11

En las entrañas de la Nostalgia por el Infinito, Ilia Volyova se erguía en el epicentro de la criatura que antaño había sido su capitán, eso que en otra vida se había llamado John Armstrong Brannigan. Ilia no sentía escalofríos, algo que seguía pareciéndole extraño. Las visitas al capitán siembre habían venido acompañadas de una extrema incomodidad física, lo que confería a todo aquel ejercicio un tenue aire penitencial, propio de un peregrinaje. Cuando no visitaban al capitán con la intención de medir su crecimiento (que podía ralentizarse, pero no detenerse), solía ser para consultar sus conocimientos sobre uno u otro tema. Parecía adecuado que, a cambio, les tocara sufrir cierta carga de dolor, a pesar de que el consejo del capitán no siempre fuese sensato o siquiera cuerdo.

Lo habían mantenido frío para contrarrestar el avance de la plaga de fusión. Durante un tiempo, la arqueta de sueño frigorífico en el que se encontraba logró mantener la temperatura. Pero el incesante crecimiento del capitán había invadido el propio ataúd, subvirtiéndolo e incorporando sus sistemas a su propia y floreciente plantilla. En cierto modo, la arqueta había seguido funcionando, pero había resultado necesario sumir toda la zona en frío criogénico. Por lo tanto, las visitas al capitán requerían ponerse muchas capas de ropa térmica. No era fácil respirar el aire helado que infestaba su reino; cada inhalación amenazaba con quebrar los pulmones en un millón de astillas vítreas. Volyova solía fumar un cigarrillo tras otro durante esas visitas, aunque para ella eran menos duras que para los demás. No tenía implantes internos, nada que la plaga pudiera alcanzar y corromper. Los demás (todos ya muertos) la consideraban remilgada y débil por no tenerlos, pero detectaba la envidia en sus ojos cuando se veían obligados a pasar tiempo cerca del capitán. Entonces, aunque solo fuera durante unos pocos minutos, deseaban estar en su lugar. Desesperadamente.

Sajaki, Hegazi, Sudjic… Apenas lograba recordar sus nombres. Parecía como si hubiese transcurrido muchísimo tiempo.

Ahora aquel lugar no estaba más frío que cualquier otra parte de la nave, y mucho más caliente que algunas. El aire se notaba húmedo y estancado, y una película brillante daba textura a cada superficie. La condensación fluía en riachuelos por las paredes y babeaba alrededor de las huesudas acumulaciones. De vez en cuando, con un eructo vulgar, una masa de aguas residuales tóxicas emergía por una cavidad y rezumaba hasta el suelo. Los procesos de reciclado bioquímico de la nave habían escapado desde hacía tiempo al control humano y, en lugar de colapsarse, habían evolucionado de forma demencial, añadiendo absurdos ciclos de retroalimentación llenos de florituras. Impedir que la nave se ahogara en sus propias heces era una batalla constante y agotadora. Volyova había instalado bombas de sentina en miles de puntos para redirigir el cieno de vuelta a las cubas de procesado principales, donde los agentes químicos puros pudieran degradarlo. El zumbido de las bombas de sentina constituía un ruido de fondo para todo pensamiento, como una nota de órgano sostenida. Siempre estaba allí y ella, sencillamente, había dejado de notarlo.

Si uno sabía dónde mirar, y si poseía una habilidad visual destacada para distinguir patrones en el caos, podría discernir dónde había estado la arqueta de sueño frigorífico. Desde que Volyova permitió que se calentara (para lo cual había disparado una bala de dardo contra el sistema de control de la arqueta), había comenzado a consumir la nave que lo rodeaba a un ritmo enormemente acelerado, desgarrándola átomo a átomo y uniéndola a sí mismo. El calor era como el de un horno. Ilia no había aguardado hasta ver cuáles eran los efectos de las transformaciones, pero parecía bastante obvio que el capitán proseguiría hasta asimilar casi toda la nave. Por terrible que pudiera parecer esa perspectiva, había resultado preferible a dejar que la nave siguiera en control de otro monstruo: el Ladrón de Sol. Volyova había confiado en que el capitán lograra arrebatar parte del control a la inteligencia parasitaria que había invadido la Nostalgia por el Infinito.

Y, sorprendentemente, había estado en lo cierto. Al final el capitán se había apoderado de toda la nave y la había deformado según su enfebrecido capricho. Volyova sabía que aquel caso específico de infección por parte de la plaga tenía algo de especial. Por lo que todo el mundo sabía, solo existía una cepa de la plaga de fusión, y la contaminación que había alcanzado a la nave era del mismo tipo que había provocado tanto daño en el sistema de Yellowstone y en todas partes. Volyova había visto imágenes de Ciudad Abismo tras la plaga, la grotesca arquitectura retorcida que había adquirido la urbe, como una pesadilla de sí misma. Pero aunque esas transformaciones parecían obedecer en ocasiones a cierto propósito, o incluso aun gusto artístico, no se podía decir que detrás de ellas hubiese ninguna verdadera inteligencia. Las formas que habían adoptado los edificios venían marcadas previamente, en cierto modo, por sus principios de biodiseño implícitos. Pero lo que había sucedido en el Infinito era distinto. La enfermedad había permanecido dentro del capitán durante largos años antes de transfigurarlo. ¿Acaso era posible que se hubiese alcanzado cierta simbiosis y que, cuando al fin la plaga se había descontrolado, consumiendo y transmutando la nave, las transformaciones fuesen en cierto modo expresiones del subconsciente del capitán?

Eso sospechaba ella, aunque al mismo tiempo deseaba que no fuera así. Porque, con independencia del punto de vista que adoptara uno, el caso era que la nave se había convertido en algo monstruoso. Cuando Khouri había llegado desde Resurgam, Volyova había hecho todo lo posible por mostrarse displicente respecto a las transformaciones, pero en realidad lo hacía tanto por Khouri como por sí misma. La nave la ponía nerviosa en muchos sentidos. Poco antes de permitir que el capitán se calentara, había llegado a comprender sus crímenes, se había adentrado fugazmente en el claustro de culpa y odio que era su cerebro. Ahora era como si esa mente se hubiese extendido de manera descomunal, hasta el punto que se podía pasear por su interior. El capitán se había convertido en la nave, que había heredado sus crímenes y se había erigido en monumento a su infamia.

Estudió los contornos que indicaban dónde estaba antiguamente la arqueta. Durante las fases finales de la enfermedad del capitán, la unidad de sueño frigorífico, apoyada contra una pared, había empezado a extender sus hojas plateadas en todas direcciones. Se podían reseguir a través de la caja partida de la arqueta hasta el propio capitán, embebidas por completo en su sistema nervioso central. En la actualidad, esos tentáculos sensoriales englobaban toda la nave, se arrastraban, bifurcaban y volvían a conectarse como inmensos axones de un pulpo. Había varias decenas de lugares donde los tentáculos plateados convergían en lo que Volyova consideraba centros ganglionares de procesamiento, marañas fantásticamente intrincadas. Ya no quedaba rastro físico del antiguo cuerpo del capitán, pero su inteligencia, hinchada, confusa, espectral, seguía sin duda habitando la nave. Volyova no había esclarecido aún si esos nodos formaban cerebros distribuidos o solo eran pequeños componentes de un intelecto mucho más grande, que abarcaba toda la nave. Lo único que sabía con seguridad era que John Brannigan seguía presente.

En una ocasión, cuando había naufragado cerca de Hades y creía que Khouri había muerto, había esperado que el Infinito la ejecutara. Lo estaba aguardando. Incluso había alentado al capitán a hacerlo, al hablarle de los crímenes que había desenmascarado. Le había dado motivos de sobra para castigarla.

Pero él la había perdonado y después la había rescatado. Le dejó regresar a bordo de la nave, que seguía en su proceso de ser consumida y transformada. Cierto, había hecho caso omiso de todos sus intentos de comunicarse con él, pero le había permitido sobrevivir. Había bolsas donde las mutaciones eran menos serias, y Volyova descubrió que podía residir dentro de ellas. Había averiguado que hasta se desplazaban, por si decidía habitar en otra parte de la nave. Así que Brannigan, o lo que fuera que controlaba la nave, sabía que ella se encontraba a bordo y que necesitaba seguir con vida. Después, cuando había encontrado a Khouri, la nave también había permitido a esta subir a bordo.

Fue como habitar una casa encantada, ocupada por un espíritu solitario pero protector. La nave les proporcionaba todo lo que necesitaban, dentro de unos límites razonables. Pero no renunciaba al control total. No se movía salvo para realizar cortos vuelos intrasistema. No les dejaba acceder a ningún arma, y mucho menos al alijo.

Volyova había proseguido con sus intentos de comunicarse, pero todos habían sido en vano. Cuando le hablaba a la nave, no sucedía nada. Cuando garabateaba mensajes visuales, no había respuesta. Y, pese a todo, seguía convencida de que la nave le prestaba atención. Se había vuelto catatónica y se había retirado a su propio abismo particular de remordimientos y recriminación. La nave se despreciaba a sí misma.

Entonces Khouri se había marchado; regresaba a Resurgam para infiltrarse en la Casa Inquisitorial y conducir a todo el maldito planeta en una persecución sin sentido, para que Volyova y ella pudieran ir a cualquier lugar que necesitaran sin que les hicieran preguntas.

Esos primeros meses de soledad habían resultado duros, incluso para alguien como Ilia Volyova. La habían conducido a la conclusión de que, al fin y al cabo, sí que le gustaba la compañía humana. Estar sola, salvo por una mente hosca, silenciosa y llena de odio, casi había podido con ella.

Pero entonces la nave, a su propia manera indirecta, había comenzado a hablar con ella. Al principio, Ilia casi no había percibido sus esfuerzos. Cada día era necesario dedicarse a un centenar de cosas, y no quedaba nada de tiempo para estarse quieta y esperar a que la nave tratara a tientas de reconciliarse con ella. Plagas de ratas, fallos en las bombas de sentina, y la continua labor de reconducir la plaga lejos de las áreas críticas, combatiéndola con nanoagentes, fuego, refrigerantes y rociadores químicos…

Entonces, un día, los servidores habían comenzado a comportarse de forma extraña. Como las ratas rebeldes, antiguamente formaban parte de la infraestructura de reparación y rediseño de la nave. Los más inteligentes habían sido consumidos por la plaga, pero las máquinas más estúpidas y anticuadas habían resistido. Seguían dedicándose firmemente a las tareas que tenían asignadas, apenas conscientes de que la nave cambiaba a su alrededor. En su mayor parte ni ayudaban ni molestaban a Volyova, así que ella las había dejado estar. En raras ocasiones resultaban de utilidad, pero era tan poco común, que Ilia llevaba mucho tiempo sin confiar en ello.

Y, de pronto, los servidores comenzaron a ayudarla. Empezó con un típico fallo de las bombas de sentina. Ilia detectó la avería y atravesó la nave para inspeccionar el problema. Al llegar, se asombró de encontrar un servidor que la aguardaba y que cargaba justo con las herramientas que, con mayor probabilidad, necesitaría para arreglar la unidad.

Su primera prioridad consistía en volver a poner en marcha la bomba. Cuando la inundación local hubo remitido, se sentó y evaluó la situación. La nave seguía teniendo el mismo aspecto que cuando ella se había levantado. Los corredores continuaban extendiéndose a lo lejos como tráqueas tapizadas de mucosidad. Repulsivas sustancias seguían rezumando y goteando por cada orificio del tejido de la nave. El aire seguía siendo empalagoso y, detrás de cada pensamiento, proseguía el canto gregoriano constante de las demás bombas de sentina.

Pero decididamente, algo había cambiado.

Volvió a colocar las herramientas en el estante que cargaba el servidor. Cuando hubo terminado, la máquina dio media vuelta sobre sus pasos y se alejó zumbando en la distancia, hasta desaparecer tras la elástica curva del pasillo.

—Me parece que puede oírme —dijo en voz alta—. Oírme y verme. También sabe que no estoy aquí para hacerle daño. Ya podría haberme matado, John, en especial si controla a los servidores… Y lo hace, ¿verdad?

No se sorprendió lo más mínimo cuando no hubo respuesta, pero insistió:

—Sin duda recuerda quién soy. La que lo calentó, la que dedujo lo que había hecho. Tal vez piense que lo estaba castigando por sus actos, pero no es así. No es mi estilo, el sadismo me aburre. Si quisiera castigarlo lo habría matado, y había un millón de formas de conseguirlo. Pero no era eso lo que tenía en mente. Solo quería que supiera que mi opinión personal sobre el tema es que ya ha sufrido bastante. Porque ha sufrido, ¿verdad? —Se detuvo, atenta al tono musical de la bomba, tratando de convencerse de que no iba a volver a fallar de inmediato—. Bueno, se lo merecía —añadió—. Se merecía pasar una temporada en el infierno por lo que hizo. Quizás haya estado en él, solo usted sabrá lo que era vivir así durante tanto tiempo. Solo usted sabrá si el estado en el que se encuentra ahora supone alguna clase de mejora.

En ese punto se había producido un lejano temblor, pudo sentirlo a través del revestimiento del suelo. Se preguntó si solo se trataba de una operación de bombeo ya programada, que se realizaba en alguna otra zona de la nave, o si el capitán reaccionaba ante su observación.

—Ahora es mejor, ¿verdad? Tiene que serlo. Ha escapado y se ha convertido en el espíritu de la nave que antes gobernaba. ¿Qué más podría desear un capitán?

No se produjo respuesta. Esperó durante varios minutos, atenta a otro rumor sísmico o a cualquier señal igual de críptica, pero no sucedió nada.

—En cuanto al servidor —añadió—, le doy las gracias. Me ha sido de ayuda.

Pero la nave no dijo nada.

Sin embargo, lo que sí descubrió fue que, a partir de entonces, los servidores siempre estaban dispuestos a ayudarla en lo que pudieran. Si lograban adivinar sus intenciones, las máquinas se apresuraban a traer las herramientas o el equipo que necesitase. Si se trataba de una tarea prolongada, los servidores incluso le proporcionaban agua y comida, transportada desde una de las enfermerías que seguían funcionando. Cuando le pedía de forma directa a la nave que le trajera algo, nunca lo hacía. Pero si planteaba sus necesidades en voz alta, como si hablase sola, la nave parecía deseosa de concedérselo. No siempre lograba ser de ayuda, pero Ilia tenía la clara impresión de que hacía todo lo posible.

Se preguntó si estaba equivocada, si quizá no era John Brannigan quien la rondaba, sino otra inteligencia de nivel marcadamente inferior. Quizá el motivo por el que la nave estaba ansiosa de asistirla era que su mente no era más compleja que la de un servidor y estaba infectada por las mismas rutinas de obediencia. Tal vez cuando dirigía sus pensamientos directamente hacia Brannigan, y hablaba con él como si la escuchara, estuviera imaginándose más inteligencia de la que había allí en realidad.

Entonces aparecieron los cigarrillos.

Ella no los había pedido, ni siquiera sospechaba que quedara otra reserva oculta en alguna parte de la nave, ahora que había agotado su suministro personal. Los examinó con curiosidad y recelo. Parecían fabricados por una de las colonias comerciales con las que la nave había hecho negocios décadas atrás. No daba la impresión de que los hubiera preparado la propia nave a partir de materias primas locales. Olían demasiado bien para eso. Cuando encendió uno y lo fumó hasta dejar la colilla, también supo demasiado bien. Se fumó otro, y su sabor no dejó de ser excelente.

—¿Dónde los ha encontrado? —preguntó—. ¿Dónde demonios…? —Inhaló de nuevo y, por primera vez en semanas, se llenó los pulmones de algo que no era el sabor del aire de a bordo—. Da igual, no necesito saberlo. Le estoy muy agradecida.

A partir de entonces, no le había quedado ninguna duda: Brannigan la acompañaba. Solo otro miembro de la tripulación podía conocer su afición a los cigarrillos. Ninguna máquina hubiese pensado en ofrecerle algo así, por muy incrustado que tuviese el instinto de servidumbre. Así que la nave debía de querer hacer las paces.

Desde aquel momento, los progresos habían sido lentos. De vez en cuando sucedía algo que impulsaba a la nave a refugiarse detrás de su coraza; los servidores se apagaban y se negaban a ayudarla durante días y días. Eso pasaba a veces cuando había estado charlando demasiado abiertamente con el capitán, y trataba de sacarlo de su mutismo mediante alguna estratagema psicológica. Caviló, socarrona, en que nunca se le había dado bien la psicología. Todo aquel terrible lío había comenzado cuando sus experimentos con el oficial de artillería Nagorny lo habían vuelto loco. Si eso no hubiese sucedido, no habría sido necesario contratar a Khouri y todo podría haber sido diferente…

Después de aquel episodio, cuando la vida a bordo regresó a una especie de normalidad y los servidores volvieron a seguir sus deseos, tuvo mucho cuidado con lo que hacía y decía. Pasaban semanas sin que realizara ninguna tentativa manifiesta de comunicarse. Pero siempre acababa por intentarlo de nuevo, y avanzaba lentamente hasta desembocar en un nuevo episodio de catatonia. Ella insistía, porque tenía la impresión de que, entre un colapso y el siguiente, lograba avances pequeños pero perceptibles.

El último episodio no tuvo lugar hasta seis semanas después de la visita de Khouri, y en esa ocasión el estado de catatonia había perdurado durante ocho semanas, algo sin precedentes. Hasta que transcurrieron diez semanas más después de aquello, Volyova no se sintió preparada para arriesgarse a otro colapso.

—Capitán… escúcheme —dijo entonces—. Muchas veces he tratado de llegar hasta usted, y creo que en uno o dos casos lo he logrado y ha comprendido lo que le decía. Pero no estaba listo para contestar. Lo comprendo, de veras. Pero ahora hay algo que debo explicarle, sobre el universo de ahí fuera; algo respecto a lo que está sucediendo en otros puntos de este sistema.

Ilia se encontraba de pie en la gran esfera del puente y hablaba en voz alta, en un tono un poco más fuerte de lo que sería estrictamente necesario en una conversación. Con casi total seguridad, podría haber soltado su discurso en cualquier otra parte de la nave y el capitán la hubiese oído. Pero aquel era el antiguo centro de mando de la nave, y allí el soliloquio parecía un poco menos absurdo. La acústica de la sala proporcionaba a su voz una resonancia que encontraba reconfortante. Y además, gesticulaba de forma dramática con la colilla de un cigarrillo.

—Tal vez ya lo sepa —añadió—. Sé que posee conductos sinápticos hasta los sensores y cámaras del casco. Lo que no sé es hasta qué punto es capaz de interpretar esos flujos de datos. Al fin y al cabo, no está usted diseñado para ello. Incluso para usted debe de resultar extraño contemplar el universo a través de los ojos y oídos de una máquina de cuatro kilómetros de largo. Pero siempre ha sido un cabrón adaptable, supongo que al final averiguará cómo hacerlo.

El capitán no respondió, pero al menos la nave no se hundió al instante en su estado catatónico. Según el monitor de brazalete que llevaba en la muñeca, la actividad de los servidores en la nave proseguía con normalidad.

—Pero supondré que todavía no sabe nada de las máquinas, aparte de lo que pudiera captar durante la última visita de Khouri. Qué clase de máquinas, preguntará. Máquinas alienígenas. Ignoramos de dónde vienen, lo único que sabemos es que ya están aquí, en el sistema Delta Pavonis. Creemos que Sylveste, ¿se acuerda de él?, pudo atraerlas inadvertidamente cuando se introdujo en el artefacto de Hades.

Claro que el capitán recordaba a Sylveste, si es que era capaz de rememorar algo de su existencia previa. Fue a Sylveste a quien trajeron a bordo para curar al capitán. Pero Sylveste solo jugaba con sus deseos, y su objetivo estaba puesto todo el rato en Hades.

—Desde luego —prosiguió Volyova—, no es más que una suposición. Pero parece que encaja con los hechos. Khouri sabe mucho sobre esas máquinas, más que yo. Pero lo aprendió de tal modo que le cuesta articular todo lo que sabe. Seguimos a oscuras en muchos aspectos.

Le contó al capitán lo que había sucedido hasta el momento, y repitió sus observaciones en la esfera de lecturas del puente. Le explicó cómo los enjambres de máquinas inhibidoras habían comenzado a desmantelar tres mundos menores, succionando sus núcleos para procesar el material extraído y construir con él cinturones refinados de materia orbital.

—Resulta impresionante —dijo—. Pero no queda tan lejos de nuestras posibilidades como para hacerme temblar en las botas. Todavía no. Lo que me preocupa es lo que puedan tener a continuación en mente.

Las operaciones mineras se habían detenido de forma brusca y repentina dos semanas atrás. Los volcanes artificiales que tachonaban los ecuadores de los tres mundos habían parado de escupir materia y habían dejado un pequeño arco final de material procesado de camino a la órbita.

Para entonces, según las estimaciones de Volyova, al menos la mitad de la masa de cada mundo había sido almacenada en depósitos orbitales. Solo quedaban ya las cortezas huecas. Fue fascinante ver cómo se derrumbaban cuando cesaron las labores de minería: se colapsaron hasta formar compactas pelotas naranjas de escombros radioactivos. Algunas máquinas se desligaron de la superficie, pero la mayoría debían de haber cumplido su propósito y no fueron recicladas. El aparente despilfarro de ese gesto inquietó a Volyova. Daba la impresión de que las máquinas no se preocupaban por el esfuerzo que ya habían dedicado a los ciclos previos de replicación, que en cierto sentido carecía de importancia comparados con la trascendencia de la tarea que tenían ante sí.

Y con todo, aún quedaban millones de máquinas de menor tamaño. Los anillos de escombros poseían una gravedad propia apreciable, y era necesario reconducirlos constantemente. Varias clases de robots nadaban entre los carriles de mineral, ingiriendo y excretando. Volyova detectaba de vez en cuando una llamarada de radiación exótica procedente de las inmediaciones de la obra. Estaban desencadenando asombrosos mecanismos alquímicos, manipulaban el polvo crudo de esos mundos para que adoptara nuevas formas, extrañas y especializadas; tipos de materia que, sencillamente, no existían en la naturaleza.

Pero ya antes de que los volcanes dejaran de escupir polvo, había dado comienzo un nuevo proceso. Un hilo de materia se había desgajado del espacio que rodeaba esos mundos, un filamento de material procesado que se extendió como una larga lengua hasta que alcanzó segundos luz de longitud. Era obvio que las máquinas guía habían inyectado en cada reguero la energía necesaria para sacarlos de los pozos gravitatorios de sus mundos de origen. Las lenguas de materia se encontraban ya en órbita interplanetaria y seguían una suave parábola que iba pegada a la eclíptica. Se dilataron hasta tener horas luz de un extremo a otro. Volyova extrapoló las parábolas (eran tres) y descubrió que convergían sobre el mismo punto del espacio, y justo al mismo tiempo.

En ese punto no había nada en esos momentos. Pero cuando llegaran, habría allí algo más: el gigante gaseoso más grande del sistema. Volyova se sentía inclinada a pensar que esa conjunción tenía pocas posibilidades de ser casual.

—Esto es lo que yo creo —le dijo al capitán—. Lo que hemos visto hasta el momento no es más que la recolección de material sin refinar. Ahora comienzan a ensamblarlo en la región donde está a punto de comenzar el verdadero trabajo. Tienen planes para Roc. No sé cuáles, pero está claro que forma parte de su plan.

En la esfera de proyección apareció la información de la que disponían sobre el gigante gaseoso. Un esquema mostró el núcleo de Roc abierto como una manzana, revelando las capas de estratos con sus notas: una zambullida en las desconcertantes profundidades de una química extraña y una presión de pesadilla. Los gases a presiones y temperaturas más o menos concebibles recubrían un océano de puro hidrógeno líquido, que comenzaba justo por debajo de la capa exterior visible del planeta. Debajo de todo aquello (la mera idea de su existencia hacía que a Volyova le doliera un poco la cabeza) había otro océano de hidrógeno, esta vez en estado metálico. A Volyova no le gustaban los planetas en ningún caso, y los gigantes gaseosos se le antojaban una afrenta irracional contra la escala humana y su fragilidad. En ese aspecto, eran casi tan malos como las estrellas.

Pero no había nada en Roc que se saliera de lo normal. Contaba con la típica familia de lunas, la mayoría de las cuales estaban congeladas y ancladas por las mareas a su planeta regente. De los satélites más calientes hervían chorros de iones que formaban grandes cinturones toroidales de plasma, que rodeaban al gigante y que la salvaje magnetosfera de este mantenía en su sitio. No poseía grandes lunas rocosas, y posiblemente esa fuera la razón por la que las operaciones iniciales de desmantelamiento habían tenido lugar lejos de allí. Contaba con un sistema de anillos con algunos patrones de resonancia interesantes (radios de bicicleta y curiosos nodos menores) pero, una vez más, no era algo que Volyova no hubiese visto ya.

¿Qué querían los inhibidores? ¿Qué daría comienzo cuando sus ríos de materia llegaran a Roc?

—Ya comprende mis recelos, capitán, estoy convencida de ello. Sea lo que sea lo que traman esas máquinas, no puede ser bueno para nosotros. Son artefactos de extinción, y lo que hacen es acabar con la vida inteligente. La cuestión es, ¿podremos hacer algo al respecto?

Volyova se detuvo y valoró la situación. Aún no había provocado una huida catatónica, y eso era bueno. Al menos el capitán estaba preparado para permitirle discutir los sucesos del exterior. Por otro lado, todavía no había sacado a colación ninguno de los temas que solían desencadenar el apagón.

Bueno, es ahora o nunca.

—Yo creo que podemos, capitán. Quizá no sea posible detener a las máquinas para siempre, pero al menos sí fastidiar de lo lindo sus esfuerzos. —Echó un vistazo al brazalete y comprobó que en el resto de la nave no sucedía nada inusual—. Desde luego, estoy hablando de un golpe militar. No creo que una discusión razonable vaya a funcionar contra una fuerza que desmantela tres de nuestros planetas sin pedirlo siquiera por favor.

Creyó detectar entonces algo. Un temblor la alcanzó, proveniente de otra zona de la nave. Ya había sucedido antes y parecía significar alguna cosa, pero todavía no podía decir con exactitud qué. Era, eso sí, una especie de comunicación por parte de la inteligencia (o lo que fuese) que gobernaba la nave, pero no necesariamente de la clase que ella deseaba. Era más como una señal de irritación, como el gruñido ronco de un perro al que no le gusta que lo molesten.

—Capitán… Comprendo que esto es difícil. Le juro que lo sé. Pero tenemos que hacer algo, y pronto. A mí me parece que la utilización de las armas del alijo es nuestra única opción. Aún nos quedan treinta y tres, que serían treinta y nueve si pudiéramos rescatar y rearmar las seis que desplegué contra Hades… pero creo que incluso treinta y tres serán suficientes si podemos usarlas bien y, sobre todo, si las usamos cuanto antes.

El tremor se intensificó y luego amainó. Ilia supuso que en esos momentos estaba tocando un punto realmente sensible. Pero el capitán seguía escuchándola.

—Es posible que el arma que perdimos en los límites del sistema fuera la más poderosa de las que teníamos —añadió—, pero las seis de las que nos desembarazamos eran, al menos según mis estimaciones, inferiores a las demás en la escala destructiva. Creo que podemos conseguirlo, capitán. ¿Puedo contarle mi plan? Propongo que usemos como diana los tres planetas de los que están saliendo los ríos de materia. El noventa por ciento de la masa extraída sigue en órbita alrededor de esos cuerpos colapsados, aunque cada vez bombean más y más hacia Roc. Casi todas las máquinas inhibidoras continúan alrededor de esas lunas. Puede que no sobrevivieran a un ataque por sorpresa y, aunque lo hicieran, podemos dispersar y contaminar esas reservas de materia. —Comenzó a hablar más rápido, ebria ante el modo en que el plan se desarrollaba en su mente—. Quizá las máquinas sean capaces de reagruparse, pero tendrán que encontrar nuevos mundos que desmantelar. Y en eso también podemos pararles los pies. Cabe usar las otras armas del alijo para hacer pedazos todos los posibles candidatos que encuentren. Podemos envenenar sus pozos, impedir que hagan más prospecciones. Eso les hará difícil, quizás hasta imposible, terminar lo que sea que tienen planeado para el gigante gaseoso. Tenemos una posibilidad, pero hay truco, capitán. Tendrá usted que ayudarnos a lograrlo.

Volvió a estudiar el brazalete. Seguía sin suceder nada, y se permitió suspirar mentalmente de alivio. Por el momento no lo presionaría mucho más. Ya solo discutir la necesidad de contar con su cooperación la había llevado más lejos de lo que imaginaba posible.

Pero entonces llegó: un aullido lejano pero creciente de carácter furioso. Lo oyó bramar mientras se acercaba a través de kilómetros de pasillos.

—Capitán…

Pero era demasiado tarde. El vendaval arremetió contra la esfera de mando y la arrojó contra el suelo con toda su ferocidad. La colilla del cigarrillo voló de la mano de Volyova y dio varias vueltas a la cámara, atrapada en un remolino de aire estancado. Ratas y diversos objetos sueltos de la nave bailaban con ella.

Volyova tuvo dificultades para hablar.

—Capitán… no pretendía… —Pero incluso respirar se hacía difícil. El viento la tumbó resbalando por el suelo, mientras agitaba los brazos como molinos. El ruido era insoportable, como una amplificación de todos los años, de todas las décadas de dolor que John Brannigan había padecido.

Entonces el vendaval se extinguió y la sala volvió a quedar en calma. Todo lo que había necesitado el capitán era abrir una compuerta presurizada en alguna otra zona de la nave, que comunicara con una de las cámaras que, por lo general, se mantenían en un vacío extremo. Era muy probable que nada de aire se hubiese escapado realmente al espacio durante esa demostración de fuerza, pero el efecto había sido tan inquietante como una verdadera rotura del casco.

Ilia Volyova se puso en pie. No parecía haberse roto nada. Se quitó el polvo de encima y, temblando, encendió otro cigarrillo. Fumó durante al menos dos minutos, hasta que sus nervios se relajaron lo suficiente.

Entonces volvió a hablar, con calma y serenidad, como un padre que se dirige a un bebé que acaba de sufrir una rabieta.

—Muy bien, capitán. Ha dejado muy clara su postura, no quiere oír hablar de las armas del alijo. De acuerdo, está en su derecho y no puedo decir que me sienta sorprendida. Pero comprenda esto: aquí no estamos hablando de un pequeño problema regional. Esas máquinas inhibidoras no han llegado solo a Delta Pavonis.

Han alcanzado espacio humano. Esto es solo el principio. No se detendrán aquí, ni siquiera después de haber barrido toda vida de Resurgam por segunda ocasión en un millón de años. Eso solo será un precalentamiento, después vendrá otro sitio. Puede que sea Borde del Firmamento, o tal vez Shiva-Parvati. Quizá Grand Tetón, Giro a la Deriva, Zastruga… Puede que incluso Yellowstone. Quizá incluso el Primer Sistema. Probablemente carezca de importancia, porque una vez caiga uno, a los otros no les faltará mucho. Será el fin, capitán. Puede que lleve décadas o siglos, no importa. Seguirá siendo el final de todo, el rechazo definitivo de todo gesto humano, de todo pensamiento humano desde el alba de los tiempos. Seremos erradicados de la existencia. Le garantizo algo: se lo pondremos difícil, aunque el resultado nunca esté en duda. ¿Pero sabe qué? No estaremos allí para verlo, ni un maldito minuto. Y eso me fastidia más de lo que pueda imaginarse.

Le dio otra calada al cigarrillo. Las ratas se habían escabullido de vuelta a la oscuridad y el cieno, y la nave casi había recuperado la normalidad. Parecía que el capitán le había perdonado aquella indiscreción. Prosiguió:

—Las máquinas no nos han prestado todavía mucha atención, pero supongo que al final llegarán hasta nosotros. ¿Y quiere saber cuál es mi teoría de por qué no nos han atacado aún? Podría deberse a que todavía no nos ven, a que sus sentidos estén sintonizados para detectar señales de vida a escalas mucho mayores que una única nave. Pero también podría ser porque no hay necesidad de preocuparse por nosotros, porque sería una pérdida de tiempo complicarse la vida arrasándonos individualmente, cuando el plan en el que están trabajando será mucho más eficaz. Sospecho que así es como piensan, capitán, en una dimensión mucho mayor y más lenta de la que nosotros estamos acostumbrados. ¿Por qué molestarse en aplastar una sola mosca, cuando estás a punto de exterminar a toda la especie? Y si vamos a hacer algo al respecto, tenemos que empezar a pensar un poco como ellos. Necesitamos el alijo, capitán.

La sala se sacudió; la iluminación de las pantallas falló, lo mismo que las luces de alrededor. Volyova miró el brazalete y no se extrañó de ver que la nave volvía a estar en proceso de entrar en la catatonia. Los servidores se apagaban en todos los niveles y abandonaban las tareas que tuvieran asignadas. Incluso algunas de sus bombas de sentina estaban muriendo, y pudo detectar el sutil cambio del ruido de fondo según las unidades se caían del coro. Los pasillos de la nave, auténticas conejeras, quedarían sumidas en la oscuridad, y ya no se podía asegurar que los ascensores alcanzaran su destino. La vida volvería a resultar complicada y, durante unos días (quizás algunas semanas), simplemente sobrevivir a bordo de la nave iba a consumir casi todas sus energías.

—Capitán… —dijo en voz baja, dudando que alguien la escuchara en esos momentos—. Capitán, tiene que comprenderlo. No voy a irme. Y ellos tampoco.

Sola, de pie en la oscuridad, Volyova se fumó lo que le quedaba del cigarrillo, y cuando terminó sacó su linterna, la encendió y abandonó el puente.

La triunviro estaba ocupada. Tenía mucho trabajo por delante.


Remontoire estaba sobre la piel adhesiva del cometa de Skade y hacía gestos a una nave que se aproximaba. Esta se acercó reluctante y se dirigió hasta la oscura superficie con evidente suspicacia. Era una nave pequeña, apenas más grande que la corbeta que los había llevado inicialmente hasta allí a los tres. Unas torretas globulares brotaban de su casco y giraban a un lado y a otro. Remontoire parpadeó al recibir el resplandor rojizo de un láser de puntería. Después, el haz lo dejó atrás y dibujó diagramas en el suelo, en busca de bombas trampa.

—Dijiste que erais dos —intervino el comandante de la nave, cuya voz zumbó en el casco de Remontoire—. Solo veo a uno.

—Skade ha resultado herida. Está dentro del cometa, bajo el cuidado del maestro de obra. ¿Por qué me habláis con la voz?

—Podrías preparar una trampa.

—Soy Remontoire. ¿No me reconocéis?

—Espera. Vuélvete a la izquierda para que pueda ver tu rostro por la visera.

Transcurrió un tiempo mientras la nave merodeaba por la zona y lo escrutaba. Entonces se acercó y disparó su juego de presas, que se clavaron con fuerza en el suelo, donde seguían anclados los tres cables seccionados. Remontoire notó el temblor de los impactos a través de la membrana, y la resina epoxídica se tensó bajo sus pies.

Trató de establecer comunicación neuronal con el piloto.

¿Aceptáis ya que soy Remontoire?

Observó que se abría una esclusa cerca de la parte delantera de la nave. De ella salió un combinado cubierto con una armadura completa de batalla. La figura se deslizó hasta la superficie del cometa y posó los pies a apenas dos metros de donde él se encontraba. Portaba una pistola, con la que apuntó sin vacilar a Remontoire. Las demás armas de la nave también se centraban en él. Pudo notar sus amplios cañones sobre sí, y supo que no haría falta más que un leve movimiento en falso para que esas armas abrieran fuego.

El combinado se conectó neuronalmente con Remontoire.

[¿Qué estás haciendo aquí? ¿Quién es el maestro de obra?].

Me temo que son asuntos del Consejo Cerrado. Todo lo que puedo contaros es que Skade y yo estábamos aquí en un asunto de seguridad combinada. Este cometa es uno de los nuestros, como ya habréis deducido.

[Tu mensaje de socorro decía que erais tres. ¿Dónde está la nave que os trajo?].

Ahí es donde las cosas empiezan a complicarse. Remontoire trató de entrar en la cabeza del hombre; sería mucho más sencillo si pudiera volcarle directamente sus recuerdos. Pero las barreras neuronales del otro combinado eran sólidas.

[Limítate a contármelo].

Clavain vino con nosotros. Robó la corbeta.

[¿Por qué iba a hacer algo así?].

De verdad, no puedo contártelo. No sin revelar la naturaleza de este cometa.

[Deja que lo adivine. ¿Otra vez asuntos del Consejo Cerrado?].

Ya sabes cómo es esto.

[¿Hacia dónde se dirigió Clavain con la corbeta?].

Remontoire sonrió, no tenía sentido seguir jugando al ratón y al gato.

Probablemente hacia el interior del sistema, ¿adónde si no? No va a regresar al Nido Madre.

[¿Y cuánto hace de esto con exactitud?].

Más de treinta horas.

[Necesitará menos de trescientas para llegar a Yellowstone. ¿No pensaste en avisarnos antes?].

He hecho lo que he podido. Teníamos una especie de problema médico al que enfrentarnos. E hizo falta mucha persuasión para que el maestro de obra me permitiera enviar una señal de regreso al Nido Madre.

[¿Problema médico?].

Remontoire hizo un gesto en dirección a la superficie costrosa y agrietada del cometa, hacia el rizado hueco de entrada por el que había aparecido inicialmente el maestro de obra.

Como os conté, Skade resultó herida. Me parece que deberíamos llevarla de vuelta al Nido Madre lo antes posible.

Remontoire comenzó a caminar, escogiendo con cuidado cada paso. Las armas que montaba la nave no dejaron de seguirlo, listas para convertirlo en un cráter en miniatura en cuanto parpadease.

[¿Está viva?].

Remontoire sacudió la cabeza.

No, en estos momentos no.

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