22

Xavier estaba trabajando en el casco del Ave de Tormenta cuando llegaron dos visitantes muy peculiares a su taller de reparaciones. Comprobó lo que estaban haciendo los monos y se convenció de que se podía confiar en que siguieran solos durante unos minutos. Se preguntó a quién habría cabreado Antoinette ahora. Al igual que su padre, a la chica se le daba bastante bien no cabrear a la gente adecuada. Así había sido como Jim Bax había permanecido en el negocio.

—¿El señor Gregor Consodine? —preguntó un hombre que se levantaba en ese momento de una silla de la sala de espera.

—Yo no soy Gregor Consodine.

—Lo siento, creí que esto era…

—Lo es. Yo solo me ocupo de las cosas mientras él pasa un par de días en Vancouver. Xavier Liu. —Les dedicó una sonrisa tan radiante como amable—. ¿En qué puedo ayudarlos?

—Estamos buscando a Antoinette Bax —dijo el hombre.

—¿Ah, sí?

—Es un asunto bastante urgente. Tengo entendido que es su nave la que está estacionada en su pozo de reparaciones.

La nuca de Xavier se erizó.

—¿Y usted es…?

—Me llamo señor Reloj.

El rostro del señor Reloj era un ejercicio de anatomía. Xavier podía verle los huesos bajo la piel. Parecía un hombre que estaba muy cerca de la muerte, y sin embargo se movía con el paso ligero de un bailarín de ballet o de un artista del mimo.

Pero era el otro el que le molestaba de verdad. La primera mirada distraída que Xavier había echado a los visitantes había revelado dos hombres, uno alto y delgado como el director de pompas fúnebres de un cuento y el otro bajo y ancho, con la constitución de un luchador profesional. El hombre más achaparrado tenía la cabeza baja y estaba hojeando un folleto en la mesita de café. Entre sus pies había una anodina caja negra, del tamaño de una caja de herramientas.

Xavier se miró las manos.

—Mi colega es el señor Rosa.

El señor Rosa alzó los ojos. Xavier hizo todo lo que pudo por ocultar un momento de sorpresa. El otro hombre era un cerdo, ni un solo punto de referencia humano. Tenía una frente lisa y redondeada bajo la que unos ojos pequeños y oscuros estudiaron a Xavier. La nariz era pequeña y respingona. Xavier había visto humanos con caras más raras todavía, pero no se trataba de eso. El señor Rosa jamás había sido humano.

—Hola —dijo el cerdo y volvió a concentrarse en su lectura.

—No ha respondido a mi pregunta —dijo Reloj.

—¿Su pregunta?

—Sobre la nave. Pertenece a Antoinette Bax, ¿no es cierto?

—Solo me dijeron que reparara el casco. Es todo lo que sé.

Reloj sonrió y asintió. Dio un paso hacia la puerta de la oficina y la cerró. El señor Rosa volvió una página y se rió de algo que había en el folleto.

—Eso no es del todo cierto, ¿verdad, señor Liu?

—¿Disculpe?

—Siéntese, señor Liu. —Reloj señaló con un gesto una de las sillas—. Por favor, siéntese a descansar un momento. Tenemos que charlar un poco, usted y yo.

—Tengo que volver con mis monos, de verdad.

—Estoy seguro de que no harán ninguna travesura en su ausencia. Bueno. —Reloj hizo otro gesto y el cerdo levantó la cabeza y clavó la mirada en Xavier. Este se hundió en el asiento mientras sopesaba sus opciones—. En lo que respecta a la señorita Bax, los archivos de tráfico, archivos que se pueden consultar con toda libertad, indican que su navío es el que en este momento está estacionado en la zona de reparaciones, en el que usted está trabajando ahora. Es usted consciente de ello, ¿verdad?

—Podría serlo.

—Por favor, señor Liu, no tiene sentido mostrarse evasivo, de veras. Los datos que hemos acumulado indican que hay una relación laboral muy estrecha entre usted y la señorita Bax. Usted es perfectamente consciente de que el Ave de Tormenta pertenece a esa señorita. De hecho, lo cierto es que usted conoce muy bien el Ave de Tormenta, ¿no es cierto?

—¿De qué va esto?

—Nos gustaría tener unas palabritas con la señorita Bax en persona, si no es mucha molestia.

—En eso no puedo ayudarlos.

Reloj levantó una ceja muy fina, apenas presente.

—¿No?

—Si quieren hablar con ella, tendrán que encontrarla ustedes.

—Muy bien. Esperaba no tener que llegar a esto pero… —Reloj miró al cerdo, que dejó el folleto y se levantó. Tenía la fornida presencia de un gorila. Cuando caminaba parecía que estuviese haciendo un truco de malabarismo, siempre a punto de derrumbarse. El cerdo lo empujó para pasar con la caja negra en las manos.

—¿Adónde va? —preguntó Xavier.

—A la nave de la chica. Se le da muy bien la mecánica, señor Liu. Se le da muy bien arreglar cosas, pero también, todo hay que decirlo, se le da muy bien romper cosas.


H lo llevó por más escaleras. Su ancha espalda descendía uno o dos pasos por delante de Clavain. Clavain bajó la mirada y contempló las brillantes estrías de un color negro azulado de aquel cabello peinado con brillantina. A H no parecía preocuparle mucho que Clavain pudiera atacarlo o intentar huir de aquel monstruoso Cháteau negro, y sentía una extraña disposición a cooperar con su nuevo anfitrión. Era, suponía, sobre todo por curiosidad. H sabía cosas sobre Skade que él desconocía, aunque el propio H no fingiera tener todos los datos. Estaba claro que, a su vez, a H le interesaba Clavain. Lo cierto es que los dos podían aprender mucho del otro.

Pero esta situación no podía continuar y Clavain lo sabía. Por muy cortés e interesante que su anfitrión pudiera haber sido, a Clavain lo habían raptado, sin más. Y tenía asuntos que resolver.

—Hábleme más de Skade —dijo—. ¿Qué buscaba? ¿Qué quería ella de la Mademoiselle?

—Es un poco complicado. Haré todo lo que pueda, pero debe perdonarme si parece que no comprendo todos los detalles. Lo cierto es que dudo que llegue a comprenderlos alguna vez.

—Empiece por el principio.

Llegaron a un pasillo. H lo recorrió, pasó al lado de un buen número de esculturas irregulares que se parecían a la roña y las escamas desprendidas de un inmenso dragón metálico, cada una de las cuales descansaba sobre un único pedestal fijo.

—A Skade le interesaba la tecnología, señor Clavain.

—¿De qué tipo?

—Una tecnología avanzada que se ocupa de la manipulación del vacío cuántico. No soy científico, señor Clavain, así que no voy a fingir que tengo un conocimiento algo más que ligero sobre los principios más relevantes. Pero por lo que yo entiendo, ciertas propiedades principales de la materia, la inercia por ejemplo, son el resultado directo de las propiedades del vacío en el que están incrustadas. Pura especulación, por supuesto, pero, ¿un medio de controlar la inercia no resultaría útil a los combinados?

Clavain pensó en el modo en el que la Sombra Nocturna había sido capaz de perseguirlo por todo el sistema solar a una velocidad tan grande. Una técnica para suprimir la inercia lo habría permitido, y podría explicar también lo que Skade había estado haciendo a bordo de la nave durante la misión anterior. Debía de estar poniendo a punto su tecnología, probándola sobre el terreno. Así que era probable que la tecnología existiera, aunque fuera en forma de prototipo. Pero H tendría que enterarse de eso él solo.

—No tengo conocimiento alguno de un programa que desarrolle ese tipo de capacidades —le dijo Clavain tras elegir las palabras de tal modo que pudiera evitar contar una mentira descarada.

—No cabe duda que sería un secreto, incluso entre los combinados. Muy experimental, y sin duda peligroso.

—¿Y de dónde salió la tecnología, para empezar?

—Esa es la parte interesante. Skade, y por extensión los combinados, parecían tener una idea bien desarrollada de lo que estaban buscando antes de venir aquí, como si lo que quisieran encontrar no fuera más que la última pieza de un rompecabezas. Como sabe, la operación de Skade se vio como un fracaso. Ella fue la única superviviente y escapó a su Nido Madre con poco más que un puñado de objetos robados. Si fueron suficientes o no, es algo que yo no podía adivinar… —H le lanzó una mirada y una sonrisa de complicidad por encima del hombro.

Alcanzaron el final del pasillo. Habían llegado a un saliente con un muro bajo que circunnavegaba una enorme sala con un suelo inclinado de varios pisos de profundidad. Clavain se asomó al borde y observó lo que parecían ser cañerías y rejillas de drenaje fijadas a paredes de un color negro puro.

—Se lo preguntaré de nuevo —dijo Clavain—. Para empezar, ¿de dónde salió la tecnología?

—Un donante —respondió H—. Hace más o menos un siglo me enteré de una asombrosa verdad. Tuve conocimiento del paradero de un individuo, un individuo alienígena, que llevaba varios millones de años esperando en este planeta sin que nadie lo molestara. Su nave se había estrellado y, sin embargo, en esencia estaba ileso. —Hizo una pausa, era evidente que observaba la reacción de Clavain.

—Continúe —dijo este, decidido a no dejarse anonadar.

—Por desgracia, yo no fui el primero que supe de esta desventurada criatura. Otras personas habían descubierto que podía darles algo de considerable valor siempre que lo tuvieran prisionero y le administraran sacudidas regulares de dolor. Cosa que habría sido detestable en cualquier circunstancia, pero la criatura en cuestión era un animal muy sociable. Y también inteligente, la suya era una cultura espacial de gran alcance y antigüedad. De hecho, los restos de su nave todavía contenían tecnología funcional. ¿Ve adonde me dirijo con esto?

Había recorrido una parte de aquella especie de cámara acorazada. Clavain todavía no había deducido su función.

—Esa tecnología, ¿incluía el proceso de modificación de la inercia?

—Eso parecería. Debo confesar que yo tenía algo así como ventaja en este asunto. Hace una considerable cantidad de tiempo conocí a otra de estas criaturas, así que ya sabía un poco de lo que podía esperar.

—Un hombre con más prejuicios que yo podría encontrar todo esto un poquito difícil de aceptar —dijo Clavain.

H hizo una pausa en una esquina y colocó las dos manos en la parte superior del muro bajo de mármol.

—Entonces le contaré más, y quizá empiece a creerme. No puede habérsele escapado que el universo es un lugar peligroso. Estoy seguro de que los combinados han aprendido eso solos. ¿Cuál es el número de víctimas actual, trece culturas inteligentes conocidas extintas, o son ya catorce? Y es posible que una o dos inteligencias alienígenas existentes, que por desgracia son tan alienígenas que no hacen nada que nos permita saber con certeza lo inteligentes que son en realidad. El caso es que parece que al universo le da por erradicar la inteligencia antes de que se le suban mucho los humos.

—Esa es una teoría. —Clavain no le reveló lo bien que encajaba con lo que él ya sabía; hasta qué punto era consistente con el mensaje de Galiana sobre un cosmos acechado por lobos que babeaban y aullaban ante el aroma de la sapiencia.

—Algo más que una teoría. Las larvas, que es el nombre de raza de la especie de la que formaba parte este desafortunado individuo, también habían sido hostigados hasta su casi extinción. Solo vivían entre las estrellas, rehuyendo el calor y la luz. Incluso allí estaban nerviosos. Sabían lo poco que hacía falta para que los asesinos cayeran de nuevo sobre ellos, y al final desarrollaron una estrategia de protección bastante desesperada. No eran de natural hostil, pero aprendieron que a veces había que silenciar a otras especies más ruidosas para poder protegerse. —H reanudó su paseo mientras rozaba con una mano el muro. Era la mano derecha, y Clavain notó que dejaba atrás una fina mancha roja.

—¿Cómo se enteró usted de la existencia del alienígena?

—Es una larga historia, señor Clavain, una historia con la que no tengo intención de entretenerlo. Baste con decir lo siguiente: juré salvar a la criatura de sus torturadores. Parte de mi plan de expiación personal, podría decir usted. Pero no podía hacerlo de forma inmediata. Era necesario planearlo, una inmensa cantidad de previsión. Reuní un equipo de ayudantes de confianza e hice elaborados preparativos. Los años pasaron, pero el momento nunca era el adecuado. Luego pasó una década. Dos décadas. Cada noche soñaba con el sufrimiento de aquella criatura y cada noche renovaba mi juramento de ayudarla.

—¿Y?

—Es posible que alguien me traicionara. O bien su información era mejor que la mía. La Mademoiselle llegó a la criatura antes que yo. La trajo aquí, a esta sala. Cómo, no lo sé; eso solo ya debió de exigir una planificación ingente.

Clavain volvió a mirar hacia abajo, luchaba por comprender qué clase de animal había necesitado una sala así de grande como prisión.

—¿Mantuvo a la criatura aquí, en el Cháteau?

H asintió.

—Durante muchos años. No era asunto sencillo mantenerla con vida, pero las personas que la habían tenido prisionera antes que ella habían averiguado con toda exactitud lo que había que hacer. La Mademoiselle no tenía un interés especial en torturarlo, creo. En ese sentido no era cruel. Pero cada instante de la existencia de la criatura era una especie de tortura, incluso cuando no la estaban pinchando y picando con electrodos de alto voltaje. Pero ella se negó a dejarlo morir. No hasta que se hubiera enterado de todo lo que pudiese sobre ella.

H pasó a decirle a Clavain que la Mademoiselle había encontrado una forma de comunicarse con la criatura. A pesar de lo lista que había sido la Mademoiselle, había sido la criatura la que había realizado el mayor esfuerzo.

—Tengo entendido que fue un accidente —dijo H—. Un hombre cayó en el redil de la criatura desde aquí arriba. Murió al instante, pero antes de que pudieran sacarlo la criatura, que no estaba atada, se comió lo que quedaba de él. Lo habían estado alimentando con trozos, y hasta ese momento no tenía una idea muy clara del aspecto que tenían sus captores.

La voz de H se entusiasmó un poco.

—En fin, ocurrió una cosa extraña. Un día después apareció una herida en la piel de la criatura. La herida se extendió y formó un agujero. No sangraba y parecía simétrica y bien formada. Tras ella acechaban unas estructuras, músculos que se movían. La herida se estaba convirtiendo en una boca. Más tarde comenzó a hacer sonidos vocálicos parecidos a los humanos. Pasó otro día o dos y la criatura intentaba emitir palabras reconocibles. Otro día y estaba uniendo esas palabras en frases sencillas. La parte más escalofriante, por lo que yo tengo entendido, fue que había heredado algo más que los simples medios para formar un lenguaje del hombre que se había comido. Había absorbido sus recuerdos y su personalidad y los había fundido con la suya propia.

—Horrible —dijo Clavain.

—Quizá —H no parecía muy convencido—. Desde luego podría haber sido una estrategia muy útil para una especie que se dedicara al comercio interestelar y que esperara encontrarse con muchas otras culturas. En lugar de tener que darle vueltas a algoritmos de traducción, ¿por qué no limitarse a decodificar el idioma en el nivel de la representación bioquímica? Cómete a tu compañero comercial y así te parecerás más a él. Requeriría una cierta cooperación por parte del otro grupo, pero quizá esa era una forma aceptada de hacer negocios hace millones de años.

—¿Cómo se enteró usted de todo esto?

—Hay medios, señor Clavain. Incluso antes de que la Mademoiselle llegara antes al alienígena, yo ya era vagamente consciente de la existencia de esta dama. Tenía mis propias redes de influencia en Ciudad Abismo y ella las suyas. Durante la mayor parte del tiempo éramos discretos, pero de vez en cuando nuestras actividades se rozaban. Tuve curiosidad e intenté saber más. Sin embargo, durante muchos años ella resistió mis intentos de infiltrarme en el Cháteau. Fue solo cuando tuvo a la criatura cuando creo que se distrajo con ella, consumida por su rompecabezas alienígena. Entonces pude meter unos agentes en el edificio. ¿Ha conocido a Zebra? Ella fue uno de esos agentes. Zebra se enteró de lo que pudo y estableció las condiciones que yo necesitaba para hacerme con el poder. Pero eso fue mucho después de que Skade hubiera venido aquí.

Clavain pensó las cosas detenidamente.

—¿Así que Skade debía de saber algo del alienígena?

—Es evidente. El combinado es usted, señor Clavain, ¿no debería saberlo?

—Ya me he enterado de demasiadas cosas. Por eso decidí desertar.

Siguieron caminando y salieron de la prisión. Clavain sintió tanto alivio al salir como cuando dejó la habitación en la que se encontraba el palanquín. Quizá fuera su imaginación, pero sentía que parte del aislado tormento de la criatura se había quedado grabado en el ambiente de la sala. Había una sensación de intenso pavor y reclusión que solo se mitigó cuando dejó la sala.

—¿Adonde me lleva ahora?

—Al sótano primero, porque creo que hay algo allí que le interesará, y luego lo llevaré a ver a unas personas que me gustaría mucho que conociera.

—¿Estas personas tienen algo que ver con Skade?

—Yo creo que todo tiene que ver con Skade, ¿usted no? Creo que es posible que le pasara algo cuando visitó el Cháteau.

H lo acompañó hasta un ascensor. La caja era un mecanismo básico hecho de espirales y filigranas de hierro. El suelo era una fría rejilla de hierro con muchos huecos. Para cerrarlo, H deslizó una puerta chirriante formada por cortantes cheurones de hierro, y la encajó justo cuando el ascensor comenzó su descenso. Al principio el avance era lento, y Clavain supuso que haría falta casi una hora para llegar a los niveles inferiores del edificio. Pero el ascensor, a su crujiente manera, fue acelerando cada vez más hasta que unas sólidas ráfagas comenzaron a embestir y atravesar el suelo perforado.

—La misión de Skade se consideró un fracaso —dijo Clavain por encima del estruendo y los chirridos del descenso del ascensor.

—Sí, pero no necesariamente desde el punto de vista de la Mademoiselle. Piénselo así: ella había extendido su red de influencias por todas las facetas de la vida de Ciudad Abismo. Dentro de unos límites, podía hacer que ocurriera cualquier cosa que deseara. Su alcance incluía el Cinturón Oxidado, todos los focos más importantes del poder demarquista. Incluso tenía, creo, algún dominio sobre los ultras, o al menos medios para hacer que trabajaran para ella. Pero no tenía nada sobre los combinados.

—¿Y Skade quizá fuera su punto de entrada?

—Creo que debe considerarse lo más probable, señor Clavain. Es posible que no fuera una coincidencia que a Skade se le permitiera vivir cuando se asesinó al resto de su equipo.

—Pero Skade es uno de nosotros —dijo Clavain con voz débil—. Jamás traicionaría al Nido Madre.

—¿Qué le pasó a Skade después, señor Clavain? ¿Por alguna casualidad amplió su radio de influencia entre los combinados?

Clavain recordó que Skade se había unido al Consejo Cerrado tras la misión.

—Hasta cierto punto.

—Entonces creo que el caso está cerrado. Esa habría sido siempre la estrategia de la Mademoiselle, ya lo ve. Infiltrar y orquestar. Skade quizá ni siquiera piense que está traicionando a su pueblo, señor Clavain; la Mademoiselle fue siempre lo bastante lista como para explotar la lealtad. Y aunque se juzgó que la misión de Skade fue un fracaso, sí que recuperó algunos objetos de interés, ¿no es cierto? ¿Suficiente para beneficiar al Nido Madre?

—Ya le he dicho que no sé nada de ningún proyecto secreto referido al vacío cuántico.

—Mm. La primera vez su negativa tampoco me pareció del todo convincente.


Reloj, el de la calva con forma de huevo, le dijo a Xavier que llamara a Antoinette.

—La llamaré —dijo Xavier—. Pero no puedo obligarla a venir aquí, ni siquiera si el señor Rosa comienza a dañar la nave.

—Encuentre la forma —dijo Reloj mientras acariciaba la hoja de olivo cerosa de una de las macetas del taller de reparaciones—. Dígale que ha encontrado algo que no puede reparar, algo que necesita de su pericia. Estoy seguro de que sabe improvisar, señor Liu.

—Estaremos escuchando —añadió el señor Rosa. Para alivio de Xavier, el cerdo había regresado del interior del Ave de Tormenta sin infligirle ningún daño obvio a la nave, aunque tenía la impresión de que el señor Rosa se había limitado a explorar las posibilidades de infligir daño más tarde.

Llamó a Antoinette. Estaba a medio camino del Carrusel Nueva Copenhague, metida en una frenética ronda de reuniones de negocios. Desde que Clavain se había ido, las cosas habían ido de mal en peor.

—Tú solo ven aquí tan rápido como puedas —le dijo Xavier con un ojo en los dos visitantes.

—¿A qué tanta prisa, Xave?

—Ya sabes cuánto nos cuesta mantener al Ave de Tormenta aquí estacionado, Antoinette. Cada hora importa. Ya solo esta llamada nos está matando.

—Hostia, Xave. Anímame un poco, ¿quieres?

—Tú solo vente. —Y le colgó—. Gracias por obligarme a hacer eso, hijos de puta.

Reloj dijo:

—Le agradecemos su comprensión, señor Liu. Le aseguro que ninguno de los dos sufrirá ningún daño, sobre todo Antoinette.

—Será mejor que no le hagan daño. —Xavier los miró a los dos, no muy seguro de en cuál de ellos podía confiar menos—. De acuerdo. Estará aquí dentro de unos veinte minutos. Pueden hablar aquí con ella y luego ella podrá irse.

—Hablaremos con ella en la nave, señor Liu. De esa forma no hay posibilidad de que ninguno de los dos huya, ¿verdad?

—Allá ustedes —dijo Xavier con un encogimiento de hombros—. Solo deme un minuto para organizar a los monos.


El ascensor redujo la marcha y se detuvo; a pesar de estar parado, se estremecía y crujía. Muy por encima de Clavain, los ecos metálicos se perseguían por el hueco del ascensor como una risa histérica.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En el sótano más profundo del edificio. Estamos muy por debajo del viejo Mantillo, señor Clavain, en el interior de la base de Yellowstone. —H continuó adelante con Clavain—. Verá, aquí es donde ocurrió.

—¿Donde ocurrió qué?

—El inquietante acontecimiento.

H lo condujo por unos pasillos, túneles para ser más precisos, que se habían abierto en la roca sólida y que luego apenas se habían pulido. Faroles azules ponían de relieve las crestas y abombamientos de la geología subyacente. El aire era húmedo y frío, el duro suelo de piedra incómodo bajo los pies de Clavain. Pasaron por una sala que contenía muchas bombonas plateadas colocadas de pie por todo el suelo, como lecheras, y luego descendieron por una rampa que los llevó más abajo todavía.

H dijo:

—La Mademoiselle protegía bien sus secretos. Cuando asaltamos el Cháteau, ella destruyó muchos de los objetos que había recuperado de la nave espacial de la larva. Otros, Skade se los había llevado con ella. Pero quedaba suficiente para que nosotros pudiéramos comenzar. Hace poco los progresos comenzaron a ser tan gratificantes como rápidos. ¿Observó usted la facilidad con la que mis naves dejaron atrás a la Convención, la facilidad con la que pasaron desapercibidas por un espacio aéreo muy bien vigilado?

Clavain asintió al recordarlo rápido que le había parecido el viaje a Yellowstone.

—Ustedes también han aprendido a hacerlo.

—De una forma muy modesta, lo admito. Pero sí, hemos instalado tecnología de supresión de la inercia en algunas de nuestras naves. Con solo reducir cuatro quintas partes de la masa de una nave, ya es suficiente para darnos una pequeña ventaja sobre un cúter de la Convención. Me imagino que los combinados han hecho algo bastante mejor.

A regañadientes, Clavain admitió:

—Quizá.

—Entonces sabrán que la tecnología es extraordinariamente peligrosa. Como norma, el vacío cuántico es un mínimo muy estable, señor Clavain, un bonito y profundo valle en el paisaje de estados posibles. Pero en cuanto se empieza a manipular el vacío, a enfriarlo para amortiguar las fluctuaciones que dan lugar a la inercia, se cambia la topología entera de ese paisaje. Lo que eran mínimos estables se convierten en picos y cadenas precarias. Hay valles adyacentes que se asocian con propiedades muy diferentes de la materia inmersa. Unas pequeñas fluctuaciones pueden llevar a transiciones de estado violentas. ¿Quiere que le cuente una historia de miedo?

—Creo que va a hacerlo.

—Recluté a los mejores entre los mejores, señor Clavain, los teóricos más importantes del Cinturón Oxidado. Cualquiera que hubiera mostrado el menor interés por la naturaleza del vacío cuántico fue traído aquí y se le hizo comprender que en nombre de sus más amplios intereses le convenía ayudarme.

—¿Chantaje? —preguntó Clavain.

—Por favor, no. Una simple y suave coacción. —H miró atrás y le dedicó a Clavain una amplia sonrisa que reveló unos incisivos muy puntiagudos—. En su mayor parte ni siquiera fue necesario. Yo tenía recursos de los que los demarquistas carecían. Su propia red de inteligencia se estaba desmoronando, así que no sabían nada de la larva. Los combinados tenían su propio programa, pero unirse a ellos habría significado convertirse también en combinado, un precio demasiado alto por una curiosidad científica. Los trabajadores a los que me acerqué solían estar más que dispuestos a venir al Cháteau, dadas las alternativas. —H hizo una pausa y su voz adoptó un tono elegiaco del que antes carecía—. Una de esas personas era una brillante desertora de los demarquistas, una mujer llamada Pauline Sukhoi.

—¿Está muerta? —Preguntó Clavain—. ¿O algo peor que muerta?

—No, en absoluto. Pero ha dejado de trabajar para mí. Después de lo que ocurrió, el inquietante acontecimiento, no tuvo valor para continuar. Yo lo entendí perfectamente y me aseguré de que Sukhoi encontrara un empleo alternativo al volver al Cinturón Oxidado.

—Pasara lo que pasara, debió de ser inquietante de verdad —dijo Clavain.

—Oh, lo fue. Para todos nosotros, pero sobre todo para Sukhoi. Se estaban realizando muchos experimentos —dijo H—. Aquí abajo, en los niveles del sótano del Cháteau, había una decena de pequeños equipos trabajando en diferentes aspectos de la tecnología de la larva. Sukhoi llevaba un año en el proyecto y había demostrado ser una investigadora excelente, aunque audaz. Fue ella la que exploró algunas de las transiciones de estado menos estables.

H pasó con él al lado de varias puertas que se abrían a grandes cámaras oscuras, hasta que llegaron a una en concreto. No entró en la habitación.

—Algo terrible ocurrió aquí. Nadie asociado con el trabajo estuvo dispuesto a volver a entrar en esta habitación. Dicen que la humedad registra el pasado. ¿Usted también lo siente, señor Clavain? ¿Un mal presentimiento, un instinto animal que le advierte que no debería entrar?

—Ahora que usted ha sugerido que hay algo extraño en la habitación, no puedo decir con honestidad lo que siento.

—Entre —dijo H.

Clavain entró en la habitación y bajó al suelo liso y suave. Hacía frío en la estancia, pero claro, todo el nivel del sótano estaba frío. Esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad para distinguir las generosas dimensiones de la cámara. De vez en cuando el suelo, las paredes y el techo se veían interrumpidos por puntales de metal o enchufes, pero no quedaba ningún tipo de aparato o equipo de análisis. La habitación estaba vacía por completo, y muy limpia.

Caminó por todo el perímetro. No podía decir que disfrutase estando en la habitación, pero todo lo que sintió, una suave sensación de pánico, la suave sensación de una presencia, podría haber sido psicosomático.

—¿Qué ocurrió? —preguntó.

H habló desde la puerta.

—Hubo un accidente en esta habitación que solo implicó al proyecto de Sukhoi. Ella resultó herida, pero no de forma crítica, y se recuperó pronto y bien.

—¿Y ninguno de los otros miembros del equipo de Sukhoi sufrió heridas?

—Eso fue lo extraño. No había ninguna otra persona, Sukhoi siempre trabajaba sola. No teníamos ninguna otra víctima de la que preocuparnos. La tecnología quedó un poco dañada, pero pronto se mostró capaz de realizar unas limitadas reparaciones automáticas. Sukhoi estaba consciente y se mostraba coherente, así que supusimos que, una vez que se levantara, volvería a bajar al sótano.

—¿Y?

—Hizo una extraña pregunta. Una pregunta que, si me disculpa la expresión, consiguió que se me pusiera de punta el vello de la nuca.

Clavain se reunió con H cerca de la puerta.

—¿Cuál fue?

—Preguntó qué le había pasado al otro investigador.

—Entonces hubo algún daño neurológico. Recuerdos falsos. —Clavain se encogió de hombros—. Tampoco es tan sorprendente, ¿no cree?

—Fue muy concreta sobre el otro trabajador, señor Clavain. Incluso mencionó su nombre e historia. Dijo que aquel hombre se llamaba Yves, Yves Mercier, y que lo habían reclutado en el Cinturón Oxidado al mismo tiempo que a ella.

—¿Pero no había ningún Yves Mercier?

—Nadie con ese nombre, ni ningún nombre parecido, había trabajado en el Cháteau. Como le he dicho, Sukhoi siempre tendía a trabajar sola.

—Quizá sintió la necesidad de echarle la culpa del accidente a otra persona. Su subconsciente fabricó un chivo expiatorio.

H asintió.

—Sí, nosotros pensamos que podría haber ocurrido algo así. Pero, ¿por qué trasladar la culpa de un incidente menor? No había muerto nadie y ningún equipo se había dañado demasiado. De hecho, habíamos aprendido mucho más de ese accidente que después de semanas de esmerados progresos. Sukhoi era inocente y ella lo sabía.

—Así que se inventó el nombre por otra razón. El subconsciente es una cosa extraña. No tiene que haber una base racional obvia para nada de lo que dijo.

—Eso es justo lo que pensamos nosotros, pero Sukhoi se mantuvo firme. Al recuperarse, los recuerdos que tenía de haber trabajado con Mercier solo se intensificaron. Recordaba hasta el menor detalle sobre él: el aspecto que tenía, lo que le gustaba comer y beber, su sentido del humor, incluso su formación, lo que había hecho antes de venir al Cháteau. Cuanto más intentábamos convencerla de que Mercier no había sido una persona real, más histérica se ponía ella.

—Estaba perturbada, entonces.

—Todas las demás pruebas decían que no, señor Clavain. Si tenía un sistema de delirios, estos se centraban de forma exclusiva en la anterior existencia de Mercier. Así que yo empecé a preguntarme algunas cosas.

Clavain miró a H y le hizo un gesto para que continuase.

—Hice algunas investigaciones —añadió H—. Fue bastante fácil hurgar en los archivos del Cinturón Oxidado, en los que habían sobrevivido a la plaga, en cualquier caso. Y me encontré con que ciertos aspectos de la historia de Sukhoi cuadraban con una precisión alarmante.

—¿Por ejemplo?

—Había existido alguien llamado Yves Mercier, nacido en el mismo carrusel que afirmaba Sukhoi.

—No puede ser un nombre tan raro entre los demarquistas.

—No, es probable que no. Pero de hecho solo había uno. Y su fecha de nacimiento concordaba con precisión con los recuerdos de Sukhoi. La única diferencia era que este Mercier, el verdadero, había muerto muchos años antes. Lo habían matado poco después de que la plaga de fusión destruyera la Banda Resplandeciente.

Clavain se obligó a encogerse de hombros, pero con menos convicción de la que hubiera deseado.

—Una coincidencia, entonces.

—Quizá. Pero verá, este Yves Mercier concreto ya era estudiante en aquel momento. Había avanzado mucho en sus estudios de los fenómenos del vacío cuántico, los mismos fenómenos exactos que, según Sukhoi, terminarían trayéndolo a mi órbita.

Clavain ya no quería estar en esa habitación. Subió de nuevo al pasillo iluminado por faroles azules.

—¿Está diciendo que el Mercier de Sukhoi existió de verdad?

—Sí, así es. Y en ese punto me encontré enfrentado a dos posibilidades. O bien Sukhoi era de algún modo consciente de la vida del fallecido Mercier, y por una razón u otra había decidido creer que aquel hombre no había muerto en realidad, o en realidad estaba diciendo la verdad.

—Pero eso no es posible.

—Yo más bien pensaría que puede serlo, señor Clavain. Creo que todo lo que Pauline Sukhoi me contó quizá fuera verdad, literalmente; que de alguna forma que no podemos llegar a comprender, Yves Mercier nunca murió para ella. Que ella trabajó con él, aquí en la habitación que usted acaba de abandonar, y que Mercier estaba presente cuando ocurrió el accidente.

—Pero Mercier sí que murió. Usted mismo vio los archivos.

—Pero supongamos que no murió. Supongamos que sobrevivió a la plaga de fusión, continuó trabajando en la teoría general del vacío cuántico y con el tiempo atrajo mi atención. Supongamos también que terminó trabajando con Sukhoi, juntos en el mismo experimento, explorando las transiciones de estado menos estables. Y supongamos entonces que hubo un accidente, uno que implicaba un cambio a un estado muy peligroso. Según Sukhoi, Mercier estaba mucho más cerca del generador de campo que ella cuando ocurrió.

—Lo mató.

—Más que eso, señor Clavain. Hizo que dejara de haber existido. —H contempló a Clavain y asintió con la paciencia de un tutor—. Fue como si toda su vida, toda su línea del mundo, se hubiera descosido de nuestra realidad y hubiera vuelto al punto en el que murió durante la plaga de fusión. Ese, supongo, era el punto más lógico en el que podría haber fallecido en nuestra línea del mundo mutua, la que compartimos usted y yo.

—Pero no para Sukhoi —dijo Clavain.

—No, no para ella. Ella recordaba cómo habían sido las cosas antes. Supongo que estaba lo bastante cerca del foco para que sus recuerdos quedaran enmarañados, enredados con la versión anterior de los acontecimientos. Cuando Mercier quedó borrado, ella, a pesar de todo, conservó los recuerdos que tenía de él. Así que no estaba loca, en absoluto, ni sufría ningún tipo de delirio. Era una simple testigo de un acontecimiento tan horrendo que trasciende toda comprensión. ¿Le produce escalofríos, señor Clavain, pensar que un experimento podría tener este resultado?

—Ya me dijo que era peligroso.

—Más de lo que habíamos comprendido en ese momento. Me pregunto cuántas líneas del mundo se arrancaron y dejaron de existir antes de que hubiera un testigo lo bastante cerca como para sentir el cambio…

—Con exactitud, ¿con qué estaban relacionados esos experimentos, si no le importa que se lo pregunte?

—Esa es la parte interesante. Transiciones de estado, como ya le he dicho. Se pretendía explorar la diversidad más exótica del vacío cuántico. Podemos absorber de la inercia parte de la materia, y dependiendo del estado del campo podemos seguir absorbiéndola hasta que la masa inercial de la materia se hace asintótica con cero. Según Einstein, la materia sin masa no tiene más alternativa que viajar a la velocidad de la luz. Se habrá convertido en fotónica, parecida a la luz.

—¿Es eso lo que le ocurrió a Mercier?

—No del todo. Por lo que entendí del trabajo de Sukhoi, parecía difícil llevar a cabo de forma física el estado de masa cero. Al acercarse al estado de masa cero, el vacío se inclinaría a cambiar hacia el otro lado. Sukhoi lo llamaba fenómeno de túnel.

Clavain levantó una ceja.

—¿El otro lado?

—El estado de vacío cuántico en el que la materia tiene una masa inercial imaginaria. Y por imaginaria me refiero en el sentido puramente matemático, en el sentido en el que la raíz cuadrada de menos uno es un número imaginario. Por supuesto, usted ve de inmediato lo que eso implicaría.

—Usted está hablando de materia taquiónica —dijo Clavain—. Materia que viaja más rápido que la luz.

—Sí. —El anfitrión de Clavain pareció complacido—. Al parecer, el último experimento de Mercier y Sukhoi concernía a la transición entre los estados de materia tardiónica, la materia con la que estamos familiarizados, y materia taquiónica. Estaban explorando los estados de vacío que permitiría la construcción de un sistema de propulsión más rápido que la luz.

—Eso no es posible, así de sencillo —dijo Clavain.

H le puso una mano en el hombro.

—En realidad, yo diría que esa no es la forma adecuada de planteárselo. Las larvas lo sabían, por supuesto. Esta tecnología había sido suya, y sin embargo decidieron reptar entre las estrellas. Eso debería habernos indicado todo lo que necesitábamos saber. No es que sea imposible, es solo que es muy, muy desaconsejable.

Se quedaron en silencio durante mucho tiempo, en el umbral de la lúgubre habitación donde Mercier se había visto desposeído de la existencia.

—¿Ha vuelto alguien a intentar estos experimentos? —preguntó Clavain.

—No, no después de lo que le pasó a Mercier. Con franqueza, a nadie le atraía demasiado la idea de seguir trabajando en la maquinaria de las larvas. Ya habíamos aprendido lo suficiente. Se evacuó el sótano. Casi nadie baja aquí estos días. Los que a veces lo hacen dicen que ven fantasmas; quizá sean sombras residuales de todos los que sufrieron el mismo destino que Mercier. Yo nunca he visto los fantasmas, tengo que decirlo, y la mente le puede jugar malas pasadas a uno. —Luego habló con una alegría forzada, un esfuerzo que tuvo el efecto contrario al que pretendía—. Uno no debe darle crédito a esas cosas. Usted no cree en fantasmas, ¿verdad, señor Clavain?

—Nunca lo he hecho —dijo mientras deseaba de todo corazón encontrarse en algún otro sitio que no fuese el sótano del Cháteau.

—Estos son tiempos extraños —dijo H con no poca compasión—. Presiento que vivimos el final de la historia, que las grandes cuentas van a quedar saldadas muy pronto. Pronto deberán tomarse decisiones difíciles. Bueno, ¿quiere que vayamos a ver a las personas que le mencioné antes?

Clavain asintió.

—Estoy impaciente.


Antoinette se bajó del tren de circunvalación en la estación más cercana al taller de reparaciones alquilado. Había algo en la actitud de Xavier que le había parecido fuera de lo normal, pero no sabía muy bien qué. Un poco inquieta, comprobó la sala de espera y el mostrador de atención al cliente del taller. Por allí no había nada, solo un cartel de «Cerrado al público» en la puerta. Comprobó de nuevo que el taller de reparaciones estuviera presurizado y luego se abrió camino al interior del taller en sí. Tomó la pasarela de conexión más cercana sin mirar abajo en ningún momento. El aire de la zona se le subía a la cabeza por culpa de los aerosoles. Para cuando llegó a la cámara estanca de la nave, estaba estornudando y le picaban los ojos.

—Xavier… —lo llamó.

Pero si estaba en lo más profundo del Ave de Tormenta, nunca la escucharía. O bien tendría que encontrarlo o esperar hasta que saliera. Le había dicho que llegaría en veinte minutos.

Se metió en la cubierta de vuelo principal. Todo parecía normal. Xavier había solicitado algunas de las lecturas de diagnóstico menos utilizadas, y algunas de ellas eran lo bastante oscuras para que hasta Antoinette las contemplara con un suave gesto de incomprensión. Pero eso sería justo lo que habría esperado cuando Xavier tenía la mitad de las tripas de la nave encima de la mesa.

—Lo siento mucho, de verdad que lo siento.

Se dio la vuelta y vio a Xavier de pie, detrás de ella, con una expresión en el rostro que le pedía perdón por algo. Tras él había dos personas que no reconoció. El más alto de los dos extraños le indicó que los siguiera y volviera con ellos a la zona de ocio situada a popa del puente principal.

—Por favor, haga lo que le pido, Antoinette —dijo el hombre—. Esto no debería llevarnos mucho tiempo.

—Creo que será mejor que lo hagas —añadió Xavier—. Siento haberte hecho venir aquí, pero dijeron que empezarían a destrozar la nave si no lo hacía.

Antoinette asintió y se inclinó para volver por el pasillo de conexión.

—Has hecho bien, Xave. No te consumas por ello. Bueno, ¿y quiénes son estos payasos? ¿Ya se han presentado?

—El alto es el señor Reloj. El otro, el cerdo, es el señor Rosa.

Los dos saludaron por turnos cuando Xavier dijo sus nombres.

—¿Pero quiénes son?

—No lo han dicho, pero yo tengo una palpitación, ya ves. Les interesa Clavain. Creo que podrían ser arañas, o trabajar para las arañas.

—¿Es así? —preguntó Antoinette.

—Que va —dijo Remontoire—. En cuanto a aquí, mi amigo…

El señor Rosa sacudió su cabeza de gárgola.

—Yo no.

—Le permitiría que nos examinara si las circunstancias fueran más convenientes —continuó Remontoire—. Le aseguro que no hay ni un solo implante combinado en ninguno de los dos.

—Lo que no significa que no sean secuaces de las arañas —dijo Antoinette—. Bueno, ¿qué tengo que hacer para que salgan cagando leches de mi nave?

—Como bien juzgó el señor Liu, nos interesa Nevil Clavain. Tome asiento… —El que se llamaba Reloj lo dijo esta vez con un énfasis inflexible—. Por favor, mantengamos las buenas maneras.

Antoinette desplegó un asiento de la pared y se acomodó en él.

—Nunca he oído hablar de nadie llamado Clavain —dijo.

—Pero su compañero sí.

—Ya. Muy buena, Xave. —Le lanzó una mirada. ¿Por qué no pudo haberse limitado a aducir ignorancia?

—No vale la pena, Antoinette —dijo Reloj—. Sabemos que usted lo trajo aquí. No estamos en absoluto enfadados con usted por ello, después de todo fue lo más humano.

La mujer se cruzó de brazos.

—¿Y?

—Todo lo que tiene que hacer es decirnos qué pasó luego. Dónde fue Clavain una vez que usted lo trajo al Carrusel Nueva Copenhague.

—No lo sé.

—Así que se limitó a desaparecer como por arte de magia, ¿no? ¿Sin una palabra de agradecimiento, ni indicación alguna de lo que iba a hacer luego?

—Clavain me dijo que cuanto menos supiera, mejor.

Reloj miró al cerdo durante un momento. Antoinette decidió que se había anotado un punto. Clavain sí que había querido que ella supiera lo menos posible. Fue ella con su esfuerzo la que había averiguado un poco más, pero Reloj no tenía por qué saberlo.

Y añadió:

—Por supuesto que yo no dejaba de preguntarle. Tenía curiosidad por saber lo que estaba haciendo aquí. Sabía también que era una araña. Pero no quiso decirme nada. Dijo que era por mi propio bien. Discutí, pero él se mantuvo en sus trece. Ahora me alegro de que lo hiciera. No hay nada que me puedan obligar a contarles porque es que no sé nada.

—Entonces solo díganos, con exactitud, lo que pasó —dijo Reloj con tono tranquilizador—. Eso es todo lo que tiene que hacer. Nosotros averiguaremos lo que Clavain tenía en mente y luego nos iremos. Nunca más volverá a oír hablar de nosotros.

—Ya se lo he dicho, se fue, sin más. Ni una palabra sobre adonde iba, nada. Adiós y gracias. Eso fue todo lo que dijo.

—No habría tenido documentación ni dinero —dijo Reloj como si hablara consigo mismo—, así que no pudo haber llegado lejos sin que usted lo ayudara un poco. Si no pidió dinero, es probable que siga en el Carrusel Nueva Copenhague. —Aquel hombre pálido, delgado y mortal se inclinó hacia Antoinette—. Así que dígame: ¿le pidió algo?

—No —dijo ella con solo una ligerísima vacilación.

—Está mintiendo —dijo el cerdo.

Reloj asintió con gesto grave.

—Creo que tiene usted razón, señor Rosa. Esperaba que no tuviéramos que llegar a esto, pero ahí lo tiene. Qué se le va a hacer, como se suele decir. ¿Tiene el objeto, señor Rosa?

—¿El objeto, señor Reloj? ¿Se refiere…?

Entre los pies del cerdo había una caja perfectamente negra, como un rectángulo de sombra. La empujó hacia delante, se inclinó y tocó un mecanismo oculto. La caja se abrió sola y reveló muchos más compartimentos de lo que parecía posible por su tamaño. Cada uno albergaba una pieza de pulida maquinaria plateada acurrucada en espuma amortiguadora de la forma precisa. El señor Rosa sacó una de las piezas y la levantó para examinarla. Luego sacó otra pieza y las conectó. A pesar de la torpeza de sus manos trabajaba con gran cuidado, muy concentrado en la tarea que tenía entre manos.

—Lo tendrá listo en un periquete —dijo Reloj—. Es una draga de campo, Antoinette. De fabricación arácnida, me veo obligado a añadir. ¿Sabe mucho de dragas?

—Que lo follen.

—Bueno, se lo diré de todos modos. Es muy segura, ¿no es cierto, señor Rosa?

—Muy segura, señor Reloj.

—O al menos no hay razón para que no lo sea. Pero las dragas de campo son un asunto diferente, ¿verdad? Su eficacia no está en absoluto tan probada como la de los modelos más grandes. Tienen muchas más probabilidades de dejar al sujeto con daños neuronales. Incluso la muerte no tiene nada de inaudito, ¿no es así, señor Rosa?

El cerdo levantó la cabeza de sus actividades.

—Uno oye cosas, señor Reloj. Uno oye cosas.

—Bueno, estoy seguro de que se exageran los efectos perjudiciales. Pero, no obstante, no es demasiado aconsejable utilizar una draga de campo cuando hay disponibles otros procedimientos alternativos. —Reloj volvió a mirar directamente a Antoinette. Sus ojos se hundían en las órbitas y su apariencia hacía que la mujer quisiera desviar la vista—. ¿Está del todo segura de que Clavain no dijo adónde iba?

—Ya se lo he dicho, no dijo…

—Continúe, señor Rosa.

—Espere —dijo Xavier.

Todos lo miraron, incluso el cerdo. Xavier empezó a decir algo más. Y entonces la nave comenzó a estremecerse casi sin aviso previo, a guiñar y serpentear contra las amarras de atraque. Se disparaban los propulsores químicos, que soltaban chorros de gas en direcciones contrarias y el estrépito que armaban era como un bombardeo.

La cámara estanca que Antoinette tenía detrás se cerró. Ella se agarró a una barandilla para no caerse y luego se sujetó con un cinturón por la cintura.

Estaba pasando algo. No tenía ni idea de qué era, pero desde luego había algo. A través de la ventanilla más cercana vio que la zona de reparaciones se asfixiaba en el denso humo naranja de los propulsores. Algo se soltó con un chirrido de metal partido. La nave se sacudió con más violencia todavía.

—Xavier… —dijo sin ruido.

Pero Xavier ya se había colocado en un asiento.

Y estaban cayendo.

Antoinette vio que el cerdo y Reloj luchaban por agarrarse a algo. Desplegaron sus propios asientos y se incrustaron en ellos. Antoinette tenía serias dudas de que ellos supieran mucho más que ella sobre lo que estaba pasando. De igual forma, eran lo bastante listos para no querer estar sueltos a bordo de una nave que tenía toda la pinta de estar a punto de ir a hacer algo violento.

Chocaron contra algo. La colisión comprimió cada hueso de su espina dorsal. La puerta del taller de reparaciones, pensó; Xavier había presurizado el pozo para que él y sus monos pudieran trabajar sin trajes. La nave acababa de embestir la puerta.

La nave se levantó otra vez. Antoinette sintió la liviandad en el vientre.

Y luego cayó.

Esta vez solo hubo un golpe sordo cuando chocaron contra la puerta. A través de la ventanilla, Antoinette vio que el humo naranja se desvanecía en un instante. El taller de reparaciones acababa de perder todo el aire. Las paredes se deslizaron a su lado cuando la nave se abrió camino hacia el espacio.

—Hágalo parar —dijo Reloj.

—Ya no está en mis manos, colega —le dijo Xavier.

—Esto es un truco —dijo la araña—. Desde el principio nos quería a bordo de la nave.

—Pues denúncieme —dijo Xavier.

—Xavier… —Antoinette no tenía que gritar. El silencio era absoluto a bordo del Ave de Tormenta, incluso cuando la nave salió arañando lo que quedaba de la puerta del taller de reparaciones—. Xavier… Por favor, dime lo que está pasando.

—Amañé un programa de emergencia —dijo Xavier—. Me imaginé que vendría bien si alguna vez nos metíamos en una situación así.

—¿Una situación así?

—Supongo que mereció la pena —dijo él.

—¿Por eso no había ningún mono trabajando?

—¡Oye! —fingió sentirse insultado—. Admitirás que soy previsor, ¿no?

Estaban ingrávidos. El Ave de Tormenta se alejó del Carrusel Nueva Copenhague rodeado de una pequeña constelación de escombros. Fascinada a pesar de todo, Antoinette inspeccionó el daño que dejaban atrás. Habían abierto un agujero con forma de nave en la puerta.

—Mierda, Xave. ¿Tienes idea de lo que nos va a costar eso?

—Bueno, pues estaremos un poco más tiempo en números rojos. Supuse que sería una compensación aceptable.

—No les servirá de nada —dijo Reloj—. Seguimos aquí y no hay nada que nos puedan hacer que no les haga daño a ustedes al mismo tiempo. Así que olvídense de la despresurización o de ejecutar patrones de propulsión de muchas gravedades. No van a funcionar. El problema al que tenían que enfrentarse hace cinco minutos no ha desaparecido.

—La única diferencia —dijo el señor Rosa— es que acaban de quemar un montón de buena voluntad.

—Estaban a punto de desgarrarle la cabeza para llegar a sus recuerdos —dijo Xavier—. Si esa es su idea de buena voluntad, se la pueden meter por donde les quepa.

La draga medio montada del señor Rosa flotaba por la cabina. La había soltado durante la huida.

—Tampoco es que se hubieran enterado de nada —dijo Antoinette—, porque no sé lo que Clavain iba a hacer. Quizá no estoy utilizando términos lo bastante sencillos para que me entiendan.

—Coja la draga, señor Rosa —dijo Remontoire. El cerdo lo miró furioso, hasta que Reloj terminó por añadir con un nítido y excesivo énfasis—: Por favor, señor Rosa.

—Sí, señor Reloj —dijo el cerdo con el mismo matiz sarcástico.

El cerdo se manoseó las cinchas. Ya casi se las había quitado cuando la nave se lanzó hacia delante. La draga era lo único que no estaba atado. Se estrelló contra una de las paredes inflexibles del Ave de Tormenta y se rompió en media docena de piezas relucientes.

Xavier no pudo haber programado eso, ¿verdad?, se preguntó Antoinette.

—Muy listo —dijo Reloj—. Pero no lo bastante. Ahora tendremos que sacárselo por otros medios, ¿no?

La nave estaba ahora bajo los efectos de una propulsión constante. Pero Antoinette seguía sin oír nada, y eso empezó a preocuparle. Los cohetes químicos eran ruidosos: transmitían su sonido por todo el armazón del casco aunque la nave estuviera en el vacío. La propulsión de iones era silenciosa, pero no podía sostener ese tipo de aceleración. Aunque el motor de fusión tokamak era totalmente silencioso, suspendido como estaba en un telar de campos magnéticos.

Así que la propulsión era por fusión.

Mierda…

Había una condena a muerte obligatoria por utilizar motores de fusión dentro del Cinturón Oxidado. Incluso la utilización de cohetes nucleares tan cerca de un carrusel habría provocado atroces castigos; casi seguro que jamás habría vuelto a atravesar el espacio. Pero la propulsión por fusión era un instrumento que podía ser letal. Una llama de fusión mal dirigida podía partir un carrusel en cuestión de segundos…

—Xavier, si puedes hacer algo, vuélvenos a poner en química de inmediato.

—Lo siento, Antoinette, supuse que esto sería lo mejor.

—¡No me digas!

—Sí, y ya cargo yo con la culpa si hace falta. Pero escucha, aquí estamos secuestrados. Eso cambia las reglas. Ahora mismo queremos que la policía nos haga una visita. Todo lo que estoy haciendo es agitar una bandera.

—Eso suena genial en teoría, Xave, pero…

—Nada de peros. Funcionará. Verán que he mantenido la llama lejos de zonas residenciales a propósito. De hecho, hay incluso una modulación SOS enterrada en el patrón de los impulsos, aunque es demasiado rápida para que nosotros la sintamos.

—¿Crees que la pasma va a notarlo?

—No, pero coño, lo podrán verificar después, que es lo que importa. Verán que esto es un intento claro de pedir ayuda.

—Admiro su optimismo —dijo Reloj—. Pero no llegará a ningún tribunal. Se limitarán a sacarles del cielo de un disparo por violar el protocolo. Jamás tendrá la oportunidad de explicarse.

—Tiene razón —dijo el señor Rosa—. Si quiere vivir, será mejor que le dé la vuelta a esta nave y vuelva a toda prisa al Carrusel Nueva Copenhague.

—¿Y empezar de cero? Tiene que estar de coña.

—Es eso o morir, señor Liu.

Xavier se desabrochó las correas de su asiento.

—Ustedes dos —dijo señalando a los dos visitantes—, será mejor que se queden quietecitos. Es por su propio bien.

—¿Y yo qué? —dijo Antoinette.

—Quédate donde estás, es más seguro. Yo vuelvo en un minuto.

No tenía elección, tenía que confiar en él. Solo Xavier conocía los detalles del programa que le había cargado a la Bestia, y si ella empezaba también a moverse por ahí podría hacerse daño si la nave realizaba otro violento cambio de propulsión. Más tarde discutirían, lo sabía. No le hacía gracia que hubiera instalado todos esos trucos sin siquiera decírselo, pero por ahora tenía que admitir que era Xavier el que dominaba la situación. Incluso si todo lo que conseguían era ganar unos cuantos minutos.

Xavier se había ido rumbo a la cubierta de vuelo.

Antoinette miró furiosa a Reloj.

—Clavain me caía mucho mejor que usted, que lo sepa.


Xavier entró en la cubierta de vuelo del Ave de Tormenta y se aseguró de que la puerta quedaba sellada tras él, luego se acomodó en el asiento del piloto. Los dispositivos de la consola seguían en modo de diagnóstico profundo, no lo que se esperaría de una nave en pleno vuelo. Xavier se pasó los primeros treinta segundos restaurando las lecturas de aviónica normales, devolviendo la nave a algo parecido a un estado de vuelo rutinario. De inmediato, una voz sintética comenzó a chillarle que tenía que desconectar la propulsión de fusión porque, según al menos ocho balizas transmisoras locales, seguía dentro del Cinturón Oxidado y estaba por tanto obligado a no utilizar nada más energético que los cohetes químicos.

—¿Bestia? —susurró Xavier—. Será mejor que lo hagas. A estas alturas ya nos habrán visto, estoy bastante seguro.

La Bestia no dijo nada.

—Todo va bien —dijo Xavier todavía en susurros—. Antoinette se ha quedado abajo con los dos gilipollas. De momento no se va a ninguna parte.

Cuando la nave le habló, su voz era mucho más baja y suave de lo que lo era jamás cuando se dirigía a Antoinette.

—Espero que hayamos hecho lo correcto, Xavier.

La nave comenzó a retumbar cuando la propulsión por fusión fue suplantada sin contratiempos por cohetes nucleares. Xavier estaba bastante seguro de que todavía estaban a menos de cincuenta kilómetros del Carrusel Nueva Copenhague, lo que significaba que incluso utilizar cohetes nucleares contravenía una lista de reglas tan larga como su brazo. Pero todavía quería llamar un poco la atención.

—Yo también, Bestia. Supongo que pronto lo sabremos.

—Puedo despresurizar, creo. ¿Puedes meter a Antoinette en un traje sin que los otros dos creen ningún problema?

—No va a ser fácil. Ya me preocupa dejarlos solos ahí abajo. No sé cuánto tiempo pasará antes de que decidan empezar a moverse. Supongo que si pudiera meterlos a ellos en un compartimento y a ella en otro…

—Yo quizá pudiera despresurizar de forma selectiva, sí. Pero jamás lo he intentado, así que no sé si funcionará la primera vez.

—Quizá no haya que llegar a eso, si los matones de la Convención llegan aquí antes.

—Pase lo que pase, va a haber lío.

Xavier sabía leer el tono de la Bestia bastante bien.

—¿Te refieres a Antoinette?

—Quizá tenga algunas preguntas difíciles para ti, Xavier.

Xavier asintió muy serio. Eso era lo último que le hacía falta que le recordaran en estos momentos, pero desde luego no se podía discutir.

—Clavain albergaba sus dudas sobre ti, pero tuvo el buen sentido de no preguntarle a Antoinette qué estaba pasando.

—Antes o después va a tener que saberlo. Jim nunca quiso que guardáramos el secreto toda su vida.

—Pero no hoy —dijo Xavier—. Aquí no, y no ahora. Ya tenemos bastante de momento.

Fue entonces cuando vio algo en la consola que le llamó la atención. Fue en el radar tridimensional: tres iconos que se lanzaban a por ellos procedentes del carrusel. Se movían con rapidez, en vectores que los harían rodear el Ave de Tormenta en un movimiento de tenaza.

—Bueno, querías una respuesta, Xavier —dijo la Bestia—. Al parecer la has conseguido.

En estos tiempos, los cúteres de la Convención jamás se alejaban mucho del Carrusel Nueva Copenhague. Si no estaban acosando a Antoinette, y solían estarlo, entonces era a otra persona. Era muy probable que hubieran alertado a las autoridades de que algo extraño estaba pasando en cuanto el Ave de Tormenta dejó el taller de reparaciones. Xavier solo esperaba que no fuera ese oficial concreto de la Convención al que tanto parecían interesarle los asuntos de Antoinette.

—¿Crees que es verdad, que nos matarían sin preguntarnos siquiera por qué estábamos en propulsión de fusión?

—No lo sé, Xavier. En ese momento no es que me sobraran las opciones.

—No… Lo hiciste muy bien. Es lo que yo habría hecho. Lo que Antoinette hubiera hecho, con toda probabilidad. Y desde luego, lo que Jim Bax hubiera hecho.

—Las naves estarán dentro del radio de abordaje en tres minutos.

—Pónselo fácil. Voy a volver a ver cómo les va a los otros.

—Buena suerte, Xavier.

Regresó a donde lo esperaba Antoinette. Vio aliviado que Reloj y el cerdo seguían en sus asientos. Sintió cómo disminuía su peso cuando la Bestia recortó la potencia a los cohetes nucleares.

—¿Y bien? —preguntó Antoinette.

—Vamos bien —dijo Xavier con más confianza de la que en realidad sentía—. La policía estará aquí en cualquier momento.

Estaba en su asiento para cuando perdieron gravedad. Unos cuantos segundos más tarde sintió una serie de golpes secos cuando la nave de la policía se agarró al casco. Hasta ahora, bien, pensó. Por lo menos los iban a abordar. Mejor eso a que te sacaran del cielo de un disparo. Podría defender su caso, e incluso si los muy hijos de puta insistían en que alguien tenía que morir, creía poder mantener a Antoinette fuera de casi todo el follón.

Sintió una brisa. Le estallaron los oídos. Parecía una descompresión, pero se acabó antes de que hubiera empezado a sentir miedo de verdad. El aire se quedó quieto de nuevo. A lo lejos, oyó sonidos metálicos sordos y chillidos del metal al combarse y partirse.

—¿Qué acaba de pasar? —preguntó el señor Rosa.

—La policía debe de haber cortado nuestra cámara estanca para abrirse paso —dijo Xavier—. Una ligera diferencia de presión entre su aire y el nuestro. No había nada que les impidiese entrar con normalidad, pero supongo que no estaban dispuestos a esperar a que la cámara cumpliera el ciclo.

Ahora oyeron unos sonidos metálicos que se acercaban.

—Han enviado un proxy —dijo Antoinette—. Odio a los proxys.

Llegó menos de un minuto después. Antoinette se estremeció cuando la máquina se desdobló en la habitación, extendiéndose como un repugnante origami negro. Barrió la habitación dibujando arcos letales con sus miembros como estoques. Xavier se removió cuando la hoja de un brazo le pasó a milímetros de los ojos, partiendo el aire con un diminuto latigazo. Hasta el cerdo daba la sensación de preferir estar en algún otro sitio.

—Eso no ha sido muy inteligente —dijo el señor Rosa.

—No íbamos a hacerles daño —añadió Reloj—. Solo queríamos información. Ahora están metidos en un lío todavía mayor.

—Tenían una draga —dijo Xavier.

—No era una draga —dijo el señor Rosa—. Solo era un mecanismo de reproducción eidética. No les habría hecho ningún daño.

El proxy dijo:

—La propietaria legal de esta nave es Antoinette Bax. —La máquina se movió y se agachó delante de ella, lo bastante cerca para que la joven escuchara el zumbido bajo y constante que emitía, y oliera el matiz a ozono de las chispas del paralizador—. Ha contravenido las regulaciones de la Convención de Ferrisville sobre al uso de propulsión de fusión dentro del Cinturón Oxidado, antes conocido con el nombre de Banda Resplandeciente. Este es un delito civil de categoría tres que conlleva una pena de muerte neuronal irreversible. Por favor, preséntese para una identificación genética.

—¿Qué? —dijo Antoinette.

—Abra la boca, señorita Bax. No se mueva.

—Eres tú, ¿verdad?

—¿Yo, señorita Bax? —La máquina sacó de golpe un par de manipuladores con las puntas de goma y le sujetó la cabeza. A la joven le dolió y le siguió doliendo cada vez más, como si poco a poco le comprimieran el cráneo en un torno. Otro manipulador sacó con gesto eficiente una parte de la máquina antes oculta. Terminaba en una hoja curvada y diminuta, como una guadaña.

—Abra la boca.

—No… —Sentía que se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Abra la boca.

Aquella maligna y diminuta hoja (que de todos modos era lo bastante grande como para cortarle un dedo) flotó a unos milímetros de su nariz. Antoinette sintió que la presión aumentaba. El zumbido de la máquina se intensificó y se convirtió en una profunda pulsión orgásmica.

—Abra la boca. Es la última advertencia.

La mujer abrió la boca, pero tanto para gruñir de dolor como para darle al proxy lo que quería. El metal se desdibujó, demasiado rápido para que ella lo viera. Sintió un momento de frialdad en la boca y la sensación de que algo metálico le rozaba la lengua durante un instante.

Luego la máquina retiró la hoja. El miembro articulado se plegó y metió la hoja en una abertura separada del compacto chasis central del proxy. Algo zumbó y chasqueó en el interior: un secuenciador rápido, sin duda, que comparaba su ADN con los archivos de la Convención. Oyó el quejido creciente de una centrifugadora. El proxy todavía le tenía la cabeza agarrada como si fuera un torno.

—Suéltala —dijo Xavier—. Ya tienes lo que quieres. Ahora suéltala.

El proxy liberó a Antoinette, que jadeó, cogió aire y se limpió las lágrimas. Luego la máquina se volvió hacia Xavier.

—Interferir en las actividades de un agente o de un mecanismo oficialmente designado de la Convención de Ferrisville es un delito de categoría uno que…

No se molestó en completar la frase. Con un papirotazo desdeñoso, cruzó el pecho de Xavier con el paralizador, de tal modo que los electrodos le rozaron el pecho y lanzaron varias chispas. Xavier emitió un chillido y sufrió una convulsión. Luego se quedó muy quieto, con los ojos y la boca abiertos.

—Xavier… —jadeó Antoinette.

—Lo ha matado —dijo Reloj. Comenzó a desabrocharse las cintas de sujeción—. Tenemos que hacer algo.

Antoinette se soltó sin más.

—¿Y a ti qué cojones te importa? Has sido tú el que ha provocado esto.

—Por difícil que le resulte creerlo, sí que me importa. —Y se levantó del asiento buscando con las manos el punto más cercano de anclaje. La máquina se giró para mirarlo. Reloj se mantuvo firme, el único que no se había estremecido al llegar el proxy—. Déjeme pasar. Quiero examinarlo.

La máquina se lanzó hacia Reloj. Quizá esperaba que fintara y se apartara de su camino en el último momento, o que se acurrucara para protegerse. Pero Reloj no hizo ningún movimiento. Ni siquiera parpadeó. El proxy se detuvo, emitiendo furiosos zumbidos y chasquidos. Era evidente que no sabía muy bien qué pensar de él.

—Vuelva atrás —ordenó.

—Déjeme pasar o habrá cometido un asesinato. Sé que lo dirige un cerebro humano y que entiende el concepto de ejecución tan bien como yo.

La máquina volvió a levantar el paralizador.

—No servirá de nada —dijo Reloj.

La máquina apretó el paralizador contra él, justo por debajo de la clavícula. La barra de chispas de corriente bailó entre los polos como una anguila atrapada y se introdujo en la tela de la ropa. Pero Reloj siguió sin sufrir ninguna parálisis. No había rastro de dolor en su rostro.

—No va a funcionar conmigo —dijo—. Soy un combinado. Mi sistema nervioso no es del todo humano.

El paralizador estaba empezando a comerle la piel. Antoinette olió lo que supo, sin haberlo olido jamás, que era carne quemada.

Reloj temblaba, con la piel incluso más pálida y cerosa de lo que lo había estado jamás.

—No va a… —La voz le sonaba forzada. La máquina apartó el paralizador y reveló una franja carbonizada de doce milímetros de profundidad. Reloj seguía intentando completar la frase que había comenzado.

La máquina lo tiró de lado con la boca roma y circular de su pistola de repetición. Un hueso crujió; Reloj se estrelló contra la pared y se quedó quieto de inmediato. Parecía muerto, claro que nunca había habido parecido demasiado vivo. El hedor a piel quemada seguía llenando la cabina. No era algo que Antoinette fuera a olvidar muy pronto.

Volvió a mirar a Xavier. Reloj se dirigía a hacer algo por él. Llevaba «muerto» quizá ya medio minuto. Al contrario que Reloj, al contrario que cualquier araña, Xavier no tenía un conjunto de lujosas máquinas en su cabeza que detuviera los procesos de daño cerebral que acompañaban a la pérdida de circulación. No tenía mucho más de un minuto…

—Señor Rosa… —le rogó.

El cerdo dijo:

—Lo siento, pero no es mi problema. De todas formas, yo ya estoy muerto.

Todavía le dolía la cabeza. Tenía los huesos magullados, estaba segura. El proxy casi le había hecho estallar la cabeza. Bueno, de todos modos estaban muertos. El señor Rosa tenía razón. Así que, ¿qué importaba si la herían un poco más? No podía dejar que Xavier se quedase así, tenía que hacer algo.

Se salió de su asiento.

—Deténgase —dijo el proxy—. Está interfiriendo con la escena de un delito. Interferir con una escena criminal designada es un delito…

Antoinette siguió moviéndose de todos modos, saltando de sujeción a sujeción hasta que se encontró al lado de Xavier. La máquina avanzó hacia ella, la joven oyó que se intensificaba el crujido del paralizador. Xavier llevaba un minuto muerto. No respiraba. Le cogió la muñeca e intentó buscarle el pulso. ¿Era así como se hacía?, se preguntó frenética. ¿O era en un lado del cuello?

El proxy la levantó y la dejó a un lado con tanta facilidad como si fuese un fardo de leña. Ella se fue de nuevo a por él, más enfadada de lo que lo había estado jamás en su vida, enfadada y aterrada al mismo tiempo. Xavier iba a morir, de hecho ya estaba muerto. Y ella, al parecer, lo iba a seguir muy pronto. Mierda… Media hora antes, lo único que le había preocupado había sido la bancarrota.

—¡Bestia! —exclamó—. Bestia, si puedes hacer algo…, ahora quizá no fuera un mal momento.

—Debe disculparme, señorita, pero uno es incapaz de hacer nada que no la incomodara más a usted de lo que incomodaría al proxy. —Bestia hizo una pausa y añadió—. Lo siento mucho, de verdad.

Antoinette miró las paredes y un momento de quietud perfecta la envolvió, un ojo en la tormenta. Bestia jamás había sonado así. Era como si la subpersona hubiera cambiado automáticamente, con un chasquido, a un programa de identidad diferente. ¿Cuándo había utilizado jamás la primera persona?

—Bestia… —dijo con voz tranquila—. ¿Bestia…?

Pero ya tenía el proxy encima, la aleación de sus miembros, dura como el diamante y afilada como una cimitarra, cortaba el aire a su alrededor. Antoinette se sacudió y chilló cuando la máquina la apartó por la fuerza de Xavier. La joven no podía evitar cortarse con los miembros del proxy. Le manaba sangre de cada herida en largas procesiones de cuentas que trazaban arcos de color rojo rubí por el aire. Comenzó a sentirse débil, estaba perdiendo la conciencia.

El cerdo se movió. El señor Rosa estaba encima de la máquina. El cerdo era pequeño pero tenía una fuerza inmensa para su tamaño, y los servidores del proxy gimieron y zumbaron a modo de protesta cuando el cerdo luchó contra las hojas de los miembros. Los látigos y espirales de su propia sangre derramada se mezclaban con los de Antoinette. El aire se cubrió de una neblina escarlata cuando las cuentas se fueron dividiendo en gotitas cada vez más pequeñas. La joven vio cómo la máquina infligía brutales cuchilladas al señor Rosa. Este soltaba chorros de sangre que se rizaban al salir como una aurora. El señor Rosa rugía de dolor y rabia, y sin embargo seguía luchando. El paralizador se arqueó, dibujando una vacilante curva azul por el aire. La boca de la pistola de repetición comenzó a rotar más rápido incluso, como si el proxy se estuviera preparando para rociar la cabina.

Antoinette volvió reptando de nuevo al lugar en el que yacía Xavier. Tenía las palmas de las manos cubiertas de cortes. Tocó la frente de Xavier. Podría haberlo salvado hace unos minutos, pensó, pero era inútil intentarlo ahora. El señor Rosa estaba librando una valiente batalla, pero perdía; era inexorable. Ganaría la máquina y la apartaría de nuevo de Xavier; y luego, quizá, la matara a ella también.

Se había acabado. Y todo lo que debería haber hecho, pensó, era seguir el consejo de su padre. Le había dicho que jamás se involucrase con arañas, y aunque él nunca podría haber adivinado las circunstancias que la enredarían con ellos, el tiempo le había dado la razón.

Perdona, papa, pensó Antoinette. Tenías razón, y yo creí saber más que nadie. La próxima vez prometo ser una buena chica…

El proxy dejó de moverse, los motores servo se callaron al instante. La pistola de repetición se redujo a un profundo rumor y luego se detuvo. El paralizador siseó, soltó unas chispas y luego murió. Hasta el zumbido había terminado. La máquina se había limitado a quedarse congelada, inmóvil, una repugnante araña negra empapada con la sangre que cubría la cabina de una pared a otra.

Antoinette encontró alguna fuerza.

—Señor Rosa… ¿Qué ha hecho?

—Yo no he hecho nada —dijo el señor Rosa. Y luego el cerdo señaló a Xavier con un gesto—. Yo me concentraría en él si fuera usted.

—Ayúdeme, por favor. No soy lo bastante fuerte para hacer esto sola.

—Ayúdese usted misma.

La joven vio que el señor Rosa también tenía heridas bastante graves. Pero aunque estaba perdiendo sangre, no parecía haber sufrido nada peor que unos cuantos cortes y cuchilladas; no parecía haber perdido ningún dígito ni que le hubieran roto ningún hueso.

—Se lo ruego. Ayúdeme a masajearle el pecho.

—Dije que jamás ayudaría a un ser humano, Antoinette.

De todas formas ella comenzó a trabajar sobre el pecho de Xavier, pero con cada presión perdía fuerzas, fuerzas que no le sobraban.

—Por favor, señor Rosa.

—Lo siento, Antoinette. No es nada personal, pero…

Ella dejó lo que estaba haciendo. Su ira era ahora suprema.

—¿Pero qué?

—Me temo que los humanos no son mi especie favorita, nada más.

—Bueno, señor Rosa, aquí tiene un mensaje de la especie humana: que lo follen a usted y su actitud.

La joven volvió con Xavier y reunió todas las fuerzas que pudo para un último intento.

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