25

Embutida en una coraza negra, Skade recorrió a grandes zancadas la nave que ahora era suya por completo. De momento estaban a salvo, tras haber pasado desapercibidos por el último anillo de defensas del perímetro demarquista. Ya no había nada entre la Sombra Nocturna y su destino, salvo años luz vacíos.

Skade frotó los dedos de acero contra la capa metálica del pasillo, le encantaba la lustrosa conjunción de cosas artificiales. Durante un tiempo la nave había llevado el hedor de propietario de Clavain, e incluso después de su deserción había tenido que vérselas con Remontoire, el simpatizante y aliado de Clavain. Pero ahora habían desaparecido los dos y ella podía considerar suya por derecho propio la Sombra Nocturna. Podía, si eso quería, cambiarle el nombre y darle otro de su gusto, o quizá desechar la idea entera de darle un nombre a la nave, algo tan firmemente opuesto al pensamiento combinado. Pero Skade pensó que había un placer perverso en mantenerlo. Sería divertido volver la valiosa arma de Clavain contra él, y esa diversión sería todavía más dulce si esa arma aún llevaba el apelativo que él le había conferido. Sería la humillación definitiva, una generosa compensación por todo lo que le había hecho.

Y sin embargo, a pesar de todo lo que despreciaba lo que él había hecho, no podía negar que se estaba acostumbrando al nuevo estado de su cuerpo de un modo que la habría alarmado semanas antes. Su coraza se estaba convirtiendo en ella. Admiraba su forma en el destello de mamparas y portales. La torpeza final ya había desaparecido, y en la privacidad de su alojamiento pasaba largas horas divirtiéndose con asombrosos trucos de fuerza, destreza y malabarismos. La coraza estaba aprendiendo a anticipar sus movimientos, a liberarse de la necesidad de esperar a que las señales se arrastrasen columna arriba o abajo. Skade tocaba fugas en un holoclavicordio con una mano, a la velocidad del rayo; sus dedos enfundados en guanteletes se convertían en una mancha borrosa de metal, tan rápida y letal como una trilladora. La Tocata en re, de alguien llamado Bach, se derrumbaba bajo su dominio. Se convertía en un rápido estallido de sonido, como el fuego de una pistola de repetición, que requería un postproceso neuronal para separarlo y convertirlo en algo parecido a la música.

Todo era una distracción, por supuesto. Skade quizá se hubiera deslizado a través de la última línea defensiva demarquista, pero en los últimos tres días había comenzado a ser consciente de que quizá sus dificultades podrían no haber terminado del todo. Había algo siguiéndola, algo que salía del sistema de Yellowstone con una trayectoria muy parecida.

Ya era hora, decidió, de que compartiera la noticia con Felka.

La Sombra Nocturna estaba en silencio. Las pisadas de Skade eran todo lo que oía al dirigirse hacia la bodega de sueño. Sonaban fuertes y regulares, como martillos en una fundición. La nave estaba acelerando a dos gravedades, la maquinaria de supresión de inercia funcionaba en silencio y con suavidad, pero para Skade caminar no requería mayor esfuerzo.

Había congelado a Felka poco después de que le llegara la noticia de su más reciente fracaso. En ese momento había quedado claro, tras realizar un escrutinio de los nuevos objetos que rodeaban Yellowstone, que Clavain la había esquivado de nuevo; que Remontoire y el cerdo no solo no habían conseguido capturarlo, sino que además ellos también habían sido víctimas de bandidos locales. Habría sido atractivo en ese punto asumir que el propio Clavain estaba muerto, pero ya había cometido ese error con anterioridad y no estaba dispuesta a caer otra vez en la misma trampa. Por eso precisamente había conservado a Felka, como moneda de cambio que pudiera utilizar en futuras negociaciones con Clavain. Sabía lo que pensaba él de Felka.

No era cierto, pero no importaba.

Skade había tenido intención de volver al Nido Madre tras completar su misión pero su fracaso a la hora de matar a Clavain la había obligado a reconsiderar su postura. La Sombra Nocturna era capaz de continuar hacia el espacio interestelar, y cualquier problema técnico menor se podía solucionar de camino a Delta Pavonis. El maestro de obra tampoco necesitaba su supervisión directa para terminar de construir la flota de evacuación. Una vez que la flota estuviera lista para el vuelo y equipada con maquinaria de supresión de inercia, parte de ella seguiría a Skade hacia el sistema de Resurgam, mientras que el resto tomaría una dirección diferente cargada con evacuados dormidos. Una única cabeza nuclear descortezadora terminaría con el Nido Madre.

Skade intentaría recuperar las armas. Si fracasaba en su primer intento, solo tendría que esperar a que llegase su flota de apoyo. Serían naves estelares mucho más grandes que podrían llevar armamentos mayores que la Sombra Nocturna, incluso cañones pesados de aceleración. Una vez que entrara en posesión de las armas perdidas, se encontraría con el resto de la flota de evacuación en un sistema diferente, en la otra mitad del cielo, al otro lado de Delta Pavonis, tan lejos como pudieran llegar de la usurpación de los inhibidores.

Luego pondrían rumbo a un espacio incluso más profundo, a muchas docenas, quizá incluso cientos de años luz hacia el interior del plano galáctico. Era hora de decirle adiós al espacio solar local. No era muy probable que lo volvieran a ver jamás.

Las constelaciones cambiarán, pensó Skade, no solo por unos cuantos grados, sino lo suficiente para deformarlas por completo. Por primera vez en la historia, vivirían bajo cielos auténticamente alienígenas, sin que pudieran consolarlos las formas míticas de su infancia, esos alineamientos aleatorios de estrellas en los que la conciencia humana había grabado un significado. Y al mismo tiempo sabrían que esos cielos eran crueles, tan infestados de monstruos como cualquier bosque encantado.

Sintió que su peso cambiaba, como si estuviera en un navío bajo una repentina tempestad. Se estabilizó apretándose contra la pared y estableció un enlace con Jastrusiak y Molenka, sus dos expertos en el sistema de supresión de inercia.

¿Pasa algo?

Molenka, la mujer, respondió a la pregunta de Skade.

[Nada, Skade. Solo una pequeña burbuja de inestabilidad. Nada inesperado].

Quiero saberlo si ocurre algo extraño, Molenka. Quizá necesitemos mucho más de este equipo, y quiero tener una confianza absoluta en él.

Ahora le tocó a Jastrusiak.

[Lo tenemos todo bajo control, Skade. La maquinaria está en condiciones de estado dos, perfectamente estable. Las pequeñas estabilidades se reducen a la media].

Bien. Pero intentad mantener esas inestabilidades bajo control, ¿queréis?

Skade estuvo a punto de añadir que le aterraban, pero se lo pensó mejor. No debía revelarles sus miedos a los demás, no cuando tantas cosas dependían de que aceptaran su liderazgo. Ya era bastante difícil hacer que los miembros de una mentalidad de colmena se sometieran a su voluntad, y su control se habría visto socavado ante la más leve insinuación de duda sobre sus habilidades.

No hubo más irregularidades en el campo. Satisfecha, continuó su camino hacia la bodega de sueño.

Solo estaban ocupadas dos de las arquetas de sueño frigorífico. Skade había instigado el ciclo del despertar de Felka seis horas antes. Ahora empezaba a abrirse la más cercana de las dos arquetas, la que exponía la forma inconsciente de la mujer. Skade se acercó más despacio a la arqueta y se agachó sobre sus piernas metálicas, hasta que estuvo al mismo nivel que Felka. El aura de diagnóstico de la arqueta le dijo que ya estaba solo durmiendo, sumida en un moderado estado REM. Observó que le temblaban los párpados y colocó la mano de acero en el antebrazo de Felka. La apretó con suavidad, y Felka gimió y cambió de postura.

Felka. Felka. Despierta ya.

Felka se fue recuperando poco a poco. Skade esperó con paciencia, contemplándola con algo parecido al afecto.

Felka. Tienes que entenderme. Estás saliendo de un sueño frigorífico. Llevas seis semanas congelada. Te sen tiras incómoda y desorientada, pero desaparecerá. No tienes nada que temer.

Felka abrió los ojos y los guiñó con una mueca de dolor, ofendida incluso por la escasa iluminación azul de la bodega de sueño. Gimió de nuevo e intentó salir de la arqueta, pero el esfuerzo era demasiado para ella, sobre todo por debajo de las dos gravedades.

Tranquila.

Felka murmuró y balbució una serie de sonidos, una y otra vez, hasta que formaron palabras reconocibles.

—¿Dónde estoy?

A bordo de la Sombra Nocturna. Te acuerdas, ¿no? Fuimos tras Clavain, al sistema interno.

—Clavain… —No dijo nada más durante diez o quince segundos, antes de añadir—: ¿Muerto?

No creo, no.

Felka consiguió abrir los ojos un poco más.

—Cuéntame… qué pasó.

Clavain nos engañó con la corbeta. Consiguió llegar al Cinturón Oxidado. Eso lo recuerdas, creo. Remontoire y Escorpio entraron tras él. Nadie más pudo ir, ellos eran los únicos que tenían alguna posibilidad de moverse por el espacio de Yellowstone sin que los descubrieran. No quise dejarte ir por razones obvias. A Clavain le importas, y eso hace que para mí seas muy valiosa.

—¿Rehén?

No, por supuesto que no. Solo una de nosotros. Clavain es el cordero que ha dejado el redil, no tú. El que queremos que vuelva es Clavain, Felka. Clavain es el hijo pródigo.


Fueron a la cubierta de vuelo de la Sombra Nocturna. Felka sorbía un caldo con sabor a chocolate en el que se habían vertido varias medichinas reconstituyentes.

—¿Dónde estamos?

Skade le mostró una imagen del campo estelar posterior, con una tenue estrella de un color amarillo rojizo destacada en verde. Esa era Épsilon Eridani, doscientas veces más apagada de lo que lo había estado desde la remota atalaya del Nido Madre. Ahora estaba diez millones de veces más apagada que el sol que ardía en el cielo de Yellowstone. Estaban en el auténtico espacio interestelar, por primera vez en la vida de Skade.

A seis semanas de Yellowstone, más de mil trescientas unidades astronómicas. La mayor parte del tiempo hemos mantenido las dos gravedades, lo que significa que ya hemos alcanzado un cuarto de la velocidad de la luz. A estas alturas, una nave convencional estaría luchando por llegar a una octava parte de la velocidad de la luz, Felka. Pero podemos hacerlo aún mejor si no queda más remedio.

Cosa que Skade sabía que era cierta, pero acelerar un poco más no supondría una gran ventaja práctica. La relatividad se aseguraba de eso. Una aceleración arbitraria elevada podía comprimir la duración subjetiva de su viaje a Resurgam, pero no supondría casi ninguna diferencia en el tiempo objetivo que consumía ese viaje. Y era el tiempo objetivo el único factor relevante en la visión de conjunto: alcanzar Resurgam seguiría llevando la misma cantidad de tiempo que si lo midiesen observadores externos, y más décadas todavía encontrarse con los otros elementos de la flota del éxodo.

Sin embargo, había otras razones para considerar un aumento en la aceleración. Y en el fondo, Skade pensaba en una peligrosa y atrayente posibilidad que cambiaría las reglas por completo.

—¿Y la otra nave? —preguntó Felka—. ¿Dónde está?

Skade ya le había hablado del navío que tenían detrás. Ahora aparecía en la pantalla un segundo círculo bisecado por dos finas líneas cruzadas, centrado casi con toda exactitud sobre el que demarcaba a Épsilon Eridani.

Ahí está. Es muy tenue, pero ahí hay una clara fuente de neutrinos tau y se está moviendo con el mismo rumbo que nosotros.

—Pero mucho más atrás —dijo Felka.

Sí, Tres o cuatro semanas por detrás de nosotros, con toda seguridad.

—Podría ser una nave comercial, ultras o algo, con una dirección similar.

Skade asintió.

He considerado esa posibilidad pero no me parece probable. Resurgam no es un destino muy popular entre los ultras y si esa nave se dirigiera a otra colonia en la misma parte del cielo, a estas alturas ya habríamos visto movimiento lateral. Y no lo hemos visto, nos sigue, Felka.

—Una persecución por la popa.

Sí, nos siguen de forma deliberada. Tienen una modesta ventaja táctica, ya sabes. Nuestra llama señala hacia ellos, la suya se aleja de nosotros. Puedo rastrearlos porque tenemos detectores de neutrinos de nivel militar, pero sigue siendo difícil. Pero a ellos no les hace falta mayor astucia para vernos. He separado nuestros haces impulsores en cuatro componentes y les he dado una pequeña compensación angular, pero solo tienen que detectar una cantidad diminuta de radiación filtrada para fijar nuestra posición. Sin embargo, nuestro neutrino es silencioso, y eso nos proporcionará una ventaja definitiva después del cambio, cuando tengamos que apuntar nuestra llama hacia Resurgam. Pero no llegaremos a eso. Esa nave no podrá cogernos jamás, por mucho que lo intente.

—La nave ya debería estar quedándose atrás —dijo Felka—. ¿No es cierto?

No. Hasta ahora ha mantenido dos gravedades todo el camino, desde que salió del Cinturón Oxidado.

—No sabía que las naves normales podían acelerar tanto.

No pueden, normalmente no. Pero hay métodos, Felka. ¿Sabes la historia de Irravel Velda?

—Por supuesto —dijo Felka.

Cuando estaba persiguiendo a Run Seven modificó su propia nave para conseguir dos gravedades. Pero lo hizo de forma basta, no mejorando la eficacia de sus motores combinados sino despojando su nave de todo, hasta dejar solo el esqueleto. Abandonó a todos sus pasajeros en un cometa para ahorrar masa.

—¿Y crees que esa otra nave está haciendo algo parecido?

No hay otra explicación. Pero no les servirá de nada. Incluso a dos gravedades no pueden cerrar la brecha que los separa de nosotros, y la brecha aumentará si incrementamos nuestro efecto de supresión de la inercia. No pueden llegar a las tres gravedades, Felka. Hay un límite en la masa de la que se puede despojar una nave antes de quedarse sin ella. Y ellos ya deben de estar muy cerca de ese límite.

—Debe de ser Clavain —dijo Felka.

Pareces muy segura.

—Nunca pensé que se rendiría, Skade. No es su estilo. Quiere esas armas con todas sus fuerzas y no va a dejar que tú pongas tus frías manos de acero en ellas sin luchar.

Skade quería encogerse de hombros, pero la coraza no se lo permitía.

Entonces confirma lo que siempre he sospechado, Felka. Clavain no es un racionalista. Es un hombre aficionado a los gestos, por muy inútiles o estúpidos quesean. Esto no es más que el gesto más grandioso y desesperado que ha hecho hasta la fecha.


Clavain se tropezó con la primera de las trampas de Skade a ochocientas unidades astronómicas de Yellowstone, cien horas luz después de cruzar. Llevaba tiempo esperando que ella intentara algo; de hecho, se habría sentido desilusionado y un poco alarmado si no lo hubiera hecho. Pero Skade no lo había decepcionado.

La Sombra Nocturna había sembrado minas a su paso. Durante unas cuantas semanas, Skade las había dejado caer desde la popa de su nave: zánganos pequeños, automatizados y con un alto nivel de autonomía para conseguir la máxima invisibilidad contra los sensores de exploración de Clavain. Los zánganos eran lo bastante pequeños para que Skade pudiera permitirse fabricarlos y desplegarlos a cientos, salpicando así de obstáculos ocultos el camino que debía seguir Clavain.

Los zánganos no tenían que ser muy listos ni tener un gran alcance. Skade podía estar bastante segura de la trayectoria que Clavain se vería obligado a seguir, de la misma forma que él estaba bastante seguro de la de ella. Incluso una pequeña desviación de la línea recta que unía a Épsilon Eridani con Delta Pavonis le costaría a Clavain unas valiosísimas semanas que retrasarían aún más su llegada. Ya estaba quedándose atrás y no quería incurrir en ningún retraso más si podía evitarlo. Así que Skade habría sabido que Clavain permanecería en el mismo rumbo, salvo por alguna desviación a corto plazo.

Aun así eso significaba que Skade seguía teniendo mucho espacio que cubrir. Las explosiones no eran un medio eficaz de infligir daño a una nave espacial salvo si se estaba a una distancia muy corta, ya que el vacío no propagaba las ondas de choque. Skade sabría que las posibilidades de que una de sus minas se acercara a menos de mil kilómetros de la nave de Clavain eran tan pequeñas que resultaban casi insignificantes, así que no tendría sentido poner cabezas nucleares descortezadoras. Clavain esperaba que las minas estuvieran diseñadas para identificar y atacar su nave a la típica distancia de segundos luz. Serían lanzamisiles de un solo uso, haces de partículas, con toda probabilidad. Eso era justo lo que habría hecho él si lo estuvieran persiguiendo en una nave parecida.

Pero Skade había utilizado descortezadores. Los había insertado, por lo que Clavain podía juzgar, en una de cada veinte minas, con una desviación estadística hacia el borde de su enjambre. Las cabezas nucleares estaban listas para detonar en cuanto él llegara a una hora luz de ellas, por lo que podía ver. Se veía un lejano punto de intensa luz azul que se desvanecía hacia el violeta, desplazado en rojo respecto al marco estacionario de Clavain en unos cientos de kilómetros por segundo. Y luego, horas o decenas de horas después, detonaba otra, a veces dos o tres en rápida sucesión, un tartamudeo que salía de la noche como una cascada de fuegos artificiales. Algunas explotaban más cerca que otras, pero todas estaban demasiado distantes para causarle daño alguno a la nave. Clavain realizó un análisis regresivo sobre el patrón del despliegue y llegó a la conclusión de que las bombas de Skade solo tenían una posibilidad entre mil de dañar su nave. Las posibilidades de lograr un golpe destructivo eran un factor de cien menos favorable. Estaba claro que no era ese su propósito.

Skade, comprendió, estaba utilizando los descortezadores con la única intención de aumentar la precisión de sus otras armas a la hora de fijar el objetivo; inundaban la nave de Clavain de destellos estroboscópicos que fijaban al instante su posición y velocidad. Las otras minas estarían husmeando el espacio en busca de los restos de los fotones reflejados que partían de su casco. Era una forma de compensar el hecho de que las minas de Skade eran demasiado pequeñas para llevar detectores de neutrinos, y por tanto tenían que fiarse de los cálculos de posición anticuados que transmitía la Sombra Nocturna, que ya estaba a muchas horas luz en el espacio interestelar. El humo de los descortezadores sacaba la nave de Clavain de la oscuridad y permitía que lo localizaran las armas de energía dirigida de Skade. Clavain no veía los haces de esas armas, solo el destello de las explosiones que provocaban. Los rendimientos era más o menos una centésima parte del estallido de una explosión descortezadora, suficiente para impulsar un haz de partículas o un gráser con un alcance extremo de cinco segundos luz. Si el haz no lo alcanzaba, Clavain no llegaba a verlo. En el espacio interestelar había tan pocos granos de polvo ambiente que incluso un haz que pasara a kilómetros de la nave sufría una dispersión insuficiente para revelarse. Clavain era un hombre ciego y sordo que cruzaba tropezando la tierra de nadie, sin darse cuenta de las balas que pasaban silbando a su lado, sin ni siquiera sentir el viento de su paso.

Lo irónico era que, con toda probabilidad, ni siquiera sabría si un haz les daba.

Desarrolló una estrategia que esperaba que funcionase. Si las armas de Skade estaban disparando desde una distancia típica de cinco segundos luz, dependían de cálculos de posición que tenían una antigüedad de al menos diez segundos, y que con toda probabilidad era algo así como treinta segundos. Los algoritmos de fijación de objetivos estarían extrapolando su rumbo, localizando su probable posición futura con un diferencial de cálculos menos probables. Pero treinta segundos proporcionaban a Clavain un margen suficiente para hacer que esa estrategia fuera de una enorme ineficacia para Skade. En treinta segundos, bajo una propulsión constante de dos gravedades, una nave cambiaba su posición relativa en nueve kilómetros, más del doble de la longitud de su casco. Sin embargo, si Clavain hiciera vacilar al azar la propulsión, Skade no sabría con seguridad hacia qué lugar dentro de ese enclave de nueve kilómetros tendría que dirigir sus armas. Tendría que asignar más recursos a la obtención de la misma probabilidad de un impacto. Era un juego de números, no un método garantizado para evitar que te mataran; pero Clavain había sido soldado el tiempo suficiente para saber que, en última instancia, la mayor parte de las situaciones de combate se reducía a eso.

Pareció funcionar. Pasó una semana, y luego otra, y luego las explosiones más pequeñas de los haces de partículas cesaron. Solo quedó el destello ocasional y mucho más lejano de un descortezador. Seguía vigilándolo, pero por ahora había abandonado la idea de acabar con él con algo tan sencillo como un haz de partículas.

Clavain siguió alerta y nervioso. Conocía a Skade.

No se daría por vencida con tanta facilidad.


Tenía razón. Dos meses más tarde, una quinta parte del ejército estaba muerta, y había muchos más heridos y con posibilidades de morir durante las semanas siguientes. La primera insinuación de problemas había sido de lo más inocua: un diminuto cambio en la pauta de luz que detectaban en la Sombra Nocturna. Parecía imposible que un cambio tan insignificante pudiera tener algún impacto en su propia nave, pero Clavain sabía que Skade no haría nada sin tener una razón excelente. Así que una vez que se verificó el cambio y se demostró que era deliberado, reunió a su tripulación de mayor grado en el puente de la abrazadora lumínica robada.

La nave, a la que Escorpio la había llamado Luz del Zodíaco por alguna extraña razón, era una abrazadora lumínica comercial típica, fabricada más de doscientos años antes. Desde entonces, la nave había experimentado varios ciclos de reparaciones y nuevos diseños, pero el núcleo no había sufrido grandes cambios. Con cuatro kilómetros de longitud, la abrazadora lumínica era mucho más grande que la Sombra Nocturna, con un casco ahuecado por cavernosas zonas de carga lo bastante grandes para tragarse una flotilla de naves espaciales de tamaño medio. El casco en sí tenía una forma más o menos cónica que se afilaba hacia una proa con forma de aguja en la dirección del vuelo, y una cola más roma en la popa. Había dos motores interestelares acoplados al casco a través de vergas rebordeadas que salían del punto más ancho del cono. Los motores estaban recubiertos por doscientos años de secreciones posteriores, pero la forma básica de la tecnología combinada era evidente bajo las capas de crecimiento. El resto del casco tenía la suavidad oscura del mármol mojado, salvo por la proa, que estaba revestida por una matriz de hielo ablativo cosido con filamentos hiperdiamantinos. Como H había dicho, la nave en sí estaba bastante sana, eran los métodos comerciales de la tripulación anterior lo que los había hecho insolventes. El ejército de cerdos, entrenados para no dañar nada irremplazable, había conseguido minimizar el daño durante la captura.

El puente estaba a un tercio del camino de proa, a uno coma treinta y cinco kilómetros de distancia vertical cuando la nave estaba acelerando. La mayor parte de la tecnología de su interior, de hecho, la mayor parte de la tecnología que había a bordo de la nave, era antigua, tanto al tacto como en su función. Nada de ello sorprendió a Clavain; los ultras eran famosos por su conservadurismo, y era precisamente porque no habían adoptado la nanotecnología a gran nivel por lo que seguían teniendo un papel en esos tiempos posteriores a la plaga. Había fábricas generales en el vientre de la nave que ahora se dedicaban a la producción de armas a tiempo completo, no se podía perder capacidad en la mejora del material y la infraestructura de la Luz del Zodíaco. A Clavain no le había llevado demasiado tiempo acostumbrarse al ambiente de museo de la enorme y antigua nave; sabía que esa robustez les haría un buen servicio en cualquier batalla contra la triunviro Volyova.

El puente en sí era una cámara esférica dentro de una estructura de cardán que le permitía girar según lo que hiciera la nave, propulsarse o rotar. Las paredes estaban acolchadas con sistemas de proyección que mostraban vistas exteriores de la nave capturadas por zánganos, representaciones tácticas del volumen inmediato de espacio y simulaciones de varias estrategias de acercamiento para la llegada al sistema de Resurgam. Otras partes de las paredes estaban llenas de textos que se desplazaban, escritos con la anticuada letra norte, una letanía constante de averías de la nave y de los sistemas automáticos que se disparaban para arreglarlos.

Había un estrado rodeado de una barandilla. Estaba hecho de metal rojo y tenía forma de parrilla. Albergaba asientos, pantallas y sistemas de control. El estrado podía alojar unas veinte personas antes de resultar incómodo; Clavain supuso que en ese momento estaba casi al límite de su capacidad. Escorpio estaba allí, por supuesto, con Lasher, Sombra, Sangre y Cruz: tres de sus cerdos adjuntos y una mujer humana con un solo ojo procedente del mismo mundo del hampa. Antoinette Bax y Xavier Liu, mugrientos tras abandonar a toda prisa unas reparaciones, se sentaban cerca de la parte de atrás, y el resto del estrado estaba ocupado por una amplia mezcla de cerdos y humanos de referencia, muchos de los cuales habían salido directamente de sus empleos del Cháteau. Eran expertos en la tecnología que H había reconstruido y, al igual que Escorpio y sus colegas, estaban convencidos de que les iría mucho mejor uniéndose a la expedición de Clavain que quedándose en Ciudad Abismo o en el Cinturón Oxidado. Hasta Pauline Sukhoi estaba allí, lista para volver al trabajo que había destrozado su realidad personal. A Clavain le parecía una mujer que acababa de salir entre tropezones de una casa encantada.

—Se ha producido una novedad —dijo Clavain cuando tuvo su atención—. No sé muy bien qué pensar de ella.

Un tanque de visualización cilíndrico, un anticuado sistema de imágenes, aguardaba en medio del estrado. El interior del tanque contenía una única hoja transparente de perfil helicoidal que se podía hacer rotar a gran velocidad. Unos rayos láser de colores enterrados en la base del tanque lanzaban haces de luz hacia arriba, donde los interceptaba la superficie móvil de la hoja.

Un cuadrado plano y perfecto de luz aparecía en el tanque e iba rotando poco a poco, para aparecer ante todos los que se encontraban en el puente.

—Esto es una imagen bidimensional del cielo que tenemos por delante —dijo Clavain—. Ya hay fuertes efectos relativistas: las estrellas han salido de sus posiciones habituales y sus espectros han hecho un corrimiento al azul. Las estrellas calientes parecen más apagadas, puesto que ya estaban emitiendo la mayor parte de su flujo en ultravioleta. Las estrellas enanas salen de ninguna parte, ya que, de repente, estamos viendo flujo infrarrojo que antes era invisible. Pero no son las estrellas lo que me interesa hoy. —Señaló el centro del cuadrado, un objeto borroso parecido a una estrella—. Esta cosa de aquí, que también parece una estrella, es la huella del escape de la abrazadora lumínica de Skade. Ha hecho todo lo que ha podido para mantener la invisibilidad de su motor, pero seguimos viendo suficientes fotones perdidos procedentes de la Sombra Nocturna para mantener su posición fijada.

—¿Puedes calcular su potencia de propulsión? —preguntó Sukhoi.

Clavain asintió.

—Sí. La temperatura de su llama dice que está poniendo el motor a una propulsión nominal. Eso le daría una gravedad de aceleración para la típica nave de un millón de toneladas. Los motores de la Sombra Nocturna son más pequeños, pero también es una nave pequeña para lo que suele ser una abrazadora lumínica. No tendría que haber mucha diferencia, pero está consiguiendo dos gravedades y de vez en cuando ha subido hasta tres. Como nosotros, tiene maquinaria para suprimir la inercia. Pero sé que puede aumentar todavía mucho más.

—Nosotros no —dijo Sukhoi poniéndose más pálida que nunca—. La realidad cuántica es un nido de serpientes, Clavain, y nosotros ya estamos hurgando con un palo muy afilado.

Clavain sonrió con paciencia.

—Entendido, Pauline. Pero sea lo que sea lo que Skade consiga, debemos encontrar alguna forma de conseguirlo también. Pero no es eso lo que me preocupa. Es esto. —Las imágenes giratorias cambiaron de una forma casi imperceptible. Los gases de Skade se hicieron un poco más brillantes.

—Se está propulsando más o ha cambiado la geometría de sus haces —dijo Antoinette.

—No, eso fue lo que yo pensé, pero la luz adicional es diferente. Es coherente, se dispara en la óptica del marco estacionario de Skade.

—¿Un láser? —preguntó Lasher.

Clavain miró al cerdo, el aliado más fiable de Escorpio.

—Eso parecería. Unos láseres ópticos de alta potencia, es probable que una batería, y se destacan a lo largo de su línea de vuelo. Es muy probable que no estemos tampoco viendo todo el flujo, solo una fracción del mismo.

—¿Y eso de que le servirá? —dijo Lasher. Tenía una cicatriz negra en la cara que le bajaba como la línea de un lápiz desde la frente a la mejilla—. Va por delante de nosotros, demasiado lejos para que tenga sentido como arma.

—Lo sé —dijo Clavain—. Y eso es lo que me preocupa. Porque Skade no hace nada a menos que haya una buena razón.

—¿Está intentando matarnos? —preguntó el cerdo.

—Solo tenemos que averiguar cómo espera conseguirlo —respondió Clavain—. Y luego, bueno, joder, esperar que podamos hacer algo al respecto.

Nadie dijo nada. Se quedaron mirando el cuadrado de luz que iba girando poco a poco, con la maligna y diminuta estrella de la Sombra Nocturna ardiendo en el centro.


El portavoz del Gobierno era un hombre pequeño y pulcro con unas uñas que lucían una manicura meticulosa. Despreciaba la suciedad o la contaminación de cualquier tipo, y cuando se le entregó la declaración preparada, un trozo doblado de papel de vitela, sintético y gris, del Gobierno, él lo cogió solo con el pulgar y el índice, logrando de algún modo el mínimo contacto posible entre la piel y el papel. Solo cuando estuvo sentado ante su escritorio de la Casa de Radiodifusión, uno de los edificios achaparrados contiguos a la Casa Inquisitorial, se planteó abrir la declaración, y solo cuando quedó satisfecho de que no había migas ni manchas de grasa en la propia mesa. Colocó el papel en la mesa, alineado de forma geométrica con los bordes de la misma, y luego lo levantó por el pliegue para abrirlo, con movimientos lentos y uniformes, como abriría alguien una caja que quizá contuviera una bomba. Utilizó la manga para alisar el papel sobre la superficie, acariciando el texto en diagonal. Solo una vez completado este proceso bajó los ojos y comenzó a examinar el texto en busca de su significado, y eso solo para asegurarse de que no cometería errores al retransmitirlo.

Al otro lado del escritorio, el operador lo enfocó con la cámara. La cámara era un aguilón voladizo con una vieja cámara flotante acoplada a su extremo. El sistema óptico todavía funcionaba a la perfección, pero los motores de levitación habían expirado mucho tiempo atrás. Como muchas otras cosas de Cuvier, era un burlón recordatorio de que las cosas habían ido mucho mejor en el pasado. Pero el portavoz se quitó de la cabeza tales pensamientos. No era obligación suya reflexionar sobre el nivel de vida actual y, a decir verdad, él tenía una existencia bastante cómoda en comparación con la mayoría. Tenía un excedente de raciones de comida, y él y su mujer vivían en un domicilio más grande que la media, en uno de los mejores barrios de Cuvier.

—¿Listo, señor? —preguntó el operador de cámara.

No respondió de inmediato sino que examinó una vez más la totalidad del texto preparado. Sus labios se movían con suavidad mientras se familiarizaba con la redacción. No tenía ni idea de dónde se había originado el texto, ni quién lo había esbozado, lo había refinado o le había dado vueltas al lenguaje concreto. No era asunto suyo preocuparse por esos temas. Solo sabía que la maquinaria del Gobierno había funcionado como siempre lo hacía y aquel gran aparato, sólido y bien engrasado, le había entregado el texto que tenía entre sus manos para que él se lo entregara al pueblo. Leyó el texto una vez más y luego levantó los ojos para mirar al operador.

—Sí —dijo—. Creo que ahora estamos listos.

—Podemos hacerlo otra vez si no está contento con la primera lectura. Esto no va a salir en directo.

—Creo que con una toma debería ser suficiente.

—Cuando quiera, entonces…

El portavoz se aclaró la garganta y sintió un espasmo de asco interior al pensar en la flema que se estaba expulsando y volviendo a asentar con esa acción corporal concreta. Comenzó a leer:

—«El Gobierno democrático de Cuvier desea realizar la siguiente declaración. Hace una semana, el fugitivo conocido con el nombre de Thorn fue aprehendido con éxito tras una operación conjunta en la que participó la Casa Inquisitorial y la Oficina Antiterrorista. Thorn está ahora arrestado y ya no supone una amenaza para los ciudadanos decentes de Cuvier o sus comunidades satélite. Una vez más, el Gobierno democrático de Cuvier refuta, con toda la firmeza posible, esos rumores irresponsables que han hecho circular simpatizantes mal informados del fugitivo Thorn. No existe ninguna prueba de que la colonia en sí esté en un peligro inminente de destrucción. No existe ninguna prueba de la existencia de un par de trasbordadores intactos con capacidad de realizar el trayecto de la superficie a la órbita. No existe ninguna prueba de que ya se hayan establecido campamentos de evacuación encubiertos, como tampoco existe ninguna prueba de que ya se hayan producido emigraciones en masa desde ninguno de los centros de población más importantes hacia estos campamentos ficticios. Además, no existe ninguna prueba en absoluto de que se haya localizado la nave estelar de la triunviro y no hay pruebas de que sea capaz de evacuar a la población entera de Resurgam».

El portavoz hizo una pausa y luego volvió a establecer el contacto visual con la cámara.

—«Hace solo veintiséis horas, el propio Thorn criticó de forma pública su complicidad en la propagación de estos rumores. Ha denunciado a aquellos que lo han ayudado en la divulgación de estas maliciosas mentiras y ha buscado el perdón del Gobierno por las molestias que haya podido causar su participación en estos actos».

El rostro del portavoz no traicionó ni una insinuación de disonancia interior al leer estas palabras. Era cierto que al examinar por primera vez el texto, al llegar a esa parte, se había devanado los sesos y no había conseguido encontrar ningún recuerdo de Thorn haciendo una declaración pública, por no hablar ya de una crítica pública de sus propias actividades. Pero ese tipo de cosas no dejaban de ocurrir, y era muy posible que él se hubiera perdido la aparición en cuestión.

El portavoz siguió adelante como un valiente. Cambió el tono para decir:

—«Relacionado con este asunto…, recientes estudios del instituto científico Mantell han llevado a investigar de nuevo la naturaleza del objeto que se ve en el cielo vespertino. Se cree ahora menos probable que el objeto en cuestión sea de la misma naturaleza que un cometa. Una explicación más plausible es que esté relacionado con el gigante gaseoso más grande del sistema. El Gobierno democrático de Cuvier, sin embargo, niega con firmeza cualquier sugerencia de que el planeta en sí haya sido o esté siendo destruido. Todos los rumores en este sentido son de origen malicioso y han de condenarse con los términos más firmes».

Hizo otra pausa y se permitió esbozar el rastro más diminuto de una sonrisa.

—«Y con eso concluye esta declaración del Gobierno democrático de Cuvier».


A bordo de la Nostalgia por el Infinito, y sin demasiada alegría, Ilia Volyova se fumaba hasta el filtro uno de los cigarrillos que le había proporcionado la nave. Estaba pensando, pensando con frenesí, su mente zumbaba como una sala de turbinas demasiado explotada. Sus pies, embutidos en las botas, chapoteaban por el fango que secretaba la nave y que tenía la misma consistencia que los mocos. Tenía un pequeño dolor de cabeza que no aliviaba desde luego el tono constante y monótono de las bombas de achique. Y sin embargo, en un sentido estaba eufórica porque por fin podía ver ante ella un rumbo claro.

—Me alegro tanto de que haya decidido hablar conmigo, capitán… —dijo—. No creería lo que eso significa después de todo este tiempo.

La voz masculina surgía a su alrededor, cercana y distante a la vez, inmensa y eterna como la de un dios.

—Siento que llevara tanto tiempo.

La mujer sintió que toda la estructura de la nave temblaba con cada sílaba.

—¿Le importa que le pregunte por qué ha llevado tanto tiempo, capitán?

Las respuestas de este, cuando llegaban, pocas veces eran inmediatas. Volyova tenía la impresión de que al capitán le llevaba tiempo ordenar sus pensamientos; que con el tamaño inmenso se había producido una inmensa lentitud, de tal forma que su trato con ella no representaba en realidad el ritmo verdadero de sus procesos mentales.

—Había cosas que tenía que asumir, Ilia.

—¿Qué cosas, capitán?

Otra pausa inmensa. Esta no era la primera conversación de la que habían disfrutado desde que el capitán había reanudado las comunicaciones. Durante los primeros y vacilantes intercambios, Volyova había temido que los silencios fuesen señal de la retirada del capitán a otro prolongado estado de catatonia. Las retiradas habían parecido ser menos graves que antes, las funciones habituales habían continuado a bordo de la nave, pero ella había seguido temiendo el tremendo revés que esos silencios podrían significar. Meses, quizá, antes de que se le pudiera volver a convencer para que se comunicase. Pero nunca había sido tan grave. Los silencios solo indicaban períodos de reflexión, el tiempo que les llevaba a las señales ir y venir traqueteando por la inmensa estructura sináptica de la nave transformada, para luego recopilarse en forma de pensamientos. El capitán parecía infinitamente más dispuesto a comentar temas que con anterioridad estaban prohibidos.

—Las cosas que hice, Ilia. Los crímenes que cometí.

—Todos hemos cometido crímenes, capitán.

—Los míos fueron excepcionales.

Sí, pensó ella, eso no se podía negar. Con la involuntaria connivencia de unos conspiradores alienígenas, los malabaristas de formas, el capitán había cometido un grave acto contra otro miembro de su tripulación. Había empleado a los malabaristas para que grabaran su conciencia en la cabeza de otro hombre, había invadido su cráneo, una transferencia de personalidad muchísimo más efectiva que cualquier otra cosa que pudiera lograrse por medios tecnológicos. Y durante muchos años la nave había existido como dos hombres, uno de los cuales sucumbía poco a poco a la infección de la plaga de fusión.

Al ser el crimen tan infame se había visto forzado a ocultarlo de los otros miembros de la tripulación. Solo había salido a la luz durante los acontecimientos culminantes ocurridos alrededor de la estrella de neutrones, los mismos acontecimientos que habían llevado a que al capitán se le permitiera tragarse y transformar su propia nave. Volyova le había obligado a aceptar ese destino como una especie de castigo, aunque para ella habría sido igual de fácil matarlo. También lo había hecho porque quizá esperaba aumentar con eso sus propias posibilidades de supervivencia. La nave ya había estado bajo el control de un agente hostil, la plaga, y hacer que el capitán asumiera el mando en su lugar le había parecido hasta cierto punto el menor de ambos males. No era, estaba dispuesta a admitir, una decisión que en aquel momento hubiera sometido a grandes análisis.

—Sé lo que hizo —le dijo al capitán—. Y sabe que me parece abominable. Pero ha sufrido por ello, capitán; nadie podría negarlo. Ya es hora de dejarlo atrás y seguir adelante, creo.

—Siento una tremenda sensación de culpa por lo que hice.

—Y yo siento una tremenda sensación de culpa por lo que le hice al oficial de artillería. Soy tan culpable de todo esto como usted, capitán. Si yo no lo hubiera vuelto loco, dudo que hubiera ocurrido nada de esto.

—Yo todavía tendría que vivir con mi crimen.

—Fue hace mucho tiempo. Estaba asustado. Lo que hizo fue terrible, pero no fue la obra de un hombre racional. No es que sea una excusa, pero sí que hace que sea un poco más fácil de entender. Si yo estuviera en su situación, capitán, apenas humano y quizá infectado con algo que sabía que me iba a matar, o algo peor, no puedo decir con certeza que no considerase hacer algo igual de extremo.

—Tú nunca asesinarías, Ilia. Eres mejor que eso.

—En Resurgam piensan que soy una criminal de guerra, capitán. A veces me pregunto si tienen razón, sabe. ¿Y si después de todo destruimos Phoenix?

—No lo hicisteis.

—Espero que no.

Hubo otra larga pausa. Volyova siguió caminando por el cieno, observó que la textura y el color de la materia secretada no era siempre la misma en todos los distritos de la nave. Si lo dejaban, el cieno se tragaría la nave en unos pocos meses. La mujer se preguntó si eso ayudaría u obstaculizaría al capitán, y esperó que fuera un experimento cuya realización nunca tuviera que ver.

—¿Qué quieres exactamente, Ilia?

—Las armas, capitán. En última instancia, usted las controla. He intentado hacerlas funcionar yo, pero el éxito no ha sido clamoroso. Están demasiado bien integradas en la antigua red de artillería.

—No me gustan las armas, Ilia.

—A mí tampoco, pero sabe que creo que las necesitamos. Usted tiene sensores, capitán. Ha visto lo que hemos visto nosotros. Se lo mostré cuando se desmantelaban los mundos rocosos. Eso fue solo el principio.

Después de otro preocupante silencio, el capitán dijo:

—He visto lo que le han hecho al gigante gaseoso.

—Entonces también ha visto que está tomando forma algo nuevo que se está reuniendo en la nube de materia liberada del gigante. En estos momentos es un esbozo, no más formado que un feto. Pero es algo deliberado, está claro. Es algo inmenso, capitán, más inmenso que cualquier otra cosa que hayamos experimentado. De miles de kilómetros de anchura en este momento, y es posible que se haga más grande a medida que crece.

—Lo he visto.

—No sé lo que es ni lo que hará. Pero puedo suponerlo. Los inhibidores le van a hacer algo al sol, a Delta Pavonis. Algo definitivo. Ahora ya no solo estamos hablando de disparar una llamarada importante. Esto va a ser más grande que cualquier eyección en masa de la que hayamos oído hablar.

—¿Qué clase de arma puede matar a un sol?

—No lo sé, capitán. No lo sé. —Aspiró hondo la colilla del cigarrillo, pero estaba muerto por completo—. Pero no es esa, sin embargo, mi preocupación principal en estos momentos. Me interesa más otra pregunta: ¿qué clase de arma puede matar a un arma como esa?

—¿Crees que el alijo puede bastar?

—Uno de esos treinta y tres horrores podría servir, ¿no le parece?

—Quieres mi ayuda —dijo el capitán.

Volyova asintió. Había llegado al momento crítico de la conversación. Si salvaba aquel trozo sin provocar un bloqueo catatónico, habría hecho un progreso muy significativo en sus tratos con el capitán John Brannigan.

—Algo así —dijo ella—. Después de todo, es usted el que controla el alijo. Yo he hecho todo lo que he podido, pero no puedo conseguir mucho sin su cooperación.

—Sería muy peligroso, Ilia. Ahora estamos a salvo. No hemos hecho nada para provocar a los inhibidores. Utilizar el alijo…, aunque sea una única arma… —El capitán fue perdiendo la voz. No había ninguna necesidad de elaborar ese punto.

—Es un poquito arriesgado, lo reconozco.

—¿Un poquito arriesgado? —La risita divertida del capitán fue como un pequeño terremoto—. Siempre te gustaron los eufemismos, Ilia.

—Bueno. ¿Va a ayudarme o no, capitán?

Después de un intervalo glacial, la voz dijo.

—Lo pensaré, Ilia. Lo pensaré bien.

Eso, supuso la mujer, tenía que contarse como progreso.

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