28

Skade recorría su nave con paso airado. Ya nada parecía ir bien a bordo de la Sombra Nocturna. La presión sobre su columna se había aliviado y sus globos oculares habían vuelto más o menos a su forma, pero esas eran, en realidad, las únicas compensaciones. Todos los seres vivos que había dentro la nave estaban ahora dentro de la esfera detectable de influencia del campo, incrustados en una burbuja de vacío cuántico modificado. Nueve décimas partes de la masa inercial de cada partícula del campo ya no existían.

La nave se estaba lanzando hacia Resurgam a diez gravedades.

Si bien Skade tenía su coraza y estaba por tanto aislada de los efectos más fisiológicamente inquietantes del campo, seguía moviéndose lo menos posible. Caminar en sí no era difícil, ya que la aceleración que sentía la coraza era solo de una gravedad, una décima parte de su valor real. La coraza ya no tenía que esforzarse bajo la carga extra y Skade había perdido la sensación de que una caída le desharía el cerebro de forma inmediata. Pero todo lo demás iba peor. Cuando le pedía a la coraza que moviera un miembro, esta cumplía sus deseos con demasiada rapidez. Cuando movía lo que debería haber sido una pesada pieza del equipo, la pieza cambiaba de posición con demasiada facilidad. Era como si el mobiliario de la nave, de sólida apariencia, hubiera sido sustituido por una serie de fachadas convincentes, pero finas como el papel. Incluso al cambiar la dirección de la mirada tenía que tener cuidado. Sus globos oculares, que ya no estaban distorsionados por la gravedad, respondían ahora demasiado bien y tendían a dispararse, y luego a compensar demasiado esa velocidad. Lo sabía porque los músculos que los dirigían y que estaban anclados al cráneo habían evolucionado para mover una esfera de tejido con cierta masa inercial, y ahora estaban confundidos. Pero saberlo no hacía que enfrentarse a ello fuera más fácil. Había desconectado su área postrema de forma permanente y su oído interno estaba muy afectado por el campo de inercia modificado.

Llegó al alojamiento de Felka. Entró y la encontró donde la había dejado por última vez, sentada con las piernas cruzadas en una parte del suelo al que había dado instrucciones para que se volviera blando. Sus ropas tenían un aspecto rancio, arrugado. Tenía la piel pálida y el cabello era una maraña de nudos grasientos. En algunos sitios vio trozos de cuero cabelludo en carne viva, allí donde Felka se había arrancado mechones. Estaba inmóvil, con una mano en cada rodilla. Tenía la barbilla un poco levantada y los ojos cerrados. Había un leve rastro reluciente de mucosidad que iba desde uno de los orificios de la nariz a la parte superior del labio.

Skade revisó las conexiones neuronales entre Felka y el resto de la nave. Para su sorpresa, no detectó ningún tráfico significativo. Había supuesto que Felka debía de estar vagando por un entorno cibernético, como había sido el caso durante sus dos últimas visitas. Skade las había explorado y había encontrado inmensos edificios parecidos a rompecabezas creados por la propia Felka. Estaba claro que eran sucedáneos de la Muralla. Pero en esta ocasión no era así. Después de abandonar el mundo real, Felka había dado el siguiente paso lógico: había vuelto al lugar donde había comenzado todo.

Había regresado a su propio cráneo.

Skade bajó hasta su nivel, estiró el brazo y le tocó la frente. Esperaba que Felka se estremeciera al sentir el contacto frío del metal, pero igual podría estar tocando un maniquí de cera.

Felka… ¿me oyes? Sé que estás ahí dentro, en alguna parte. Soy Skade. Hay algo que tienes que saber.

Esperó una respuesta. No hubo ninguna.

Felka, se trata de Clavain. He hecho lo que he podido para hacerle darla vuelta, pero no ha respondido a ninguno de mis intentos de persuasión. Mi último esfuerzo fue el que penseque tenía más probabilidades de convencerlo. ¿Quieres que te diga cuál fue?

Felka siguió respirando, regular y lentamente.

Te utilicé. Le prometía Clavain que si daba la vuelta te enviaría de vuelta con él. Viva, por supuesto. Creí que era un trato justo. Pero no le interesaba. No ha dado ninguna respuesta a mi propuesta. ¿Lo ves, Felka? No puedes significar tanto para él como su amada misión.

Se levantó y luego se paseó alrededor de la meditabunda figura sentada.

Esperaba que significaras más, ¿sabes? Habría sido la mejor solución para los dos. Pero era cosa suya y me demostró cuáles eran sus prioridades. Y entre ellas no estás tú, Felka. Después de todos esos años, todos esos siglos, no significabas tanto para él como cuarenta absurdas máquinas. Admito que me sorprendió.

Pero Felka seguía sin decir nada. Skade sintió el impulso de meterse en su cráneo y encontrar ese lugar cálido y cómodo al que se había retirado. Si Felka hubiera sido una combinada normal, habría estado dentro de las posibilidades de Skade invadir sus espacios mentales más privados, pero su mente estaba conformada de otra manera. Skade podía rozar la superficie, de vez en cuando vislumbrar sus profundidades, pero nada más.

Suspiró. En realidad no había querido atormentar a Felka, pero tenía la esperanza de arrancarla de su aislamiento, volviéndola contra Clavain.

No había funcionado.

Se colocó detrás de ella. Cerró los ojos y emitió un raudal de órdenes al mecanismo médico de la columna que le había acoplado a Felka. El efecto fue inmediato y gratificante. Felka se derrumbó, se hundió sobre sí misma. Se le abrió la boca, que comenzó a rezumar saliva.

Skade la cogió con delicadeza y la sacó de la habitación.


El sol plateado ardía sobre su cabeza, una moneda negra que atravesaba con sus rayos una caldera de niebla marina y gris. Skade se acomodó en un cuerpo de carne y hueso, como ya había hecho antes. Se encontraba de pie sobre una roca lisa; el aire le helaba hasta los huesos, le picaba por el ozono y el hedor salobre a algas podridas. A lo lejos, mil millones de guijarros suspiraron como en un orgasmo bajo el asalto de otra ola del mar.

Volvía a ser el mismo lugar. Se preguntó si el lobo no se estaría volviendo un poquito predecible.

Skade escudriñó la niebla que la rodeaba. Allí, a no más de una docena de pasos de ella, había otra figura humana. Pero esta vez no era Galiana ni el lobo. Era un niño pequeño, agachado sobre una roca de más o menos el mismo tamaño que la de ella. Con gran cuidado, Skade saltó y brincó de una roca a otra, bailando entre los estanques y los riscos de bordes afilados que los unían. Volver a ser del todo humana era tan inquietante como estimulante. Se sentía más frágil que nunca antes de que Clavain le hiciera daño, era consciente de que debajo de la piel solo había músculo suave y hueso quebradizo. Estaba bien ser invisible. Pero al mismo tiempo estaba bien sentir que la química del universo le invadía cada poro de la piel, sentir que el viento le acariciaba el vello del dorso de la mano, sentir cada risco y cada fisura de la roca gastada por el mar que tenía bajo sus pies.

Alcanzó al pequeño. Era Felka, no tenía nada de extraño, pero aparecía tal y como debía de ser en Marte, cuando Clavain la había rescatado.

Estaba sentada con las piernas cruzadas, igual que lo había estado en el camarote. Llevaba un vestido rasgado, manchado por las algas, húmedo y mugriento que le dejaba al aire los brazos y las piernas. Su cabello, como el de Skade, era largo y oscuro y le caía en lacios mechones por la cara. La niebla marina prestaba a la escena un aspecto blanquecino, monocromo.

Felka levantó la cabeza y entabló contacto visual durante un segundo, luego volvió a la actividad que la había ocupado hasta entonces. A su alrededor, formando un anillo desigual, había una multitud de partes diminutas de criaturas marinas de caparazón duro: patas y tenazas, pinzas y colas, antenas que parecían látigos, fragmentos rotos de algún caparazón, alineados y orientados con una precisión maníaca. La conjunción de las muchas partes pálidas se parecía a una especie de álgebra anatómica. Felka miraba los conjuntos en silencio, de vez en cuando se daba la vuelta en cuclillas para examinar una parte diferente. Solo de vez en cuando cogía uno de los trozos, un miembro articulado, con púas quizá, y lo volvía a colocar en otro sitio. Su expresión estaba vacía, no era en absoluto la de una niña jugando. Era más como si estuviera inmersa en una tarea que exigía toda su atención, algo solemne, una actividad demasiado intensa para ser agradable.

Felka…

La niña volvió a levantar la cabeza, con expresión curiosa, pero solo para regresar a su juego.

Las olas distantes volvieron a estrellarse. Más allá de Felka, el muro gris de bruma perdió por un momento parte de su opacidad. Skade seguía sin poder distinguir el mar, pero podía ver mucho más que antes. El estampado de estanques de roca se extendía a lo lejos, un mosaico capaz de volverte loco. No obstante, ahí fuera había algo más, en el límite de su visión. Solo era un poco más oscuro que el gris en sí, y existía y dejaba de existir por momentos, aunque estaba segura de que había algo. Era una aguja gris, un objeto inmenso, como una torre que se abalanzaba sobre el color gris del cielo. Parecía encontrarse a una gran distancia, quizá incluso más allá del mar, o sobresaliendo del mar a cierta distancia de la tierra.

Felka también lo notó. Miró el objeto sin cambiar de expresión, y solo una vez que hubo visto bastante volvió a sus trozos de animales. Skade empezaba a preguntarse qué podía ser cuando la niebla volvió a cerrarse y ella fue consciente de una tercera presencia.

Había llegado el lobo. El ente, o la mujer, se encontraba a solo unos pasos de Felka. La forma seguía siendo vaga, pero siempre que la niebla se aplacaba o que la forma se hacía más sólida, Skade creía ver una mujer en lugar de un animal.

El rugido de las olas, que siempre había estado allí, volvió a transformarse en lenguaje.

—Has traído a Felka, Skade. Me alegro.

—Esta representación de ella —respondió Skade al recordar que debía hablar en voz alta, como le había pedido el lobo antes. Señaló a la niña con un gesto—. ¿Es así como se ve ella ahora, de nuevo niña, o como tú deseas que yo la vea?

—Un poco las dos cosas, quizá —dijo el lobo.

—Te pedí ayuda —dijo Skade—. Dijiste que cooperarías más si traía a Felka conmigo. Bueno, ya lo he hecho. Y Clavain sigue detrás de mí. No ha dado ninguna señal de rendirse.

—¿Qué has intentado?

—La utilicé como moneda de cambio. Pero Clavain no se lo tragó.

—¿Imaginabas que lo haría?

—Pensé que Felka le importaba lo suficiente como para pensárselo.

—Tú no entiendes a Clavain —dijo el lobo—. No habrá renunciado a ella.

—Solo Galiana sabría eso, ¿no?

El lobo no respondió de inmediato.

—¿Cuál fue tu respuesta cuando Clavain no se retiró?

—Hice lo que dije que haría. Lancé un trasbordador, que ahora él tendrá grandes dificultades para interceptar.

—¿Pero sigue siendo posible una interceptación?

Skade asintió.

—La idea era esa. No podrá alcanzarlo con uno de sus propios trasbordadores, pero su nave principal podrá lograr un encuentro.

Había diversión en la voz del lobo.

—¿Estás segura de que uno de sus trasbordadores no puede alcanzar el tuyo?

—Energéticamente hablando no es factible. Habría tenido que lanzarlo mucho antes de que yo me moviera y adivinar la dirección en la que iba a enviar mi trasbordador.

—O cubrir cada posibilidad —dijo el lobo.

—No podría hacer eso —dijo Skade con bastante menos certeza de la que pensaba que debería sentir—. Tendría que lanzar toda una flotilla de trasbordadores y desperdiciar todo ese combustible por si uno… —Fue dejando de hablar.

—Si Clavain considerara que el esfuerzo merece la pena, eso sería lo que haría, seguro, aunque le costara un combustible precioso. ¿Qué esperaba encontrar en el trasbordador, por cierto?

—Le dije que le devolvería a Felka.

El lobo cambió de postura. Ahora su forma persistía cerca de Felka, aunque no era más nítida que un instante antes.

—Ella sigue aquí.

—Puse un arma en el trasbordador. Una cabeza nuclear descortezadora, programada con una detonación de varias teratoneladas.

Vio que el lobo asentía con gesto de aprobación.

—Esperabas que tuviese que dirigir su nave hasta el punto de encuentro. Sin duda has dispuesto algún tipo de activador de proximidad. Muy astuto, Skade. La verdad es que estoy bastante impresionado con tu crueldad.

—Pero no crees que vaya a caer en la trampa.

—Pronto lo sabrás, ¿no es cierto?

Skade asintió, segura ya de su fracaso. A lo lejos, la bruma volvió a dividirse y se le permitió echar otro vistazo a la torre. Lo más probable es que en realidad fuera muy oscura de cerca. Se elevaba alta y escarpada, como un cañón marino. Pero parecía menos una formación marina que un edificio gigante de lados ahusados.

—¿Qué es eso? —preguntó Skade.

—¿Qué es qué?

—Eso… —Pero cuando Skade volvió a mirar hacia la torre, esta ya no era visible. O bien la bruma se había cerrado para ocultarla o había dejado de existir.

—Ahí no hay nada —dijo el lobo.

Skade escogió las palabras con cuidado.

—Lobo, escúchame. Si Clavain sobrevive a esto, estoy preparada para hacer lo que hablamos antes.

—¿Lo impensable, Skade? ¿Una transición al estado cuatro?

Hasta Felka detuvo su juego y levantó los ojos para mirar a los dos adultos. El momento fue elocuente y se prolongó durante una eternidad.

—Entiendo los peligros. Pero tenemos que hacerlo para adelantarnos a él de forma definitiva. Tenemos que atravesar de un salto el límite de la masa cero y pasar al estado cuatro. A la fase de masa taquiónica.

Una vez más ese horrible destello de sonrisa lobuna.

—Muy pocos organismos han viajado más rápido que la luz, Skade.

—Estoy preparada para convertirme en uno de ellos. ¿Qué tengo que hacer?

—Lo sabes de sobra. La maquinaria que has hecho es casi capaz de ello, pero requerirá unas cuantas modificaciones. Nada de lo que tus fábricas no se puedan encargar. Pero para hacer los cambios tendrás que seguir los consejos del Exordio.

Skade asintió.

—Por eso estoy aquí. Por eso he traído a Felka.

—Entonces comencemos.

Felka volvió a su juego e hizo caso omiso de los otros dos. Skade emitió la secuencia codificada de órdenes neuronales que harían que la maquinaria del Exordio iniciara el acoplamiento de coherencia.

—Está empezando, lobo.

—Lo sé. Yo también lo siento.

Felka levantó la vista de su juego.

Skade sintió que se convertía en una pluralidad. De la niebla marina, de una dirección que no podía describir ni señalar, llegó una sensación de algo que retrocedía a una distancia inmensa, escalofriante, como un pasillo blanco que alcanzaba el borde lúgubre de la eternidad. El vello de la nuca de Skade se puso de punta. De algún modo sabía que estaba cometiendo un profundo error. La premonitoria sensación del mal que sentía era casi tangible. Pero tenía que ser firme y hacer lo que había que hacer.

Como el lobo había dicho, era necesario enfrentarse a los miedos propios.

Skade escuchó con atención. Creyó oír voces que susurraban por aquel pasillo.


—¿Bestia?

—¿Sí, señorita?

—¿Has sido completamente honesto conmigo?

—¿Por qué habría de ser uno otra cosa que honesto, señorita?

—Eso es justo lo que yo me preguntaba, Bestia.

Antoinette estaba sola en la cubierta de vuelo inferior del Ave de Tormenta. Su mercancías estaba inmovilizado en un telar de pesados andamios de reparación, en una de las bodegas para trasbordadores de la Luz del Zodíaco, preparada para soportar incluso el ritmo de aceleración incrementada de la abrazadora lumínica. El mercancías había estado allí desde que habían tomado la abrazadora, y el daño que había sufrido se iba reparando con toda meticulosidad bajo la experta dirección de Xavier. Este había dependido de hipercerdos y servidores de a bordo para que le ayudasen a hacer el trabajo, y al principio las reparaciones habían ido con más lentitud que con una mano de obra bien preparada de monos entrenados. Pero aunque tenían algunos problemas de destreza, en última instancia los cerdos eran más listos que los hiperprimates, y una vez superadas las dificultades iniciales, y cuando se hubo programado bien a los servidores, el trabajo había ido muy bien. Xavier no solo había reparado el casco: lo había vuelto a acorazar por completo. Los motores, desde los impulsores de atraque hasta el grupo electrógeno de fusión tokamak, se habían revisado y retocado para lograr un mejor rendimiento. Los elementos disuasivos, las muchas armas enterradas en escondites camuflados por toda la nave, se habían modernizado y unido a una red integrada de mando armamentístico. Ya no tenía sentido andarse con pamplinas, dijo Xavier. Ya no había razón para fingir que el Ave de Tormenta era un simple mercancías. Adonde se dirigían no habría autoridades entrometidas a las que ocultar nada.

Pero una vez que el ritmo de aceleración se incrementó y todos tuvieron que quedarse quietos o someterse al uso de incómodos y voluminosos exoesqueletos, Antoinette había hecho menos visitas a su nave. No era solo que el trabajo ya estaba casi terminado y que no había nada que supervisar; había otra cosa que la mantenía alejada.

La joven suponía que, en cierto modo, siempre había tenido sus sospechas. Había habido ocasiones en las que había sentido que no estaba sola en el Ave de Tormenta, que la vigilancia de Bestia se extendía a algo más que al mecánico escrutinio vigilante de una persona de nivel gamma. Que había habido algo más en él.

Pero eso habría significado que Xavier (y su padre) le habían mentido. Y no estaba preparada para enfrentarse a eso.

Hasta ahora.

Durante una breve tregua en la que la aceleración se había ahogado para realizar unas comprobaciones técnicas, Antoinette había subido a bordo del Ave de Tormenta. Por pura curiosidad, puesto que esperaba que la información se hubiera borrado de los archivos de la nave, había investigado sin ayuda de nadie para ver si tenían algo que decir sobre el tema de la Resolución Mandelstam.

Y vaya si tenían que decir.

Pero incluso si no lo hubieran tenido, supuso que se lo habría imaginado.

Las dudas habían comenzado a surgir de verdad después de que empezara todo ese asunto con Clavain. Como aquella ocasión en que Bestia se había precipitado durante el ataque banshee, como si su nave se hubiera dejado llevar por el pánico, salvo que para una inteligencia de nivel gamma eso no era posible, así de simple.

Luego hubo esa otra ocasión, cuando el proxy de la policía, el mismo que ahora iba viendo cómo pasaba el resto de su vida en un húmedo y frío sótano del Cháteau, la había interrogado sobre la relación de su padre con Lyle Merrick. El proxy había mencionado la Resolución Mandelstam.

En aquel momento no había significado nada para ella.

Pero ahora ya sabía de lo que hablaba.

Y luego aquella otra ocasión en la que Bestia se había referido sin querer a sí mismo con la primera persona del singular, como si una fachada mantenida durante años con toda escrupulosidad se hubiera desprendido durante el más breve de los momentos. Como si ella hubiera vislumbrado el verdadero rostro de algo.

—¿Señorita…?

—Lo sé.

—¿Sabe qué, señorita?

—Lo que eres. Quién eres.

—Debe disculparme, señorita, pero…

—Cierra la puta boca.

—Señorita… Si uno pudiera…

—He dicho que cierres la puta boca. —Antoinette golpeó el panel de la cubierta de vuelo con la palma de la mano. Eso era todo lo cerca que podía estar de golpear a Bestia, y por un momento sintió una cálida aureola de satisfacción por el castigo—. Lo sé todo, lo que pasó. He averiguado lo de la Resolución Mandelstam.

—¿La Resolución Mandelstam, señorita?

—No te hagas el inocente, joder. Sé que lo sabes todo sobre eso. Es la ley que aprobaron justo antes de que murieras. La que hablaba de penas de muerte neuronal irreversible.

—Muerte neuronal irreversible, seño…

—La que dice que las autoridades, la Convención de Ferrisville, tienen derecho a incautar cualquier copia de nivel beta o alfa de alguien sentenciado a muerte permanente. Dice que no importa cuántas copias de seguridad de ti mismo hagas, no importa si son simulacros o escáneres neuronales genuinos, las autoridades van a reunirlo todo y a borrarlo.

—Eso parece bastante extremo, señorita.

—¿A que sí? Y además se lo toman en serio. Cualquier persona a la que se sorprenda escondiendo una copia de un delincuente sentenciado se mete en el mismo lío. Claro que siempre hay resquicios, una simulación se puede esconder casi en cualquier parte, o se puede enviar por haz más allá de la jurisdicción de Ferrisville. Pero sigue habiendo riesgos. Lo he comprobado, Bestia. Las autoridades han detenido a personas que protegían copias, en contra de la Resolución Mandelstam. Todos recibieron también la pena de muerte.

—Se diría que hacer eso sería muy caballeroso.

La joven sonrió.

—¿Cómo no? Pero, ¿y si ni siquiera supieses que estás protegiendo una? ¿Cómo cambiaría eso la ecuación?

—Uno no se atreve a especular.

—Dudo que cambiara la ecuación un puto milímetro. Por lo menos en lo que a la pasma se refiere. Cosa que lo haría todo mucho más irresponsable, ¿no te parece?, que se engañara a otra persona para dar refugio a una simulación ilegal…

—¿Engañar, señorita?

Antoinette asintió. Ya había llegado al quid de la cuestión. Allí tampoco valía andarse con pamplinas.

—El proxy de la policía lo sabía, ¿no? Pero no pudo reunir las pruebas, supongo, o quizá solo estaba dejando que me cociera en mi propia salsa, para ver cuánto sabía.

La máscara volvió a caer.

—No estoy del todo…

—Supongo que Xavier también tenía que estar metido. Conoce esta nave como la palma de su mano, cada subsistema, cada puñetero cable. No cabe duda de que habría sabido cómo esconder a Lyle Merrick a bordo.

—¿Lyle Merrick, señorita?

—Ya lo sabes. Lo recuerdas. No ese Lyle Merrick, por supuesto, solo una copia. Nivel beta o alfa, no lo sé. Tampoco me importa mucho. No cambiaría las cosas ante un puto tribunal, ¿verdad?

—Bueno…

—Eres tú, Bestia. Tú eres él. Lyle Merrick murió cuando las autoridades lo ejecutaron por la colisión. Pero eso no fue el final, ¿verdad? Tú seguiste adelante. Xavier ocultó una copia de Lyle a bordo de la puta nave de mi padre. Eres tú.

Bestia no dijo nada durante varios segundos. Antoinette contempló el lento e hipnótico juego de colores y números del panel. Se sentía como si hubieran violado una parte de ella, como si acabaran de enrollar y tirar a la basura todo aquello del universo en lo que creía que podía confiar.

Cuando Bestia respondió, el tono de su voz permanecía burlonamente igual.

—Señorita… Es decir, Antoinette… Te equivocas.

—Pues claro que no me equivoco. Prácticamente lo acabas de admitir.

—No. No lo entiendes.

—¿Qué parte no entiendo?

—No fue Xavier el que me hizo esto. Xavier ayudó, Xavier lo sabía todo, pero no fue idea suya.

—¿No?

—Fue tu padre, Antoinette. Fue él quien me ayudó.

La joven volvió a golpear el panel, más fuerte esta vez. Y luego salió caminando de la nave con la intención de no volver a poner un pie en ella.


Lasher, el cerdo, durmió durante buena parte del viaje que lo sacó de la Luz del Zodíaco. Escorpio había dicho que no tenía nada que hacer más que justo al final de la operación, e incluso entonces solo había una posibilidad entre cuatro de que se le exigiera hacer otra cosa que no fuera darle la vuelta a la nave. Pero en el fondo siempre había sabido que sería él quien tuviera que hacer el trabajo sucio. No mostró sorpresa alguna cuando el mensaje del haz estrecho de la Luz del Zodíaco le dijo que su trasbordador era el que estaba en el cuadrante adecuado del cielo para interceptar el navío que Skade había dejado caer tras la nave mayor.

—¡Qué suerte la de Lasher! —dijo para sí—. Siempre quisiste la gloria. Pues ahora es tu gran oportunidad.

No se tomaba su responsabilidad a la ligera, ni subestimaba los riesgos que corría. La operación de rescate era muy peligrosa. La cantidad de combustible que llevaba su trasbordador estaba racionada con toda precisión, solo lo suficiente para que pudiera volver a casa con una carga útil de masa humana. Pero no había margen de error. Clavain había dejado claro que nadie debía hacer heroicidades inútiles. Si la trayectoria del trasbordador de Skade lo llevaba aunque fuera a un kilómetro del volumen, seguro en el que el encuentro era posible; Lasher (o el afortunado que fuera) debía dar la vuelta y olvidarlo. La única concesión que podía hacerse era que cada uno de los trasbordadores de Clavain transportaba un único misil modificado, la cabeza nuclear se había quitado y sustituido por un transmisor. Si se encontraban dentro del alcance del trasbordador de Skade, podrían acoplar la baliza a su casco. La baliza seguiría emitiendo una señal durante un siglo de tiempo subjetivo, quinientos años de tiempo global. No sería fácil, pero seguiría habiendo una tenue oportunidad de buscarlo antes de que cayera más allá de la esfera bien cartografiada del espacio humano. Era suficiente para saber que no habrían abandonado a Felka del todo.

Lasher ya lo veía. Su trasbordador había buscado el de Skade tras seguir las coordinadas actualizadas de la Luz del Zodíaco. El trasbordador de Skade estaba ahora en caída libre, tras haber quemado su último microgramo de antimateria. Lo veía por la ventanilla delantera: un dardo de bronce iluminado por sus focos delanteros.

Abrió el canal que lo conectaba a la abrazadora lumínica.

—Aquí Lasher. Ya lo veo. Es un trasbordador, definitivamente. No sé deciros de qué tipo, pero no se parece a uno de los nuestros.

Ralentizó el acercamiento. Habría estado bien esperar la respuesta de Escorpio, pero era un lujo que no se podía permitir. Ya había un intervalo de veinte minutos para volver a la Luz del Zodíaco, y la distancia no hacía más que aumentar ya que la nave mayor mantenía su aceleración de diez gravedades. Se le permitía pasar treinta minutos exactos allí, y luego tenía que emprender el viaje de regreso. Si se quedaba un minuto más, nunca alcanzaría la abrazadora.

Sería el tiempo justo para establecer una conexión estanca entre las dos naves desconocidas, el tiempo justo para poder subir a bordo y encontrar a la hija de Clavain, o quien fuese.

No le importaba a quién estaba rescatando, solo que Escorpio le había dicho que lo hiciese. ¿Qué mas daba que Escorpio solo estuviera haciendo lo que Clavain le había ordenado? No importaba, no reducía en absoluto la ardiente admiración militar que Lasher sentía por su líder. Había seguido la carrera de Escorpio casi desde el mismo momento en que este había llegado a Ciudad Abismo.

Era imposible subestimar el efecto de la llegada de Escorpio. Antes, los cerdos habían sido una chusma belicosa que se conformaba con hurgar en las capas más asquerosas de la ciudad caída. Escorpio los había galvanizado. Se había convertido en un mesías de los delincuentes, una figura tan mítica que muchos cerdos dudaban que hubiera existido jamás. Lasher había coleccionado los delitos de Escorpio, se los había aprendido de memoria con la avidez de un acólito religioso. Los había estudiado, se había maravillado de su cruel inventiva, de su simplicidad, como la de un haiku. ¿Qué sensación debía de producir, se preguntó, haber sido el autor de aquellas atrocidades, bellas como alhajas? Más tarde se había trasladado a la esfera de influencia de Escorpio y luego había ascendido por las oscuras jerarquías del hampa. Recordó su primer encuentro con Escorpio, la pequeña sensación de desencanto cuando resultó ser otro cerdo más, como él. Pero, poco a poco, comprender eso solo agudizó su admiración. Escorpio era de carne y hueso y eso hacía que sus logros fuera mucho más notables todavía. Lasher, muy nervioso al principio, se convirtió en uno de los operativos principales de Escorpio, y luego en uno de sus adjuntos.

Y entonces el jefe se había desvanecido. Se decía que se había ido al espacio, a entablar delicadas negociaciones con algún otro grupo criminal del sistema, quizá los skyjacks.

Para Escorpio nunca era muy seguro moverse, pero menos durante la guerra. Lasher se había obligado a enfrentarse con una verdad probable pero difícil de aceptar. Era muy factible que Escorpio estuviera muerto.

Habían pasado los meses. Luego Lasher había oído la noticia: Escorpio estaba arrestado, o algo parecido. Resultó que las arañas lo habían capturado, quizá después de que los zombis ya lo hubieran recogido. Y ahora se estaba presionando a las arañas para que entregaran a Escorpio a la Convención Ferrisville.

Entonces ya estaba. El brillante e ignominioso reinado de Escorpio había llegado a su fin. La Convención podía hacer que se sostuviera casi cualquier acusación, y en tiempos de guerra no había casi ningún delito que no conllevara la pena de muerte. Tenían a Escorpio, un premio que habían buscado durante mucho tiempo. Habría un juicio para hacer el papelón y luego una ejecución, y el paso de Escorpio a la leyenda sería ya completo.

Pero no había sido eso lo que había ocurrido. Se habían oído los típicos rumores contradictorios, pero algunos de ellos habían hablado de lo mismo, de que Escorpio estaba vivo y bien, y de que ya no lo tenía nadie detenido; de que Escorpio había conseguido volver a Ciudad Abismo y estaba ahora oculto en esa oscura y amenazadora estructura que algunos cerdos llamaban el Cháteau des Corbeaux, donde decían que estaba el sótano embrujado. Y que era el invitado del misterioso inquilino del Cháteau y que ahora estaba montando aquella fábula de la que tantas veces se había hablado pero que nunca había llegado a existir.

El ejército de cerdos.

Lasher se había vuelto a reunir con su antiguo señor y se había enterado de que los rumores eran ciertos. Escorpio estaba trabajando, o colaborando de alguna extraña manera, con el viejo al que llamaban Clavain. Y los dos estaban tramando el robo de una nave perteneciente a los ultras, algo que el reglamento delictivo más ortodoxo decía que no se podía plantear siquiera, por no hablar ya de intentarlo. Lasher se había sentido intrigado y aterrorizado, incluso más cuando se enteró de que el robo era solo el preludio de algo incluso más audaz.

¿Cómo podía resistirse?

Así que allí estaba, a años luz de Ciudad Abismo, a años luz de cualquier cosa que pudiera llamar conocida. Había servido a Escorpio y lo había servido bien, no solo había seguido sus pasos, los había anticipado; incluso, a veces, se había adelantado a su maestro y se había ganado los callados elogios de Escorpio.

Ya estaba cerca del trasbordador. Tenía el aspecto liso de un guijarro gastado que solía tener la maquinaria combinada. Estaba completamente oscuro. Lo rastreó con los focos, buscaba el punto en el que Clavain le había dicho que encontraría una cámara estanca: una costura fina, casi invisible en el casco que solo se revelaría cuando estuviese cerca. La distancia hasta el casco era ahora de quince metros, con una velocidad de acercamiento de un metro por segundo. El trasbordador era lo bastante pequeño para no tener mayor dificultad para encontrar el rehén que había a bordo, siempre que Skade hubiese mantenido su palabra.

Ocurrió cuando estaba a diez metros del casco. Surgió del corazón de la nave combinada: una mota de luz, como la primera chispa del sol naciente.

Lasher no tuvo tiempo de parpadear.


Skade vio el destello, como la luz de un hada, del mecanismo de aproximación descortezador. No era difícil de reconocer. No había estrellas en la popa de la Sombra Nocturna, solo un profundo estanque de negrura absoluta que se iba extendiendo. La relatividad estaba apretando el universo visible en un cinturón que rodeaba la nave. Pero la nave de Clavain estaba prácticamente en el mismo marco de velocidad que la Sombra Nocturna, así que todavía parecía encontrarse justo detrás de ella. La pequeña llamarada del arma tachonó la oscuridad como una única estrella mal puesta.

Skade examinó la luz, la corrigió para lograr un modesto corrimiento al rojo diferencial y determinó que la explosión de múltiples teratoneladas solo era consistente si había detonado el mecanismo en sí, más una pequeña masa residual de antimateria. Su arma había destruido una nave espacial del tamaño de un trasbordador, pero no una nave estelar. La explosión de una abrazadora lumínica, una máquina que ya había hundido sus garras en el pozo de energía infinita del vacío cuántico, habría eclipsado al descortezador por tres órdenes de magnitud.

Así que Clavain había sido otra vez más listo que ella. No, se corrigió: no más listo, sino igual de listo, nada más. Skade no había cometido todavía ningún error y aunque Clavain había esquivado todos sus ataques, todavía tenía que atacarla. La ventaja seguía siendo de ella, y estaba segura de que le había causado molestias con al menos uno de sus ataques. Como mínimo lo había obligado a quemar combustible que hubiera preferido conservar. Y lo que era más probable, lo había hecho desviar esfuerzos para detener sus ataques en lugar de prepararse para la batalla que los aguardaba alrededor de Resurgam. En todos los sentidos militares, no había perdido nada salvo la capacidad de volver a tirarse un farol convincente.

Pero, de todos modos, nunca había contado con eso.

Era hora de hacer lo que había que hacer.


—Cabrón mentiroso.

Xavier levantó la cabeza cuando Antoinette entró hecha una furia en su alojamiento. Estaba echado de espaldas en el catre, con un compad sobre las rodillas. Antoinette vislumbró por un momento las líneas del código fuente que se desplazaban por el pad, los símbolos y muescas sinuosas del lenguaje de programación que se parecía a las intrincadas estrofas formalizadas de una poesía alienígena. Xavier tenía un puntero agarrado entre los dientes. Se le cayó de la boca cuando la abrió asustado. El compad se deslizó hasta el suelo.

—¿Antoinette?

—Lo sé.

—¿Sabes qué?

—Lo de la Resolución Mandelstam. Lo de Lyle Merrick. Lo del Ave de Tormenta. Lo de Bestia. Lo tuyo.

Xavier se bajó del catre y sus pies tocaron el suelo. Se pasó unos cuantos dedos por la melena negra con gesto tímido.

—¿Sobre qué?

—¡No me mientas, so cabrón!

Y luego la tenía encima, ciega de rabia, vapuleándolo. No había una violencia real tras sus puñetazos, en cualquier otra circunstancia habrían sido juguetones. Pero Xavier ocultó la cara y absorbió la ira de la joven con los antebrazos. Estaba intentando decirle algo, pero ella lo despreciaba furiosa, se negaba a escuchar sus lloriqueos y pequeñas justificaciones.

Por fin la rabia se convirtió en lágrimas. Xavier le impidió que siguiera golpeándolo y le cogió las muñecas con dulzura.

—Antoinette…

La joven lo golpeó una última vez y luego comenzó a sollozar desesperada. Lo odiaba y lo amaba al mismo tiempo.

—No es culpa mía —dijo Xavier—. Te juro que no es culpa mía.

—¿Por qué no me lo dijiste?

La miró y ella le devolvió la mirada a través de una bruma de lágrimas.

—¿Por qué no te lo dije?

—Eso es lo que te he preguntado.

—Porque tu padre me hizo prometer que no lo haría.


Cuando Antoinette se calmó, cuando estuvo lista para escuchar, Xavier le contó algo de lo que había pasado.

Jim Bax había sido amigo de Lyle Merrick durante muchos años. Los dos eran pilotos de mercancías, ambos trabajaban dentro y alrededor del Cinturón Oxidado. En circunstancias normales, a dos pilotos que operasen dentro de la misma esfera comercial les habría resultado difícil mantener una amistad sincera en medio de los altibajos de una economía que abarcaba todo el sistema; habría habido demasiadas ocasiones en las que sus intereses se solapasen. Pero como Jim y Lyle operaban en nichos de mercado radicalmente diferentes, con listas de clientes muy distintas, la rivalidad nunca había amenazado su relación. Jim Bax transportaba cargas pesadas en trayectorias rápidas de alto consumo, en general con poca antelación y en general, aunque no siempre, más o menos dentro de los límites de la legalidad. Desde luego Jim no buscaba clientes delincuentes, aunque tampoco se podía decir sin faltar a la verdad que los rechazase. Lyle, a diferencia de su amigo, trabajaba casi de forma exclusiva con criminales. Estos reconocían que su gabarra lenta, frágil, poco fiable y de motor químico era poco más o menos la nave que menos probabilidades tenía de atraer la atención de los cúteres aduaneros de la Convención. Lyle no podía garantizar que sus cargas llegaran a sus destinos con rapidez, a veces ni que llegaran, pero casi siempre podía garantizar que llegaran sin sufrir inspecciones, y que no habría incómodas líneas de investigación que se extendieran hasta sus clientes. Y así, de una forma más o menos modesta, Lyle Merrick fue prosperando. Se tomó muchas molestias para ocultar sus ganancias a las autoridades y mantuvo con escrupulosidad la ilusión de estar siempre al borde de la insolvencia. Pero entre bambalinas, y para lo que era aquella época, era un hombre con una riqueza moderada, mucho más acaudalado, de hecho, de lo que sería jamás Jim Bax. Lo bastante acaudalado, en realidad, para poder permitirse hacer una copia de seguridad de sí mismo una vez al año en una de las instalaciones de escáneres de nivel alfa de la cubierta superior de Ciudad Abismo.

Y durante muchos años su número funcionó. Hasta el día en que un cúter aburrido de la policía decidió meterse con Lyle solo porque nunca los había molestado y, por tanto, tenía que traerse algo entre manos. Al cúter no le costó mucho emparejar su trayectoria con la gabarra de Lyle. Exigió que iniciara la suspensión del motor principal y se preparara para el abordaje. Pero Lyle sabía que de ninguna de las maneras podía obedecer la orden de suspensión del motor principal. Toda su reputación dependía de que sus cargas nunca se inspeccionaran. Si hubiera permitido que lo abordara el proxy, habría estado firmando su propia notificación de bancarrota.

No tenía más alternativa que huir.

Por fortuna (o no, como se vio luego), ya estaba realizando el acercamiento final al Carrusel Nueva Copenhague. Sabía que en el borde había un pozo de reparación lo bastante grande para albergar su nave. Sería un poco justo, pero si podía meterse en el estacionamiento, al menos podría destruir su carga antes de que los proxy s entraran por la fuerza. Todavía estaría metido en un buen lío, pero al menos no habría violado la confidencialidad del cliente. Y eso, para Lyle, importaba mucho más que su propio bienestar.

Por supuesto no lo consiguió. Jodio su última propulsión de acercamiento, acosado por los cúteres (a estas alturas ya había cuatro descendiendo para escoltarlo, y ya le habían disparado ganchos retardadores al casco), y chocó contra la cara exterior del borde en sí. Por sorprendente que parezca, y nadie se sorprendió más que el propio Lyle, sobrevivió al impacto. El habitáculo romo de supervivencia de su mercancías se introdujo en la piel del carrusel del mismo modo que el pico de un pajarillo atraviesa la cáscara del huevo. Su velocidad en el momento del impacto había sido solo de unas cuantas decenas de metros por segundo, y aunque se había llevado golpes y magulladuras, no sufrió ninguna herida grave. Su suerte continuó incluso cuando estalló la sección principal de propulsión (los pulmones hinchados de los tanques de combustible químico). La explosión hizo que el morro del nódulo embistiera con más fuerza el carrusel, pero, una vez más, Lyle sobrevivió.

Aunque se daba cuenta de su buena fortuna, sabía que estaba metido en graves problemas. El impacto no había ocurrido en la porción más poblada del anillo del carrusel, pero aun así hubo muchas víctimas. Una bóveda del interior del borde se había descomprimido al hundirse su nave en el borde, y el aire se había escapado a chorros por la herida de la estructura del carrusel. La cámara era una zona recreativa, un claro en miniatura con un bosque iluminado por lámparas suspendidas.

Cualquier otra noche quizá no hubiera habido más de unas cuantas decenas de personas y animales disfrutando del escenario sintético a la luz de la luna, pero la noche que Lyle se estrelló allí se había dado un recital nocturno de uno de los esfuerzos más populistas de Quirrenbach, y habían acudido varios cientos de personas. Por fortuna, la mayor parte había sobrevivido, aunque muchos resultaron heridos de gravedad. Claro que había habido víctimas: cuarenta y tres personas muertas en el recuento final, excluido al propio Lyle. Y desde luego, era posible que hubieran muerto más.

No intentó escapar. Sabía que su destino estaba sellado. Habría tenido suerte de evitar la pena de muerte solo por negarse a obedecer la orden de abordaje, pero incluso si se hubiera escabullido de eso (y había formas y maneras), ya nada se podía hacer por él. Desde la plaga de fusión, cuando la otrora gloriosa Banda Resplandeciente había quedado reducida a Cinturón Oxidado, los actos de vandalismo contra un hábitat se consideraban los crímenes más atroces. Los cuarenta y tres muertos eran casi un simple detalle.

Lyle Merrick fue arrestado, juzgado y sentenciado. Se lo halló culpable de todos los cargos relacionados con la colisión. Su sentencia fue a muerte neuronal irreversible. Dado que se sabía que había sido escaneado, se aplicaba la Resolución Mandelstam.

Ferrisville designó unos oficiales, apodados borracabezas, para que rastrearan y anularan todas las simulaciones existentes de nivel alfa o beta de Lyle Merrick. Los borracabezas tenían a su disposición toda la maquinaria legal de la Convención, junto con un arsenal de herramientas informáticas de búsqueda y captura resistentes a la plaga. Podían peinar cualquier base de datos o archivo conocido y sacar las pautas enterradas de una simulación ilegal. Podían borrar cualquier base de datos pública de la que se sospechase siquiera que albergaba una copia prohibida. Y eran muy buenos en su trabajo.

Pero Jim Bax no iba a decepcionar a su amigo. Antes de que la red se cerrase, y con la ayuda de los otros amigos de Lyle, algunos de los cuales eran individuos extremadamente aterradores, le arrebataron a la ley la copia de seguridad de nivel alfa más reciente. Unas hábiles alteraciones en los archivos de la clínica escaneadora consiguieron que pareciera que Lyle no había acudido a su última cita. Los borracabezas examinaron las pruebas y dieron vueltas a las anomalías durante días. Pero al final decidieron que el alfa perdido no había existido jamás. En cualquier caso, ellos habían hecho su trabajo al reunir todas las demás simulaciones conocidas.

Así que, en cierto sentido, Lyle Merrick huyó de la justicia.

Pero había una pega, y era una pega en la que Jim Bax insistió. Él le ciaría refugio a la persona de nivel alfa de Lyle, dijo, y le daría refugio en un lugar en el que no había muchas probabilidades de que a las autoridades se les ocurriera siquiera mirar. Lyle sustituiría a la subpersona de su nave, el escáner de nivel alfa de una mente humana real suplantaría la colección de algoritmos y subrutinas que era una persona de nivel gamma. Una mente real, aunque fuera una simulación de los patrones neuronales de una mente real, sustituiría a una persona del todo ficticia.

Un fantasma real rondaría por la nave.

—¿Por qué? —Preguntó Antoinette—. ¿Por qué quiso mi padre que se hiciera eso?

—¿Por qué crees tú? Porque le preocupaban su amigo y su hija. Fue la forma que tuvo de protegeros a los dos.

—No lo entiendo, Xave.

—Lyle Merrick estaba muerto si no accedía. Tu padre no iba a arriesgar el cuello dándole refugio a la simulación de ninguna otra forma. Por lo menos así Jim sacaba algo del trato, aparte de la satisfacción de salvar a parte de su amigo.

—¿Y que era?

—Hizo que Lyle le prometiera que cuidaría de ti cuando él ya no estuviese.

—No —dijo Antoinette sin más.

—Te lo íbamos a decir. Ese era el plan. Pero los años fueron pasando y cuando Jim murió… —Xavier sacudió la cabeza—. Esto no es fácil para mí, ¿sabes? ¿Cómo crees que me he sentido conociendo este secreto durante todos estos años? Dieciséis puñeteros años, Antoinette. Yo estaba más verde que nadie cuando tu padre me dio trabajo para ayudarle con el Ave de Tormenta, Por supuesto que tenía que saber lo de Lyle.

—No te sigo. ¿Qué quieres decir con eso de cuidar de mí?

—Jim sabía que no siempre iba a estar por aquí, y te quería más que, bueno… —La voz de Xavier se perdió.

—Sé que me quería —dijo Antoinette—. No es como si tuviéramos una de esas relaciones disfuncionales entre padre e hija como las que siempre aparecen en los holoprogramas, ya sabes. Toda esa mierda de «nunca me dijiste que me querías». Lo cierto es que nos llevábamos bastante bien, hostia.

—Lo sé. De eso se trataba. A Jim le preocupaba lo que te pasaría después, cuando él no estuviera. Sabía que querrías heredar la nave. No había nada que pudiera hacer, ni siquiera quería hacerlo. Coño, estaba orgulloso. Orgulloso de verdad. Pensaba que te convertirías en mejor piloto de lo que él lo fue jamás, y estaba más que seguro de que tenías más sentido comercial.

Antoinette contuvo una media sonrisa. Le había oído ese tipo de cosas a su padre con bastante frecuencia, pero seguía siendo agradable oírlas de boca de otros, prueba (si es que la necesitaba) de que Jim Bax siempre había hablado en serio.

—¿Y?

Xavier se encogió de hombros.

—El tío quería seguir cuidando de su hija. Tampoco es ningún delito, ¿no?

—No lo sé. ¿Cuál era el acuerdo?

—Lyle podía ocupar el Ave de Tormenta. Jim le dijo que tenía que seguir el juego y ser el viejo nivel gamma; que jamás podías sospechar que tenías un, bueno, un ángel de la guarda cuidándote. Se suponía que Lyle tenía que cuidarte, asegurarse de que nunca te metieras en demasiados problemas. Tenía sentido, ya sabes. Lyle tenía un fuerte instinto de preservación.

Antoinette recordó las veces que Bestia había intentado convencerla de que no hiciera algo. Habían sido muchas, y ella siempre las había achacado a un raro instinto demasiado protector de la subpersona. Bueno, pues tenía razón. Hasta la médula. Solo que no como ella había pensado.

—¿Y Lyle estuvo de acuerdo? —le preguntó a Xavier.

Este asintió.

—Tienes que entenderlo: Lyle no hacía más que sentirse culpable y recriminarse por lo ocurrido. Se sentía muy mal por todas las personas a las que había matado. Durante un tiempo ni siquiera se ejecutaba, no hacía más que entrar en hibernación o intentar persuadir a sus amigos para que lo destruyeran. El tío quería morir.

—Pero no lo hizo.

—Porque Jim le dio una razón para vivir. Una forma de cambiar las cosas, cuidando de ti.

—¿Y toda esa mierda del «señorita»?

—Parte del número. Tienes que reconocérselo al chaval, ha mantenido el tipo bastante bien, ¿no? Hasta que empezó a llover mierda. Pero tampoco puedes culparlo por ser presa del pánico.

Antoinette se levantó.

—Supongo que no.

Xavier la miró con expresión expectante.

—Entonces… ¿no te molesta?

La joven se dio la vuelta y lo miró directamente a los ojos.

—Sí, Xave, sí que me molesta. Lo entiendo. Incluso entiendo por qué me mentiste durante todos esos años. Pero eso no hace que esté bien.

—Lo siento —dijo él bajando los ojos—. Pero lo único que hice fue hacerle una promesa a tu padre, Antoinette.

—No es culpa tuya —le dijo ella.


Más tarde hicieron el amor. Estuvo tan bien como cualquiera de las otras veces que ella recordaba; quizá todavía mejor, dados los fuegos artificiales que sus emociones seguían disparando en su vientre. Y era cierto lo que le había dicho a Xavier. Ahora que había oído su versión de la historia, comprendió que él nunca hubiera podido decirle la verdad, o al menos no hasta que ella hubiera averiguado sola la mayor parte. Tampoco culpaba demasiado a su padre por lo que había hecho. Él siempre había cuidado de sus amigos y siempre había adorado a su hija. Jim no había hecho nada que no fuera típico de él.

Pero eso no hacía que la verdad fuera más fácil de aceptar. Cuando pensó en todo el tiempo que había pasado sola en el Ave de Tormenta sin saber que Lyle Merrick había estado allí, rondándola, quizá incluso vigilándola, tenía la enloquecedora sensación de haber sido traicionada y tomada por estúpida.

No creía que fuera algo que pudiera superar.

Un día después, Antoinette salió a visitar su nave, creía que entrando de nuevo en ella quizá pudiera encontrar la forma de perdonar la mentira que le había contado la única persona del universo en la que había creído que podía confiar. Poco importaba que hubiera sido una mentira piadosa, con la intención de protegerla.

Pero cuando llegó a la base de los andamios que envolvían el Ave de Tormenta, ya no pudo seguir. Levantó la vista y la contempló, pero la nave le pareció amenazadora y desconocida. Ya no se parecía a su nave, ni a nada de lo que ella quisiera tomar parte.

Llorando porque le habían robado algo que nunca podría recuperar, Antoinette se dio la vuelta y se alejó caminando.


Las cosas se movieron a una velocidad asombrosa una vez que se tomó la decisión. Skade redujo su nave a una gravedad y luego ordenó a los técnicos que hicieran que la burbuja se contrajera a un tamaño subbacteriano, mantenida solo por un hilillo de energía. Luego dio la orden que provocaría una reforma drástica de la nave, según la información que había recogido en el Exordio.

Enterrados en la parte posterior de la Sombra Nocturna había muchos depósitos de nanomaquinaria templada por la plaga, tubérculos oscuros atestados de replicadores de bajo nivel. A una orden de Skade se liberaron las máquinas, programadas para multiplicarse y diversificarse hasta que formaron un cieno hirviente de motores microscópicos capaces de transformar la materia. El cieno trepó y se infiltró por cada hueco de la parte posterior de la nave, disolviendo y regurgitando la propia estructura de la abrazadora lumínica. Buena parte de la maquinaria del mecanismo sucumbió bajo los mismos estragos transformadores. A su paso, los replicadores dejaban relucientes estructuras de obsidiana, arcos de filamentos y hélices que volvían al espacio entrelazándose tras la nave como tentáculos y aguijones colgantes. Estaban tachonados de nodos de mecanismos subsidiarios que sobresalían como ventosas negras y sacos de veneno. Cuando estuviese operando, la maquinaria se movería con respecto a sí misma, ejecutando un movimiento hipnótico parecido al de una trilladora, batiendo y cortando el vacío. En medio de ese movimiento de guadaña se conjuraría una bolsa de vacío cuántico de estado cuatro del tamaño de un quark. Sería una bolsa de vacío en el que la masa inercial sería, en el sentido matemático más estricto, imaginaria.

La burbuja del tamaño de un quark temblaría, fluctuaría y luego, en mucho menos de un instante en tiempo de Planck, envolvería la nave especial entera, tras sufrir una fase de transición de tipo inflacionario que le daría dimensiones macroscópicas. La maquinaria, que seguiría teniéndolo todo controlado, estaba programada con una tolerancia asombrosa, hasta el mismísimo umbral de incertidumbre de Heisenberg. Cuánto de todo esto era necesario, nadie lo sabía. Skade no quería tener que adivinar lo que los susurros del Exordio le habían dicho. Todo lo que podía hacer era esperar que cualquier desviación no afectase al funcionamiento de la máquina, o que al menos lo afectase de una forma tan profunda que no funcionara en absoluto. La idea de que funcionara, pero funcionara mal, era demasiado aterradora para contemplarla siquiera.

Pero la primera vez no ocurrió nada. La maquinaria se había encendido y los sensores de vacío cuántico habían recogido fluctuaciones extrañas, sutiles, pero unas mediciones igual de precisas establecieron que la Sombra Nocturna no se había movido un ángstrom más de lo que se habría movido en unas condiciones normales de propulsión por supresión de inercia. Tan enfadada consigo misma como con todos los demás, Skade se abrió paso por los intersticios de la curva maquinaria negra. Pronto encontró a la persona que estaba buscando, Molenka, la técnica de sistemas del Exordio. Tenía un aspecto exangüe.

¿Qué ha ido mal?

Molenka balbució una explicación y soltó resmas de datos técnicos en la parte pública de la mente de Skade. Esta absorbió los datos con actitud crítica, buscaba solo los detalles esenciales. La configuración de los sistemas de contención de campo no había sido perfecta; la burbuja de vacío de estado dos se había vuelto a evaporar al estado cero antes de que la pudieran empujar por encima de la barrera potencial para que entrara en el mágico estado cuatro taquiónico. Skade evaluó el estado de la maquinaria. No parecía haber sufrido daños.

¿Entonces he de asumir que ya has comprendido lo que fue mal? ¿Puedes hacer los cambios correctivos adecuados e intentar de nuevo la transición?

[Skade…].

¿Qué?

[Es que sí que ocurrió algo. No encuentro a Jastrusiak por ninguna parte. Estaba mucho más cerca del equipo que yo cuando intentamos el experimento. Pero ya no está aquí. No lo encuentro por ninguna parte, ni siquiera hay señales de su existencia].

Skade escuchó todo esto sin registrar ninguna expresión más allá de un cierto interés. Solo respondió cuando la mujer dejó de hablar y pasaron varios segundos de silencio.

¿Jastrusiak?

[Sí… Jastrusiak].

La mujer parecía aliviada.

[Mi compañero en esto. El otro experto en el Exordio].

Jamás ha habido nadie llamado Jastrusiak en esta nave, Molenka.

Molenka se puso, o eso se lo pareció a Skade, un poco más pálida. Su respuesta fue apenas algo más que una exhalación.

[No…].

Te aseguro que no había nadie llamado Jastrusiak. Es una tripulación pequeña y yo los conozco a todos.

[Eso no es posible. Estuve con él no hace ni veinte minutos. Estábamos en la maquinaria, preparándola para la transición. Jastrusiak se quedó allí para hacer unos ajustes de último momento. ¡Lo juro!].

Quizá sea así. Skade se sintió tentada, muy tentada de meterse en la cabeza de Molenka e instalar un bloqueo mnemónico, para borrar así del recuerdo de Molenka lo que acababa de pasar. Pero eso no enterraría el conflicto evidente entre lo que ella pensaba que era cierto y la realidad objetiva.

Molenka, sé que esto será difícil para ti, pero tienes que continuar trabajando con el equipo. Siento lo de Jastrusiak, por un momento se me olvidó su nombre. Lo encontraremos, te lo prometo. Hay muchos lugares en los que podría haber terminado.

[Yo no…].

Skade la interrumpió, uno de sus dedos apareció de repente bajo la barbilla de Molenka.

No. Nada de palabras, Molenka. Nada de palabras, nada de pensamientos. Solo vuelve a entrar en la maquinaria y haz los ajustes necesarios. Hazlo por mí, ¿quieres? ¿Lo harás por mí y por el Nido Madre?

Molenka se echó a temblar. Skade comprendió que era presa de un terror exquisito. Era el terror resignado, desesperado, de un pequeño mamífero atrapado en las garras de algo.

[Sí, Skade].


El nombre de Jastrusiak se le quedó grabado a Skade, era un nombre conocido, tentador. No podía sacárselo de la cabeza. Cuando se presentó la oportunidad, se metió en la memoria colectiva combinada y extrajo todas las referencias relacionadas con ese nombre, o con algo parecido. Estaba decidida a entender qué había hecho que el subconsciente de Molenka tuviera un fallo de funcionamiento tan creativo: se había sacado un individuo inexistente de la nada en un momento de terror.

Para su moderada sorpresa, Skade se enteró de que Jastrusiak era un nombre conocido en el Nido Madre. Había habido un Jastrusiak entre los combinados. Lo habían reclutado durante la ocupación de Ciudad Abismo. Había obtenido muy pronto la acreditación necesaria para acceder al Sanctasanctórum, donde trabajó con conceptos audaces, como la teoría de la propulsión avanzada. Había formado parte de un equipo de teóricos combinados que habían establecido su propia base de investigación en un asteroide. Habían estado trabajando en métodos para adaptar los motores combinados existentes al diseño más sigiloso.

Resultó ser una tarea complicada. El equipo de Jastrusiak había sido de los primeros en enterarse de hasta qué punto era complicada. Toda su base, junto con un trozo considerable de ese hemisferio del asteroide, había quedado borrada del mapa en un accidente.

Así que Jastrusiak estaba muerto. De hecho, llevaba muchos años muerto.

Pero si hubiera vivido, pensó Skade, habría sido precisamente la clase de experto que ella habría reclutado para su equipo a bordo de la Sombra Nocturna. Con toda probabilidad habría sido del mismo calibre que Molenka y habría terminado trabajando al lado de ella.

¿Qué significaba eso? Supuso que no era más que una incómoda coincidencia.

Molenka la volvió a llamar.

[Estamos listos, Skade. Podemos intentar de nuevo el experimento].

Skade dudó, a punto estuvo de contarle que había descubierto la verdad sobre Jastrusiak. Pero luego se lo pensó mejor.

Hazlo ya, le dijo.


Vio moverse la maquinaria, los brazos negros y curvados se batían hacia delante y hacia atrás y al parecer se cruzaban entre sí, tejiendo y trillando el tiempo y el espacio como si fuese un telar infernal, convenciendo y acunando la mota del tamaño de una bacteria de métrica alterada para que pasara a la fase taquiónica. En pocos segundos, la maquinaria se había convertido en un contorno borroso que se tejía tras la Sombra Nocturna. La onda de gravedad y los sensores de partículas exóticas registraban ráfagas de tensión espacial profunda cuando el vacío cuántico del límite de la burbuja se cortó y partió a escalas microscópicas. El patrón de esas ráfagas, filtrado y procesado por ordenadores, le dijo a Molenka cómo se estaba comportando la geometría de la burbuja. Le transmitió estos datos a Skade al tiempo que le permitía visualizar la burbuja como un reluciente glóbulo de luz que latía y se estremecía cual gota de mercurio suspendida en una cuna magnética. Varios colores, no todos ellos dentro del espectro humano normal, se desplazaban en ondas prismáticas por la piel de la burbuja, lo que significaba arcanos matices de interacción del vacío cuántico. Nada de eso preocupaba a Skade; lo único que le importaba eran los índices que lo acompañaban y le decían que la burbuja se estaba comportando de forma normal, o tan normal como podía esperarse en algo que no tenía ningún derecho real a existir en este universo. Salió un suave fulgor azul de la burbuja cuando las partículas de la radiación Hawking se metieron de golpe en el estado taquiónico y se las arrebataron a la Sombra Nocturna a una velocidad superluminal.

Molenka indicó con una señal que estaban listos para expandir la burbuja, de tal forma que la misma Sombra Nocturna quedase atrapada dentro de su propia esfera de espacio-tiempo de fase taquiónica. El proceso ocurriría en un instante y el campo, según Molenka, volvería a derrumbarse y adoptar su escala microscópica en picosegundos subjetivos, pero ese instante de inestabilidad sería suficiente para trasladar la nave de Skade por un nanosegundo luz de espacio, más o menos la tercera parte de un metro. Ya se habían desplegado unas sondas desechables más allá del radio esperable de la burbuja, listas para capturar el instante en el que la nave haría el cambio taquiónico. Una tercera parte de un metro no era suficiente para que se notara la diferencia con respecto a Clavain, claro está, pero, en principio, la duración del procedimiento de salto se podía extender y se podía repetir casi de inmediato. Con mucho, lo más difícil sería hacerlo una vez, a partir de ahí solo era cuestión de perfeccionarlo.

Skade le dio a Molenka permiso para expandir la burbuja. Al mismo tiempo hizo que sus implantes se pusieran en el máximo estado de conciencia acelerada. La actividad normal de la nave se convirtió en un ruido de fondo cambiante. Hasta los brazos negros que no dejaban de batir se ralentizaron, de tal modo que fue capaz de apreciar su danza hipnótica con más claridad. Skade examinó su estado de ánimo y encontró anticipación y nervios, mezclados con el miedo visceral de estar a punto de cometer un grave error. Recordó que el lobo le había dicho que muy pocas entidades orgánicas se habían movido alguna vez más rápido que la luz. Bajo cualquier otra circunstancia, quizá hubiera decidido prestar atención a la advertencia tácita, pero, al mismo tiempo, el lobo había estado incitándola, animándola a llegar a ese punto. La ayuda técnica del ser había sido vital a la hora de descifrar las instrucciones del Exordio, y supuso que a él también le interesaba preservar su propia existencia. Pero quizá solo era que disfrutaba viéndola debatir consigo misma y no le importaba tanto su propia supervivencia.

No importaba. Ya estaba hecho. Los brazos se batían y ya estaban alterando las condiciones del campo alrededor de la burbuja, acariciaban los límites con delicados roces cuánticos que la animaban a expandirse. La insegura burbuja se dilató, comenzó a hincharse con una serie de expansiones ladeadas. La escala cambió en una serie de saltos logarítmicos, pero no lo bastante rápido, en absoluto. Skade supo de inmediato que algo iba mal. La expansión debería haber ocurrido demasiado rápido para que pudiera percibirse, ni siquiera con una conciencia acelerada. A estas alturas la burbuja ya debería haber envuelto la nave, pero en realidad solo se había inflamado hasta alcanzar el tamaño de un pomelo hinchado. Rondaba al alcance de los brazos que no dejaban de batirse, horrible, burlona y maligna. Skade rezó para que la burbuja volviera a reducirse al tamaño de una bacteria, pero sabía por lo que Molenka había dicho que era mucho más probable que se expandiese de un modo incontrolado. Horrorizada y extasiada, contempló cómo se flexionaba y ondulaba la burbuja del tamaño de un pomelo hasta adquirir en un instante la forma de un cacahuete, y luego retorcerse y convertirse en un toro, una transformación topológica que Molenka habría jurado que era imposible. Luego volvía a ser una burbuja y luego, cuando unos bultos y muescas aleatorias comenzaron a latir en la superficie de la membrana, Skade juró ver una gárgola que le sonreía lasciva. Sabía que era culpa de su subconsciente, que había grabado un patrón donde no existía ninguno, pero la sensación de percibir un mal sin forma definitiva resultaba ineludible.

Luego la burbuja volvió a expandirse hasta alcanzar el tamaño de una pequeña nave espacial. Algunos de los brazos que se batían no se apartaron a tiempo y sus afiladas extremidades atravesaron la membrana ondulada. Los sensores se sobrecargaron, incapaces de procesar el clamoroso torrente de flujo gravitacional y de partículas. Era inexorable, estaban perdiendo el control de las cosas. Los sistemas vitales de control de la parte posterior de la Sombra Nocturna se estaban cerrando. Los brazos comenzaron a moverse de forma espasmódica, se golpeaban entre sí como los miembros de un coro de bailarines mal orquestados. Los nódulos y los rebordes se rompieron. Cintas de plasma reluciente se desgarraron entre el límite y la maquinaria que lo envolvía. El límite volvió a hincharse; su membrana tragó hectáreas cúbicas de maquinaria de soporte vital. La maquinaria fallaba y ya no podía seguir manteniendo la estabilidad. Dentro de la burbuja latieron unas tenues explosiones. Se partió uno de los brazos de control fundamentales y chocó contra el costado del casco de la Sombra Nocturna. Skade sintió que una cadena de explosiones avanzaba por el lateral de su nave, brotes rosas que se lanzaban en cascada hacia el puente. Su hermosa maquinaria se estaba despedazando. La burbuja se retorció y se hizo más grande, rezumaba por las malogradas sujeciones de los brazos desviados y combados. Sonaron alarmas de emergencia, por toda la nave las barricadas internas bajaron con estrépito. Una blancura deslumbradora surgió del corazón de la burbuja cuando la materia de su interior sufrió una transición parcial al estado fotónico puro. Una catastrófica reversión al vacío cuántico de estado tres, en el que toda la materia carecía de masa.

El destello fotoleptónico avanzó por la membrana. Los pocos brazos que seguían funcionando se doblaron de golpe hacia atrás como dedos rotos. Hubo un breve y furioso chisporroteo de descarga de plasma y luego la burbuja se hizo mucho más grande, envolvió la Sombra Nocturna y al mismo tiempo se disipó. Skade sintió que la atravesaba de golpe, como un repentino frente frío un día de calor. Al mismo tiempo, una onda de choque sacudió la nave y arrojó a Skade contra una pared. En circunstancias normales, la pared se habría deformado para absorber la energía de la colisión, pero esta vez el impacto fue duro y metálico.

Y sin embargo, la nave permanecía a su alrededor. Podía pensar. Todavía oía bocinas y mensajes de emergencia, y las barricadas seguían cerrándose. Pero el acto de digresión había pasado. La burbuja se había roto en mil pedazos, pero aunque había dañado su nave, quizá de una forma profunda, quizás hasta el punto de no poder repararse, no la había destruido.

Skade hizo que su conciencia volviera al ritmo normal de velocidad de procesamiento. La cresta le latía por el exceso de calor sanguíneo que tenía que disipar (estaba mareada), pero eso pasaría pronto. No parecía haber sufrido ninguna herida, ni siquiera durante el violento choque contra la pared. Su coraza se movía a voluntad, intacta tras el impacto. Se agarró a una sujeción de la pared y con un tirón salió al pasillo. No pesaba nada, ya que la Sombra Nocturna estaba flotando, y nunca había estado equipada para generar gravedad con la rotación.

¿Molenka?

No hubo respuesta. Toda la red de la nave había fallado e impedía la comunicación neuronal a menos que los sujetos estuvieran extremadamente cerca unos de otros. Pero Skade sabía dónde estaba Molenka antes de que la burbuja se hinchara y quedara fuera de control. La llamó en voz alta, pero siguió sin recibir respuesta, así que se dirigió hacia la maquinaria. El volumen crítico seguía presurizado, aunque tuvo que convencer a las puertas internas de que la dejaran pasar.

Las superficies lustrosas y curvas de la maquinaria alienígena, como cristal negro, habían cambiado desde la última vez que había estado dentro de aquella parte de la nave. Se preguntó qué parte del cambio se había producido durante el fallido intento de expandir la burbuja. El aire estaba cargado de ozono y una decena de olores menos conocidos, y contra el fondo continuo de bocinas y alarmas habladas oyó chispas y cosas que se rompían.

—¿Molenka? —la llamó otra vez.

[Skade].

La respuesta neuronal era increíblemente débil, pero en ella se podía reconocer a Molenka. Ya estaba cerca, sin lugar a dudas.

Skade se impulsó hacia delante, mano sobre mano. Los movimientos de su coraza eran rígidos. La maquinaria la rodeaba por todas partes, protuberancias y salientes lisos y negros, como la roca tallada por el agua de una antigua caverna subterránea. Se ensanchó para admitirla a una oclusión de cinco o seis metros de lado a lado. Las paredes festoneadas estaban tachonadas de tomas en las que introducir los datos. Una ventana abierta al otro lado de la cámara mostraba una vista de la maquinaria de contención destrozada y combada que sobresalía de la parte trasera de la nave. Algunos de los brazos seguían moviéndose, balanceándose con pereza hacia delante y hacia atrás, como los últimos espasmos de los miembros de una criatura moribunda. Visto con sus propios ojos, el daño parecía mucho peor de lo que le habían hecho creer. Habían destripado su nave y le habían sacado las vísceras para inspeccionarlas.

Pero no fue eso lo que atrajo la atención de Skade. En el centro aproximado de la oclusión flotaba un saco ondulado, la piel traslúcida y lechosa detrás de la que algo cambiaba de posición y se hacía más o menos visible. El saco tenía cinco puntas, arrojaba al aire unos seudópodos romos que se correspondían en proporción y orden a la cabeza y los miembros de un ser humano. De hecho, Skade vio que lo que había en el interior era algo humano, una forma que vislumbró como partes destrozadas más que un todo unificado. Hubo una onda de ropa oscura y una onda de piel más pálida.

¿Molenka?

Aunque estaba a solo unos metros de distancia, le asombró lo lejana que parecía la respuesta.

[Sí. Soy yo. Estoy atrapada, Skade. Atrapada dentro de parte de la burbuja].

Skade se estremeció, impresionada por la calma de la mujer. Estaba claro que iba a morir, y sin embargo la información que daba de su aprieto tenía un aire de admirable imparcialidad. Era la actitud de una auténtica combinada, convencida de que su esencia viviría en la conciencia más amplia del Nido Madre y de que la muerte física equivalía solo a la eliminación de un elemento periférico poco esencial de un todo mucho más importante. Pero, se recordó Skade, ahora estaban muy lejos del Nido Madre.

¿La burbuja, Molenka?

[Se fragmentó al atravesar la nave. Se pegó a mí, casi de forma deliberada. Casi como si estuviera buscando a alguien al que rodear, a alguien al que incrustar en su interior]. El objeto de cinco puntas se tambaleó con un movimiento repugnante, insinuando alguna horrenda inestabilidad que estaba a punto de derrumbarse.

¿En qué estado estás, Molenka?

[Debe de ser estado uno, Skade… No me siento diferente. Solo atrapada y… remota. Me siento muy, muy remota].

El fragmento de burbuja comenzó a contraerse, igual que Molenka había dicho que era probable que ocurriese. La membrana con forma de cuerpo se encogió hasta que su superficie se adaptó casi a la perfección al cuerpo de Molenka. Durante un horrendo momento tuvo un aspecto bastante normal, salvo que estaba cubierta por un glaseado cambiante de luz nacarada. Skade se atrevió a esperar que la burbuja escogiera ese momento para derrumbarse y liberar a Molenka. Pero al mismo tiempo sabía que eso no iba a ocurrir.

La burbuja se estremeció otra vez, hipó y se retorció. El rostro de Molenka, que resultaba bastante visible, adquirió una obvia expresión asustada. Incluso a través del tenue canal neuronal que las conectaba, Skade sintió el miedo y la aprensión de la mujer. Era como si el glaseado se estuviera apretando a su alrededor.

[Ayúdame, Skade. No puedo respirar].

No puedo. No sé qué hacer.

La piel de Molenka estaba tirante contra la membrana. Empezaba a asfixiarse. A esas alturas habría sido imposible hablar de forma normal, las rutinas automáticas de su cabeza ya habrían empezado a bloquear las partes no esenciales de su cerebro para conservar los recursos vitales y extraer tres o cuatro minutos más de conciencia de su último aliento.

[Ayúdame. Por favor…].

La membrana se apretó aún más. Skade contempló, incapaz de volverse, cómo estrujaba a Molenka. El dolor de la mujer cruzó como un torrente la conexión neuronal. Fue todo lo que Skade reconoció: ya no quedaba espacio para el pensamiento racional. Extendió el brazo desesperada por hacer algo, aunque el gesto fuera inútil. Sus dedos rozaron la superficie de la membrana. Esta se encogió aún más, acelerada por el contacto. La conexión neuronal comenzó a romperse. La membrana se derrumbaba y aplastaba viva a Molenka, la presión iba destruyendo el delicado telar de implantes combinados que flotaban en su cráneo.

La membrana se detuvo, se estremeció y luego se redujo a una velocidad espantosa. Cuando Molenka se redujo a tres cuartas partes de su tamaño normal, la figura de la membrana se volvió de repente de color escarlata. Skade sintió el alarido de la súbita ruptura neuronal antes de que sus propios implantes restringieran la conexión. Molenka estaba muerta. Pero la figura con forma humana permanecía, aunque seguía derrumbándose. Ahora era un maniquí, luego una horrenda marioneta, después una muñeca, luego una figurita del tamaño del pulgar que iba perdiendo forma y definición a medida que el material del interior se licuaba. Entonces se detuvo la contracción y la superficie lechosa se estabilizó.

Skade estiró el brazo y cogió el objeto del tamaño de una canica que había sido Molenka, sabía que debía deshacerse de ella, echarla al vacío antes de que el campo se contrajera todavía más. La materia del interior de la membrana (la materia que en otro tiempo había sido Molenka) ya estaba sometida a una compresión salvaje, y no quería ni pensar lo que ocurriría si se expandiera de forma espontánea.

Tiró de la canica pero el objeto apenas se movió, como si estuviera inmovilizado y rígido en ese preciso punto del espacio y el tiempo. Skade incrementó la fuerza de su traje y por fin comenzó a moverla. Tenía toda la masa inercial de Molenka en su interior, quizá más, y sería igual de difícil detenerla o dirigirla.

Emprendió el laborioso camino a la cámara estanca dorsal más cercana.


La hélice de proyección cogió velocidad. Clavain se encontraba con las manos en la barandilla que la rodeaba, escudriñaba la forma indistinta que aparecía dentro del cilindro. Se parecía a un insecto aplastado, un abanico de entrañas suaves, como cuerdas que se derramaban por un extremo de un caparazón duro y oscuro.

—Eso va a tardar mucho en ir a alguna parte —dijo Escorpio.

—Tocada y hundida —asintió Antoinette Bax. Luego silbó—. Está flotando, se cae por el espacio. La hostia. ¿Qué crees que le ha pasado?

—Algo malo, pero no algo catastrófico —dijo Clavain en voz baja—, o ni siquiera la veríamos. Escorp, ¿puedes acercarte más y aumentarla parte de atrás? Da la sensación de que ahí ha pasado algo.

Escorpio estaba controlando las cámaras del casco, que debían dar una panorámica de la nave estelar que había quedado flotando cuando pasaron de golpe a su lado a una velocidad diferencial de más de mil kilómetros por segundo. Estarían dentro del alcance efectivo de sus armas durante solo una hora. La Luz del Zodíaco ni siquiera estaba acelerando en ese momento; los sistemas de supresión de la inercia estaban apagados y los motores guardaban silencio. Unos grandes volantes habían hecho girar el núcleo habitacional de la abrazadora lumínica a una G de gravedad centrífuga. Clavain disfrutaba de la sensación de no tener que luchar bajo una gravedad mayor, ni tener que utilizar un aparejo exoóseo. Y era incluso más agradable no tener que sufrir los inquietantes efectos fisiológicos del campo de supresión de la inercia.

—Ahí —dijo Escorpio cuando terminó de ajustar el marco—. Son las imágenes más claras que vas a conseguir, Clavain.

—Gracias.

Remontoire, el único de todos ellos que todavía llevaba un aparejo exoóseo, se acercó más al cilindro, y al hacerlo rozó a Pauline Sukhoi con un zumbido de servos.

—No reconozco esas estructuras, Clavain, pero parecen intencionadas.

Clavain asintió. Esa también era su opinión. La forma básica de la abrazadora lumínica seguía siendo como debía, pero de la parte trasera brotaba una complicada extensión de filamentos y arcos retorcidos, como los resortes y trinquetes del mecanismo de un reloj sorprendido en el momento de explotar.

—¿Querrías especular? —le preguntó Clavain a Remontoire.

—Estaba desesperada por huir de nosotros, desesperada por adelantarse. Es posible que se haya planteado alguna medida extrema.

—¿Medida extrema? —preguntó Xavier. Tenía una mano alrededor de la cintura de Antoinette. Los dos estaban sucios de aceite de máquina.

—Ya podía suprimir la inercia —dijo Remontoire—. Pero creo que esto era otra cosa, una modificación del mismo equipo para empujarlo a un estado diferente.

—¿Por ejemplo? —preguntó Xavier.

Clavain también miró a Remontoire.

Este dijo:

—La tecnología suprime la masa inercial, eso es lo que Skade llamaba un campo de estado dos, pero no la elimina por completo. En un campo de estado tres, sin embargo, toda la masa inercial baja a cero. La materia se hace fotónica, incapaz de viajar a otra cosa que no sea la velocidad de la luz. La dilación de tiempo se hace infinita, así que la nave continuaría congelada en el estado fotónico hasta el fin de los tiempos.

Clavain miró a su amigo y asintió. Remontoire parecía estar completamente dispuesto a utilizar el exoesqueleto, aunque estaba funcionando como una forma de restricción, capaz de inmovilizarlo si en algún momento Clavain decidía que no se podía confiar en él.

—¿Y el estado cuatro? —preguntó Clavain.

—Eso podría ser más útil —dijo Remontoire—. Si pudiera hacer un túnel a través del estado tres y saltárselo por completo, quizá sería capaz de lograr una transición sin complicaciones a un campo de estado cuatro. Dentro de ese campo, la nave cambiaría de golpe a un estado de masa taquiónica, incapaz de hacer otra cosa que no sea viajar más rápido que la luz.

—¿Skade intentó eso? —preguntó Xavier con tono reverente.

—Es la mejor explicación que se me ocurre —dijo Remontoire.

—¿Qué crees que pasó? —preguntó Antoinette.

—Una especie de inestabilidad en el campo —dijo Pauline Sukhoi; el pálido reflejo de su rostro angustiado adornaba la pantalla del tanque. Habló con tono lento y solemne—: Dominar una burbuja de espacio tiempo alterada hace que la contención de la fusión parezca ese juego que los niños juegan en los cumpleaños. Sospecho que Skade creó primero una burbuja microscópica, es probable que subatómica, desde luego no más grande que una bacteria. A esa escala, es engañosamente fácil de manipular. ¿Veis esas hoces y esos brazos? —Señaló la imagen, que había rotado un poco desde que había aparecido por primera vez—. Esos habrían sido sus generadores de campo y sistemas de contención. Se supone que habrían permitido que el campo se expandiera de una forma estable hasta que revistiera la nave. A una burbuja que se expandiera a la velocidad de la luz le llevaría menos de un milisegundo tragarse una nave del tamaño de la Sombra Nocturna, pero el vacío alterado se expande superluminalmente, como el espacio tiempo inflacionario. Una burbuja de estado cuatro tiene un tiempo de duplicación característico del orden de diez a menos cuarenta y tres segundos. Eso no da mucho tiempo para reaccionar si las cosas empiezan a ir mal.

—¿Y si la burbuja siguiera creciendo…? —preguntó Antoinette.

—No lo hará —dijo Sukhoi—. Al menos, ni siquiera lo sabrías en tal caso. Nadie lo sabría.

—Skade tiene suerte de que le quede nave —dijo Xavier.

Sukhoi asintió.

—Debe de haber sido un accidente pequeño, es probable que durante la transición entre estados. Quizás haya alcanzado el estado tres, que convirtió un pequeño trozo de su nave en una luz pura y blanca. Una pequeña explosión fotoleptónica.

—Parece que se puede sobrevivir —dijo Escorpio.

—¿Hay alguna señal de vida? —preguntó Antoinette.

Clavain sacudió la cabeza.

—Ninguna. Pero tampoco las habría, no con la Sombra Nocturna. El prototipo está diseñado para lograr un sigilo máximo. Nuestros métodos habituales de detección no van a funcionar.

Escorpio ajustó algunos marcos e hizo que los colores de la imagen cambiaran a espectrales tonos de color verde y azul.

—Termal —dijo—. Todavía tiene energía, Clavain. Si hubiera habido una explosión importante de los sistemas, a estas alturas su casco estaría cinco grados más frío.

—No me cabe duda de que hay supervivientes —dijo Clavain.

Escorpio asintió.

—Algunos quizá. Se esconderán hasta que los hayamos adelantado y estemos fuera del alcance de los sensores. Entonces entrarán de inmediato en modo de reparación. Antes de que te des cuenta, lo tendremos detrás y tendremos el mismo problema de siempre.

—Lo he pensado, Escorp —dijo Clavain.

El cerdo asintió.

—¿Y?

—No voy a atacarlos.

Los ojos oscuros y salvajes le lanzaron una mirada furiosa.

—Clavain…

—Felka sigue viva.

Se produjo un silencio incómodo. Clavain sintió que lo presionaba por todos lados. Lo miraban todos, incluso Sukhoi, y cada uno de ellos le daba gracias a su estrella por no tener que tomar esta decisión.

—Eso no lo sabes —dijo Escorpio. Clavain vio las líneas de tensión grabadas en su mandíbula—. Skade ya te ha mentido y ha matado a Lasher. No nos ha dado ninguna prueba de que en realidad tenga a Felka. Y eso es porque no la tiene o porque Felka ya está muerta.

Con mucha calma, Clavain dijo:

—¿Qué prueba podría dar? No hay nada que pueda falsificar.

—Podría haberse enterado de algo por Felka, algo que solo ella supiera.

—Tú no conoces a Felka, Escorpio. Es fuerte, mucho más fuerte de lo que Skade supone. No le daría a Skade nada que esta pudiera utilizar para controlarme.

—Entonces quizá es que la tiene, Clavain. Pero eso no significa que esté despierta. Lo más probable es que esté sumida en un sueño frigorífico para que no cause ningún problema.

—¿Y qué importaría eso? —preguntó Clavain.

—No sentiría nada —dijo Escorpio—. Ahora tenemos armas suficientes, Clavain. La Sombra Nocturna es un blanco fácil. Podemos acabar con él al instante, sin causar dolor. Felka no se enterará de nada.

Clavain se esforzó por controlar su ira y obligarla a calmarse.

—¿Dirías eso si no hubiera asesinado a Lasher?

El cerdo dio un golpe en la barandilla.

—Es que lo hizo, Clavain. Eso es todo lo que importa.

—No… —dijo Antoinette—. Eso no es todo lo que importa. Clavain tiene razón. No podemos empezar a actuar como si una sola vida humana no importase. Si hacemos eso, nos convertimos en seres tan malignos como los lobos.

Xavier, a su lado, esbozó una sonrisa radiante y orgullosa.

—Estoy de acuerdo —dijo—. Lo siento, Escorpio. Sé que mató a Lasher y sé lo mucho que te cabreó eso.

—No tienes ni idea —dijo Escorpio. No parecía tan enfadado como pesaroso—. Y no me digáis que de repente importa una vida humana. Eso es solo porque la conoces. Skade también es humana. ¿Qué pasa con ella y los aliados que tiene a bordo de esa nave?

Cruz, que había estado callado hasta entonces, habló en voz baja:

—Escuchad a Clavain. Tiene razón. Tendremos otra oportunidad de matar a Skade. Esto no está bien, así de simple.

—¿Se me permite hacer una sugerencia? —dijo Remontoire.

Clavain lo miró con inquietud.

—¿Qué, Rem?

—Está justo, justo al alcance de una lanzadera. Nos costaría más antimateria, una quinta parte de las reservas que nos quedan, pero quizá nunca volvamos a tener otra oportunidad como esta.

—¿Otra oportunidad para hacer qué? —preguntó Clavain.

Remontoire parpadeó, sorprendido, como si fuese demasiado obvio para decirlo.

—Para rescatar a Felka, por supuesto.

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