4

En un edificio de Cuvier, en el planeta Resurgam, una mujer estaba ante una ventana, con la mirada apartada de la puerta y las manos agarradas con fuerza por detrás de la espalda.

—El siguiente —dijo.

Mientras esperaba a que arrastraran hasta su presencia al próximo sospechoso, la mujer continuó junto a la ventana, admirando el formidable y aleccionador paisaje que mostraba. Los cristales enrejados llegaban del suelo al techo y se inclinaban hacia fuera por su parte superior. Unas estructuras de aspecto práctico asomaban en todas direcciones: cubos y rectángulos apilados unos encima de otros. Los edificios implacablemente rectilíneos inspiraban un sentimiento de aplastante conformidad y subyugación; guías de ondas mentales diseñadas para apartar todo pensamiento alegre o elevado.

Su despacho, que no era más que una rendija en el enorme edificio de la Inquisición, estaba situado en la zona reconstruida de Cuvier. Los registros (la inquisidora no había estado presente durante los sucesos) establecían que el edificio se alzaba más o menos justo encima del punto de la zona cero donde los Inundacionistas del Camino Verdadero habían detonado el primero de sus artefactos terroristas. Con una potencia eficaz del rango de los dos kilotones, las bombas de antimateria del tamaño de un alfiler no eran los artilugios destructivos más impresionantes que ella había visto. Pero, se dijo, lo importante no era el tamaño del arma, sino lo que hicieras con ella.

Los terroristas no podían haber elegido un objetivo más débil, y los resultados habían sido tan calamitosos como se pretendía.

—El siguiente… —repitió la inquisidora, un poco más alto esta vez.

La puerta crujió y se abrió un palmo. Oyó la voz del guardia que estaba fuera.

—Eso es todo por hoy, señora.

Desde luego. El expediente de Ibert había sido el último del montón.

—Gracias —respondió la inquisidora—. Me imagino que no ha oído ninguna noticia sobre la comisión de Thorn.

El guardia replicó con cierto rastro de incomodidad. Lógico, ya que estaba pasando información entre dos departamentos rivales en el Gobierno.

—Han soltado a un hombre después de interrogarlo, o eso creo. Tenía una coartada sin fisuras, aunque hizo falta un poco de persuasión para sacársela. Algo sobre estar con una mujer que no era su esposa. —Se encogió de hombros—. La historia de siempre…

—Y la persuasión de siempre, imagino: unas cuantas desafortunadas caídas por las escaleras. Entonces, ¿no tienen más pistas sobre Thorn?

—No están más próximos a cogerlo que usted a atrapar a la triunviro… Lo siento. Ya sabe lo que quiero decir, señora.

—Sí… —Prolongó la palabra tortuosamente.

—¿Eso es todo, señora?

—Por ahora.

La puerta volvió a chirriar hasta cerrarse.

La mujer, cuyo título oficial era inquisidora Vuilleumier, devolvió su atención a la ciudad. Delta Pavonis estaba bajo en el cielo y comenzaba a ensombrecer los laterales del edificio con diversas y tenues permutaciones de orín y naranja. Contempló el paisaje hasta la puesta de sol, comparándolo mentalmente con sus recuerdos de Ciudad Abismo y, antes de eso, con Borde del Firmamento. Era siempre al anochecer cuando decidía si le gustaba un sitio o no. Recordó una ocasión, no mucho después de su llegada a Ciudad Abismo, en que le preguntó a un hombre llamado Mirabel si había llegado al punto en que pudiera decir que le gustaba la ciudad. Mirabel, al igual que ella, era nativo de Borde del Firmamento y le respondió que había encontrado modos de acostumbrarse a aquello. Ella había dudado de sus palabras, pero al final resultaron ser ciertas. Aunque solo cuando la arrancaron de Ciudad Abismo comenzó a mirar hacia atrás con algo parecido al cariño.

En Resurgam nunca había alcanzado ese estado.

Las luces de los coches eléctricos gubernamentales dibujaban ríos de plata entre los edificios. Se apartó de la ventana y atravesó la sala hasta llegar a su cámara privada. Cerró la puerta tras de sí.

Motivos de seguridad obligaban a que la cámara careciera de ventanas. Se acomodó en una silla acolchada situada detrás de un enorme escritorio con forma de herradura. Era un viejo buró cuyas inertes entrañas cibernéticas habían sido extraídas y reemplazadas por sistemas mucho más bastos. Una taza con café pasado y tibio descansaba sobre una bobina recalentada en un extremo de la mesa, y un ronroneante ventilador eléctrico soltaba el penetrante olor del ozono.

Tres paredes (incluida, en su mayor parte, por la que había entrado) estaban ocupadas por estanterías repletas de informes encuadernados que detallaban quince años de trabajo. Hubiese sido absurdo que todo un departamento del Gobierno se dedicara a la captura de una sola persona, una mujer de la que no se podía asegurar que siguiera con vida y mucho menos que se encontrara en Resurgam. Por lo tanto, las atribuciones de la oficina de la inquisidora se extendían a la recopilación de información confidencial sobre una amplia gama de amenazas externas a la colonia. Pero no se podía negar que la triunviro se había convertido en el caso más famoso de los que seguían abiertos, del mismo modo que la detención de Thorn y el desmantelamiento del movimiento que este encabezaba marcaban los esfuerzos del departamento vecino, Amenazas internas. Aunque habían pasado más de sesenta años desde que cometió sus crímenes, los funcionarios de alto rango seguían reclamando el arresto y juicio de la triunviro, y la usaban para focalizar unos sentimientos públicos que, de lo contrario, se dirigirían contra el Gobierno. Era uno de los trucos más viejos de la manipulación de masas: darles una figura a la que odiar. Había muchísimas cosas que la inquisidora preferiría estar haciendo en vez de perseguir a esa criminal de guerra. Pero si su departamento no lograba mostrar el necesario entusiasmo por la tarea, sin duda otro ocuparía su lugar, y eso no se podía consentir. Existía la remota posibilidad de que un nuevo departamento tuviera éxito.

Así que la inquisidora mantenía la fachada. El caso de la triunviro permanecía abierto, y de forma legítima, puesto que era una ultra y, por lo tanto, podía presumirse que siguiera viva a pesar del tiempo transcurrido desde sus actividades criminales. Su procedimiento incluía por sí solo listas con decenas de miles de sospechosos potenciales y transcripciones de miles de entrevistas. Había cientos de biografías y de sumarios del caso. Algunos individuos, alrededor de una docena, ocupaban cada uno buena parte de su estantería. Y eso únicamente era una mínima fracción de los archivos del departamento, solo los papeles que tenían que estar a mano en todo momento. Abajo en el sótano, y en otros lugares distribuidos por la ciudad, había muchísima más documentación. Una maravillosa red de tubos neumáticos, prácticamente secreta, permitía mandar los archivos de un despacho a otro en cuestión de segundos.

Sobre su escritorio tenía algunos expedientes abiertos donde aparecían rodeados diversos nombres, subrayados y conectados por finas líneas. Había fotografías grapadas a las carpetas del sumario, instantáneas borrosas tomadas a larga distancia de rostros que se movían entre la multitud. Las hojeó, consciente de que su deber era dar una imagen convincente de seguir esas supuestas pistas. Tenía que escuchar a sus agentes de campo y asimilar los fragmentos de información que le pasaban los soplones. Había de dar la impresión de que realmente le importaba encontrar a la triunviro.

Algo captó su atención. Algo de la cuarta pared.

Allí se encontraba una proyección de Mercator de Resurgam. El mapa se había mantenido actualizado al programa de terraformación, y así mostraba pequeñas manchas azules o verdes además de los implacables tonos grises, marrones y blancos que lo dominaban todo un siglo atrás. Cuvier seguía siendo el principal asentamiento, pero ahora había más de una decena de puestos avanzados lo bastante grandes como para ser considerados pequeñas ciudades por derecho propio. Líneas de slev conectaban la mayoría de ellos, y el resto estaba comunicado mediante canales, carreteras o conductos de cargamento. Había muchas de pistas de aterrizaje, pero no los aviones suficientes para permitir viajes rutinarios, salvo para quienes fueran importantes funcionarios del Gobierno. A los asentamientos de menor tamaño (estaciones meteorológicas y las pocas excavaciones arqueológicas que quedaban) se podía llegar en dirigible o con una oruga todoterreno, pero normalmente eso requería semanas de viaje.

En esos momentos había una luz roja que parpadeaba en la esquina superior derecha del mapa, a cientos de kilómetros de cualquier lugar del que hubiera oído hablar la gente. Un operativo de campo estaba llamando. Se identificaba a los agentes mediante su código numérico, que parpadeaba junto al punto de luz que indicaba su posición.

El agente cuatro.

La inquisidora notó que se le erizaba el oscuro vello de la nuca. Había pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez que había tenido noticias del operativo número cuatro.

Introdujo una consulta en el escritorio, para lo cual tuvo que buscar inquieta las rígidas teclas negras. Le pidió que verificara si podían contactar con el agente cuatro en aquel momento, y la respuesta del buró confirmó que la luz roja había aparecido hacía menos de dos horas. El agente aún estaba en el aire, a la espera de la respuesta de la inquisidora.

Esta cogió el auricular del teléfono del escritorio. Apretó su forma negra como una babosa contra el lateral de su rostro.

—Comunicaciones —dijo.

—Aquí coms.

—Póngame con el agente de campo número cuatro. Repito, agente de campo número cuatro. Solo audio. Protocolo tres.

—Manténgase al teléfono, por favor. Estableciendo…, conectada.

—Pase a segura.

Oyó que el tono de la línea experimentaba una ligera modulación cuando el funcionario de comunicaciones se descolgó del lazo. Prestó atención, pero no oyó otra cosa que un siseo.

—¿Cuatro…? —musitó.

Hubo un retraso agónico hasta que llegó la respuesta.

—Al habla. —La voz era débil, aflautada y llena de energía estática.

—Ha pasado mucho tiempo, Cuatro.

—Lo sé. —Era una voz de mujer, una voz que la inquisidora conocía muy bien—. ¿Cómo le va, inquisidora Vuilleumier?

—El trabajo tiene sus momentos buenos y sus momentos malos.

—Sé cómo es eso. Tenemos que reunimos, urgentemente y en persona. ¿Su departamento aún cuenta con sus pequeños privilegios?

—Dentro de ciertos límites.

—Entonces le sugiero que abuse al máximo de ellos. Ya conoce mi posición actual. Hay un pequeño asentamiento a setenta y cinco kilómetros de aquí, que se llama Solnhofen. Puedo llegar hasta allí en un día, en el siguiente… —y procedió a dar a la inquisidora detalles de una posada que ya tenía localizada.

La inquisidora hizo los habituales cálculos mentales. Con slev y carretera, le llevaría entre dos y tres días llegar a Solnhofen. Slev y dirigible sería más rápido, pero también más llamativo: Solnhofen no se encontraba en ninguna de las rutas habituales de los zepelines. Un avión sería todavía más rápido, por supuesto, y podría llegar sin problemas al punto de reunión en día y medio, aunque tuviera que dar un largo rodeo para evitar los frentes climáticos. Normalmente, ante la petición urgente de un agente de campo, no hubiera dudado en volar. Pero era la agente Cuatro. No podía permitirse atraer atención indebida sobre su encuentro. Aunque, reflexionó, si no vuelo conseguiré precisamente eso.

No era fácil.

—¿De verdad es tan urgente? —preguntó la inquisidora, aunque ya sabía cuál iba a ser la respuesta.

—Por supuesto. —La mujer emitió un extraño cloqueo como el de una gallina—. De lo contrario no habría llamado, ¿verdad?

—¿Y es concerniente a… la triunviro? —Quizá eran imaginaciones suyas, pero creyó oír una sonrisa en la respuesta de la agente de campo.

—¿A quién si no?

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