—Ahí tienes el coche para escapar —dijo el hombrecito moreno señalando con un gesto el solitario vehículo estacionado en la calle.
Thorn observó la sombra desplomada detrás de la ventanilla del coche.
—El conductor parece dormido.
—No lo está. —Pero por si acaso, el conductor de Thorn estacionó al lado del otro coche. Los dos vehículos tenían una forma idéntica, el diseño estándar patrocinado por el Gobierno. Pero el coche de la huida era más viejo y gris, y la lluvia formaba una película mate sobre los trozos desiguales de chapa reparada. Su conductor salió y esquivó los charcos para llegar al otro coche, luego golpeó con gesto rápido la ventanilla. El otro conductor bajó su cristal y los dos hablaron durante un minuto aproximadamente. El conductor de Thorn reforzaba sus argumentos con numerosas muecas y gestos de las manos. Luego volvió y entró con Thorn, murmurando por lo bajo. Quitó el freno de mano y su coche comenzó a alejarse con un siseo de las llantas.
—No hay ningún otro vehículo estacionado en esta calle —dijo Thorn—. Llama la atención esperar aquí.
—¿Preferirías que no hubiera ningún coche, una noche tan asquerosa como esta?
—No. Pero asegúrate de que ese cabrón perezoso tiene una buena historia, por si a los matones de Vuilleumier les da por venir a tener unas palabritas con él.
—Tiene una explicación, no te preocupes por eso. Cree que la parienta le está poniendo los cuernos. ¿Ves ese bloque residencial de allí? Lo está vigilando por si acaso aparece cuando se supone que tiene turno de noche.
—Entonces quizá debería despertar un poco.
—Le dije que tenía que parecer más vivo. —Doblaron una esquina a toda velocidad—. Relájate Thorn. Has hecho esto cien veces y hemos organizado una decena de reuniones locales en esta parte de Cuvier. La razón por la que me contratas es para que tú no tengas que preocuparte por los detalles.
—Tienes razón —dijo Thorn—. Supongo que son solo los nervios.
El hombre se echó a reír al oír eso.
—¿Tú, nervioso?
—Hay mucho en juego. No quiero decepcionarlos. No después de haber llegado tan lejos.
—No los vas a decepcionar, Thorn. No te dejarán. ¿Es que aún no te has dado cuenta? Te idolatran. —El hombre le dio a un interruptor del salpicadero e hizo que los limpiaparabrisas bombearan con renovado vigor—. Putos terraformadores, ¿eh? Como si no hubiéramos tenido lluvia suficiente en los últimos tiempos. Con todo, es bueno para el planeta, o eso dicen. Por cierto, ¿tú crees que el Gobierno está mintiendo?
—¿Sobre qué? —dijo Thorn.
—Esa cosa rara del cielo.
Thorn siguió al organizador al edificio designado. Lo llevaron por una serie de pasillos sin iluminar hasta que llegó a una gran habitación sin ventanas. Estaba llena de personas, todas ellas sentadas delante de un escenario improvisado con un podio. Thorn caminó entre ellos y se subió con destreza al escenario. Se oyó un pequeño aplauso, respetuoso pero sin llegar a resultar extático. Bajó la vista para mirar a los presentes y calculó que había unos cuarenta, como le habían prometido.
—Buenas noches —dijo Thorn. Plantó ambas manos en el podio y se inclinó hacia delante—. Gracias por venir esta noche. Agradezco los riesgos que han corrido todos ustedes. Les prometo que merecerá la pena.
Sus seguidores procedían de todas las profesiones y condiciones de la vida de Resurgam, salvo del corazón del Gobierno. No era que los funcionarios del Gobierno no intentaran a veces unirse al movimiento, ni que de vez en cuando no fueran sinceros. Pero permitirles entrar era un riesgo demasiado grande para la seguridad de la organización. Los filtraban mucho antes de que tuvieran la oportunidad de llegar a Thorn. En su lugar había técnicos, cocineros y camioneros, granjeros, fontaneros y maestros. Algunos eran muy ancianos y tenían recuerdos adultos de la vida en Ciudad Abismo, antes de que la Lorean los trajera a Resurgam. Otros habían nacido después del régimen de Girardieau, y para ellos ese período concreto, apenas menos escuálido que el presente, eran los «buenos tiempos», por difícil que fuera de creer. Había pocos que, al igual que Thorn, solo conservaran recuerdos infantiles del viejo mundo.
—¿Entonces es cierto? —Preguntó una mujer desde la primera fila—. Dinos, Thorn, ya. Todos hemos oídos los rumores. Sácanos de la incertidumbre.
Él sonrió, paciente a pesar de la falta de respeto que mostraba aquella mujer hacia su guión.
—¿Y qué rumor sería ese, con exactitud?
La mujer se levantó y miró a su alrededor antes de hablar.
—Que las has encontrado, las naves. Las que nos van a sacar de este planeta. Y que también has encontrado la nave estelar, la que va a llevarnos de vuelta a Yellowstone.
Thorn no le respondió de forma directa. Miró por encima de las cabezas del público y se dirigió a alguien que estaba en la parte de atrás.
—¿Podrían poner la primera imagen, por favor?
Thorn se hizo a un lado para no bloquear la proyección que se emitía sobre la pared trasera, desconchada y manchada, de la habitación.
—Esta es una fotografía tomada hace veinte días exactamente —explicó—. No voy a decir todavía desde dónde se tomó. Pero podéis ver sin ayuda de nadie que es Resurgam y que la imagen debe de ser bastante reciente. ¿Veis lo azul que está el cielo, cuánta vegetación hay en primer término? Se nota que es suelo bajo, donde el programa de terraformación ha tenido más éxito.
El formato plano de la imagen mostró una perspectiva que bajaba hacia un estrecho cañón o desfiladero. Dos objetos lustrosos y metálicos estaban estacionados a la sombra, entre las paredes de roca, morro contra morro.
—Son lanzaderas —dijo Thorn—. Son grandes, superficie a órbita, cada una con una capacidad de unos quinientos pasajeros. No se puede juzgar muy bien el tamaño desde esta perspectiva, pero esa pequeña abertura negra de ahí es una puerta. La siguiente, por favor.
Cambió la imagen. Ahora era el propio Thorn el que se encontraba bajo el casco de uno de los trasbordadores, asomándose a la puerta que antes parecía diminuta.
—Bajé la pendiente. Yo tampoco podía creer que fueran reales hasta que me acerqué. Pero ahí están. Por lo que sabemos, están en perfecto estado de funcionamiento, en tan buen estado como el día en que bajaron.
—¿De dónde son? —preguntó otro hombre.
—De la Lorean —dijo Thorn.
—¿Y han estado aquí abajo todo este tiempo? No me lo creo.
Thorn se encogió de hombros.
—Están construidas para seguir funcionando. Antigua tecnología; se regenera sola. No como esas cosas nuevas a las que nos hemos acostumbrado. Estas lanzaderas son reliquias de una época en la que las cosas no se estropeaban, ni se gastaban ni quedaban obsoletas. Tenemos que recordar eso.
—¿Has estado dentro? Los rumores dicen que has estado dentro, incluso que hiciste que los trasbordadores se pusieran en marcha.
—La siguiente.
La imagen mostraba a Thorn, a otro hombre y a una mujer en la cubierta de vuelo de la lanzadera, todos ellos sonriéndole a la cámara, los instrumentos iluminados tras ellos.
—Hizo falta mucho tiempo, muchos días, pero por fin conseguimos que la lanzadera nos hablara. No era que no quisiera tratar con nosotros, solo que nosotros nos habíamos olvidado de todos los protocolos que sus constructores habían supuesto que sabríamos. Pero como podéis ver, la nave es funcional, al menos en lo básico.
—¿Pueden volar?
Thorn los miró muy serio.
—No lo sabemos con seguridad. No tenemos razones para suponer que no puedan, pero hasta ahora solo hemos arañado la superficie de esas capas diagnósticas. Tenemos gente allí que está aprendiendo más y más cada día, pero lo único que podemos decir en este momento es que las lanzaderas deberían volar, dado cuanto sabemos sobre la maquinaria de la Belle Époque.
—¿Cómo los encontraste? —preguntó otra mujer.
Thorn bajó los ojos y ordenó sus pensamientos.
—Llevo toda mi vida buscando una forma de salir de este planeta —dijo.
—Eso no es lo que yo he preguntado. ¿Y si esos trasbordadores son una trampa del Gobierno? ¿Y si plantaron ellos las pistas que te llevaron hasta allí? ¿Y si están diseñados para matarte a ti y a tus seguidores, de una vez por todas?
—El Gobierno no sabe nada de ninguna forma de salir de este planeta —le dijo Thorn a la mujer—. Te lo digo yo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Siguiente.
Thorn les mostró ahora una imagen de la cosa que había en el cielo, y esperó mientras el proyector se enfocaba y desenfocaba. Estudió la reacción de su público. Algunos de ellos ya habían visto esta imagen; algunos habían visto imágenes que mostraban lo mismo, pero con mucha menos resolución; algunos lo habían visto con sus propios ojos, como una leve mancha ocre en el cielo que perseguía a la puesta de sol como un cometa deforme. Les dijo que esta imagen era la última y la mejor que tenía disponible el Gobierno, según sus fuentes.
—Pero no es un cometa —dijo Thorn—. Eso es lo que dice el Gobierno, pero no es verdad. Tampoco es una supernova ni nada de lo que dicen los demás rumores que han lanzado. Han podido salirse con la suya y contar todas esas mentiras porque aquí abajo no hay muchas personas que sepan lo suficiente de astronomía como para darse cuenta de qué es esa cosa. Ya los que sí saben los han intimidado demasiado para que quieran hablar, saben que el Gobierno está mintiendo por una razón.
—¿Entonces qué es? —preguntó alguien.
—Si bien no tiene nada parecido a la morfología adecuada para ser un cometa, tampoco es algo ajeno a nuestro sistema solar. Se mueve contra las estrellas, un poco cada noche y se encuentra en la eclíptica junto con los demás planetas. Hay una explicación para eso, una explicación bastante obvia, la verdad. —Los miró a todos, seguro ya de que disponía de su atención—. Es un planeta, o más bien lo que solía ser un planeta. La mancha es lo que antes era un gigante gaseoso, el que nosotros llamamos Roc. Lo que estamos viendo es el cadáver destripado de Roc. El planeta está siendo destrozado, desmantelado, literalmente. —Thorn sonrió—. Eso es lo que el Gobierno no quiere que sepáis. Porque no hay nada que ellos puedan hacer.
Le hizo un gesto al de atrás.
—Siguiente.
Les mostró cómo había comenzado todo, algo más de un año antes.
—Tres mundos rocosos de tamaño medio fueron los primeros en ser desmantelados, los destrozaron máquinas autorreplicantes. Recogieron sus escombros, los procesaron y los propulsaron al otro lado del sistema, hacia el gigante gaseoso. Otras máquinas ya estaban esperando allí. Convirtieron tres de las lunas de Roc en gigantescas fábricas que consumían megatoneladas de escombros cada segundo y escupían componentes mecánicos muy organizados. Trazaron un arco de materia alrededor del gigante gaseoso, un inmenso anillo metálico de una densidad y fuerza increíbles. Lo podéis ver aquí, es muy vago pero tendréis que aceptar mi palabra de que tiene una espesura de una decena de kilómetros. Al mismo tiempo, estaban entrelazando tubos de materia similar en la propia atmósfera.
—¿Quién? —Preguntó el otro hombre—. ¿Quién está haciendo esto, Thorn?
—No quién —dijo él—. Qué. Las máquinas no tienen un origen humano. El Gobierno está bastante seguro de eso. También tienen una teoría. Fue algo que hizo Sylveste. Hizo saltar una especie de disparador que las trajo aquí.
—¿Igual que debieron de hacer los amarantinos?
—Quizá —dijo Thorn—. Desde luego, hay especulaciones en esa línea. Pero no hay señales de que ya se haya desmantelado en algún momento algún otro planeta importante de este sistema, no hay brechas de resonancia en las órbitas a las que habría pertenecido un joviano. Pero claro, eso fue hace millones de años. Quizá los inhibidores lo limpiaron todo después de hacer el trabajo sucio.
—¿Inhibidores? —preguntó un hombre de barba en el que Thorn reconoció a un paleobotánico en paro.
—Así es como llama el Gobierno a las máquinas alienígenas. No sé por qué, pero parece un nombre tan bueno como cualquier otro.
—¿Y a nosotros qué nos harán? —preguntó una mujer con una dentadura extraordinariamente mala.
—No lo sé. —Thorn apretó los dedos alrededor del borde del podio. Había sentido el cambio de ánimo en la sala durante el último minuto. Siempre ocurría lo mismo cuando veían lo que estaba pasando. Los que sabían de la existencia del objeto en el cielo lo habían visto con alarma desde el comienzo de los rumores. Durante la mayor parte del año no había sido visible desde la latitud de Cuvier, donde seguía viviendo la mayor parte de la población. Pero nadie había supuesto que hubiera alguna probabilidad de que fuera una buena señal. Ahora había aparecido en el cielo vespertino y ya no se podía hacer caso omiso de su presencia.
Los expertos del Gobierno tenían sus propias ideas sobre lo que estaba pasando alrededor del gigante. Habían deducido, y acertado, que las actividades solo podían ser el resultado de fuerzas inteligentes y no el producto de algún disparatado cataclismo astronómico, aunque durante un tiempo se había considerado esa posibilidad. Una minoría consideraba probable que la entidad que estaba detrás de la destrucción fuese humana: los combinados, quizá, o un nuevo y beligerante grupo de ultras. Una minoría más pequeña y menos creíble pensaba que era la propia triunviro, Ilia Volyova, la que tenía que tener algo que ver con aquello. Pero la mayoría había tenido razón al deducir que la intervención alienígena era la explicación más probable, y que era de algún modo una respuesta a las investigaciones de Sylveste.
Pero los expertos del Gobierno solo habían tenido acceso a los datos más básicos. No habían visto la maquinaria alienígena de cerca, como la había visto Thorn.
Volyova y Khouri tenían sus propias teorías.
En cuanto se terminó el arco, en cuanto el gigante quedó ceñido, se había producido un cambio notable en las propiedades de la magnetosfera del planeta.
Se había establecido un intenso campo de cuatro polos, varios órdenes de magnitud más intenso que el campo natural del planeta. Bucles de flujo magnético se encrespaban entre las líneas de latitud que iban del ecuador al polo y que salían disparadas fuera de la atmósfera. Estaba claro que el campo era artificial y que solo lo podría haber producido un flujo de corriente que se transmitiera por conductores colocados a lo largo de esas líneas de latitud, grandes espirales de metal enroscadas alrededor del planeta, como el bobinado de un motor.
Ese era el proceso que Thorn y Khouri habían observado con sus propios ojos. Habían visto cómo se colocaban las espirales, incrustadas como bobinas en la atmósfera. Pero no tenían ni idea de a qué profundidad las habían colocado. El bobinado debía de hundirse bastante en el océano de hidrógeno metálico, a una profundidad suficiente para lograr una especie de acoplamiento por torsión con el núcleo rocoso, reducido pero inmensamente rico en metales, del planeta. Una fuerza de aceleración exterior transmitida al bobinado se transferiría al planeta en sí.
Mientras tanto, alrededor del planeta el arco orbital generaba un flujo de corriente de polo a polo que atravesaba al gigante y regresaba al arco vía el plasma magnetosférico. Los elementos de carga del anillo reaccionaban contra el campo en el que estaban incrustados y forzaban un pequeño cambio de impulso angular en el bobinado del motor.
De una forma imperceptible al principio, el gigante gaseoso comenzaba a rotar más rápido.
El proceso había continuado durante la mayor parte del año. El efecto había sido catastrófico: a medida que el planeta iba girando más y más rápido, había ido acercándose cada vez más a la velocidad crítica de disolución, y su propia fuerza de gravedad ya no pudo evitar que estallase. En menos de seis meses, la mitad de la masa de la atmósfera del planeta se había visto lanzada al espacio, expulsada hacia una nebulosa medio bella, medio repulsiva que rodeaba el planeta y que era visible desde Resurgam como una mancha del tamaño de un pulgar en el cielo vespertino. Ahora, la mayor parte de la atmósfera había desaparecido. Liberado del peso de las capas superiores que lo comprimían, el océano de hidrógeno líquido había vuelto al estado gaseoso y había liberado ráfagas de energía que se habían vuelto a bombear sin problemas hacia la maquinaria centrifugadora. El océano de hidrógeno metálico había sufrido un cambio de estado parecido, incluso más convulsivo. Eso también había formado parte del plan, ya que el gran proceso de desmantelamiento no había vacilado ni una vez.
Ahora lo único que quedaba era una cáscara de materia del núcleo, tectónicamente inestable, que giraba a una velocidad cercana a su punto de fragmentación. Las máquinas lo rodeaban en esos mismos instantes, procesando y refinando. En la nebulosa, revelada como nudos indefinidos de forma y densidad coherente, comenzaban a tomar forma otras estructuras, más grandes que mundos por méritos propios.
Thorn volvió a decir:
—No sé lo que está pasando. No creo que nadie lo sepa. Pero sí que tengo una idea: lo que han hecho hasta ahora ha sido muy jerárquico. Las máquinas son asombrosas, pero tienen límites. La materia tiene que salir de alguna parte, y ellas no pudieron empezar de inmediato a destrozar el gigante gaseoso. Tuvieron que fabricar las herramientas para hacerlo, y eso significó destrozar antes tres mundos más pequeños. Ya veis, necesitaban materias primas. La energía no parece ser un problema, quizá la pueden sacar directamente del vacío, pero es obvio que no pueden volver a condensarla y convertirla en materia con cierta precisión o eficacia. Así que tienen que trabajar por etapas, paso a paso. Ahora han destrozado un gigante gaseoso y han liberado quizá una décima parte de un uno por ciento de toda la masa útil de este sistema. Si nos basamos en lo que hemos visto hasta ahora, esa masa liberada se utilizará para hacer otra cosa. Qué, no lo sé. Pero estoy dispuesto a intentar adivinarlo. Solo hay un lugar al que ir ahora, solo una jerarquía por encima de un gigante gaseoso. Tiene que ser el sol. Creo que lo van a desmantelar.
—No hablas en serio —dijo alguien.
—Ojalá fuera así. Pero tiene que haber una razón para que no hayan destrozado Resurgam todavía. Y creo que es obvio. No tienen que hacerlo. Dentro de un tiempo, quizá mucho antes de lo que nos gustaría, no habrá necesidad de que se preocupen por él. Habrá desaparecido. Habrán destrozado este sistema solar.
—No… —exclamó alguien.
Thorn comenzó a responder, listo para trabajar sobre sus comprensibles dudas. No era la primera vez que pasaba por aquello y sabía que hacía falta un poco de tiempo para que asimilaran la verdad. Por eso les hablaba primero de los trasbordadores, para que tuvieran algo en lo que fijar sus esperanzas. Era el fin del mundo, les diría, pero eso no significaba que tuvieran que morir todos. Había una ruta de escape. Todo lo que necesitaban era valor para confiar en él, valor para seguirlo.
Pero entonces Thorn se dio cuenta de que la persona había dicho «no» por una razón muy diferente. No tenía nada que ver con su presentación.
Era la policía. Estaban entrando por la puerta.
«Actúa como lo harías si pensaras que tu vida está en peligro», le había dicho Khouri. «Tiene que parecer del todo creíble. Si esto va a funcionar, y tiene que funcionar, por todos, tienen que creer que te han arrestado sin ningún conocimiento previo de lo que pasaba. Será mejor que luches, Thorn, y que te prepares para que te hagan daño».
Thorn saltó del podio. Los policías estaban enmascarados, irreconocibles. Entraron con los atomizadores y pacificadores preparados, se movieron entre un público aturdido y asustado, con movimientos bruscos y sin ninguna comunicación audible. Chocó contra el suelo y salió disparado hacia la ruta de escape, la que lo llevaría al coche que tenía listo para escapar a unas dos manzanas de distancia. Haz que parezca real. Haz que parezca muy real, joder. Oyó que las sillas arañaban el suelo cuando la gente se levantó o intentó levantarse. El crujido de las granadas de gas del miedo y el zumbido brusco de las pistolas paralizadoras llenaron la sala. Oyó que alguien gritaba, seguido por el sonido de una armadura contra un hueso. Había habido un momento de calma casi total, pero ya se había terminado. La sala entera estalló en un frenesí aterrado cuando todo el mundo intentó escapar.
Su salida estaba bloqueada. La policía también entraba por allí.
Thorn giró en redondo. La misma historia por el otro lado. Empezó a toser, sintió que el pánico se elevaba en él de forma inesperada, como una necesidad repentina de estornudar. El efecto del gas del miedo era tan absoluto que quiso meterse en una esquina y acurrucarse en lugar de luchar. Pero Thorn luchó contra ello. Agarró una de las sillas y la levantó como si fuese un escudo cuando la policía se precipitó hacia él.
Lo siguiente que supo era que estaba de rodillas y luego con las manos apoyadas en el suelo, y que la policía le pegaba con palos, empuñados con la pericia necesaria para provocarle magulladuras, pero sin romperle ningún hueso importante ni provocarle heridas internas.
Por el rabillo del ojo, Thorn vio otro grupo de policías arremetiendo contra la mujer de la mala dentadura. La señora desapareció bajo ellos, como un ser asaltado por una bandada de grajos.
Mientras esperaba a que el cantante terminara de construirse, el supervisor escarbó juguetón entre los estratos de recuerdos de sus anteriores reencarnaciones.
El supervisor no existía en una única máquina inhibidora. Eso significaría una concentración demasiado vulnerable de pericia. Pero cuando se traía un enjambre al lugar en el que se requería una limpieza local (lo habitual era un volumen de espacio de no más de unas cuantas horas luz de anchura), se generaba una inteligencia distribuida a partir de muchas submentes algo menos inteligentes. Las comunicaciones se desplazaban a la velocidad de la luz y unían los elementos necios para así entrelazar pensamientos lentos y seguros. Se asignaba un procesamiento más rápido a unidades individuales. Los procesos mentales más amplios del supervisor eran pausados por necesidad, pero esa era una limitación que nunca había perjudicado a los inhibidores. Y tampoco habían intentado nunca entretejerlos subelementos de un supervisor con canales de comunicación superluminares. Había demasiadas advertencias en el archivo referidas a los riesgos de tales experimentos, especies enteras que habían quedado borradas de la historia galáctica por un solo y absurdo episodio de violación de la causalidad.
El supervisor no solo era lento y estaba distribuido. También era temporal, solo se le permitía lograr una conciencia fugaz. Ya cuando tuvo conciencia de su identidad supo con una lúgubre sensación de fatalidad que moriría una vez cumplidas sus obligaciones. Pero no sentía amargura por la inevitabilidad de su destino, incluso después de examinar con todo cuidado los recuerdos de sus anteriores apariciones, recuerdos establecidos durante otras limpiezas. Así tenían que serlas cosas, nada más. La inteligencia, hasta la inteligencia mecánica, era algo que no se podía permitir que infectase la galaxia hasta que se hubiera evitado la crisis inminente. La inteligencia era, de una forma bastante literal, su peor enemigo.
Se encontró recordando algunas de las anteriores limpiezas. Por supuesto, en realidad no había sido el mismo supervisor el que había dirigido esos episodios de extinción. Cuando los enjambres de inhibidores se encontraban, que era en muy pocas ocasiones, se intercambiaban conocimientos de los últimos golpes y brotes, métodos y anécdotas. En los últimos tiempos esas reuniones se habían hecho más escasas, y por eso en los últimos quinientos millones de años solo se había hecho una añadidura significativa a la biblioteca de técnicas estrellicidas. Los enjambres, aislados unos de otros durante tanto tiempo, reaccionaban con cautela cuando se encontraban. Incluso había rumores de diferentes facciones de inhibidores que se enfrentaban por los derechos de extinción.
Desde luego, no cabía duda de que algo había ido mal desde los viejos tiempos, cuando los golpes se realizaban de forma limpia y metódica y no se escapaba por la red ningún brote importante. El supervisor no pudo evitar sacar ciertas conclusiones. La gran máquina que abarcaba toda la galaxia y que intentaba contener el desarrollo de la inteligencia, la máquina de la que el supervisor era una parte obediente, estaba fracasando. La inteligencia estaba empezando a filtrarse por las ranuras y amenazaba con infectarlo todo. La situación, desde luego, había empeorado en los últimos millones de años, y, sin embargo, no era nada comparado con los trece giros galácticos (los tres mil millones de años) que había por delante, antes de que llegara el momento de la crisis. El supervisor tenía graves dudas, no sabía si se podría reprimir la inteligencia hasta entonces. Ya casi era suficiente para hacerle renunciar ahora y dejar que esta especie en concreto quedara sin limpiar. Después de todo, eran vertebrados cuadrúpedos que respiraban oxígeno. Mamíferos. Sentía un eco distante de familiaridad, algo que nunca lo había inquietado cuando estaba extinguiendo bolsas de gas que respiraban amoníaco o insectoides con púas.
El supervisor se obligó a dejar atrás este ánimo. Con toda probabilidad, ese era el tipo de pensamientos que estaba haciendo disminuir el porcentaje de éxitos de las limpiezas.
No, los mamíferos morirían. Ese era el camino y así sería.
El supervisor contempló la extensión de sus trabajos alrededor de Delta Pavonis. Sabía de la limpieza anterior, la eliminación de las especies de aves que habían sido los últimos en habitar este sector local del espacio. Era probable que los mamíferos ni siquiera hubieran evolucionado aquí, lo que significaba que esta solo sería la fase uno de una limpieza más prolongada. El último lote había hecho una auténtica chapuza, pensó. Claro, siempre existía el deseo de realizar una limpieza con el mínimo daño posible al medioambiente. Los mundos y los soles no debían convertirse en armas a menos que fuera inminente un brote de clase tres, e incluso en ese caso debía evitarse siempre que fuese posible. Al supervisor no le gustaba infligir una devastación innecesaria. Tenía muy presente la ironía que suponía pensar que ahora estaban destrozando estrellas, cuando todo el sentido de su trabajo era evitar una destrucción mayor tres mil millones de años después. Pero lo hecho, hecho estaba. Tenía que tolerarse una cierta cantidad de daño adicional.
Un poco sucio. Pero así, reflexionó el supervisor, era la «vida».
La inquisidora contempló Cuvier, empapado por la lluvia. Su propio reflejo rondaba más allá de la ventana, una figura espectral que acechaba sobre la ciudad.
—¿Podrá con este, señora? —le preguntó el guardia que lo había traído.
—Me las arreglaré —dijo ella sin volverse todavía—. Si no puedo, usted solo está a una habitación de aquí. Quítele las esposas y luego déjenos solos.
—¿Está segura, señora?
—Quítele las esposas.
El guardia abrió de un tirón las tiras de plástico. Thorn estiró los brazos y se tocó la cara con gesto nervioso, como un artista que comprobara una pintura que quizá no se hubiera secado todavía.
—Ya puede irse —dijo la inquisidora.
—Señora —respondió el guardia y luego cerró la puerta tras él.
Había un asiento esperando a Thorn, que se derrumbó sobre él. Khouri siguió mirando por la ventana, con las manos juntas a la espalda. La lluvia caía en grandes cortinas del saliente que sobresalía por encima de la ventana. El cielo nocturno era una bruma sin rasgos de un color intermedio entre el rojo y el negro. Esa noche no había estrellas, ninguna señal inquietante en el cielo.
—¿Le han hecho daño? —preguntó ella.
Él recordó que tenía que mantenerse en su papel.
—¿Y a usted que le parece, Vuilleumier? ¿Qué me lo he hecho solo porque me gusta ver sangre?
—Sé quién es usted.
—Yo también, soy Renzo. Felicidades.
—Usted es Thorn. Llevan mucho tiempo buscándolo. —La voz de la mujer se elevó un poco más de lo habitual—. Es usted muy afortunado, ¿lo sabe?
—¿De veras?
—Si lo hubiera encontrado Antiterrorismo, a estas alturas estaría en el depósito. Quizá en varios depósitos. Por fortuna, la policía que lo arrestó no tenía ni idea de con quién estaba tratando. Dudo que me creyeran si se lo dijera, con franqueza. Thorn es como la triunviro para ellos, una figura mítica que inspira repulsión. Creo que estaban esperando un gigante entre los hombres, alguien que podría destrozarlos con las manos desnudas. Pero usted es un hombre de aspecto normal que podría pasar desapercibido en cualquier calle de Cuvier.
Thorn se revolvió la boca con la punta de un dedo.
—Me disculparía por tamaña desilusión si fuese Thorn.
La mujer se volvió y se acercó a él. Su porte, su expresión, incluso el aura que emitía, no era la de Khouri. Thorn experimentó un terrible momento de duda, se le ocurrió por un instante que quizá todo lo que había ocurrido desde su último encuentro allí había sido una fantasía, que no existía ninguna Khouri.
Pero Ana Khouri era real. Le había contado sus secretos, no solo acerca de su identidad y de la identidad de la triunviro, sino los dolorosos secretos que ocultaba en el fondo de su ser, los que se referían a su marido y el cruel modo en que los habían separado. Jamás dudó ni por un instante que ella todavía seguía terriblemente enamorada de aquel hombre. Al mismo tiempo, él quería con desesperación que ella se apartara de su pasado, quería hacerla comprender que tenía que aceptar lo que había ocurrido y seguir adelante. Eso le hacía sentirse mal porque sabía que había una vena de autojustificación en lo que quería hacer, que no era todo (o ni siquiera en su mayor parte) por ayudar a Khouri. También quería hacerle el amor. Se despreciaba por ello, pero el deseo seguía allí.
—¿Puede ponerse en pie? —le preguntó ella.
—Entré aquí caminando.
—Entonces venga conmigo. No intente nada, Thorn. Lo pasará muy mal si lo hace.
—¿Qué quiere de mí?
—Hay un asunto que tenemos que discutir en privado. —A mí este sitio me parece bien —dijo él.
—¿Le gustaría que lo entregase a Antiterrorismo, Thorn? Sería muy fácil arreglarlo. Estoy segura de que les encantaría verlo.
La inquisidora lo llevó a la sala que recordaba de su primera visita, con las paredes cubiertas de estanterías atestadas de papeleo que sobresalía por todas partes. Khouri cerró tras ella la puerta, que quedó bien sellada, hermética, y luego extrajo un delgado cilindro plateado del tamaño de un puro de un cajón del escritorio. Lo sostuvo en alto y lo fue girando poco a poco por el centro de la habitación mientras las diminutas luces enterradas en el puro parpadeaban y cambiaban de rojo a verde.
—Estamos a salvo —dijo ella después de que las luces siguieran de color verde durante tres o cuatro minutos—. Últimamente he tenido que tomar más precauciones. Metieron un micrófono aquí cuando subí a la nave espacial.
Thorn dijo:
—¿Se enteraron de muchas cosas?
—No. Era un mecanismo bastante tosco, y para cuando volví ya estaba defectuoso. Pero lo han vuelto a intentar desde entonces, algo un poco más sofisticado. No puedo arriesgarme, Thorn.
—¿Quién es? ¿Otra rama del Gobierno?
—Quizá. Incluso podría ser esta. Les prometí la cabeza de la triunviro en bandeja de plata y no he cumplido. Alguien está empezando a sospechar.
—Me tienes a mí.
—Sí, así que supongo que hay algún consuelo. Oh, mierda. —Era como si solo entonces se hubiera dado cuenta de verdad—. Mira cómo te han puesto, Thorn. Siento tanto que hayas tenido que pasar por esto… —De otro cajón sacó un pequeño botiquín. Vertió un poco de desinfectante en una bolita de algodón y lo apretó contra la ceja partida del hombre.
—Eso duele —dijo Thorn.
El rostro de Khouri estaba muy cerca del suyo. Podía verle cada poro, y al estar tan cerca podía mirarla a los ojos sin tener la sensación de que los estaba clavando en ella.
—Dolerá. ¿Te dieron una buena paliza?
—Nada que tus amigos de abajo no me hayan hecho antes. Sobreviviré, creo. —Hizo una mueca—. Fueron bastante implacables.
—No se les dio ninguna orden especial, solo el chivatazo habitual. Lo siento, pero tenía que ser así. Si un solo detalle de tu arresto parece orquestado, estamos acabados.
—¿Te importa si me siento?
Khouri lo ayudó a llegar a una silla.
—Siento que se haya tenido que herir también a otras personas.
Thorn recordó a los policías que arremetieron contra la mujer de la mala dentadura.
—¿Puedes asegurarte de que todos salgan bien de esta?
—No detendrán a nadie. Forma parte del plan.
—Hablo en serio. Esas personas no merecen sufrir solo porque tuviera que haber testigos, Ana.
Ella le aplicó más desinfectante.
—Van a sufrir un huevo más si esto no funciona, Thorn. Nadie pondrá un pie en esas lanzaderas a menos que confíen en ti para que los guíes. Merece la pena sufrir un poco ahora si eso significa no morir más tarde. —Como si quisiera enfatizar su argumento, Khouri le apretó la bolita de algodón contra la ceja. Thorn gruñó al sentir el incómodo pinchazo.
—Esa es una forma muy fría de ver las cosas —dijo—. Empiezo a pensar que has pasado más tiempo con esos ultras de lo que me has dicho.
—No soy ninguna ultra, Thorn. Yo los utilicé a ellos. Ellos me utilizaron a mí. Eso no nos convierte en lo mismo. —Cerró el botiquín y lo volvió a meter con brusquedad en el escritorio—. Intenta tener eso presente, ¿quieres?
—Lo siento. Es solo que todo este puñetero asunto es tan brutal, joder… Estamos tratando a la gente de este planeta como si fueran ovejas, pastoreándolas a donde sabemos que es mejor para ellos. No confiamos en que sean capaces de tomar sus propias decisiones.
—No tienen tiempo para tomar una decisión, ese es el problema. Me encantaría hacer esto de una forma democrática, de verdad. Nada me gustaría más que tener la conciencia tranquila. Pero eso no es posible. Si la gente supiera lo que les va a pasar, que lo que les espera, aparte de permanecer en este puto planeta condenado, es un viaje a una nave estelar que resulta que ha sido consumida y transformada por el cuerpo de su antiguo capitán, infectado por la plaga, y que, por cierto, resulta que es un asesino completamente desquiciado, ¿crees que va a haber una estampida para llegar a esos trasbordadores? Si a eso le añadimos que la que despliegue la alfombra roja cuando lleguen allí será la triunviro Ilia Volyova, la figura más odiada de Resurgam, yo creo que habrá un montón de personas que digan: «gracias, pero no, gracias». ¿No te parece?
—Por lo menos habrán tomado su propia decisión.
—Ya. Menudo consuelo va a ser ese cuando contemplemos cómo los incineran. Lo siento, Thorn, pero ahora pienso hacerlo en plan zorra y ya me preocuparé por la ética más tarde, cuando hayamos salvado unas cuantas vidas.
—No los salvarás a todos ni siquiera si funciona tu plan.
—Lo sé. Podríamos, pero no lo haremos. Es inevitable. Hay doscientas mil personas ahí fuera. Si empezáramos ahora, podríamos sacarlos a todos de este planeta en seis meses, aunque es más probable un año, dadas todas las variables. Pero incluso así, quizá no sea tiempo suficiente. Creo que tendré que considerarlo un éxito si salvamos solo a la mitad. Quizá menos, no lo sé. —La mujer se frotó la cara, de repente parecía mucho más vieja y cansada que antes—. Estoy intentando no pensar en lo mal que podría ir todo.
Sonó el teléfono negro de su escritorio. Khouri lo dejó sonar unos segundos con un ojo puesto en el cilindro plateado. Las luces siguieron de color verde. Le hizo un gesto a Thorn para que se quedara callado y cogió el pesado auricular negro que luego apoyó en un lado de la cabeza.
—Vuilleumier. Espero que sea importante. Estoy entrevistando a un sospechoso en la investigación sobre Thorn.
La voz del otro lado del teléfono le contestó algo. Khouri dejó escapar un suspiro y luego cerró los ojos. La voz siguió hablando. Thorn no oía ninguna de las palabras que se pronunciaban, pero le llegó lo suficiente del tono para que quedara clara una cierta desesperación creciente. Al parecer, alguien estaba intentando explicar algo que había salido muy mal. La voz alcanzó un crescendo y luego se quedó callada.
—Quiero los nombres de los implicados —dijo Khouri y luego devolvió el auricular a la horquilla.
Luego miró a Thorn.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—Han matado a alguien, cuando la policía interrumpió la reunión. Murió hace unos minutos. Una mujer…
Él la detuvo.
—Sé a quién te refieres.
Khouri no dijo nada. El silencio llenó la habitación, amplificado y atrapado por las masas de papeleo que los rodeaban; vidas anotadas y documentadas con una precisión paralizadora, y todo con el fin de suprimirlas.
—¿Sabías su nombre? —preguntó Khouri.
—No. Solo era una seguidora. Solo era alguien que quería encontrar la forma de abandonar Resurgam.
—Lo siento. —Khouri estiró el brazo por encima del escritorio y le cogió la mano—. Lo siento. Hablo en serio, Thorn. No quería que empezara así.
A pesar de sí mismo, él lanzó una carcajada que sonaba a falsa.
—Bueno, lo consiguió, ¿no? Lo que quería. Una forma de salir de este planeta. Ha sido la primera.