31

—¿Por qué, lobo? —preguntó Felka.

Se hallaban solos en la misma extensión de estanques de rocas de color gris hierro y cielos plateados en la que ya se había encontrado, por insistencia de Skade, con el lobo. Ahora soñaba, pero estaba lúcida; había vuelto a la nave de Clavain y Skade estaba muerta, y sin embargo el lobo no parecía menos real que antes. Su forma persistía sin terminar de despejarse, como una columna de humo que de vez en cuando se acercaba burlona a la forma humana.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué odias tanto la vida?

—No la odio. No la odiamos. Solo hacemos lo que debemos.

Felka se arrodilló sobre la roca, rodeada de partes animales. Comprendía que la presencia de los lobos explicaba uno de los grandes misterios cósmicos, una paradoja que había perseguido las mentes humanas desde los albores del vuelo espacial. La galaxia hervía de estrellas, y alrededor de muchas de esas estrellas había mundos. Era cierto que no todos esos mundos estaban a la distancia adecuada de sus soles para despertar el surgimiento de la vida, y no todos tenían las fracciones adecuadas de metales que permitían la compleja química del carbono. A veces las estrellas no eran lo bastante estables para que la vida pudiera aferrarse con una mínima garantía. Pero nada de eso importaba, ya que había miles de millones de estrellas. Solo una diminuta fracción tenía que ser habitable para que hubiera una sobrecogedora abundancia de vida en la galaxia.

Pero no había ninguna prueba de que la vida inteligente se hubiera extendido en algún momento de una estrella a otra, a pesar de que era, hasta cierto punto, fácil hacerlo. Tras asomarse al cielo nocturno, los filósofos humanos habían llegado a la conclusión de que la vida inteligente debía de ser de una escasez desesperanzadora, que quizá la especie humana era la única cultura sensible de la galaxia.

Se equivocaban, pero no lo descubrieron hasta los albores de la sociedad interestelar. Luego, las expediciones comenzaron a encontrar pruebas de culturas caídas, mundos arruinados, especies extintas. Había un gran número, un número muy incómodo de esas especies.

No era que la vida inteligente fuese escasa, al parecer, sino que la vida inteligente tenía una tendencia muy, muy grande a extinguirse. Casi como si algo la estuviera aniquilando de forma deliberada.

Los lobos eran el elemento que faltaba en ese rompecabezas, la entidad responsable de las extinciones. Máquinas implacables, con una paciencia infinita, que buscaban señales de inteligencia y decretaban un castigo terrible, aplastante. De ahí la galaxia silenciosa y solitaria, patrullada solo por atentos centinelas mecánicos.

Esa era la respuesta. Pero no explicaba por qué lo hacían.

—¿Pero por qué? —le preguntó al lobo—. No tiene mucho sentido actuar como lo hacéis vosotros. Si odiáis tanto la vida, ¿por qué no terminar con ella de una vez por todas?

—¿Para siempre? —El lobo pareció encontrarlo gracioso, como si las especulaciones de la joven despertaran su curiosidad.

—Podríais envenenar todos los mundos de la galaxia o aplastarlos hasta el último. Es como si no tuvierais el valor para terminar por fin y de una vez por todas con la vida.

Hubo un lento suspiro de guijarros, como una avalancha.

—No se trata de terminar con la vida inteligente —dijo el lobo.

—¿No?

—Es justo lo contrario, Felka. Se trata de la conservación de la vida. Nosotros somos los guardianes de la vida, conducimos la vida para que supere sus mayores crisis.

—Pero asesináis. Matáis culturas enteras.

El lobo entró y salió de su campo de visión. Su voz, cuando respondió, era burlonamente parecida a la de Galiana.

—A veces, quien bien te quiere te hará llorar, Felka.


No vieron mucho a Clavain después de la muerte de Galiana. Había un entendimiento tácito entre su tripulación, algo que se filtró hasta las últimas filas del ejército de Escorpio: que no se le debía molestar por nada que no fueran los problemas más graves, asuntos de extrema urgencia que afectaran a toda la nave, nada menos. Seguía sin estar muy claro si este edicto procedía del propio Clavain o solo era algo que habían asumido sus adjuntos más inmediatos. Con toda probabilidad era una combinación de ambas cosas. Se convirtió en una figura oscura que veían en alguna ocasión pero pocas veces oían, un fantasma que acechaba por los pasillos de la Luz del Zodíaco en las horas en las que el resto de la nave estaba dormida. De vez en cuando, cuando la nave estaba sometida a una gravedad alta, escuchaban el ritmo seco y continuo de su exoesqueleto sobre las placas de la cubierta cuando atravesaba un pasillo sobre sus cabezas. Pero Clavain era en sí una figura esquiva.

Se decía que se pasaba largas horas en la cúpula de observación, con los ojos clavados en la negrura que dejaban atrás, transfigurado por su estela sin estrellas. Aquellos que lo veían comentaban que parecía mucho mayor que al comienzo del viaje, como si de alguna manera permaneciera anclado al flujo más rápido del tiempo del mundo, en lugar de al tiempo dilatado que pasaba a bordo de la nave. Se decía que parecía un hombre que había renunciado a vivir y que ahora solo realizaba los onerosos movimientos a los que se veía obligado para completar una última obligación.

Se reconocía, sin que se comprendieran necesariamente los detalles, que Clavain se había visto obligado a tomar una horrenda decisión personal. Algunos de los miembros de la tripulación pensaban que Galiana ya había «muerto» mucho tiempo antes y que lo que había pasado ahora solo había servido para subrayar ese hecho. Pero era, como habían comprendido otros, mucho peor que eso. La anterior muerte de Galiana solo había sido provisional. Los combinados la habían mantenido congelada, pensando que en algún momento se podría eliminar al lobo. La probabilidad de que eso pasara sería pequeña, pero en el fondo de Clavain debía de permanecer el fantasma de una esperanza: que le pudieran devolver a la Galiana que había amado desde aquel antiguo encuentro en Marte, curada y renovada. Pero ahora él se había encargado de eliminar en persona esa posibilidad para siempre. Se decía que la persuasión de Felka había tenido un papel muy importante en su decisión, pero había sido Clavain el que había tomado la decisión definitiva; era él quien llevaba en sus manos la sangre de esa compasiva ejecución.

El retraimiento de Clavain afectó menos a los asuntos de la nave de lo que podría haber parecido; ya había abrogado en otros buena parte de su responsabilidad, de tal forma que los preparativos para la batalla continuaron con eficacia y sin complicaciones sin su intervención diaria. Las líneas de producción mecánica funcionaban ahora a pleno rendimiento, escupiendo armas y armaduras. El casco de la Luz del Zodíaco estaba erizado de armamento antinave. A medida que los regímenes de entrenamiento afinaban los batallones del ejército de Escorpio y los convertían en unidades de una eficiencia salvaje, comenzaron a darse cuenta de cuántos de sus éxitos previos podían achacarse a la buena suerte, pero desde luego ese no sería el caso en el futuro. Quizá fracasasen, pero no sería por una falta de preparación táctica o de disciplina.

Una vez destruida la nave de Skade, tenían menos necesidad de preocuparse por un ataque mientras estaban en ruta. Los escáneres de profundidad confirmaron que había otras naves combinadas detrás de ellos, pero solo podían igualar la aceleración de la Luz del Zodíaco, no superarla. Al parecer, nadie estaba dispuesto a intentar otra transición al estado cuatro después de lo que le había pasado a la Sombra Nocturna.

A medio camino de Resurgam, la nave se había puesto en modo de deceleración, impulsándose en la dirección del vuelo, lo que de inmediato los convirtió en un objetivo más difícil para la nave perseguidora, puesto que ya no tenían un haz de escape propulsado de forma relativa en el que concentrarse. El riesgo de un ataque había bajado todavía más y había dejado a la tripulación libre para concentrarse en el objetivo primario de la misión. Los datos del sistema al que se acercaban también se fueron haciendo cada vez más amplios, con lo que todos se concentraron en los detalles de la operación de recuperación.

Estaba claro que algo muy extraño estaba pasando alrededor de Delta Pavonis. Los escáneres del sistema planetario mostraban la inexplicable omisión de tres cuerpos terrestres de un tamaño moderado, como si los hubiera borrado sin más. Más preocupante todavía éralo que había sustituido al gigante gaseoso principal del sistema: solo permanecía un resto del núcleo metálico del gigante, envuelto en una madeja de materia liberada muchísimo más grande que el planeta original. Había insinuaciones de un mecanismo inmenso que se había utilizado para hacer girar el planeta hasta destrozarlo: arcos, cúspides y espirales que estaban en proceso de ser desmantelados y transformados de nuevo en una maquinaria nueva. Y en el corazón de la nube había algo incluso más grande que esos componentes subsidiarios: una máquina de dos mil kilómetros de anchura que no podía tener de ninguna de las maneras un origen humano.

Remontoire había ayudado a Clavain a construir sensores para captar las huellas de neutrinos de las armas de clase infernal. A medida que se acercaban al sistema, habían establecido que treinta y tres de las armas estaban más o menos en el mismo sitio, mientras que otras seis permanecían inactivas, esperando en una amplia órbita alrededor de la estrella de neutrones Hades. Faltaba un arma, pero Clavain ya lo sabía antes de abandonar el Nido Madre. Escáneres más detallados, que solo fueron posibles una vez que bajaron la velocidad a menos de un cuarto de año luz de su destino, mostraron que las treinta y tres armas estaban casi con toda seguridad a bordo de una nave del mismo tipo básico que la Luz del Zodíaco, es probable que metidas en una enorme bodega de almacenamiento. La nave, que tenía que ser la de la triunviro, Nostalgia por el Infinito, planeaba en el espacio interplanetario, orbitando alrededor de Delta Pavonis en el punto Lagrange entre la estrella y Resurgam.

Ahora, por fin, tenían alguna indicación de su adversario. ¿Pero qué pasaba con el propio Resurgam? No salía ninguna comunicación radiofónica u otra banda de emisión del único planeta habitado del sistema, pero estaba claro que la colonia no había fracasado. Los análisis de los gases que constituían la atmósfera revelaban una actividad terraformadora continua, con importantes extensiones de agua ya visibles en la superficie. Los casquetes glaciares se habían reducido hacia los polos. El aire era más cálido y húmedo de lo que lo había sido en casi un millón de años. Las huellas infrarrojas de la flora de la superficie encajaban con los patrones esperables en una reserva genética terráquea, modificados por la supervivencia al frío, la sequía y los niveles bajos de oxígeno. Unas manchas termales calientes mostraban los lugares donde se hallaban grandes reprocesadores que cambiaban la atmósfera a base de fuerza bruta. Los metales refinados indicaban una intensa industrialización de la superficie. Al realizar una ampliación extrema, se percibía incluso sugerencias de carreteras y gasoductos, y el ocasional eco móvil de un grueso vehículo de carga transatmosférico, como un dirigible. No cabía duda: el planeta estaba habitado, incluso ahora. Pero a los que estaban ahí abajo no les interesaba demasiado comunicarse con el mundo exterior.

—No importa —le dijo Escorpio a Clavain—. Tú has venido aquí a coger las armas, eso es todo. No hay necesidad de complicar las cosas más de lo que están.

Clavain había estado solo hasta que el cerdo había venido a visitarlo.

—Nos limitamos a solucionar lo de la nave estelar, ¿es eso?

—Podemos empezar las negociaciones de inmediato si transmitimos un proxy de nivel beta. Pueden tener las armas listas para nosotros cuando lleguemos. Un cambio de rumbo rápido y bonito y nos largamos. Las otras naves ni siquiera habrán llegado al sistema.

—Las cosas no son nunca tan fáciles, Escorp. —Clavain hablaba con una resignación malhumorada, con los ojos clavados en el campo de estrellas que había más allá de la ventana.

—¿No crees que funcionen las negociaciones? Bien. Nos las saltamos y nos limitamos a entrar disparando las armas como locos.

—En cuyo caso será mejor esperar que no sepan cómo utilizar las armas de clase infernal. Porque si nos metemos en una lucha directa, tenemos menos posibilidades que una bola de nieve en un volcán.

—Creí que el que Volyova volviera las armas contra nosotros no iba a ser un problema.

Clavain le dio la espalda a la ventana.

—Remontoire no puede prometerme que funcionen nuestros códigos de pacificación. Y si los ponemos a prueba demasiado pronto, le damos a Volyova tiempo para encontrar un rodeo. Si existe, estoy bastante seguro de que ella lo encontrará.

—Entonces seguimos intentando la negociación —dijo Escorpio—. Manda un proxy, Clavain. Nos hará ganar tiempo, y no cuesta nada.

El hombre no le respondió de inmediato.

—¿Crees que entienden lo que le está pasando a su sistema, Escorpio?

Escorpio parpadeó. A veces le costaba seguir los virajes y evasivas de los estados de ánimo de Clavain. Aquel hombre era mucho más ambivalente y complejo que cualquier otro ser humano que hubiera conocido desde su época a bordo del yate.

—¿Entender?

—Que las máquinas ya están aquí, que ya están ocupadas. Si miran al cielo, seguro que no pueden evitar ver lo que está pasando. Tienen que darse cuenta de que no son buenas noticias, seguro.

—¿Qué otra cosa pueden hacer, Clavain? Has leído los resúmenes del departamento de inteligencia. Es probable que no tengan ni un solo trasbordador ahí abajo. ¿Qué pueden hacer salvo fingir que no está pasando?

—No lo sé —dijo Clavain.

—Vamos a transmitir el proxy —dijo Escorpio—. Solo a la nave, solo haz estrecho.

Clavain no dijo nada durante al menos un minuto. Se había vuelto de nuevo hacia la ventana y se había quedado mirando el espacio. Escorpio se preguntaba qué esperaba ver allí. ¿Imaginaba que podía deshacer aquel destello de luz, el que había señalado el final de Galiana, si lo intentaba lo suficiente? No hacía tanto que conocía a Clavain, no tanto como algunos de los otros, pero creía que era un hombre racional. Pero suponía que el dolor, ese dolor aullador repleto de remordimientos que estaba experimentando, podía hacer pedazos la racionalidad. El impacto de una emoción tan conocida como la tristeza sobre el flujo de la historia jamás se había explicado cómo se debía, pensó Escorpio. Pena y remordimiento, pérdida y dolor, tristeza y angustia eran entidades tan poderosas a la hora de dar forma a los acontecimientos como la ira, la codicia y el justo castigo.

—Clavain… —lo animó.

—Nunca pensé que habría que tomar decisiones tan duras —dijo el hombre—. Pero H tenía razón: las decisiones difíciles son las únicas que importan. Creí que desertar era lo más arduo que había hecho jamás. Creí que nunca más volvería a ver a Felka. Pero no me di cuenta de lo equivocado que estaba, de lo trivial que era esa decisión. No era nada comparado con lo que tuve que hacer después. He matado a Galiana, Escorpio. Y lo peor es que lo hice por propia voluntad.

—Pero has recuperado a Felka. Siempre hay algún consuelo.

—Sí —dijo Clavain, que parecía un hombre que intentaba aferrarse a la última migaja de consuelo—. He recuperado a Felka. O al menos he recuperado a alguien. Pero no está como la dejé. Ahora lleva al lobo en sí, solo una sombra del lobo, es cierto, pero cuando hablo con ella no puedo estar seguro de si es Felka la que responde, o él. Ya no importa lo que pase, no creo que sea capaz de aceptar sin más nada de lo que me diga.

—Te importaba lo suficiente como para arriesgar tu vida para rescatarla. Esa también fue una decisión difícil. Pero no te hace único. —Escorpio se rascó el morro levantado de la nariz—. Por aquí todos hemos tomado decisiones difíciles. Mira a Antoinette. Conozco su historia, Clavain. Sale a hacer una buena obra, a enterrar a su padre como él quería, y termina enredada en una batalla por el futuro entero de la especie. Cerdos, humanos… Todo. Apuesto a que no tenía eso en mente cuando salió a descargar su conciencia. Pero no tenemos forma de saber adónde nos llevarán las cosas, ni las difíciles preguntas que provocará una decisión. Creíste que desertar era un acto en y por sí mismo, pero solo era el comienzo de algo más grande.

Clavain suspiró. Quizá fuera su imaginación, pero Escorpio creyó detectar una pequeña mejoría en el estado de ánimo del hombre. Su voz era más suave cuando habló.

—¿Y tú qué, Escorpio? ¿Qué hay de ti? ¿Tú también has tenido que tomar decisiones?

—Sí. Si quería apoyaros a vosotros, humanos hijos de puta.

—¿Y las consecuencias?

—Algunos seguís siendo unos hijos de puta que se merecen morir de la forma más lenta y dolorosa que sea capaz de imaginar. Pero no todos.

—Lo tomaré como un cumplido.

—Tómalo mientras puedas. Podría cambiar de opinión mañana.

Clavain volvió a suspirar, se rascó la barba y luego dijo:

—De acuerdo. Hazlo. Transmite un proxy de nivel beta.

—Vamos a necesitar una declaración para acompañarlo —dijo Escorpio—. Para establecer los términos básicos, si quieres.

—Lo que haga falta, Escorp. La mierda que haga falta.


Durante su largo y aplastante reinado, los inhibidores habían aprendido quince formas distintas de asesinar a una estrella enana.

No cabía duda, pensó para sí el supervisor, de que había otros métodos más o menos eficientes que podrían haberse inventado o utilizado en varias épocas diferentes de la historia galáctica. La galaxia era muy grande, muy antigua, y el conocimiento que tenían los inhibidores de ella estaba lejos de ser exhaustivo. Pero era un hecho que en cuatrocientos cuarenta millones de años no se había añadido a su depósito ninguna técnica nueva de estrellicidio. La galaxia había completado dos rotaciones desde esa última actualización metodológica. Incluso para el glacial cálculo de los inhibidores, era un período de tiempo preocupantemente largo para no aprender ningún truco nuevo.

Cantarle a una estrella hasta destrozarla era el método más reciente que se había introducido en la biblioteca inhibidora de técnicas genocidas, y aunque había logrado ese estatus cuatrocientos cuarenta millones de años atrás, el supervisor no podía evitar verlo con un rastro de curiosidad divertida. Igual que un anciano carnicero podría contemplar un aparato muy moderno diseñado para mejorar la productividad de un matadero. La operación de limpieza actual proporcionaría un banco de pruebas muy útil para la técnica, una oportunidad de evaluarla bien. Si el supervisor no quedaba satisfecho, dejaría un apunte en el archivo recomendando que las futuras operaciones de limpieza emplearan uno de los catorce métodos de estrellicidio más antiguos. Pero por ahora pondría su fe en la eficacia del cantante.

Todas las estrellas cantaban para sí. Las capas exteriores de cada una sonaban de forma constante a una multitud de frecuencias, como el repiqueteo eterno de una campana. Los grandes modos sísmicos registraban oscilaciones que se hundían en lo más hondo de la estrella, hasta la superficie cáustica que estaba justo por encima del núcleo de fusión. Esas oscilaciones eran modestas en una estrella del tipo enano como Delta Pavonis. Pero el cantante se acoplaba a ellas y giraba alrededor del astro en su marco de rotación ecuatorial, bombeando energía gravitatoria al interior con las frecuencias de resonancia correctas y exactas para aumentar las oscilaciones. El cantante era lo que los mamíferos habrían llamado un gráver, un láser gravitatorio.

En el corazón del cantante se había sacado, con un tirón de la espuma hirviente del vacío cuántico, una fibra cósmica cerrada y microscópica, una reliquia diminuta del primer universo, que tan rápido se había enfriado. La fibra apenas era un arañazo comparada con las taras cósmicas más grandes, pero sería suficiente para llevar a cabo los propósitos. Se estiró y alargó como un rizo de caramelo, se infló con la misma energía de fase de vacío a la que recurría el cantante para todas sus necesidades, hasta que adquirió un tamaño macroscópico y una densidad de masa-energía macroscópica. Luego la fibra se anudó con toda destreza para darle la configuración de una figura de ocho y se punteó, con lo que se generó un estrecho cono de palpitantes ondas gravitatorias.

La amplitud de las oscilaciones iba aumentando lenta pero firmemente. Al mismo tiempo, al gorjear impulsos gravitatorios con toda precisión y elegancia, el cantante iba esculpiendo los patrones en sí, haciendo que entraran en juego nuevos modos de vibración, intensificando unos y suprimiendo otros. La rotación de la estrella ya había destruido cualquier simetría esférica de los modos de oscilación general, pero los modos habían seguido siendo simétricos con respecto al eje de giro del astro. Pero ahora el cantante trabajaba para infundir modos más profundamente asimétricos, concentrando sus esfuerzos en un único punto ecuatorial situado justo entre el cantante y el centro de masa de la estrella. Incrementaba su poder y concentración, la fibra cósmica cerrada oscilaba con más vigor incluso. Justo debajo del cantante, en la cubierta exterior de la esfera, los flujos de masa se pellizcaban y reflejaban, calentando y comprimiendo el hidrógeno de la superficie hasta alcanzar condiciones próximas a la fusión. Es cierto que estallaba la fusión en tres o cuatro de los aros concéntricos de material estelar, pero eso era secundario. Lo que importaba, lo que el cantante pretendía, era que la cubierta esférica empezase a arrugarse y distorsionarse. Algo parecido a un ombligo estaba apareciendo en la superficie hirviente, un hoyuelo abierto hacia el interior y lo bastante amplio para tragarse un mundo rocoso entero. Los aros concéntricos de fusión, círculos de brillo abrasador, se extendían a partir del hoyuelo, lanzando al espacio rayos X y neutrinos. Pero el cantante continuaba haciendo latir la estrella con energía gravitatoria, con la cadencia precisa de un cirujano, y el hoyuelo continuaba hundiéndose cada vez más, como si un dedo invisible estuviera apretando la superficie dócil de un globo. Alrededor del hoyuelo la estrella se iba abombando hacia el espacio a medida que se redistribuía la materia. Esta tenía que ir a alguna parte, ya que el cantante estaba excavando un hoyo en lo más profundo del interior del astro.

Y continuaría hasta que llegara al núcleo, donde ardía la materia atómica.


Era un viaje de quince horas desde la órbita de Resurgam a la Nostalgia por el Infinito, y Khouri se pasó cada minuto del mismo en un estado de extrema aprensión. No era solo eso tan extraño y preocupante que había comenzado a pasarle a Delta Pavonis, aunque aquello era, desde luego, una parte importante. Había visto el arma inhibidora comenzar su trabajo apuntando como una gran corneta acampanada hacia la superficie de la estrella, y había visto que la estrella respondía haciendo surgir un furioso ojo caliente en su superficie. Las ampliaciones mostraban que el ojo era una zona de fusión, varias zonas en realidad, que rodeaban un pozo cada vez más profundo en la cubierta del astro. Estaba en la cara vuelta hacia Resurgam, lo que parecía ser accidental. Y fuera lo que fuera lo que el arma estaba haciendo, actuaba a una velocidad asombrosa. Al arma le había llevado tanto tiempo estar lista que Khouri había supuesto erróneamente que la destrucción final de Delta Pavonis tendría lugar con la misma escala relajada de tiempo. Estaba claro que no iba a ser así. Le habría ido mejor pensando en el elaborado camino que lleva a una ejecución, con todos esos obstáculos y retrasos legales, pero que concluía con un único disparo o el impulso asesino de la corriente eléctrica. Así era como iba a ser con la estrella: una preparación larga y grave seguida por una ejecución rápida en extremo.

Y ellos solo habían evacuado a dos mil personas; de hecho, era mucho peor que eso: habían sacado de la superficie de Resurgam a dos mil personas, pero ninguna de ellas había visto todavía la Nostalgia por el Infinito, ni tenía idea alguna de lo que se iban a encontrar cuando subieran a bordo. Khouri esperaba que no se le notara el nerviosismo, los pasajeros ya estaban bastante volátiles de por sí.

No era solo el hecho de que la nave de trasbordo estuviera diseñada para llevar muchos menos ocupantes y se vieran obligados a soportar el viaje en condiciones muy incómodas, como en una prisión, con los sistemas medioambientales forzados al máximo solo para proporcionar suficiente aire, agua y refrigeración. Estas personas estaban corriendo un riesgo tremendo, habían puesto su fe en fuerzas que estaban fuera por completo de su control. Lo único que los mantenía unidos era Thorn, y hasta Thorn parecía estar al borde del agotamiento nervioso. Había riñas constantes y crisis menores que estallaban por toda la nave, y siempre que se producían él estaba allí para tranquilizar y calmar, solo para salir disparado hacia otro sitio en cuanto se solucionaba el problema. Su carisma estaba abarcando demasiado. No solo llevaba despierto el viaje entero, sino también el día antes del despegue del último vuelo del trasbordador y las seis horas que había costado encontrar lugar para los quinientos recién llegados.

Khouri se daba cuenta de que estaba llevando demasiado tiempo. Tendría que haber otros noventa y nueve vuelos como este para completar la operación de evacuación, noventa y nueve oportunidades más para que se armara el gran follón. Las cosas podrían ponerse más fáciles una vez que se corriera la voz por Resurgam de que había una nave estelar esperando al final del viaje, en lugar de alguna diabólica trampa del Gobierno. Por otro lado, cuando la naturaleza concreta de la nave estelar quedara más clara, las cosas podrían ponerse muchísimo peor. Y luego estaba la probabilidad de que el arma terminara pronto con lo que había iniciado alrededor de Delta Pavonis. Cuando eso ocurriera, todos los demás problemas iban a parecer de repente muy pequeños.

Pero al menos ya casi podían respirar tranquilos con aquel viaje.

La nave de trasbordo no estaba diseñada para el vuelo transatmosférico. Era una esfera sin gracia con un puñado de motores en un polo y el hoyuelo de una cubierta de vuelo en el otro. Los primeros quinientos pasajeros habían pasado muchos días a bordo, explorando cada rincón mugriento de su austero interior. Pero al menos a ellos les había sobrado un poco de espacio. Cuando llegó el siguiente lote, las cosas se pusieron un poco más difíciles. Había que racionar la comida y el agua, y a cada pasajero se le asignó un cuchitril concreto. Pero seguía siendo tolerable. Los niños todavía podían correr por ahí y convertirse en una molestia, mientras que los adultos eran capaces de encontrar un poco de intimidad cuando la necesitaban. Luego había subido la siguiente remesa, otros quinientos, y todo el tono de la nave había cambiado de forma sutil, para peor. Había que imponer las reglas en lugar de sugerirlas con educación. Se había creado a bordo de la nave algo muy parecido a un estado policial en miniatura, con una dura escala de castigos por varios crímenes. Hasta ahora solo se habían producido infracciones menores de las draconianas leyes nuevas, pero Khouri dudaba que todos los viajes se sucedieran con la misma tranquilidad. Más tarde o más temprano se le exigiría que diera a alguien un castigo ejemplar, por el bien de los demás.

Los últimos quinientos habían supuesto el dolor de cabeza más grande. Colocarlos había parecido un rompecabezas diabólico: por muchas permutaciones que probaran, siempre había cincuenta personas esperando en el trasbordador, tristes y conscientes de que habían quedado reducidas a fastidiosas unidades sobrantes de un problema que habría sido muchísimo más tratable de no haber existido.

Y sin embargo, al final, se había encontrado un modo de hacerlos subir a todos a bordo. Esa parte al menos sería más sencilla la próxima vez, pero la disciplina quizá tuviera que ser incluso más estricta. A las personas no se les podía conceder ningún derecho a bordo de la nave de trasbordo.

Trece horas después, una especie de calma agotada bañó la nave entera. Khouri se encontró a Thorn al lado de un ojo de buey, justo donde no les podía oír el tropel más cercano de pasajeros. Una luz cenicienta daba a su rostro un aspecto de estatua. Parecía totalmente abatido, despojado de toda la alegría que podría haber sentido por lo que habían logrado.

—Lo hemos conseguido —le dijo ella—. Ya no importa lo que pase, hemos salvado dos mil vidas.

—¿De veras? —preguntó él sin alzar la voz.

—No van a volver a Resurgam, Thorn.

Hablaban como si fueran socios comerciales, evitando el contacto físico. Thorn seguía siendo un «invitado» del Gobierno y no debía parecer que había ningún motivo oculto tras su cooperación. Por culpa de esa distancia necesaria, una medida que había que mantener en todo momento a bordo del trasbordador, Khouri sentía más que nunca la necesidad de dormir con él. Sabía que habían estado muy cerca a bordo de la nave, después del encuentro con los cubos de los inhibidores en la atmósfera de Roc. Pero entonces no lo habían hecho, y tampoco cuando estaban en Resurgam. La tensión erótica que había existido entre ellos desde entonces había sido apasionante y dolorosa al mismo tiempo. La atracción que sentía por él jamás había sido más fuerte, y sabía que él la deseaba al menos tanto como ella a él. Ocurriría, lo sabía. Solo era cuestión de aceptar lo que hacía tanto tiempo que sabía que tenía que aceptar: que una vida había acabado y otra debía comenzar. Se trataba de tomar la decisión de renunciar al pasado y aceptar (obligándose a creer) que no estaba faltándole a su marido con ese acto de abdicación. Solo esperaba que allí donde estuviese, vivo o ya muerto, Fazil Khouri hubiera llegado a la misma conclusión y hubiera encontrado la fuerza para cerrar el capítulo de la parte de su vida que había incluido a Ana Khouri. Habían estado enamorados, desesperadamente enamorados, pero al universo no le importaban nada las vicisitudes del corazón humano. Ahora tenían que seguir su propio camino.

Thorn le rozaba la mano con dulzura, el gesto oculto entre las sombras que pendían entre ellos.

—No —dijo—. No los vamos a devolver a Resurgam. ¿Pero podemos decir con toda honestidad que los estamos llevando a un lugar mejor? ¿Y si todo lo que estamos haciendo es llevarlos a un lugar diferente a morir?

—Es una nave estelar, Thorn.

—Sí, una nave que no tiene ninguna prisa por irse a ninguna parte.

—Todavía —dijo ella.

—Espero que tengas razón, de verdad.

—Ilia ha hecho progresos con el capitán —le dijo ella—. Ya ha empezado a salir de su concha. Si consiguió persuadirlo para que desplegase las armas del alijo, puede convencerlo para que se mueva.

El hombre le dio la espalda al ojo de buey. Unas sombras duras enfatizaban su rostro.

—¿Y luego?

—Otro sistema. No importa cuál. Elegiremos uno. Cualquier cosa tiene que ser mejor que quedarse aquí, ¿no crees?

—Durante un tiempo, quizá. ¿Pero no deberíamos al menos investigar lo que Sylveste puede hacer por nosotros?

Khouri se desprendió de su mano y dijo con cautela:

—¿Sylveste? ¿Hablas en serio?

—Le interesaron nuestros asuntos dentro de Roc. Como mínimo le interesaron a… algo. Tú reconociste en ese algo a Sylveste, o una copia de su personalidad. Y el objeto, fuera lo que fuera, volvió a Hades.

—¿Qué estás sugiriendo?

—Que consideremos lo impensable, Ana: buscar su ayuda. Me dijiste que la matriz de Hades es más antigua que los inhibidores. Puede que sea algo más fuerte que ellos. Desde luego, eso pareció dentro de Roc. ¿No deberíamos ver lo que Sylveste tiene que decir sobre el tema? Quizá no pueda ayudarnos de forma directa, pero podría tener información que podamos utilizar. Lleva eones subjetivos metido ahí, y ha tenido acceso al archivo de una cultura espacial entera.

—Tú no lo entiendes, Thorn. Creí que te lo había dicho, pero es obvio que no lo asimilaste. No hay ninguna forma fácil de entrar en la matriz de Hades.

—No, lo recuerdo. Pero sí que hay una forma, aunque implique morir, ¿no es cierto?

—Había otra forma, pero no hay garantía de que todavía funcione. Morir es la única forma que yo conozco. Y yo no vuelvo a meterme ahí, ni en esta vida ni en la próxima.

Thorn bajó la cabeza, su rostro era una máscara que a ella le resultaba difícil leer. ¿Estaba decepcionado o la comprendía? No tenía ni idea de lo que había sido caer hacia Hades sabiendo que la aguardaba una muerte segura. La habían resucitado una vez, después de encontrarse con Sylveste y Pascale, pero nadie había prometido repetir el favor. El acto en sí había consumido una considerable fracción de los recursos informáticos del objeto de Hades, y ellos (quienes fueran los agentes que dirigían sus interminables cálculos) quizá no sancionaran otra vez lo mismo. Para Thorn era fácil; él no tenía ni idea de lo que había sido aquello.

—Thorn… —empezó.

Pero en ese momento una luz rosa y azul le cruzó vacilante un lado de la cara. Khouri frunció el ceño.

—¿Qué ha sido eso?

Thorn se volvió de nuevo hacia el espacio.

—Luces. Destellos, como rayos lejanos. Llevo observándolos cada vez que paso por un ojo de buey. Parecen encontrarse cerca del plano eclíptico, en la misma mitad del cielo que la máquina inhibidora. No estaban allí cuando dejamos la órbita. Sea lo que sea, debe de haber empezado en las últimas doce horas. No creo que tenga nada que ver con el arma en sí.

—Entonces deben de ser nuestras armas —dijo Khouri—. Ilia debe de haber empezado a utilizarlas ya.

—Dijo que nos daría un período de gracia.

Era cierto; Ilia Volyova les había prometido que en treinta días no desplegaría ninguna de las armas del alijo y que revisaría su decisión según el éxito de la operación de evacuación.

—Debe de haber pasado algo —dijo Khouri.

—O nos mintió —dijo Thorn en voz baja. Sumido en las sombras le volvió a coger la mano, y con un dedo trazó una línea desde la muñeca femenina hasta la conjunción de sus dedos índice y medio.

—No. Ella no habría mentido. Ha pasado algo, Thorn. Ha habido un cambio de planes.


Salió de la oscuridad dos horas después. No había nada que se pudiera hacer para evitar que algunos de los ocupantes de la nave de trasbordo vieran la Nostalgia por el Infinito por fuera, así que todo lo que Khouri y Thorn podían hacer era esperar y rogar para que la reacción no fuese demasiado extrema. Khouri había querido colocar deflectores en los ojos de buey (la nave tenía un diseño demasiado antiguo para que se pudiera borrar sin más la existencia de los ojos de buey) pero Thorn le había advertido que no debería hacer nada que implicase que la vista era de alguna forma extraña o inquietante.

Le susurró:

—Quizá no sea para tanto como crees. Tú sabes qué aspecto se supone que tiene una abrazadora lumínica, así que la nave te inquieta porque las transformaciones del capitán la han convertido en algo monstruoso. Pero la mayor parte de las personas que transportamos ha nacido en Resurgam. La mayoría no ha visto jamás una nave estelar, ni siquiera imágenes del aspecto que tendría que tener. Tienen una idea muy vaga que se basa en viejos documentos y en las series del espacio que les ha metido la Casa de Radiodifusión. La Nostalgia por el Infinito quizá les parezca un poco… fuera de lo corriente, pero no sacarán necesariamente ninguna conclusión precipitada, no van a pensar que es una nave de la plaga.

—¿Y cuando suban a bordo? —preguntó Khouri.

—Eso sí que podría ser una historia diferente.

Pero resultó que Thorn tenía razón, más o menos. A Khouri, las espeluznantes excrecencias y florituras arquitectónicas del exterior mutado de la nave le parecían patológicas, pero ella sabía más de la plaga que cualquier otra persona de Resurgam. Resultó que, en términos relativos, pocos pasajeros se inquietaron tanto como ella había esperado. La mayor parte estaba dispuesta a aceptar que las florituras de aquel diseño enfermo cumplían algún tipo de oscura función militar. Esta, después de todo, era la nave que según creían había aniquilado una colonia entera de la superficie. Tenían pocas ideas preconcebidas sobre el aspecto que debía tener, aparte de que era, por su propia naturaleza, una entidad maligna.

—Les alivia saber que aquí hay una nave, después de todo —le dijo Thorn—. Y además, la mayoría ni siquiera puede acercarse a un ojo de buey. Se están tomando lo que oyen con muchas reservas, o quizá es que no les importa, sin más.

—¿Cómo no les va a importar cuando han dejado sus vidas para llegar hasta aquí?

—Están cansados —le dijo Thorn—. Cansados, y ya les da igual todo, salvo salir de esta nave.

La nave de trasbordo ejecutó una pasada lenta por un costado del casco de la Nostalgia. Khouri había visto el acercamiento las veces suficientes para contemplar el panorama sin demasiado interés. Pero hubo algo que la hizo fruncir de nuevo el ceño.

—Eso no estaba ahí antes —dijo.

—¿Qué?

No alzó la voz y se abstuvo de señalar.

—Esa… cicatriz. ¿La ves?

—¿Esa cosa? Imposible no verla.

La cicatriz era una cuchillada serpenteante que recorría el casco durante varios centenares de metros. Parecía profunda, muy profunda; de hecho, excavaba el interior de la nave y parecía reciente en todos los sentidos: los bordes eran afilados y no había trazas de ningún intento de reparación. Algo se agitó en el estómago de Khouri.

—Es nueva —dijo.

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