Xavier vio que una nave se soltaba del brillante flujo de vehículos del pasillo principal de aproximación al Carrusel Nueva Copenhague. Bajó los prismáticos que llevaba en el casco y barrió el espacio hasta que localizó la nave. La imagen se agrandó y se estabilizó, mostrando el espinoso perfil de pez globo del Ave de Tormenta, que rotaba mientras la nave ejecutaba un lento giro. El remolcador de salvamento Taurus IV todavía empujaba su casco, como un parásito que busca un último manjar.
Xavier parpadeó con fuerza y pidió una ampliación mayor. La imagen se hinchó, tembló y por último cobró nitidez.
—Dios mío —susurró—. ¿Qué demonios le has hecho a mi nave?
Algo terrible le había sucedido a su amada Ave de Tormenta desde la última vez que la había visto. Habían desaparecido partes enteras, desgajadas limpiamente. Parecía como si el casco hubiese prestado su último servicio durante la Belle Époque, y no un par de meses atrás. Se preguntó adonde lo había llevado Antoinette. ¿Directo al corazón de la Mortaja de Lascaille, por casualidad? Eso, o había tenido un serio roce con banshees bien armados.
—No es tu nave, Xavier. Solo te pago para que la cuides de vez en cuando. Si quiero reventarla, es asunto completamente mío.
—Mierda. —Había olvidado que el canal de comunicación entre su traje y la nave seguía abierto—. No era mi intención…
—La cosa es mucho peor de lo que parece, Xave. Créeme cuando te lo digo.
El remolcador de salvamento se soltó en el último minuto, ejecutó una pirueta complicada e innecesaria, y desapareció, alejándose por la curva hacia su hogar al otro lado del Carrusel Nueva Copenhague. Xavier ya había calculado cuánto le iba a costar al final el remolcador. No importaba quién se hiciera cargo de esa cuenta, iba a ser todo un palo tanto si se la pasaba a Antoinette como si se encargaba él, ya que sus negocios estaban muy entrelazados. Estaban metidos en números rojos en el banco de favores, e iban a necesitar todo un año de ayudas retroactivas antes de volver a ser solventes…
Pero las cosas podían ser peores. Tres días antes había abandonado prácticamente toda esperanza de volver a ver a Antoinette. Era deprimente comprobar lo rápido que la euforia por hallarla con vida había degenerado en sus habituales y persistentes preocupaciones sobre su insolvencia. Y soltar aquel carguero no había sido una ayuda…
Xavier sonrió.
Qué demonios, ha merecido la pena.
Cuando Antoinette le había anunciado su aproximación, Xavier se había arreglado y había bajado hasta la piel del carrusel para alquilar un sencillo triciclo cohete. Lanzó el triciclo a toda potencia los quince kilómetros que lo separaban del Ave de Tormenta y luego orbitó alrededor de la nave, para asegurarse de que los daños parecían de cerca tan graves como había imaginado al principio. No había nada que inutilizara la nave de manera definitiva, todo era teóricamente reparable, pero iba a costar mucho dinero arreglarlo.
Osciló a su alrededor y empujó el triciclo hacia el frente para adelantarse al Ave de Tormenta. Sobre el oscuro casco vio las dos brillantes rendijas paralelas de las ventanillas de la cabina. Antoinette era una minúscula silueta en la cabina superior, el pequeño puente que solo se usaba durante las delicadas maniobras de atraque y desatraque. Estaba manipulando los controles de funcionamiento del techo y llevaba sujeta una tablilla bajo el brazo. Parecía tan pequeña y vulnerable que toda su ira desapareció al instante. En lugar de preocuparse por los daños, debería alegrarse de que la nave la hubiese mantenido viva y a salvo durante todo ese tiempo.
—Tienes razón, es superficial —dijo—. Lo arreglaremos sin problemas. ¿Tienes bastante control sobre el impulsor como para atracar sola?
—Basta con que me apuntes hacia la dársena, Xave.
Él asintió y dio media vuelta al triciclo, alejándose en un arco del Ave de Tormenta.
—Sígueme entonces.
Carrusel Nueva Copenhague volvió a ampliarse en el cielo. Xavier guió al Ave de Tormenta a lo largo del borde y dio impulsos con los motores del triciclo hasta compensar la rotación del carrusel, para mantener una pseudoórbita gracias al ronroneo constante de la panza del triciclo. Atravesaron una embrollada serie de pequeñas dársenas, pozos de reparación iluminados con luces azules o doradas y los destellos periódicos de las herramientas de soldadura. Un tren del borde serpenteó a su lado y los rebasó, y después vio que la sombra del Ave de Tormenta tapaba la suya. Miró hacia atrás. El carguero se acercaba con rumbo adecuado y firme, aunque parecía tan grande como un iceberg.
La enorme sombra se deslizó y descendió mientras flotaba sobre un boquete semiesférico del borde, conocido en la región como el Cráter de Lyle, el punto de impacto donde el bote de propulsión química de un contrabandista había colisionado contra el borde mientras trataba de despistar a las autoridades. Era el único daño serio que había sufrido el carrusel durante la guerra y, aunque se habría podido reparar fácilmente, daba mucho más dinero como atracción turística de lo que rendiría nunca si se rehabilitaba y se lo devolvía a su uso original. La gente acudía en lanzaderas desde todo el Cinturón Oxidado para asombrarse ante el desastre y oír relatos sobre las muertes y heroicidades que provocó aquel accidente. Incluso en aquel mismo momento, Xavier vio un grupo de morbosos a los que un guía turístico conducía en dirección a la piel, todos ellos sujetos con arneses de una red de cables que, como una telaraña, recorría la parte inferior del borde. Xavier conocía a varias de las personas que murieron en el accidente, y por lo tanto solo podía sentir desprecio hacia los morbosos.
Su pozo de reparaciones quedaba sobre el borde, un poco más allá. Era el segundo más grande de todo el carrusel y, aun así, parecía demasiado estrecho, incluso tras tener en consideración todos los trozos que Antoinette había arrancado amablemente del Ave de Tormenta…
La nave del tamaño de un iceberg se detuvo respecto al carrusel y después se inclinó con el morro hacia el borde. Entre las gotas de vapor que provenían de los conductos de ventilación industrial del carrusel y los propios calibres de microgravedad de la nave, Xavier vio un telar de láseres rojos que abrazaban al Ave de Tormenta y marcaban su posición y velocidad con hasta un ángstrom de precisión. Sin dejar de aplicar media gravedad de impulso con sus motores principales, el Ave de Tormenta comenzó a dirigirse hacia su lugar asignado en el borde. Xavier mantuvo la posición con ganas de cerrar los ojos, pues esa era la fase que más temía.
La nave se zambulló a una velocidad no superior a cuatro o cinco centímetros por segundo. Xavier aguardó hasta que el morro desapareció en el interior del carrusel, cuando aún quedaban tres cuartas partes de la nave en el espacio, e hizo avanzar entonces su triciclo para adelantarse al Ave de Tormenta. Estacionó el triciclo en una cornisa, desembarcó y lo autorizó a regresar al local donde lo había alquilado. Observó cómo aquella cosa menuda se alejaba zumbando y se perdía veloz en el espacio abierto.
Entonces sí que cerró los ojos, ya que odiaba el procedimiento final de atraque, y solo volvió a abrirlos cuando sintió el veloz trueno de los pestillos de amarre, transmitido hasta sus pies por la estructura de la dársena de reparación. Por debajo del Ave de Tormenta comenzaron a cerrarse unas puertas presurizadas. Si Antoinette iba a quedarse ahí durante un tiempo, y todo indicaba que así iba a ser, deberían plantearse la posibilidad de bombear la cámara para que los monos mecánicos de Xavier pudieran trabajar sin traje. Pero ya se ocuparían de eso más adelante.
Xavier se aseguró de que los pasillos de conexión presurizados se alinearan con las esclusas principales del Ave de Tormenta y se fijaran a ellas, y para ello los guió manualmente. Después se dirigió hasta una cámara estanca, sin prestar atención a la dársena de reparación. Tenía prisa, así que no se molestó en quitarse más que los guantes y el casco. Podía notar el corazón en su pecho, golpeando como una bomba de aire que necesitase un nuevo armazón.
Xavier recorrió el tubo de conexión hasta la cámara más próxima a la cabina de mando. Las luces parpadeaban al extremo del pasadizo, lo que indicaba que la esclusa ya estaba siendo reciclada.
Antoinette salía por ella.
Xavier se agachó y dejó casco y guantes sobre el suelo. Comenzó a recorrer el tubo, al principio lentamente y después con creciente ímpetu. La puerta de la cámara estanca se abría como un iris, con gloriosa lentitud, y la condensación caía por ella en densas nubéculas blancas. El pasillo se alargaba ante él, el tiempo se arrastraba como solía hacer cuando dos amantes corrían el uno hacia el otro en los holorromances de mala calidad.
La puerta se abrió. Allí estaba Antoinette. Llevaba el traje puesto salvo por el casco, que sostenía bajo un brazo. Tenía el pelo, rubio y corto, despeinado y aplastado contra la frente por culpa de la grasa y la suciedad. Su piel estaba amarillenta y tenía bolsas oscuras bajo los ojos. Mostraba ojos cansados, venillas inyectadas en sangre. Incluso desde donde estaba Xavier, olía como si no se hubiera acercado a una ducha en semanas.
Pero a él le daba igual. Pensó que seguía estando guapísima. La apretó contra su cuerpo y los tabardos de sus trajes chocaron entre sí. De algún modo, logró besarla.
—Me alegro de que hayas vuelto a casa —dijo Xavier.
—Me alegro de estar en casa —respondió Antoinette.
—¿Pudiste…?
—Sí —dijo ella—. Lo conseguí.
Durante unos instantes, él no añadió nada. Lo último que deseaba era minusvalorar su logro, pues era muy consciente de lo importante que había sido para ella y de que nada debía arruinar ese éxito. Ya había sufrido suficiente, bajo ningún concepto quería hacerle pasar por más dolor.
—Me siento orgulloso de ti.
—Diablos, yo me siento orgullosa de mí misma, bien puedes estarlo tú también.
—Cuenta con ello. Pero deduzco que han surgido algunas dificultades, ¿verdad?
—Digamos simplemente que tuve que meterme en la atmósfera de Mandarina un poco más rápido de lo planeado.
—¿Zombis?
—Zombis y también arañas.
—Guau, dos por el precio de uno. Aunque ya me imagino que no lo viste de esa manera. ¿Y cómo demonios has logrado regresar, si había arañas ahí fuera?
Ella suspiró.
—Es una larga historia, Xave. Pasó una cosa realmente rara cerca de ese gigante gaseoso y todavía no estoy muy segura de qué conclusiones sacar.
—Entonces cuéntamelo.
—Lo haré. Pero cuando hayamos comido.
—¿Comer?
—Claro. —Antoinette Bax sonrió, revelando sus sucios dientes—. Estoy hambrienta, Xave. Y sedienta, muy sedienta. ¿Alguna vez alguien te ha devorado debajo de una mesa?
Xavier Liu analizó la pregunta.
—No, me parece que no.
—Pues esta es tu gran oportunidad.
Se desvistieron, hicieron el amor, yacieron juntos durante una hora, se ducharon, se vistieron (Antoinette se puso su mejor chaqueta de color ciruela), salieron, comieron bien y después se emborracharon a fondo. Antoinette disfrutó casi de cada minuto. Gozó de cada instante que hicieron el amor, ese no era el problema. También resultaba agradable estar limpia (realmente limpia, y no esa especie de roñosa limpieza que era lo mejor que se podía conseguir a bordo de la nave), y fue bueno regresar a una especie de gravedad, aunque solo fuese media gravedad y encima centrífuga. No, el problema era que, allá donde miraba, cada vez que ocurría algo a su alrededor, no podía dejar de pensar que nada de aquello podía durar.
Las arañas iban a ganar la guerra. Ocuparían todo el sistema, Cinturón Oxidado incluido. Puede que no convirtieran a todo el mundo en reclutas de su mente de colmena (más o menos habían prometido que eso era lo último que pretendían), pero estaba garantizado que las cosas cambiarían. Yellowstone no había sido lo que se llama una juerga durante la última y breve ocupación arácnida. Era difícil ver dónde podía encajar ahí la hija de un piloto espacial con una sola nave a su nombre, y encima dañada y anticuada.
Pero demonios, pensó, obligándose a adoptar un estado de forzada alegría, eso no va a suceder esta misma noche, ¿verdad?
Viajaron en el tren del borde. Ella quería comer en el bar que había debajo del Cráter de Lyle, donde la cerveza era de calidad, pero Xavier le dijo que estaría a reventar a esas horas y que lo pasarían mucho mejor si iban a otra parte. Ella se encogió de hombros, aceptó su opinión y se quedó un tanto extrañada cuando llegaron al local que había escogido Xavier (un bar a mitad de distancia del otro extremo borde, llamado Robotnik’s) y lo hallaron medio vacío. Cuando Antoinette sincronizó su reloj con la hora local de Yellowstone comprendió el motivo: habían pasado dos horas de las trece, media tarde. Era el turno de noche en Carrusel Nueva Copenhague, en donde las fiestas de verdad tenían lugar durante la «noche» de Ciudad Abismo.
—No habríamos tenido ningún problema de haber ido a Lyle’s —le dijo.
—En realidad no me gusta ese sitio.
—Ah.
—Demasiados animales de mierda. Cuando trabajas todo el día con monos…, o no trabajas con ellos, como es el caso, que te atiendan unas máquinas empieza a parecer una idea buena de verdad.
Ella le hizo un gesto de asentimiento por encima de la carta.
—De acuerdo.
La gracia de Robotnik’s era que todo el personal estaba compuesto por servidores. Era uno de los pocos sitios del carrusel, aparte de las tiendas de reparación fuertemente automatizadas, donde se podía ver a una máquina, del tipo que fuera, realizando trabajos manuales. E incluso así, las máquinas eran antiquísimas y desvencijadas, de esa clase de servidores baratos y raídos que siempre habían sido inmunes a la plaga y que todavía se podían seguir fabricando, pese a la reducida capacidad industrial del sistema tras la plaga y la guerra. Antoinette supuso que poseían parte del encanto de lo antiguo, pero cuando ya había visto a una máquina renqueante tirar sus cervezas cuatro veces entre la barra y su mesa, el encanto comenzó a desvanecerse.
—Sé sincero, en realidad este lugar no te gusta —le dijo luego—. Es solo que Lyle’s te gusta aún menos.
—Ya que me lo preguntas, te diré que hay algo un tanto enfermizo en ese sitio, eso de convertir una enorme catástrofe civil en una sangrienta atracción para turistas.
—Seguramente papá habría estado de acuerdo contigo.
Xavier masculló algo ininteligible.
—Entonces dime, ¿qué es lo que ocurrió con las arañas? —preguntó.
Antoinette comenzó a arrancar la etiqueta de su botella de cerveza, igual que hizo tantos años atrás, cuando su padre mencionó por primera vez su modo preferido de enterramiento.
—En realidad no lo sé.
Xavier se restregó la espuma de los labios.
—Pues lanza una suposición a ciegas.
—Me metí en problemas. Todo estaba yendo muy bien, estaba realizando una lenta aproximación controlada a Sueño Mandarina, y entonces… ¡zas! —Cogió un posavasos para la cerveza y le clavó un dedo como explicación—. Tenía una nave zombi justo delante de mí, a punto de tocar la propia atmósfera. La iluminé por error con mi radar y la piloto zombi se me puso borde.
—¿Y no te lanzó un misil como muestra de agradecimiento?
—No. Se le debían de haber terminado, o no quería complicarse aún más las cosas al revelar su posición mediante un lanzamiento de torpedos. Veras, la razón por la que se estaba zambullendo igual que yo era porque tenía una nave araña persiguiéndola.
—Eso no tiene buena pinta —dijo Xavier.
—No, nada buena. Por eso me vi obligada a meterme tan rápido en la atmósfera. A la mierda las medidas de seguridad, vamos allá abajo. Bestia me obedeció, pero en el descenso se produjeron un montón de daños.
—Si se trataba de elegir entre eso y ser capturada por las arañas, yo diría que hiciste lo correcto. Me imagino que esperaste allí abajo hasta que se fueron las arañas.
—No, no exactamente.
—Antoinette… —la reprendió Xavier.
—Espera, escucha. Después de enterrar a mi padre, ese era el último sitio donde quería quedarme. Y Bestia tampoco disfrutaba lo más mínimo. La nave deseaba salir de allí tanto como yo. El problema es que sufrimos un fallo del tokamak al abandonar la órbita.
—Erais hombres muertos.
—Deberíamos haberlo sido —reconoció Antoinette, mientras asentía—. Sobre todo, porque las arañas seguían próximas.
Xavier se recostó en su silla y tragó un par de centímetros de cerveza. Ahora que tenía a Antoinette a salvo, ahora que sabía que las cosas habían salido bien, estaba disfrutando de su historia.
—Entonces, ¿qué sucedió? ¿Lograste que el tokamak volviera a arrancar?
—Más tarde sí, cuando ya estábamos en espacio abierto. Aguantó lo bastante para traerme de regreso a Yellowstone, pero necesitaba los remolcadores para frenar.
—¿Así que conseguiste alcanzar la velocidad de escape, o al menos fuiste capaz de insertarte en una órbita?
—Ni una cosa ni la otra, Xave. Estábamos cayendo de vuelta al planeta. Así que hice lo único que podía hacer, que era pedir ayuda. —Se terminó la cerveza mientras observaba su reacción.
—¿Ayuda?
—A las arañas.
—¿En serio? ¿Tuviste el valor… las pelotas… de hacer eso?
—No estoy segura respecto a las pelotas, Xave. Pero sí, supongo que tuve el valor. —Sonrió—. Diablos, ¿qué otra cosa iba a hacer? ¿Quedarme allí sentada y morir? Desde mi punto de vista, con esa jodida y enorme nube acercándose a toda pastilla, ser reclutada en una mente de colmena no parecía de pronto lo peor del mundo.
—Todavía no puedo creerme… ¿incluso después de ese sueño que habías estado experimentando?
—Me imaginé que debía de ser propaganda. La verdad no puede ser tan mala.
—Pero quizá casi lo sea.
—Cuando estás a punto de morir, Xave, aceptas lo que venga. Ella señaló con el cuello abierto de su botella de cerveza.
—Pero…
Ella le leyó el pensamiento:
—Sí, todavía sigo aquí. Me alegro de que te hayas dado cuenta.
—¿Qué pasó?
—Que me salvaron. —Lo repitió, casi para asegurarse a sí misma que eso era lo que realmente había ocurrido—: las arañas me salvaron. Enviaron una especie de misil zángano, o de remolcador o lo que fuera. Esa cosa se pegó a mi casco y me dio un empujón, un fuerte empujón para salir del pozo gravitatorio de Sueño Mandarina. Lo siguiente que supe era que caía de vuelta a Yellowstone. Tuve que arreglar el tokamak como pude, pero al menos contaba con unos cuantos minutos para lograrlo.
—¿Y las arañas… se marcharon?
Ella asintió enfáticamente.
—Su jefe, un viejales, habló conmigo justo antes de que enviaran el zángano. Reconozco que me lanzó una advertencia muy seria. Dijo que si alguna vez volvíamos a cruzarnos, fuese cuando fuese, me mataría. Y creo que lo decía en serio.
—Me parece que puedes considerarte afortunada. Es decir, no todo el mundo se va de rositas con solo una advertencia, cuando hay arañas de por medio.
—Supongo que tienes razón, Xave.
—Ese viejo, la araña, ¿es alguien de quien hayamos oído hablar?
Ella sacudió la cabeza.
—Me dijo que se llamaba Clavain, nada más. Para mí eso no significa nada.
—No será el Clavain famoso, claro.
Ella dejó de juguetear con el posavasos y lo miró.
—¿Y quién es el Clavain famoso, Xave?
Él la miró como si fuera medio boba, o al menos preocupantemente olvidadiza.
—Historia, Antoinette, esa cosa aburrida sobre el pasado. Ya sabes, antes de la plaga de fusión y todo ese rollo.
—En aquellos días yo todavía no había nacido, Xave. Ni siquiera tiene para mí un interés académico. —Sostuvo en alto su botella, bajo la luz—. Necesito otra. ¿Cuáles crees que son las posibilidades de conseguirla en menos de una hora?
Xavier chasqueó un dedo en dirección al servidor más próximo. La máquina giró sobre sí misma, se enderezó, dio un paso en su dirección… y cayó al suelo.
Cuando regresó a su casa, Antoinette comenzó a pensar. Por la noche, cuando ya se había deshecho de los peores efectos de la cerveza (que había dejado su mente despejada pero frágil ante cualquier estruendo), se escurrió hasta el despacho de Xavier, encendió el terminal, una auténtica pieza de museo, y se dispuso a solicitar al centro de datos del carrusel información sobre Clavain. Había de admitir que se le había despertado la curiosidad, pero lo cierto era que, aunque la hubiese sentido también durante el viaje de regreso desde el gigante gaseoso, habría tenido que esperar hasta ese momento para acceder a un sistema exhaustivo y amplio de archivos. Hubiese sido demasiado arriesgado enviar una petición desde el Ave de Tormenta, y los registros de la propia nave no eran demasiado profundos.
Antoinette no había conocido otra cosa que el mundo posterior a la plaga, así que no albergaba muchas esperanzas de hallar realmente algo de información útil, aunque los datos que estaba buscando hubiesen existido alguna vez. Las redes de datos del sistema habían sido reconstruidas casi desde cero durante los años posteriores a la plaga, y gran parte de lo que había estado almacenado antes se había corrompido o borrado durante la crisis.
Pero para su sorpresa, había allí un montón de cosas sobre Clavain, o al menos sobre un Clavain. El famoso Clavain, del que Xavier había oído hablar, había nacido en la Tierra tiempo atrás, allá en el siglo XXII en uno de los últimos veranos perfectos antes de que los glaciares avanzaran y el lugar se convirtiera en una inmaculada bola de nieve. Había marchado a Marte y luchado contra los combinados en su versión más primitiva. Antoinette releyó aquello y frunció el ceño. ¿Contra los combinados? Pero siguió leyendo.
Clavain había adquirido mala fama durante su época en Marte. Lo llamaban el Asesino de Tarsis, el hombre que había cambiado el rumbo de la Batalla de la Elevación. Había autorizado el uso de armas nucleares, de mercurio rojo y de fase de espuma contra las fuerzas arácnidas, abriendo cráteres vítreos de kilómetros de diámetro en la superficie marciana. Según ciertos registros, eso lo convertía automáticamente en un criminal de guerra. Pero de acuerdo con algunos de los informes menos partidistas, las acciones de Clavain se podían interpretar como la salvación para muchos millones de vidas, tanto arácnidas como aliadas, que de lo contrario se habrían perdido en una prolongada campaña en tierra. De igual modo, había noticias de su heroísmo, en las que aparecía salvando las vidas de soldados y civiles atrapados, o sufriendo numerosas heridas, recuperándose y regresando directamente a primera línea. Estuvo presente cuando las arañas derribaron la torre de amarre aéreo de Crisa, y quedó atrapado entre los escombros durante dieciocho días, sin comida ni agua, salvo por las reservas de su mono. Cuando lo sacaron de allí, descubrieron que sostenía un gato que también se había visto atrapado en las ruinas, con la columna partida por la mampostería, pero aún vivo, al que había alimentado con trocitos de sus propias raciones. El gato murió una semana después. A Clavain le costó tres meses recuperarse.
Pero ese no había sido el final de su carrera. Fue capturado por la reina araña, una mujer llamada Galiana que había creado inicialmente todo el lío de los arácnidos. Durante meses, Galiana lo había retenido prisionero y por último lo liberó al negociarse un alto el fuego. A partir de entonces, se había formado un extraño vínculo entre los dos antiguos adversarios. Cuando la incómoda paz comenzó a agrietarse, fue Clavain el que bajó para tratar de arreglar las cosas con la reina araña. Y era en esa misión donde se suponía que había «desertado», cuando se unió a los combinados y aceptó que las máquinas remodeladoras entraran en su cráneo para convertirlo en una de las arañas de mente de colmena.
Y en ese punto era más o menos cuando Clavain desaparecía de la historia. Antoinette repasó de modo superficial los restantes registros y halló sobre él numerosos informes anecdóticos que asomaban de forma dispersa a lo largo de los siguientes cuatrocientos y pico años. Era posible, eso no podía negarlo. Clavain ya tenía sus años cuando desertó, pero con la hibernación y la dilatación temporal que acompañaba de manera natural a tal cantidad de viajes estelares, podría no haber vivido subjetivamente más que unas pocas décadas de esos cuatro siglos. Y eso sin contar siquiera con la clase de terapias de rejuvenecimiento que eran posibles antes de la plaga. Cierto, podía tratarse de Clavain, pero también podía ser otra persona con el mismo nombre. ¿Qué posibilidades había de que la vida de Antoinette Bax se cruzara con un importante personaje histórico? A ella no le sucedían cosas así.
Algo la distrajo. Había jaleo en el exterior del despacho, sonidos de cosas que se caían y rebotaban. La voz de Xavier se alzó protestando. Antoinette apagó el terminal y salió.
Lo que se encontró hizo que soltara un grito ahogado. Xavier estaba apoyado contra una pared, con los pies a un par de centímetros sobre el suelo. Allí lo sostenía (dolorosamente, dedujo ella) el manipulador de un proxy policial de múltiples brazos y color negro brillante. La máquina, que de nuevo le recordó a una aterradora mezcla de enormes tijeras negras, había irrumpido en la oficina arrojando al suelo vitrinas y tiestos con plantas.
Antoinette miró al proxy. Aunque todos parecían más o menos idénticos, estaba segura de que se trataba del mismo (o, al menos, controlado por el mismo piloto) que había subido a bordo del Ave de Tormenta, que le devolvía ahora la visita.
—Mierda —dijo Antoinette.
—Señorita Bax. —La máquina bajó a Xavier hasta el suelo sin demasiados miramientos. Xavier tosió tratando de recuperar el aliento, mientras se frotaba una zona en carne viva debajo de la garganta. Intentó hablar, pero todo lo que pudo emitir fue una serie de roncas vocales entre carraspeos.
—El señor Liu estaba dificultando el curso de mis investigaciones —dijo el proxy.
Xavier volvió a toser.
—Yo… solo… no me aparté del camino a tiempo.
—¿Estás bien, Xave? —preguntó Antoinette.
—Sí, perfectamente —dijo él, tras recuperar parte del color que unos momentos antes había perdido. Se volvió hacia la máquina, que ocupaba la mayor parte del despacho y echaba unas cosas a un lado mientras examinaba otras con su multitud de extremidades—. ¿Qué cojones quiere?
—Respuestas, señor Liu. Respuestas justo para las mismas preguntas que me ocupaban en nuestra última entrevista.
Antoinette estudió a la máquina.
—¿Este cabrón te ha hecho una visita mientras yo estaba fuera?
Fue la máquina la que respondió:
—Desde luego que sí, señorita Bax. Al verla a usted tan poco dispuesta a colaborar, lo consideré necesario.
Xavier miró a Antoinette.
—Abordó el Ave de Tormenta —corroboró ella.
—¿Y?
El proxy derribó un archivador y hurgó aburrido entre los papeles desperdigados.
—La señorita Bax me mostró que estaba trasladando a un pasajero en una arqueta de sueño frigorífico. Su historia, que fue verificada por el hospicio Idlewild, afirmaba que se había producido una especie de confusión administrativa y que el cuerpo estaba siendo devuelto al hospicio.
Antoinette se encogió de hombros, pues sabía que iba a tener que salir de aquello con un farol.
—¿Y qué?
—El cuerpo ya estaba muerto. Y usted nunca llegó al hospicio. Viró en dirección al espacio interplanetario poco después de que yo me marchase.
—¿Y por qué iba a hacer algo así?
—Eso es, señorita Bax, precisamente lo que me gustaría saber. —El proxy dejó los papeles y empujó el archivador a un lado con un coletazo rechinante de una afilada extremidad, impulsada por un pistón—. Le pregunté al señor Liu, pero no me fue de ninguna ayuda. ¿No es así, señor Liu?
—Le conté lo que sabía.
—Quizá también debiera tomarme un interés particular en usted, señor Liu, ¿no cree? Tiene un pasado muy interesante, a juzgar por los informes policiales. Conocía muy bien a James Bax, ¿verdad?
Xavier se encogió de hombros.
—¿Y quién no?
—Usted trabajó para él. Eso implica una relación más que circunstancial, me parece a mí.
—Teníamos un acuerdo comercial. Yo arreglaba su nave, reparo un montón de naves. Eso no significa que estuviésemos casados.
—Pero sin duda era consciente de que James Bax era para nosotros una fuente de preocupaciones, señor Liu. Un hombre al que no preocupaba demasiado la distinción entre lo que es correcto y lo que no. Un individuo no muy interesado en algo tan intrascendente como la ley.
—¿Cómo podría estarlo? —lo increpó Xavier—. Los cabrones como vosotros cambian la ley según les conviene.
El proxy se movió con velocidad cegadora y se convirtió en un borroso remolino negro. Antoinette notó la brisa que provocó su gesto, y lo siguiente que supo era que la máquina volvía a tener a Xavier clavado a la pared, esta vez más alto y, por lo que parecía, aplicando mucha más fuerza. Xavier se ahogaba y se aferraba a los manipuladores de la máquina en un desesperado esfuerzo por liberarse.
—¿Sabía usted, señor Liu, que el caso Merrick nunca se ha podido cerrar satisfactoriamente?
Xavier era incapaz de responder.
—¿El caso Merrick? —preguntó Antoinette.
—Lyle Merrick —respondió el proxy—. Ya conoce al tipo. Un mercader, como su padre. Al otro lado de la ley.
—Lyle Merrick murió…
Xavier comenzaba a ponerse azul.
—Pero el caso nunca se cerró, señorita Bax. Desde el principio quedaron una serie de cabos sueltos. ¿Qué sabe de la Resolución Mandelstam?
—¿Es por casualidad otra de sus putas nuevas leyes?
La máquina dejó que Xavier cayera al suelo. Estaba inconsciente. O al menos Antoinette confió en que lo estuviera.
—Su padre conocía a Lyle Merrick, señorita Bax. Xavier Liu conocía a su padre. Así, es casi seguro que el señor Liu conocía a Lyle Merrick. Si añadimos a eso su afición a transportar cadáveres por la zona de guerra sin un motivo lógico, no es de extrañar que ustedes dos nos resulten de gran interés.
—Si vuelve a tocar una sola vez más a Xavier…
—¿Qué, señorita Bax?
—Yo…
—Usted no hará nada. Aquí carece de poder. Ni siquiera hay micrófonos ni cámaras de seguridad en este cuarto. Lo sé. Lo he comprobado antes.
—Cabrón.
La máquina se inclinó hacia ella.
—Claro que podría llevar encima alguna clase de artefacto oculto, me imagino.
Antoinette se apretó contra una de las paredes del despacho.
—¿Cómo?
El proxy extendió un manipulador. Ella se aplastó aún más y contuvo el aliento, pero no sirvió de nada. El proxy palpó el lateral de su rostro con la extremidad. Fue bastante suave, pero Antoinette era terriblemente consciente del daño que podía causarle si así lo deseaba. Entonces el manipulador acarició su cuello y siguió adelante, entreteniéndose sobre sus pechos.
—Maldito… cabrón.
—Creo que podría llevar un arma, o drogas. —Hubo un borrón metálico, seguido de la misma abominable brisa. Ella se estremeció pero apenas duró un instante. El proxy le había arrancado la cazadora. Su chaqueta favorita de color ciruela estaba hecha andrajos. Debajo llevaba un peto ajustado sin mangas, negro, con bolsillos para el equipo. Antoinette se retorció y maldijo, pero la máquina siguió sosteniéndola con firmeza. Dibujó formas sobre el peto, apartándolo de su piel.
—Tengo que asegurarme, señorita Bax.
Antoinette pensó en el piloto, insertado quirúrgicamente en una lata de acero, en alguna zona de la panza de un cúter policial que tenía que estar estacionado por allí cerca. Poco más que un sistema nervioso central y algunos tristes añadidos.
—Puto enfermo.
—Solo estoy siendo… concienzudo, señorita Bax.
Hubo un estrépito y un traqueteo detrás de la máquina. El proxy se detuvo. Antoinette contuvo la respiración, igual de sorprendida. Se preguntó si el piloto había informado a otros proxys de que la diversión estaba servida en la mesa.
La máquina se apartó de ella y giró muy lentamente. Se enfrentaba a un muro de color marrón anaranjado y ondulaciones oscuras. Antoinette calculó que al menos eran doce: seis o siete orangutanes y más o menos la misma cantidad de gorilas mejorados de espalda plateada. Todos habían sido incrementados para alcanzar una bipedación completa y cargaban con armas, algunas improvisadas y otras no tanto.
El espalda plateada jefe tenía entre las manos una llave inglesa ridículamente grande. Al hablar, su voz resultaba casi por completo subsónica; algo que, más que oír, Antoinette notó en el estómago.
—Déjala ir.
El proxy calculó sus posibilidades. Muy probablemente podría deshacerse de todos los hiperprimates. Disponía de láseres, pistolas de pegamento y otras cosas desagradables. Pero se armaría un auténtico jaleo y acabaría teniendo que explicar muchas cosas. Y no había garantías de que no sufriera cierto daño antes de pacificar o matar a todos los primates.
No merecía la pena, en especial cuando había poderosos sindicatos y lobbies políticos de parte de la mayoría de las especies de hiperprimates. La Convención de Ferrisville tendría muchos más problemas para explicar la muerte de un gorila o de un orangután que la de un ser humano, en especial en el Carrusel Nueva Copenhague.
El proxy se retiró al tiempo que replegaba la mayoría de sus extremidades. Por un instante la pared de hiperprimates se negó a dejarlo marchar, y Antoinette temió que fuese a producirse un baño de sangre. Pero sus rescatadores solo querían dejar clara su postura.
Se apartaron y el proxy se escabulló.
Antoinette soltó un suspiro. Quería dar las gracias a los hiperprimates, pero su preocupación inmediata y principal era Xavier. Se arrodilló junto a él y le tocó el lateral del cuello. Notó sobre sí el cálido aliento animal.
—¿Él bien?
Miró el maravilloso rostro del espalda plateada. Era como una figura grabada en carbón.
—Eso creo. ¿Cómo lo habéis sabido?
Aquella voz extraordinariamente grave tronó:
—Xavier pulsa botón de alarma, nosotros venimos.
—Gracias.
El espalda plateada se irguió, descollando sobre ella.
—Nos gusta Xavier. Xavier nos trata bien.
Después inspeccionó los restos de su chaqueta. Su padre se la había regalado por su decimoséptimo cumpleaños. Desde el primer momento le había venido un poco pequeña (cuando se la ponía, se parecía más a la chaquetilla de un torero), pero a pesar de eso siempre había sido su favorita y siempre había tenido la sensación de lograr que le quedara bien. Ahora estaba destrozada, y no cabía ni pensar en arreglarla.
Cuando los primates se marcharon y Xavier estuvo de nuevo en pie, débil pero básicamente ileso, hicieron lo posible por ordenar aquel desastre. Les llevó varias horas, la mayor parte de las cuales se las pasaron volviendo a clasificar los documentos. Xavier siempre había sido meticuloso en su contabilidad. A pesar de que la compañía iba directa a la bancarrota, decía que antes muerto que darles a los avaros cabrones de los acreedores más munición de la que ya tenían.
A medianoche, el lugar volvía a parecer respetable. Pero Antoinette sabía que aquello no había acabado. El proxy regresaría, y la próxima vez se aseguraría de que no pudiera aparecer un grupo de rescate primate. Y aunque el proxy nunca descubriera qué había estado haciendo ella en realidad en la zona de guerra, las autoridades tenían un millón de maneras de ponerla fuera de juego. De hecho, el proxy ya podría haberse incautado del Ave de Tormenta. Lo único que hacía (Antoinette debía recordar que detrás de él había un piloto humano) era jugar con ella, convertir su vida en un pozo de preocupaciones mientras él tenía algo entretenido a lo que dedicarse cuando no estaba hostigando a algún otro.
Pensó en preguntarle a Xavier por qué se tomaba aquel bicho tanto interés en los socios de su padre, y en particular por el caso de Lyle Merrick, pero decidió apartar todo aquello de su mente, al menos hasta la mañana.
Xavier salió y compró un par de cervezas más. Se las pulieron mientras volvían a colocar en su sitio los últimos muebles.
—Las cosas se arreglarán, Antoinette —dijo.
—¿Estás seguro de eso?
—Te lo mereces —respondió él—. Eres buena persona. Todo lo que pretendías era honrar los deseos de tu padre.
—¿Y entonces por qué me siento tan idiota?
—No deberías —dijo, y la besó.
Hicieron de nuevo el amor (era como si hubiesen pasado días desde la última vez) y después Antoinette se quedó dormida, se hundió a través de capas de inquietud cada vez más difusa hasta alcanzar la inconsciencia. Y entonces el sueño de propaganda demarquista volvió a apoderarse de ella: ese en el que ella aparecía en una nave de línea que era asaltada por las arañas, el mismo en que era conducida a su base en un cometa y preparada quirúrgicamente para su reclutamiento en la mente de colmena.
Pero en esta ocasión había una diferencia. Cuando los combinados venían a abrir su cabeza e insertar dentro las máquinas, el que se inclinaba sobre ella se bajaba la blanca mascarilla quirúrgica para revelar un rostro que pudo reconocer gracias a los libros de historia, a partir de los avistamientos anecdóticos más recientes. Era la cara de un viejo patriarca barbudo, de pelo blanco, arrugado y lleno de personalidad, triste y alegre al mismo tiempo. Una cara que, bajo otras circunstancias, podría haber parecido amable y sabia como la de un abuelo.
Era el rostro de Nevil Clavain.
—Te advertí que no volvieras a cruzarte en mi camino —dijo.
El Nido Madre quedaba ya un minuto luz por detrás de ellos cuando Clavain dio instrucciones a la corbeta de rotar sobre sí misma y dar paso a la combustión de deceleración, siguiendo los datos de navegación que le había proporcionado Skade. El paisaje estrellado giró como una máquina impulsada por un engranaje bien engrasado, y las sombras de su pálida iluminación se derramaron sobre Clavain y las formas reclinadas de sus dos pasajeros. Las corbetas eran las naves más ágiles de la flota intrasistema combinada, pero incrustar a tres ocupantes dentro del casco se parecía a un problema matemático de empaquetamiento óptimo. Clavain estaba insertado en el puesto del piloto, donde tenía a su alcance los controles táctiles y las lecturas visuales. Era posible gobernar la nave sin mover un párpado, pero también estaba diseñada para resistir el periodo de ataques cibernéticos que podían dañar las órdenes neuronales rutinarias. Clavain la controlaba, en cualquier caso, mediante control táctil, a pesar de que apenas había movido un dedo en horas. Los informes tácticos zarandeaban su campo visual tratando de captar de su atención, pero no había rastro de actividad enemiga en un radio de seis horas luz.
Justo a su espalda, con las rodillas paralelas a sus hombros, tenía a Remontoire y a Skade. Estaban incrustados en unos espacios con forma humana, situados entre las superficies interiores de las vainas de armas y las burbujas de combustible y, al igual que Clavain, vestían trajes espaciales ligeros. Por efecto de las oscuras superficies acorazadas de su indumentaria, quedaban reducidos a extensiones abstractas del interior de la corbeta. Apenas había espacio para los trajes, pero aún menos para ponérselos.
Skade…
[¿Sí, Clavain?].
Creo que ya resulta seguro decirme adonde nos dirigimos, ¿no te parece?
[Limítate a seguir el plan de vuelo y llegaremos muy pronto. El maestro de obra nos estará esperando].
¿El maestro de obra? ¿Es alguien a quien yo conozca? Detectó la ladina curva de la sonrisa de Skade, reflejada en la ventanilla de la corbeta.
[Pronto tendrás el placer, Clavain].
Clavain no necesitaba que le explicaran que, fuesen a donde fuesen, seguían estando en la misma zona del halo cometario que contenía el Nido Madre. Allá fuera no había nada más que vacío y cometas, e incluso estos eran escasos. Los combinados habían convertido algunos en señuelos para engañar al enemigo y habían situado sensores, bombas trampa y sistemas de interferencias en otros, pero no tenía noticia de que tales actividades estuvieran ocurriendo tan cerca de casa.
Mientras volaban echó una mirada a las cadenas de noticias del sistema. Solo las agencias informativas más partidistas pretendían que quedaba todavía alguna opción de victoria demarquista. La mayoría hablaba abiertamente de la derrota, aunque siempre se verbalizaba en términos más ambiguos: cese de las hostilidades, aceptación de ciertas exigencias enemigas, reapertura de negociaciones con los combinados… La letanía seguía y seguía, pero no era difícil leer entre líneas.
Los ataques contra los intereses combinados resultaban cada vez menos frecuentes, con un grado de éxito que se reducía de forma pareja. Ahora el enemigo se concentraba en proteger sus propias bases y fortalezas, y hasta en eso fracasaba. La mayoría de las bases necesitaban suministros de provisiones y armamento procedentes de los centros de producción principales, lo que suponía tener convoyes de naves robóticas desplegados en largas y solitarias trayectorias a través del sistema. Los combinados los capturaban con facilidad, y ni siquiera merecía la pena quedarse con la carga. Los demarquistas habían lanzado programas de choque para recuperar parte de la capacidad de nanofabricación de la que habían gozado antes de la plaga de fusión, pero los rumores que provenían de sus laboratorios de guerra apuntaban a truculentos fracasos, como equipos de investigación al completo convertidos en estiércol gris por replicadores fuera de control. Era como revivir de nuevo el siglo XXI.
Y cuanto más desesperados estaban, peores eran los fallos.
Las fuerzas de ocupación combinada se habían hecho con el control de cierto número de asentamientos exteriores y habían establecido enseguida regímenes títeres, para permitir que la vida cotidiana prosiguiera más o menos como antes. Todavía no se habían embarcado en programas masivos de conversión neuronal, pero sus críticos aseguraban que solo era cuestión de tiempo antes de que la población quedara subyugada por implantes combinados, esclavizados en su mente de colmena aplastante y uniforme. Los grupos de resistencia habían realizado varios golpes lesivos contra el poder combinado en esos estados marioneta, mediante frágiles alianzas de skyjacks, cerdos, banshees y otros buscaproblemas del sistema, que se agrupaban contra la nueva autoridad. Y todo lo que estaban consiguiendo, pensó Clavain, era acelerar la posibilidad de que fuese necesario imponer alguna forma de reclutamiento neuronal, aunque solo fuese para salvaguardar la seguridad pública.
Pero hasta el momento, Yellowstone y su vecindad inmediata (el Cinturón Oxidado, los hábitat de órbita alta de los carruseles y los enjambres de estacionamiento de las naves espaciales) no habían sido disputados. La Convención de Ferrisville, aunque inmersa en sus propios problemas, seguía manteniendo una fachada de dominio. Durante mucho tiempo había convenido a ambas partes disponer de una zona neutral, un sitio donde los espías pudieran intercambiar información y donde los agentes encubiertos de los dos bandos pudieran mezclarse con terceros y engatusar a posibles colaboradores, simpatizantes o desertores. Algunos llegaban a afirmar que eso solo era un estado temporal de las cosas, que los combinados no se conformarían con dominar la mayor parte del sistema; habían controlado Yellowstone durante unas pocas décadas y no iban a desaprovechar la oportunidad de hacerse con él para siempre. La ocupación previa había sido una intervención puramente práctica a invitación de los demarquistas, pero la segunda sería un ejercicio de control totalitario como nada que la historia hubiese conocido en siglos.
Eso se decía. ¿Pero qué sucedería si hasta eso fuese una previsión excesivamente optimista?
Skade le había contado que las señales de las armas perdidas se habían detectado hacía más de treinta años. Los recuerdos que le habían proporcionado y los datos a los que ahora podía acceder confirmaban su resumen. Pero no había explicación sobre por qué la recuperación de las armas se había convertido de repente en un tema de vital importancia para el Nido Madre. Skade había asegurado que, con anterioridad, la guerra había dificultado preparar un intento, pero sin duda eso solo era una parte de la verdad. Tenía que haber algo más, una crisis (o la amenaza de una) que hiciese de la recuperación de las armas una prioridad mucho más importante que antes. Algo había asustado al Sanctasanctórum.
Clavain se preguntó si Skade (y, en consecuencia, el Sanctasanctórum) sabía algo sobre los lobos que aún no hubiese compartido con los demás. Desde el regreso de Galiana, los lobos habían sido clasificados como una amenaza inquietante pero lejana, algo de lo que solo tendrían que preocuparse cuando la humanidad comenzara a extenderse por las profundidades del espacio interestelar. Pero, ¿y si se había obtenido nueva información confidencial? ¿Y si los lobos estaban más cerca?
Ansiaba rechazar esa posibilidad, pero se descubrió incapaz de hacerlo. Durante el resto del viaje, sus pensamientos volaron en círculos como buitres, examinando la idea desde todos los ángulos y analizándola mentalmente hasta la médula. Solo cuando Skade volvió a meter pensamientos en su cabeza, se obligó a enterrar sus dudas internas debajo del pensamiento consciente.
[Ya casi estamos, Clavain. ¿Comprendes que nada de lo que veas aquí puede comunicarse al resto del Nido Madre?].
Desde luego. Espero que hayáis sido discretos con lo que estabais haciendo aquí fuera. De haber atraído la atención del enemigo, podríais haberlo puesto todo en peligro.
[Pero no lo hemos hecho, Clavain].
Esa no es la cuestión. Se suponía que no habría operaciones a menos de diez horas luz de…
[Escucha, Clavain]. Skade se inclinó hacia delante por los estrechos confines de su asiento y la red de seguridad se tensó sobre las curvas negras de su traje espacial. [Hay algo que necesitas asimilar: la guerra ya no es nuestra preocupación principal. Vamos a ganarla].
No subestimes a los demarquistas.
[Oh, no lo hago. Pero debemos considerarlo de manera objetiva. Ahora, la única cuestión clave es la recuperación de las armas de clase infernal].
¿Tiene que ser una recuperación? ¿O te conformarías con destruirlas? Clavain observó cuidadosamente su reacción. Incluso tras su admisión en el Consejo Cerrado, la mente de Skade seguía cerrada para él.
[¿Destruirlas, Clavain? ¿Por qué demonios querríamos destruirlas?].
Me dijiste que vuestro objetivo principal era evitar que cayeran en malas manos.
[Y así sigue siendo, sí].
¿Entonces permitirías que fueran destruidas? Así se lograría lo mismo, ¿verdad? Y me imagino que será mucho más fácil desde un punto de vista logístico.
[La recuperación es la meta preferida].
¿Preferida?
[Preferida en grado sumo, Clavain].
En esos momentos, los motores de la corbeta rugieron con más fuerza. Apenas visible, una oscura cáscara cometaria surgió de la oscuridad. Los reflectores delanteros de la nave estudiaron su superficie, rastreando y buscando. El cometa giraba lentamente; más rápido que el Nido Madre, pero aun así dentro de un límite razonable. Clavain calculó que el tamaño de aquella bola de nieve sucia debía de ser de unos siete u ocho kilómetros de lado a lado, un orden de magnitud menor que su hogar. Podrían ocultarlo sin problemas dentro del núcleo hueco del Nido Madre.
La corbeta se cernió sobre la superficie negra y espumosa del cometa, contrarrestando su deriva con impulsos irregulares de llamas de color violeta, antes de lanzar los ganchos de amarre. Estos golpearon contra el suelo y perforaron la madeja epoxídica casi invisible que habían colocado alrededor del cometa para reforzar su estructura.
Habéis sido castores muy ocupados, Skade. ¿A cuánta gente tenéis aquí haciendo lo que sea que hagan?
[A nadie. Somos muy pocos los que hemos visitado este sitio, y ninguno se ha quedado de forma permanente. Todas las actividades se han automatizado por completo. De vez en cuanto viene un agente del Consejo Cerrado para comprobar cómo van las cosas, pero en su mayor parte los servidores han trabajado sin supervisión].
Los servidores no son tan listos.
[Los nuestros sí].
Clavain, Remontoire y Skade se pusieron los cascos y abandonaron la corbeta mediante su esclusa de superficie, para lo cual atravesaron de un salto varios metros de espacio hasta colisionar con la membrana de refuerzo, que los asió como insectos en papel atrapamoscas. Se agitaron a uno y otro lado como muelles hasta que su energía de impacto se diluyó. Cuando la membrana dejó de oscilar, Clavain apartó suavemente el brazo de la superficie adhesiva y después se irguió hasta incorporarse. El pegamento era lo bastante sofisticado como para ceder ante los movimientos normales, pero permanecería firme frente a cualquier acción violenta que pudiera enviar a alguien despedido del cometa a velocidad de escape. De manera similar, la membrana era rígida bajo fuerzas normales pero se deformaría elásticamente si algo impactara a más de unos pocos metros por segundo. Era posible caminar por ella, siempre que se hiciera con razonable lentitud, pero cualquier movimiento más vigoroso provocaría que el sujeto quedara liado e inmovilizado hasta que se relajara.
Skade, cuyo casco crestado hacía difícil confundirla con cualquier otro, encabezó la marcha y siguió lo que debía de ser una señal del traje para encontrar el rumbo. Tras avanzar durante cinco minutos, llegaron a una pequeña depresión de la superficie del cometa. Clavain distinguió un oscuro agujero de entrada en el punto más bajo de la hondonada, que casi pasaba desapercibido contra la superficie del cometa, negra como el hollín. Era un hueco circular en la membrana, protegido por un collar de forma anular.
Skade se arrodilló en la penumbra. La presa adhesiva se aferró a sus rodillas con un flujo de rezumantes capilares. Llamó dos veces al borde del gollete y esperó. Después de un minuto, más o menos, un servidor surgió de las tinieblas y desplegó una plétora de patas articuladas y apéndices mientras apartaba el firme obstáculo del collar. La máquina recordaba a un agresivo saltamontes de hierro. Clavain lo reconoció como un modelo de construcción general (había miles como aquel en el Nido Madre), pero había algo inquietantemente confiado y jactancioso en el modo en que se movía.
[Clavain, Remontoire… permitid que os presente al maestro de obra].
¿El servidor?
[El maestro es más que un servidor, te lo aseguro].
Skade pasó a la lengua oral:
—Maestro… deseamos ver el interior. Por favor, déjenos pasar.
En respuesta, Clavain oyó la voz del maestro, zumbante como una avispa:
—No estoy familiarizado con estos dos individuos.
—Tanto Clavain como Remontoire poseen autorización del Consejo Cerrado. Lea mi mente, verá que no me han coaccionado.
Se produjo un compás de espera mientras la máquina se acercaba un paso a Skade y sacaba toda la masa de su cuerpo por el gollete. Tenía muchas patas y extremidades, algunas con terminaciones como púas y otras acabadas en horquillas, herramientas o sensores especializados. A cada lado de su cabeza con forma de cuña había importantes racimos de sensores, acoplados entre sí como ojos compuestos. Skade mantuvo su posición mientras el servidor avanzaba hasta descollar sobre ella. La máquina bajó la cabeza, la osciló de lado a lado y después se apartó.
—También quiero leer sus mentes.
—Adelante.
El servidor se dirigió a Remontoire y de nuevo inclinó la cabeza y la balanceó. Tardó un poco más que con Skade. Después, al parecer satisfecho, procedió con Clavain. Este lo notó hurgar en su mente, con un escrutinio fiero y sistemático. Cuando la máquina lo repasó, un torrente de recuerdos de olores, sonidos e imágenes visuales brotó en su consciencia y después cada uno desapareció para ser reemplazado por otro. De vez en cuando la máquina hacía una pausa, retrocedía y recuperaba una imagen previa, con la que se demoraba suspicazmente. Otras las pasaba con desinterés y poco entusiasmo. El proceso fue, por suerte, rápido, pero aun así se sintió como si lo registraran de arriba abajo.
Entonces la inspección se detuvo, el torrente cesó y la mente de Clavain volvió a ser suya.
—Este tiene conflictos. Parece que ha albergado dudas, y yo tengo dudas sobre él. No puedo recuperar estructuras neuronales profundas. Quizá debiera escanearlo a mayor resolución. Un sencillo procedimiento quirúrgico…
Skade interrumpió al servidor.
—Eso no será necesario, maestro. Clavain tiene derecho a dudar. Déjenos pasar, por favor.
—Esto no está en orden, es de lo más irregular. Una intervención quirúrgica limitada…
La máquina todavía tenía sus cúmulos de sensores centrados en Clavain.
—Maestro, se trata de una orden directa. Déjenos pasar.
El servidor se apartó.
—Muy bien. Accedo bajo coacción. Insisto en que la visita sea breve.
—No os demoraremos —aseguró Skade.
—No, no lo haréis. Además os desprenderéis de vuestras armas. No permitiré que haya artilugios de alta densidad de energía dentro de mi cometa.
Clavain bajó la mirada hacía su cinturón de herramientas y soltó la pistola bóser de bajo rendimiento que apenas recordaba llevar encima. Fue a depositar la pistola sobre el hielo, pero mientras lo hacía surgió un borrón convulso, como un látigo proveniente del maestro de obra, que le arrebató la pistola de las manos. Clavain la vio volar dando vueltas en la oscuridad que tenía tras de sí, alejándose a una velocidad mayor que la de escape. Skade y Remontoire lo imitaron y el maestro de obra se deshizo de sus armas con el mismo coletazo despreocupado. Después el servidor se giró (sus patas eran una mancha de metal en movimiento) y volvió a introducirse por el hueco.
[Vamos. No le gusta nada tener invitados, y empezará a molestarse si nos quedamos demasiado].
Remontoire colocó un pensamiento en sus cabezas.
[¿Quieres decir que todavía no está molesto?].
¿Qué demonios es eso, Skade?
[Un servidor, por supuesto, solo que algo más brillante de lo normal. ¿Acaso eso te inquieta?].
Clavain la siguió por el gollete hasta el túnel. Allí avanzaron a la deriva, más que andando, mientras guiaban sus movimientos entre unas paredes que eran como una garganta de hielo compactado. Clavain apenas había sido consciente de la pistola que llevaba encima hasta que se la habían confiscado, pero ahora se sentía bastante vulnerable sin ella. Toqueteó su cinturón de herramientas pero no había allí nada más que pudiera servirle de arma contra el servidor, si este decidía volverse contra ellos. Tenía unas cuantas abrazaderas y pinzas en miniatura, un par de bengalas de señalización del tamaño de un pulgar y un rociador sellante del tipo estándar. Lo único similar a un arma de verdad (porque el rociador, aunque se parecía a una pistola, tenía un alcance de solo dos o tres centímetros) era un piezocuchillo de hoja corta, suficiente para perforar la tela de un traje espacial pero de escasa utilidad contra una máquina acorazada o incluso contra un adversario bien entrenado.
Sabes de sobra que sí. Nunca una máquina había invadido mi mente… no del modo que esa acaba de hacerlo.
[Solo necesita saber si puede confiar en nosotros].
Mientras el servidor lo repasaba, Clavain había sentido el tono metálico y agudo de su inteligencia.
¿Exactamente hasta qué punto es lista? ¿Satisface la prueba de Turing?
[Y más. Es tan inteligente como un nivel alfa, por lo menos. Oh, no me lances ese halo de disgusto moral, Clavain. Ya consentiste una vez máquinas que eran como poco tan listas como tú].
He tenido tiempo de cambiar de opinión al respecto.
[Me pregunto si es porque te sientes amenazado por ella].
¿Por una máquina? No. Lo que siento, Skade, es lástima. Lástima de que hayas permitido que esa máquina se vuelva inteligente, pero la hayas obligado a seguir siendo tu esclava. No creo que eso coincida con nuestras creencias.
Notó la discreta presencia de Remontoire.
[Estoy de acuerdo con Clavain. Hasta la fecha hemos logrado valemos sin máquinas inteligentes, Skade. No porque las temamos, sino porque sabemos que todo ser inteligente debe elegir su propio destino. Pero aun así, ese servidor no tiene libre albedrío, ¿verdad? Solo inteligencia. Lo uno sin lo otro se convierte en una farsa. Hemos ido a la guerra por temas menos cruciales].
En un punto por delante de ellos asomaba un pálido resplandor lila que resaltaba el dibujo natural de los muros del túnel. Clavain podía discernir la masa alta y delgada del servidor, silueteada por la fuente de luz. Debía de haber escuchado su conversación, pensó, y oírlos debatir lo que él representaba.
[Lamento que tuviéramos que hacerlo. Pero no quedaba otra elección, necesitábamos servidores más listos].
[Es esclavismo], insistió Remontoire.
[Las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas, Remontoire].
Clavain trató de aguzar la vista bajo el pálido resplandor púrpura.
¿Qué es tan desesperado? Creía que todo lo que estábamos haciendo era recuperar una propiedad perdida.
El maestro de obra los condujo al interior del cometa de Skade e hizo que se detuvieran dentro de una pequeña burbuja sin aire, incrustada en el muro interior del cuerpo hueco. Allí agarraron con las extremidades unas tiras de contención fijadas al armazón de aleación rígida de la burbuja, que estaba herméticamente separada de la cámara principal del cometa. El vacío que habían logrado hacer dentro era tan elevado, que hasta una pérdida de vapor del traje de Clavain hubiese provocado una degradación inaceptable.
Clavain estudió la cámara. Detrás del cristal se extendía una caverna cuyo tamaño daba vértigo. Estaba bañada por una extática luz azulada, llena de enormes máquinas y una sensación casi subliminal de actividad apresurada. Durante un instante la escena fue excesiva para poder abarcarla en su conjunto. Clavain se sintió como si contemplara las profundidades en perspectiva de una pintura medieval increíblemente detallada, cautivado por los arcos y torres interconectados de una radiante ciudad celestial, al tiempo que atisbaba en la arquitectura huestes de ángeles de alas plateadas, escuadrón tras escuadrón hasta allí donde alcanzaba la mirada, que se desplegaban hasta el cerúleo azul del infinito. Entonces captó la escala que tenía todo y comprendió, con un brinco en sus percepciones, que los ángeles solo eran máquinas lejanas, hordas de servidores de construcción estériles que cruzaban a miles el vacío, encargándose de sus tareas. Se comunicaban entre sí mediante láseres, y era la dispersión y la reflexión de esos haces lo que bañaba la cámara con esa radiación azul tan escalofriante. Y Clavain sabía que hacía mucho frío. Salpicados por las paredes de la cámara reconoció los oscuros bultos cónicos de los motores crioaritméticos, que hacían continuos cálculos para extraer el calor de aquella intensa actividad industrial, que de lo contrario hubiese hecho hervir el cometa.
Clavain centró su atención en la causa de toda esa actividad. No le sorprendió ver las naves (ni siquiera comprobar que eran naves estelares), pero sí hasta qué punto estaban terminadas. Había esperado encontrarse con cascos a medio hacer, y sin embargo no podía creerse que a aquellas naves les faltara mucho para estar listas para el vuelo. Había doce, encajonadas de lado a lado bajo nubes de geodésicos andamiajes de soporte. Eran idénticas en su forma: suaves y negras como torpedos o ballenas varadas, con púas cerca del extremo posterior de las barras y nácelas que sobresalían de los motores combinados. Aunque no se podía practicar una comparación visual inmediata, Clavain estaba seguro de que cada una de las naves tenía al menos tres o cuatro kilómetros de largo, mucho mayores que la Sombra Nocturna.
Skade sonrió, sin duda consciente de su reacción.
[¿Impresionado?].
¿Quién no lo estaría?
[Ahora comprenderás por qué el maestro estaba tan preocupado por el riesgo de que un arma se disparase inintencionadamente, o incluso porque se produzca una sobrecarga energética. Sin duda, te estarás preguntando por qué hemos vuelto a construir naves].
Sería una inquietud lógica. ¿Acaso es posible que los lobos guarden alguna relación con ello?
[Tal vez debas decirme por qué crees que dejamos de fabricarlas en el pasado]. Me temo que nadie ha tenido nunca la delicadeza de contármelo. [Eres un hombre inteligente. Seguro que has desarrollado algunas teorías por tu cuenta].
Por un instante, Clavain pensó contestarle que en realidad el tema nunca le había preocupado, que la decisión de dejar de construir naves espaciales se había adoptado cuando él se encontraba en el espacio profundo y que, para cuando regresó, era ya un hecho consumado. Y también que, dada la acuciante necesidad de ayudar a su bando a ganar la guerra, no le había parecido el tema más urgente.
Pero eso sería mentir. Siempre lo había inquietado.
En general, se suele suponer que dejamos de fabricarlas por razones económicas puramente egoístas, o porque nos preocupaba que los motores cayeran en manos equivocadas: ultras y otros indeseables. O que habíamos descubierto un fallo gravísimo de diseño que implicaba que los motores tenían tendencia a explotar al cabo de cierto tiempo.
[Sí, y al menos hay otra media docena de teorías en circulación, que van de lo plausible en grado lejano a lo ridículamente paranoico. ¿Cuál fue tu interpretación de los motivos?].
Solo teníamos relación estable con un cliente, los demarquistas. Los ultras compraban sus motores de segunda o tercera mano, o los robaban. Pero cuando nuestros tratos con los demarquistas comenzaron a deteriorarse, que fue cuando la plaga de fusión hundió su economía, perdimos nuestro principal cliente. Ellos no podían permitirse pagar nuestra tecnología, y nosotros no estábamos dispuestos a vendérsela a una facción que daba crecientes muestras de hostilidad.
[Una respuesta muy pragmática, Clavain].
Nunca vi motivos para buscar una explicación más profunda.
[Evidentemente, en lo que has dicho hay parte de verdad. Los factores económicos y políticos jugaron un papel importante. Pero hubo algo más. No se te habrá escapado que nuestro propio programa interno de construcción de naves se ha reducido en gran medida].
Teníamos que entablar una guerra. Hoy por hoy, disponemos de suficientes naves para nuestras necesidades.
[Cierto, pero incluso esas naves han estado inactivas. El tráfico interestelar habitual se ha reducido en gran manera, y los viajes entre asentamientos combinados de otros sistemas se han restringido al mínimo].
De nuevo, consecuencia de una guerra…
[Que poco tuvo que ver con ello, salvo proporcionar la tapadera adecuada].
A su pesar, Clavain casi se rió.
¿Tapadera?
[Si hubiese salido a la luz la verdadera razón, se habría desatado el pánico por todo el espacio habitado por la humanidad. La agitación socioeconómica hubiese sido incomparablemente mayor que todo lo causado por la actual guerra].
Y supongo que ahora vas a contarme por qué.
[En cierto sentido tenías razón. Guarda relación con los lobos, Clavain].
Él negó con la cabeza.
No puede ser.
[¿Por qué no?].
Porque no supimos nada sobre los lobos hasta el regreso de Galiana. Y Galiana no se encontró con ellos hasta después de que nos separáramos. No había necesidad de recordarle a Skade que ambas cosas habían tenido lugar con mucha posterioridad al edicto para detener la construcción de naves.
El casco de Skade asintió ligeramente.
[Eso también es verdad, en cierto modo. En realidad, hasta el regreso de Galiana, el Nido Madre no obtuvo información detallada respecto a la naturaleza de las máquinas. Pero el hecho de que los lobos existían, el hecho de que estaban ahí fuera, ya se conocía muchos años antes de aquello].
No puede ser. Galiana fue la primera en encontrárselos.
[No. Solo fue la primera en regresar con vida, o al menos la primera en regresar, fuese del modo que fuese. Antes de eso solo se habían producido informes distantes, misteriosos casos de naves que desaparecían y mandaban extrañas señales de socorro. A lo largo de los años, el Consejo Cerrado recopiló esos informes y llegó a la conclusión de que los lobos, o algo similar a ellos, acechaban en el espacio interestelar. Eso ya era bastante malo de por sí, pero había una conclusión aún más preocupante y que fue la que provocó el edicto. La distribución de las bajas apuntaba a que las máquinas, fueran lo que fueran, seguían el rastro de una característica particular de los dispositivos. Llegamos a la conclusión de que los lobos se veían atraídos hasta nosotros por las emisiones de neutrinos tau, distintivas de nuestros motores].
¿Y Galiana?
[Cuando ella regresó, supimos que habíamos estado en lo cierto. Y le dio un nombre a nuestro enemigo, Clavain. Al menos le debemos eso].
Entonces Skade fue hasta su cabeza y plantó allí una imagen. Lo que le mostró era una negrura implacable tachonada de atisbos de estrellas débiles y lejanas. Los astros no lograban anular la oscuridad, y solo servían para hacerla más fría y absoluta. Así era como Skade percibía el cosmos, tan extremadamente hostil a la vida como un baño de ácido. Pero entre las estrellas había algo más que vacío. Las máquinas acechaban allí; preferían el frío y la oscuridad. Skade le hizo experimentar el cruel sabor de su inteligencia, que lograba que los procesos mentales del maestro de obra parecieran agradables y amistosos. Había algo bestial en el modo en que pensaban las máquinas, una feroz hambre tiránica que eclipsaba todas las demás consideraciones.
Una sed de sangre salvaje y voraz.
[Siempre han estado ahí fuera, ocultas en la oscuridad, aguardando y observando. Durante cuatro siglos hemos sido tremendamente afortunados. Hemos avanzado a tientas en mitad de la noche, haciendo ruido y luz, retransmitiendo nuestra presencia a toda la galaxia. Creo que en ciertos aspectos deben de ser ciegas, o hay ciertos tipos de señales que filtran de sus percepciones. Nunca rastrearon nuestras transmisiones de radio o televisión, por ejemplo, o de lo contrario nos habrían olfateado en masa hace siglos. Y eso aún no ha ocurrido. Quizá estén diseñadas para reaccionar solo ante las señales inconfundibles de una cultura que viaja entre las estrellas, e ignoran las simplemente tecnológicas. Es pura especulación, por supuesto, pero, ¿qué podemos hacer salvo conjeturar?].
Clavain observó las doce naves de nueva construcción.
¿Y ahora? ¿Por qué volvemos a fabricar naves estelares?
[Porque ahora podemos. La Sombra Nocturna era un prototipo para estas doce naves, mucho más grandes, que poseen motores silenciosos. Con ciertos refinamientos de la topología de impulso, hemos sido capaces de reducir la emisión del flujo de neutrinos tau en dos órdenes de magnitud. No es perfecto, pero debería permitirnos retomar los viajes interestelares sin miedo a atraer de inmediato a los lobos. Por supuesto, esta tecnología tendrá que permanecer estrictamente bajo control combinado].
Por supuesto.
[Me alegra que lo veas así].
Clavain volvió a estudiar las naves. Sus doce formas negras eran versiones más grandes y gruesas de la Sombra Nocturna, y sus cascos alcanzaban una anchura de quizá doscientos cincuenta metros en el punto máximo. Eran de panza tan amplia como las viejas naves de hibernación colonizadoras, que estaban diseñadas para cargar con muchas decenas de miles de durmientes congelados.
¿Pero qué sucede con el resto de la humanidad? Con todas esas viejas naves que todavía están en uso…
[Hemos hecho lo que hemos podido. Los agentes del Consejo Cerrado han logrado recuperar el control de cierto número de naves que se encontraban al margen de la ley. Dichas naves fueron destruidas, desde luego. Nosotros tampoco podemos usarlas y los motores restantes no se pueden adaptar de manera segura al diseño antidetección].
¿No se puede?
Skade lanzó a la mente de Clavain la imagen de un pequeño planeta, quizá una luna, de uno de cuyos hemisferios habían arrancado un enorme trozo con forma de cuenco, que brillaba con un tono rojizo.
[No].
Y me imagino que en ningún momento os habéis planteado que pueda ser importante desclasificar esta información.
Tras la visera de su casco crestado, Skade sonrió indulgente.
[Clavain, Clavain… Siempre tan deseoso de creer en el beneficio de la humanidad. Encuentro tu actitud alentadora, en serio. Pero, ¿de qué serviría desclasificarla? Esta información ya es demasiado delicada como para compartirla siquiera con la mayoría de los combinados. No me atrevo ni a imaginar el efecto que tendría sobre el resto de la humanidad].
Clavain deseaba replicar, pero sabía que Skade estaba en lo cierto. Habían transcurrido décadas desde la última vez que alguien confiara en cualquier comunicado de los combinados. Hasta una advertencia tan claramente urgente como aquella se interpretaría como un artero truco.
Incluso si su bando capitulaba, su rendición se tomaría como una treta.
Tal vez tengas razón. Tal vez. Pero sigo sin entender por qué habéis retomado de repente la construcción de naves.
[Es una medida puramente precautoria, por si las necesitásemos].
Clavain estudió de nuevo las naves. Aunque cada una tuviera capacidad para cargar solo con cincuenta o sesenta mil durmientes (y parecían capaces de llevar a muchos más), la flota de Skade bastaría para trasladar casi a la mitad de la población del Nido Madre.
Puramente precautoria… ¿y nada más?
[Bueno, sigue estando el pequeño problema de las armas de la clase infernal. Dos de las naves más el prototipo constituirán el destacamento para la operación de recuperación. Estarán equipadas con las armas más avanzadas de nuestro arsenal, y contendrán tecnologías recién desarrolladas de naturaleza táctica muy ventajosa].
Supongo que como los sistemas que estabas probando.
[Todavía hay que desarrollar pruebas adicionales, pero sí…].
Skade se irguió.
—Maestro de obra, por el momento hemos terminado. Mis invitados ya han visto bastante. ¿Cuál es su estimación más reciente respecto a la fecha en que las naves estarán listas para volar?
El servidor, que había plegado y entrelazado sus apéndices en un fardo prieto, giró la cabeza para dirigirse a ella.
—Sesenta y un días, ocho horas y trece minutos.
—Gracias. Asegúrese de hacer lo posible por acelerar el programa. Clavain no querrá demorarse ni un momento, ¿no es cierto?
Clavain no dijo nada.
—Por favor, síganme —dijo el maestro de obra, sacudiendo un miembro en dirección a la salida. Estaba ansioso por conducirlos de vuelta a la superficie.
Clavain se aseguró de ir justo por detrás de él.
Hizo todo lo que pudo por mantener su mente tan despejada y serena como fuera posible, y se concentró únicamente en la mecánica de la tarea que tenía ante sí. El trayecto de regreso a la superficie del cometa pareció llevar mucho más tiempo del que habían tardado en sentido opuesto. El maestro de obra avanzaba afanoso por delante de ellos, a horcajadas en el agujero del túnel, mientras elegía su camino con agobiante delicadeza. Era imposible leer sus emociones, pero Clavain tenía la impresión de que estaba muy contento de deshacerse de ellos tres. Había sido programado para dedicarse a las operaciones de aquel enclave con celoso proteccionismo, y Clavain no pudo sino admirar el modo rencoroso con el que los había recibido. A lo largo de su vida había tratado con numerosos robots y servidores, programados con diversas personalidades que, en un examen superficial, podían resultar convincentes. Pero aquel era el primero que parecía auténticamente incómodo con la compañía humana.
A medio camino de la garganta, Clavain se detuvo de pronto.
Esperad un momento.
[¿Qué sucede?].
No lo sé. Mi traje registra una pequeña pérdida de presión en el guante. Puede que algo de la pared haya rasgado la tela.
[Eso no es posible, Clavain. El muro es hielo cometario suavemente compactado. Sería como cortarte con humo].
Clavain asintió.
Entonces me he cortado con humo. O igual había una astilla afilada incrustada en la pared.
Clavain dio media vuelta y sostuvo en alto la mano para que la inspeccionaran. Una zona con forma de diana destellaba de color rosa en la parte posterior de su guante izquierdo, indicando el área general de una lenta pérdida de presión.
[Tiene razón, Skade], dijo Remontoire.
[No es grave. Podrá repararlo cuando volvamos a la corbeta].
Siento frío en la mano. Y ya he perdido esta mano antes, Skade. No tengo intención de que vuelva a ocurrirme lo mismo.
La oyó sisear, un sonido que escapó al filtro y que era pura impaciencia humana.
[Entonces arréglalo].
Clavain asintió y buscó a tientas el rociador de su cinto de herramientas. Puso la boquilla en la posición de haz más estrecho y apretó la punta contra su guante. El sellante emergió como un delgado gusano gris, que al instante se endureció y se adhirió a la tela. Pasó la boquilla con un movimiento sinuoso arriba y abajo y de lado a lado, hasta que hubo garabateado el guante con su gusano.
Tenía frío en la mano, y también le dolía, ya que había atravesado el guante de lado a lado con el piezocuchillo. Lo había hecho sin sacar la hoja del cinto, en un gesto ligero mientras pasaba una mano sobre el cinturón e inclinaba el cuchillo con la otra. Dadas las dificultades, había tenido suerte de librarse de una herida más seria.
Clavain devolvió el rociador a su cinto. Sonaba un ruido de alarma constante en su casco y su guante seguía parpadeando de rosa (podía ver el resplandor rosado alrededor de los bordes del sellante), pero la sensación de frío disminuía. Quedaba una pequeña fuga residual, pero nada que le fuese a causar problemas.
[¿Y bien?].
Creo que con eso está arreglado. Lo miraré mejor cuando estemos en la corbeta.
Para alivio de Clavain, el incidente parecía cerrado. El servidor siguió avanzando y ellos tres lo siguieron. Al fin, el túnel alcanzó la superficie del cometa. Clavain sufrió el esperado instante de vértigo cuando volvió a encontrarse en el exterior, ya que la débil gravedad del cometa apenas era detectable y resultaba muy fácil, con un simple vuelco de las percepciones, creerse pegado por los zapatos a un techo negro como la brea, colgado cabeza abajo sobre una nada infinita. Pero el momento pasó y recuperó la seguridad. El maestro de obra volvió a introducirse por el gollete y desapareció en las profundidades del túnel.
Avanzaron con presteza hacia la corbeta que los esperaba, una cuña de pura negrura amarrada frente a un cielo estrellado.
[Clavain…].
¿Sí, Skade?
[¿Te importa que te pregunte algo? El maestro de obra comentó que tenías dudas… ¿Era una observación sincera o se confundió la máquina por la extrema antigüedad de tus recuerdos?].
Ni idea.
[¿Entiendes ahora la necesidad de recuperar las armas? Me refiero de forma visceral].
No he tenido nada tan claro como eso. Comprendo perfectamente que necesitamos esas armas.
[Detecto tu sinceridad, Clavain. Lo compartes, ¿verdad?].
Sí, eso creo. Lo que me has mostrado lo hace todo mucho más evidente.
Iba unos diez o doce metros por delante de Skade y de Remontoire, a tanta velocidad como se atrevía. De repente, cuando ya había alcanzado la línea de amarre más cercana de la corbeta, se detuvo y giró sobre sí, agarrando el cable con una mano. El gesto bastó para que Skade y Remontoire se detuvieran en seco.
[Clavain…].
Este sacó el piezocuchillo de su cinto y lo hundió en la membrana de plástico que envolvía el cometa. Había sintonizado el cuchillo al filo máximo y lo movió en sentido longitudinal, causando un tajo profundo en el tegumento. Clavain avanzó de lado, como los cangrejos, y abrió una grieta que al principio tenía un metro, luego dos. El cuchillo silbaba al atravesar la membrana sin encontrar la menor resistencia. Tenía que sujetar el mango con fuerza, así que solo fue capaz de abrir una incisión de cuatro metros de longitud.
Hasta que terminó el tajo, no pudo saber si sería lo bastante largo. Pero una sensación instintiva en el estómago le dijo que era suficiente. El fragmento de membrana situado bajo la corbeta se veía arrastrado por la elasticidad del resto de la tela. La grieta se abría en anchura y longitud sin necesidad de que él insistiera: cuatro metros, seis después, luego diez… se abrían en ambas direcciones. Skade y Remontoire, atrapados al otro lado, se alejaban arrastrados por ese mismo tirón elástico.
El proceso entero no había llevado más de uno o dos segundos. Eso, sin embargo, fue más que suficiente para Skade.
Casi en cuanto Clavain introdujo el cuchillo en el suelo, sintió en su cabeza la garra de Skade, que ya había comprendido que pretendía escapar. En ese momento sintió un poder neuronal brutal que nunca antes había sospechado. Skade le lanzaba todo lo que tenía, sin preocuparse de la cautela y el secretismo. Clavain notó algoritmos de búsqueda y destrucción que barrían el vacío en ondas de radio y que se introducían en su mente y se abrían paso por los estratos de su cerebro, escarbando y haciéndose con las rutinas básales que permitirían paralizarlo, dejarlo inconsciente o sencillamente matarlo. De haber sido él un combinado normal, sin duda Skade lo habría logrado en microsegundos y habría ordenado a sus implantes neuronales que se autodestruyeran en una orgía incendiaria de calor y presión. Y todo estaría perdido. En lugar de eso, solo sintió un dolor como si alguien le introdujera cruelmente un clavo de hierro en la cabeza, golpe a golpe.
Pese a todo, cayó en la inconsciencia. Puede que solo permaneciese así dos o tres segundos, pero cuando emergió de ella sintió una desorientación absoluta; era incapaz de recordar dónde se encontraba o qué estaba haciendo. Todo lo que quedaba era un acuciante imperativo químico, grabado con la adrenalina que aún inundaba su sangre. No comprendía del todo qué lo había provocado, pero la sensación era ineludible: un antiquísimo miedo de mamífero. Huía de algo porque su vida estaba en grave peligro. Estaba agarrado de una mano a una tensa línea metálica. Miró al extremo del cable, hacia arriba, y vio una nave, una corbeta que colgaba por encima de él. Supo que ese era el sitio al que necesitaba llegar, o al menos confió en que así fuera.
Comenzó a auparse por la cuerda hacia la nave que lo esperaba, recordando a medias algo que había empezado a hacer y que debía retomar. Después el dolor aumentó de intensidad y volvió a quedar inconsciente.
Clavain volvió en sí mientras iba a la deriva y se detenía («golpear» sería un término excesivo) contra la membrana plástica. De nuevo sintió un impulso básico y luchó por interpretar el apuro en el que remotamente se sabía metido. Allá en lo alto estaba la nave, la recordaba de la ocasión anterior. Había estado trepando por la cuerda con la intención de alcanzarla. ¿O acaso bajaba por ella, para alejarse de algo que había a bordo?
Miró de lado, hacia la superficie del lugar donde se encontraba, y vio dos figuras que le hacían señas.
[Clavain…].
La voz, esa presencia femenina en su cabeza, era contundente pero no carecía por entero de compasión. Había arrepentimiento en ella, pero como el que un profesor podría sentir por un alumno prometedor que le había fallado. ¿Acaso esa voz estaba disgustada porque él estaba a punto de fracasar, o porque casi tiene éxito?
No lo sabía. Tenía la impresión de que si pudiera pensar con claridad en las cosas, solo con que dispusiera de un minuto de tranquilidad, podría volver a juntar todas las piezas. Era por un lugar, ¿verdad? Una sala enorme llena de formas oscuras y amenazantes.
Todo lo que necesitaba era paz y sosiego.
Pero había además un ruido penetrante en su cabeza, una alarma de pérdida de presurización. Echó un vistazo al exterior de su traje en busca del delator latido rosa que marcaría la zona de la herida. Ahí estaba, una mancha rosada en el dorso de su mano, en la que en ese momento sostenía un cuchillo. Devolvió el instrumento al hueco libre de su cinto y buscó de modo instintivo el rociador para sellarla. Entonces comprendió que ya había usado el rociador, que el halo borroso y rosado se colaba por el borde de una costra retorcida y con intrincados giros de sellante endurecido. El gusano gris solidificado parecía formar una compleja inscripción rúnica.
Miró el guante desde un ángulo distinto y vio el mensaje garabateado con la enredada cola del gusano: «Nave». Era su propia letra.
Las dos figuras habían alcanzado el límite de la grieta con forma de herida que había en el hielo y se dirigían hacia donde él estaba tan rápido como les era posible. Clavain calculó que llegarían a la base de los asideros en menos de un minuto, y él tardaría prácticamente lo mismo en trepar por la cuerda. Se planteó la posibilidad de saltar hacia lo alto, con la esperanza de medir bien el impulso y no salir despedido más allá de la corbeta, pero en el fondo sabía que la membrana adhesiva no le iba a permitir pegar un brinco. Tendría que trepar por la cuerda a pulso, pese al dolor de su cabeza y la constante sensación de tambalearse al borde de la inconsciencia.
Volvió a perder el conocimiento, pero esta vez fue más breve y, cuando vio el guante y las figuras que convergían sobre él, supuso que hacía bien en dirigirse a la nave. Alcanzó la esclusa al mismo tiempo que la primera de las figuras (vio en ese momento que se trataba de la del casco crestado) llegaba a la pinza de púas.
Sus sentidos le sugirieron entonces que la superficie del cometa era una pared negra vertical, de la que emergían horizontalmente las cadenas. Aquellas dos personas estaban pegadas a la pared, acuclilladas y escorzadas, a punto de atravesar el mismo puente que él acababa de cruzar. Clavain se derrumbó en el interior de la cámara estanca y apretó el control de represurización de emergencia. La puerta exterior se cerró en silencio y la sala comenzó a inundarse de aire. Al instante notó que se reducía el dolor de su mano y al sentirlo jadeó de puro alivio.
La anulación del automatismo permitió que la puerta interior se abriera casi antes de que quedara sellada la exterior. Clavain se abalanzó al interior de la corbeta, pegó un salto desde la pared más lejana y se golpeó la cabeza contra un mamparo, tras lo cual chocó con la parte delantera de la cubierta de vuelo. No se molestó en llegar hasta su asiento ni abrocharse el cinturón de seguridad. Simplemente encendió los impulsores de la corbeta (a toda la potencia de emergencia) y oyó una docena de sirenas que le chillaban que esa no era una medida sabia.
Se aconseja la parada inmediata de los motores. Se aconseja la parada inmediata de los motores.
—¡Cállate! —gritó Clavain.
Durante un instante la corbeta se alejó de la superficie del cometa. La nave logró cubrir quizá dos metros y medio antes de que las líneas de amarre se tensaran al máximo y aguantaran tirantes. El frenazo envió a Clavain contra una pared, y sintió cómo algo se le rompía como una rama seca entre el corazón y la cintura. El cometa también se había desplazado, por supuesto, pero de manera imperceptible. Era como estar atado a una piedra inamovible en el centro del universo.
—Clavain. —La voz le llegó por la radio de la corbeta, y conservaba una calma extraordinaria. Los recuerdos de Clavain habían empezado a encajar de nuevo, de manera irregular, y pese a ciertas vacilaciones fue capaz de dar un nombre a su torturadora.
—Skade. Hola. —Habló en medio del dolor, seguro de que al menos se había roto una costilla y quizá tuviera magulladas una o dos más.
—Clavain… ¿qué estás haciendo exactamente?
—Parece que estoy tratando de robar esta nave.
Se arrastró entonces hasta el asiento, mientras hacía gestos de sufrimiento por los múltiples ramalazos de dolor. Gruñó al estirar la red de seguridad sobre su pecho. Los impulsores amenazaban con entrar en el modo de desconexión autónoma. Lanzó órdenes desesperadas a la corbeta. Retirar las amarras no solucionaría su situación, solo serviría para recoger a Skade y a Remontoire (ya los recordaba a los dos), y entonces ambos estarían al otro lado del casco y allí tendrían que quedarse. Era probable que estuvieran a salvo si los abandonaba a la deriva en el espacio pero, por otro lado, aquella era una misión del Consejo Cerrado. Casi nadie sabía que estaban ahí fuera.
—Potencia máxima… —dijo Clavain en voz alta, para sí. Sabía que una llamarada al límite de potencia lo alejaría del cometa, tanto si reventaba las amarras como si se llevaba consigo trozos de la superficie del cometa.
—Clavain —dijo una voz masculina—. Creo que necesitas reflexionar sobre lo que estás haciendo.
Ninguno de los dos podía alcanzarlo neuronalmente. La corbeta no permitía esa clase de señales a través de su casco.
—Gracias, Rem… Pero de hecho, ya lo he pensado bastante. Skade quiere esas armas a toda costa. Es por los lobos, ¿verdad, Skade? Necesitas las armas para cuando lleguen los lobos.
—Es tal como te lo expliqué, Clavain. Sí, necesitamos las armas para defendernos de los lobos. ¿Acaso es tan censurable? ¿Es que asegurar nuestra supervivencia resulta algo tan terrible? ¿Qué preferirías, que nos rindiéramos y nos entregáramos a ellos?
—¿Cómo sabes que vienen?
—No lo sabemos. Simplemente consideramos que su llegada es probable, a partir de la información que tenemos disponible…
—Hay más que eso. —Sus dedos bailaron sobre los controles de impulso principal. En pocos segundos se vería obligado a usar la máxima potencia o quedarse allí.
—El caso es que lo sabemos, Clavain, no necesitas más. Ahora déjanos volver a bordo de la corbeta. Nos olvidaremos todos de este incidente, te lo aseguro.
—Me temo que eso no basta.
Encendió el motor principal y operó los otros propulsores para apartar de la superficie del cometa el cegador arco violeta de la llama del motor. No quería herir a ninguno de ellos. No le gustaba Skade, pero no le deseaba ningún mal. Remontoire era su amigo, y si lo abandonaba en el cometa era porque no veía motivo para implicarlo en lo que estaba a punto de hacer.
La corbeta tensó los cables. Clavain notaba la vibración del motor, que atravesaba el casco y llegaba hasta sus huesos. Los indicadores de sobrecarga parpadeaban en rojo.
—Clavain, escúchame —dijo Skade—. No puedes llevarte la nave. ¿Qué vas a hacer con ella, rendirla a los demarquistas?
—Es una idea.
—Un suicidio, eso es lo que es. Nunca alcanzarás Yellowstone. Si no te matamos nosotros, los demarquistas lo harán.
Algo chasqueó. La lanzadera guiñó y después tiró de los cierres de las amarras restantes. A través de la ventanilla de la cabina, Clavain vio que el cable seccionado daba un latigazo contra la superficie del cometa y rebanaba la capa de membrana estabilizadora. Abrió una herida de un metro de ancho en la superficie, de la que brotó un hollín negro como tinta de calamar.
—Skade tiene razón. No lo lograrás, Clavain. No tienes adonde ir. Por favor, como amigo, te ruego que no lo hagas.
—¿No lo comprendes, Rem? Skade quiere esas armas para poder llevárselas consigo. ¿Y esas doce naves? No son todas para la fuerza expedicionaria. Forman parte de algo más grande. Es una flota de evacuación.
Sintió el tirón de otra amarra que se rompía y se retorcía sobre el cometa con energía desbocada.
—¿Y qué si lo son, Clavain? —dijo Skade.
—¿Qué pasa con el resto de la humanidad? ¿Qué se supone que van a hacer esos pobres desgraciados cuando lleguen los lobos, buscarse la vida?
—Este es un universo darwiniano.
—Respuesta equivocada, Skade.
En ese momento se partió el último cable. De pronto, Clavain se vio alejándose aceleradamente del cometa a máxima potencia, incrustado en su asiento. Aulló por el dolor de las costillas dañadas y observó que los indicadores se normalizaban y las agujas regresaban, temblando, al verde o al blanco. El gemido del motor se perdió en la franja subsónica y las oscilaciones del casco remitieron. El cometa de Skade se hacía cada vez más pequeño.
Clavain se orientó a ojo de buen cubero, hacia el afilado punto de luz que era Épsilon Eridani.