligaron a compartimentar nuestro pensamiento. Pero el consejo ya estaba ahí antes de que estallara la guerra, bajo una forma incipiente. Siempre hemos tenido secretos, incluso para nosotros mismos. —Tenía los dedos muy fríos—. Lo hago porque creo que va a suceder algo malo. Si es algo a lo que hay que poner freno, haré todo lo que esté en mi mano para asegurarme de que así sucede. Si no se puede evitar, haré lo posible para guiar al Nido Madre en la crisis que lo aguarde. Pero no podré hacer nada de eso desde fuera.
«Nunca me he sentido tan incómodo con una victoria como ahora, Galiana, y tengo la sensación de que tu pensarías de manera similar. Siempre solías sospechar de cualquier cosa que pareciera demasiado simple, todo lo que se asemejara a una estratagema. Lo sé bien, caí una vez en uno de tus trucos.
Notó un escalofrío. De pronto tenía mucho frío y la desagradable sensación de que lo estaban vigilando. A su alrededor, las arquetas de sueño frigorífico seguían resonando. Los bancos de luces e indicadores de estado no habían cambiado.
De pronto, Clavain supo que no quería pasar mucho más rato en la cripta.
—Galiana —dijo, con más celeridad de lo que hubiera deseado—, tengo que hacerlo. Tengo que acceder a la petición de Skade, para bien o para mal. Solo espero que lo comprendas.
—Lo comprenderá, Clavain.
Clavain se giró bruscamente, pero en el acto de volverse comprendió que conocía aquella voz y que no había nada de lo que asustarse.
—Felka. —Su alivio era absoluto—. ¿Cómo me has encontrado?
—Supuse que estarías aquí abajo, Clavain. Sabía que Galiana siempre sería la persona con quien hablases en el último momento.
Felka había entrado en silencio en la cripta. Clavain se fijó entonces en que la puerta del fondo estaba entreabierta: lo que le había hecho estremecerse eran las corrientes de aire al abrirse el sótano.
—No sé por qué estoy aquí —dijo Clavain—. Sé que está muerta.
—Ella es tu conciencia, Clavain.
—Por eso la amaba.
—Todos la amábamos. Por eso aún parece seguir viva y guiarnos. —Felka se encontraba ya a su lado—. No es malo que bajes hasta aquí. No provoca que te tenga en menor estima o te pierda el respeto.
—Creo que ahora sé lo que debo hacer.
Ella asintió, como si simplemente le hubiese comentado la hora que era.
—Vamos, salgamos de aquí. Hace demasiado frío para los vivos. Galiana no se lo tomará a mal.
Clavain la siguió hasta la puerta de salida de la cripta.
Cuando se encontraron al otro lado, activó la rueda y selló la enorme tapa con forma de pistón, encerrando los recuerdos y los fantasmas allí donde pertenecían.
Clavain fue conducido a la cámara privada. Al cruzar el umbral notó cómo, con un único suspiro agonizante, caía de su mente el trasfondo de un millón de pensamientos del Nido Madre. Se imaginó que la transición debía de resultar traumática para muchos combinados, pero incluso si no acabara de llegar del lugar de descanso de Galiana (donde se aplicaba el mismo tipo de exclusión), no lo habría encontrado más que un poco molesto. Había pasado demasiado tiempo en los confines de la sociedad combinada como para que le preocupara la ausencia de otros pensamientos en su cabeza.
Por supuesto, no estaba completamente solo. Notó las mentes de los que estaban en la cámara, aunque las restricciones habituales del Consejo Cerrado sólo le permitían explorar la zona más superficial de sus pensamientos. La cámara en sí no tenía nada destacable: una amplia esfera con muchos asientos, distribuidos en plateas concéntricas que casi alcanzaban el cielo de la sala. El suelo era plano y de un color gris brillante, y en el centro de la cámara había colocada una única y austera silla. La silla era sólida y se fusionaba sin costuras con el suelo, como si la hubieran empujado desde abajo.
[Clavain]. Era Skade. Estaba de pie, en la punta de una lengua que sobresalía de un lado de la cámara.
¿Sí?
[Siéntate en la silla, Clavain].
Él atravesó el suelo resplandeciente y sus suelas rechinaron al tocar el material. Era inevitable que la atmósfera pareciera judicial; lo mismo podía estar caminando hacia el patíbulo.
Clavain se acomodó en la silla, que era tan cómoda como aparentaba. Cruzó las piernas y se rascó la barba.
Quitémonos esto de encima lo antes posible, Skade.
[Todo a su debido tiempo, Clavain. ¿Comprendes que la carga del conocimiento conlleva la responsabilidad adicional de mantener ese conocimiento a salvo? ¿Que una vez hayas aprendido los secretos del Consejo Cerrado, no podrás ponerlos en peligro, arriesgándote a ser capturado por el enemigo? ¿Y que ni siquiera se puede tolerar que se comuniquen esos secretos a otros combinados?].
Sé en lo que me estoy metiendo, Skade.
[Solo queremos asegurarnos, Clavain. No puedes reprochárnoslo].
Remontoire se levantó de su asiento.
[Ha dicho que está listo, Skade. Eso es suficiente].
Ella trató a Remontoire con una falta de sentimientos que Clavain encontró mucho más aterradora que la simple ira.
[Gracias, Remontoire].
Tiene razón, estoy listo. Y dispuesto.
Skade asintió.
[Entonces prepárate. Estamos a punto de permitir que tu mente acceda a datos hasta ahora excluidos].
Clavain no pudo evitar aferrarse a los reposabrazos de su silla, a pesar de que sabía lo ridículo que era ese instinto. Se sintió igual cuatrocientos años antes, cuando Galiana le presentó por vez primera la Transiluminación. Fue en su nido de Marte, cuando infectó su mente con hordas de máquinas después de que él fuese herido. En aquella ocasión, Galiana le había dado algún indicio y poco más, y en los instantes previos a que lo alcanzara se sintió como un hombre ante el muro rugiente de un tsunami, que cuenta los segundos que le quedan antes de ser engullido. Ahora volvió a experimentar la misma sensación, aunque en este caso no preveía ningún cambio real en su consciencia. Bastaba con saber que estaba a punto de acceder a secretos tan terribles que precisaban capas jerárquicas en una mente de colmena que, por lo demás, era omnisciente.
Esperó… pero no sucedió nada.
[Ya está].
Relajó su presa sobre el asiento.
Me siento exactamente igual.
[Pero no lo eres].
Clavain miró a su alrededor, a las paredes curvas de la cámara. Nada había cambiado, nada se notaba diferente. Repasó sus recuerdos y no parecía haber nada rondando por ahí que no estuviese ya un minuto antes.
Pues no…
[Antes de que vinieras, antes de que tomaras esta decisión, te permitimos conocer la razón por la que precisábamos tu ayuda, cuestión de recuperar propiedad perdida. ¿No es cierto, Clavain?].
No me habéis dicho qué es lo que estáis buscando, y sigo sin saberlo.
[Eso es porque no te has hecho la pregunta adecuada].
¿Y qué pregunta te gustaría que me hiciera, Skade?
[Pregúntate qué es lo que sabes sobre las armas de la clase infernal, Clavain. Estoy segura de que encontrarás la respuesta muy interesante].
No sé nada sobre ninguna arma de la clase…
Pero titubeó y guardó silencio. Sabía con toda precisión lo que eran las armas de la clase infernal.
Ahora que la información estaba disponible para él, Clavain comprendió que había oído rumores sobre las armas en múltiples ocasiones durante su vida entre los combinados. Los enemigos más resentidos de la facción relataban cuentos con moraleja sobre las reservas ocultas de armas definitivas de los combinados, artilugios del juicio final tan feroces en su capacidad destructiva que apenas habían sido probados y que, ciertamente, nunca habían sido usados en un enfrentamiento real. Se suponía que las armas eran muy antiguas, fabricadas durante la fase inicial de la historia de los combinados. Los rumores diferían en los detalles, pero todas las historias coincidían en algo: se trataba de cuarenta armas y ninguna de ellas era del todo idéntica a las demás.
Clavain nunca se había tomado demasiado en serio los rumores, que suponía originados en algún fragmento olvidado de una campaña de difusión del miedo preparada por las unidades de contraespionaje del Nido Madre. Era impensable que las armas pudieran existir. En todo el tiempo que había estado entre los combinados, no había llegado hasta él ninguna pista oficial de la existencia de tales instrumentos. Galiana nunca había hablado de ellos y, pese a todo, si las armas eran en verdad tan antiguas (databan de la época marciana), no era posible que ella no fuese consciente de su existencia. Pero las armas eran reales.
Clavain repasó sus nuevos y brillantes recuerdos con macabra fascinación. Siempre había sabido que existían secretos dentro del Nido Madre, pero nunca había llegado a sospechar que algo de importancia tan capital pudiera haberse ocultado durante tanto tiempo. Se sintió como si acabara de descubrir una enorme habitación oculta en la casa en que llevaba viviendo casi toda su vida. La sensación de sublimación (y de traición) era importante.
Había cuarenta armas, justo como en las viejas historias. Cada una era un prototipo que aprovechaba un principio excepcionalmente sutil, desagradable y creativo de la física más avanzada. Y Galiana sí que sabía de ellos. Para empezar, había autorizado la creación de las armas en el momento álgido de la persecución sufrida por los combinados. En aquella época, el éxito de sus enemigos solo se debía a su superioridad numérica, y no técnica. Con las cuarenta armas nuevas podría haber hecho borrón y cuenta nueva, pero en el último momento decidió lo contrario: mejor ser borrada de la faz del universo que cargar con un genocidio sobre sus hombros.
Pero la cosa no había terminado allí. El enemigo había cometido errores garrafales, habían tenido golpes afortunados y sucesos imprevistos. La gente de Galiana había sido empujada hasta el borde del abismo, pero nunca había sido eliminada de la historia.
Clavain descubrió que, después de aquello, las armas se guardaron bajo llave para mantenerlas a salvo. Se habían almacenado dentro de un asteroide acorazado situado en otro sistema. Por su mente asomaron turbias imágenes: criptas con barricadas, fieros vigilantes cibernéticos, peligrosas trampas y ardides. Estaba claro que Galiana temía a esas armas tanto como a sus enemigos y, aunque no estaba dispuesta a desmantelarlas, había hecho todo lo posible para apartarlas de un uso inmediato. Por ejemplo, los datos que habían permitido su fabricación habían sido borrados y, al parecer, eso bastaba para evitar cualquier intento futuro de duplicarlas. Si en algún momento las armas volvieran a resultar necesarias (si surgiera otra época de persecución generalizada), ahí seguían para utilizarlas. Pero con esa distancia (años de vuelo espacial), el arreglo llevaba implícito un amplio período para pensárselo bien. Sus cuarenta armas de la clase infernal solo se podrían usar con la mente fría, y así debía ser.
Pero les habían robado las armas. El inexpugnable asteroide fue asaltado y, para cuando un equipo de investigación combinado llegado allí, no quedaba rastro de los ladrones. Los responsables del trabajo fueron lo bastante listos como para superar las defensas y evitar activar las propias armas. En su estado de reposo, no se podía seguir el rastro de las armas ni destruirlas o desactivarlas de forma remota.
Clavain descubrió que se habían organizado numerosos intentos de localizar las armas perdidas, pero hasta el momento todos habían fracasado. Para empezar, la información sobre el alijo era un secreto celosamente guardado, por lo que el robo se mantuvo aún más oculto y solo unos cuantos combinados superiores sabían lo que había ocurrido. Con el transcurrir de las décadas, su preocupación crecía: en las manos equivocadas, las armas podrían hacer astillas mundos enteros como si fueran de cristal. Su única esperanza era que los ladrones no comprendieran la potencia de lo que habían robado.
Las décadas se convirtieron en un siglo, y después en dos. Hubo innumerables grandes desastres y crisis en el espacio humano, pero nunca una indicación de que las armas hubiesen pasado a estado activo. Los pocos combinados en el ajo comenzaron a creer que el asunto se podía olvidar discretamente. Quizá las armas hubiesen sido abandonadas en el espacio profundo o arrojadas a la destructora superficie de una estrella.
Pero las armas no habían desaparecido.
De forma inesperada, y no mucho antes del regreso de Clavain del espacio profundo, se habían detectado signos de activación en la vecindad de Delta Pavonis, una estrella similar al Sol situada a poco más de quince años luz del Nido Madre. Las señales de neutrinos eran débiles y cabía la posibilidad de que no hubiesen identificado las primeras pistas de su despertar, pero las señales más recientes no resultaban ambiguas: cierto número de armas habían sido reactivadas de su letargo.
El sistema Delta Pavonis no se encontraba en las principales rutas comerciales. Solo disponía de un mundo colonizado, Resurgam, un asentamiento establecido por una expedición arqueológica que había partido de Yellowstone y estaba encabezada por Dan Sylveste, el hijo del cibernetista Calvin Sylveste y descendiente de una de las familias más ricas de la sociedad demarquista. Los arqueólogos de Sylveste habían estado hurgando entre los restos de una especie similar a los pájaros que habían poblado el planeta apenas un millón de años antes. De forma gradual, la colonia había cortado los lazos oficiales con Yellowstone y una serie de regímenes habían sustituido el programa científico original por una encontrada política de terraformación y asentamiento a gran escala. Se habían producido golpes de estado y violencia, pero aun así era sumamente improbable que los pobladores fueran quienes ahora poseían las armas. El escrutinio de los registros del tráfico de salida de Yellowstone mostraba la partida de otra nave con rumbo a Resurgam, una abrazadora lumínica, Nostalgia por el Infinito, que había alcanzado el sistema aproximadamente cuando se detectaron las firmas de activación. Se disponía de muy poca información sobre la tripulación de la nave y su historia, pero Clavain supo, gracias a los registros de inmigración del Cinturón Oxidado, que una mujer llamada Ilia Volyova había estado reclutando nuevos miembros para la tripulación justo antes de que la nave despegara. Puede que el nombre fuese auténtico y puede que no (en aquellos confusos días posteriores a la plaga, las naves podían adoptar casi cualquier identidad que consideraran adecuada), pero Volyova había reaparecido. Aunque muy pocas transmisiones lograron alcanzar Yellowstone, una de ellas, nerviosa y fragmentada, mencionaba que la nave de Volyova había aterrorizado a la colonia para que entregara a su antiguo líder. Por algún motivo, la tripulación ultranauta de Volyova quería a Dan Sylveste a bordo de su nave.
Eso no implicaba necesariamente que Volyova estuviera al cargo de las armas, pero Clavain coincidía con la opinión de Skade de que era la sospechosa más prometedora. Tenía una nave lo bastante grande como para albergar las armas, había usado la violencia contra la colonia y había llegado a la escena de los hechos al mismo tiempo que los artefactos habían emergido de su letargo. Aunque fuese imposible adivinar lo que quería hacer Volyova con las armas, su relación con ellas parecía indiscutible.
Era la ladrona que habían estado buscando.
La cresta de Skade palpitaba con remolinos de color jade y bronce. Nuevos recuerdos se desataron en la cabeza de Clavain: fragmentos de vídeo e imágenes estáticas de Volyova. Clavain no estaba muy seguro de qué era lo que se esperaba, pero desde luego no aquella mujer de pelo corto, cara redondeada y aspecto de bruja que Skade le mostró. De haber presenciado una rueda de reconocimiento de sospechosos, Volyova era una de las últimas personas en las que se hubiera fijado.
Skade le sonrió. Contaba con toda su atención.
[Ahora comprenderás por qué necesitamos tu ayuda. La localización y estado de las treinta y nueve armas restantes…].
¿Treinta y nueve, Skade? Creía que eran cuarenta.
[¿No he mencionado que una de las armas ya ha sido destruida?].
Me parece que te has saltado ese trozo.
[No podemos estar seguros a tanta distancia. Las armas entran y salen de hibernación, como monstruos inquietos. Lo cierto es que una de las armas no ha sido detectada desde 2565, tiempo local de Resurgam. La suponemos perdida, o al menos dañada. Y seis de las restantes treinta y nueve armas se han separado del grupo principal. Aún recibimos señales intermitentes procedentes de ellas, pero están mucho más cerca de la estrella de neutrones que hay en los confines del sistema. Las otras treinta y tres armas se encuentran a menos de una unidad astronómica de Delta Pavonis, en el punto de Lagrange retrasado del sistema Resurgam-Delta Pavonis. Con toda seguridad se hallan dentro del casco de la abrazadora lumínica de la triunviro].
Clavain levantó el brazo. Espera. ¿Detectasteis algunas de estas señales ya en 2565?
[Tiempo local de Resurgam, Clavain].
Aun así, eso significa que las señales llegaron aquí alrededor de… ¿cuándo, 2580? Eso es hace treinta y tres años, Skade. ¿Por qué demonios no habéis actuado antes?
[Corren tiempos de guerra, Clavain. No hemos estado en posición de organizar una operación de recuperación amplia y logísticamente compleja].
Es decir, hasta ahora.
Skade reconoció que tenía razón con un ligerísimo asentimiento.
[Ahora la balanza se inclina a nuestro favor. Al fin nos podemos permitir desviar algunos recursos. No te confundas, Clavain, recuperar esas armas no va a ser fácil. Vamos a intentar recobrar objetos robados de una fortaleza en la que incluso hoy día nosotros mismos tendríamos serios problemas para entrar. Volyova cuenta con sus propias armas, aparte de las que nos robó. Y las pruebas de sus crímenes en Resurgam sugieren que tiene el valor necesario para usarlas. Pero lo que está claro es que debemos recuperar las armas, sin importar el coste en recursos y tiempo].
¿Recursos? ¿Quieres decir vidas?
[Nunca has vacilado a la hora de aceptar el precio de la guerra, Clavain. Por eso queremos que coordines esta operación de rescate. Consulta estos recuerdos si dudas de tu propia idoneidad].
No tuvo la delicadeza de prevenirlo: fragmentos de su pasado chocaron contra su consciencia inmediata, llevándolo de regreso a antiguas campañas e intervenciones del pasado. Películas de guerra, pensó Clavain, al recordar las viejas grabaciones monocromas bidimensionales que había visionado durante sus primeros días en la Coalición para la Pureza Neuronal y que repasaba (normalmente en vano) para hallar alguna lección que pudiera aprovechar contra enemigos reales. Pero en el presente, las películas bélicas que Skade le mostraba, y que retrocedían de forma brusca en aceleradas ráfagas, lo tenían a él de protagonista. Y además, en su mayor parte eran históricamente precisas: un desfile de las acciones en las que él había participado. Aparecía una liberación de rehenes en las madrigueras de Gilgamesh Isis, durante la cual Clavain había perdido una mano por culpa de una quemadura de sulfúrico, una herida que tardó un año en curarse. Estaba también la vez que Clavain y otra combinada habían sacado de contrabando el cerebro de un científico demarquista, que había caído en manos de una facción de mixmasters renegados alrededor del Ojo de Marco. La compañera de Clavain había sido modificada quirúrgicamente para poder mantener el cerebro vivo en su útero, mediante una sencilla cesárea inversa que Clavain le había practicado. Dejaron atrás el cuerpo del hombre para que sus captores lo descubrieran. Después, los combinados habían clonado un nuevo cuerpo para el científico y habían devuelto a su interior el traumatizado cerebro.
A continuación surgió la recuperación por parte de Clavain de un motor combinado, robado por unos skyjacks disidentes acampados en uno de los nodos externos de la colmena agraria de Arenque Ahumado, y la liberación de todo un mundo de malabaristas de formas de la amenaza de unos especuladores ultras que querían cobrar cuota para permitir el acceso al océano alienígena que transformaba las mentes. Había más, muchas más. Clavain siempre sobrevivía y casi siempre vencía. Sabía que existían otros universos en los que había muerto mucho antes: en esas historias paralelas no estaba menos capacitado, pero su suerte había arrojado diferentes resultados. No podía extrapolar a partir de esa serie ininterrumpida de éxitos y suponer que estaba destinado a salirse con la suya en el siguiente enfrentamiento.
Pero aunque no tuviera la garantía de alcanzar el éxito, estaba claro que Clavain contaba con mejores posibilidades que cualquier otro miembro del Consejo Cerrado.
Sonrió con socarronería.
Pareces conocerme mejor que yo mismo.
[Sé que nos ayudarás, Clavain, o no te hubiese traído hasta aquí. Estoy en lo cierto, ¿verdad? Nos ayudarás, ¿no es así?].
Clavain pasó su mirada por la sala, asimilando la truculenta colección de dirigentes como espectros, ancianos arrugados y combinados obscenamente embotellados en su estado final. Todos aguardaban con ansiedad su respuesta, e incluso los cerebros al descubierto parecían titubear en sus dificultosas palpitaciones. Desde luego, Skade tenía razón. Clavain solo confiaba en sí mismo para un trabajo como aquel, incluso en un momento tan postrero de su carrera y de su propia vida. Se tardarían décadas: casi veinte años solo en alcanzar Resurgam, y otros veinte para regresar con el trofeo. Pero en realidad cuarenta años no era un período excesivo comparado con cuatro o cinco siglos. Y, en cualquier caso, casi todo ese tiempo estaría congelado.
Cuarenta años. Puede que cinco más antes de partir, para prepararlo todo, y quizá casi otro año para la operación en sí… Todo junto, cerca de medio siglo. Miró a Skade y se fijó en el modo expectante en que los remolinos de su cresta frenaban y se detenían. Sabía que Skade tenía dificultades para leer su mente al nivel más profundo (era esa misma opacidad la que lo convertía en irritante y a la vez fascinante para ella), pero sospechaba que podría interpretar sin problemas su aprobación.
Lo haré. Pero con condiciones.
[¿Condiciones, Clavain?].
Yo escogeré mi equipo. Y yo digo quién viaja conmigo. Si pido a Felka y a Remontoire, y ellos aceptan acompañarme a Resurgam, entonces se lo permitiréis.
Skade se lo pensó y luego asintió con la precisa delicadeza de una sombra chinesca.
[Por supuesto. Cuarenta años es mucho tiempo para estar separados. ¿Eso es todo?].
No, claro que no. No me enfrentaré a Volyova a no ser que posea una aplastante superioridad táctica desde la línea de salida. Así es como he trabajado siempre, Skade: dominio en todo el espectro. Eso significa más de una nave. Dos como poco, tres en circunstancias ideales, y aceptaré más si el Nido Madre puede fabricarlas a tiempo. Tampoco me importa el edicto. Necesitamos abrazadoras lumínicas, completamente armadas con los cachivaches más desagradables que tengamos. Un prototipo no es suficiente, y dado el tiempo que se tarda en construir cualquier cosa en estos días, será mejor que empecemos a trabajar de inmediato. No puedes limitarte a chasquear los dedos en un asteroide y que cuatro días más tarde aparezca una nave estelar por el otro lado.
Skade se pasó un dedo por los labios. Cerró los ojos durante un instante apenas más largo que un parpadeo. En ese momento, Clavain tuvo la intensa impresión de que mantenía un acalorado diálogo con otra persona. Creyó ver unos temblores en sus párpados, como un soñador acosado por la fiebre.
[Tienes razón, Clavain. Necesitaremos naves nuevas, que incorporen los refinamientos adoptados para la Sombra Nocturna. Pero no tienes de qué preocuparte, ya hemos comenzado a fabricarlas. De hecho, nos están quedando muy bien].
Clavain entrecerró los ojos.
¿Nuevas naves? ¿Dónde?
[No muy lejos de aquí, Clavain].
Él asintió.
Bien, entonces no habrá inconveniente en que me las enseñes, ¿verdad? Me gustaría echarles un vistazo antes de que sea demasiado tarde para cambiar nada.
[Clavain…].
Esto tampoco es negociable, Skade. Si quiero llevar a cabo la tarea, tendré que ver las herramientas que voy a usar.