Desde su posición privilegiada en una cámara estanca, Nevil Clavain observó cómo se abría una parte circular del casco de la Sombra Nocturna. Los proxys acorazados que salieron por allí recordaban a piojos albinos, segmentados y con caparazón, y de ellos brotaban muchos miembros especializados, sensores y armas. Atravesaron velozmente el espacio abierto hasta la nave enemiga y se adhirieron a su casco en forma de garra con sus patas de extremidades adhesivas. Después corretearon sobre la dañada superficie en busca de esclusas de entrada y de los puntos débiles conocidos para ese modelo de nave.
Los proxys avanzaban con el movimiento tanteante y aleatorio típico de los insectos. Los escarabajos podrían haber barrido rápidamente la nave, pero con el riesgo de matar a cualquier posible superviviente que estuviera refugiado en las zonas presurizadas. Así que Clavain insistió en que las máquinas usaran las esclusas, aunque eso significase un retraso mientras cada robot entraba por ellas.
No tendrían por qué haberse molestado. En cuanto el primer escarabajo se abrió paso, quedó claro que no iba a encontrar resistencia ni supervivientes armados. La nave estaba oscura, fría y en silencio. Casi se podía oler la muerte a bordo. El proxy avanzó poco a poco por la embarcación enemiga y los rostros de los muertos se asomaban a la imagen al tiempo que pasaba junto a sus puestos de servicio. Llegaron informes similares de las máquinas que correteaban por el resto de la nave.
Clavain retiró casi todos los escarabajos y envió a continuación un pequeño destacamento de combinados a la nave, por la misma ruta que habían utilizado las máquinas. A través de los ojos de un escarabajo observó a su escuadrón emerger uno a uno de la esclusa: formas blancas y bulbosas como fantasmas de bordes nítidos.
El escuadrón recorrió la nave y atravesó las mismas zonas angostas que ya habían explorado los proxys, pero con la perspicacia añadida de los seres humanos. Asomaron las bocas de las pistolas a los posibles escondrijos y abrieron y comprobaron las escotillas en busca de supervivientes agazapados. No encontraron ninguno. Tantearon discretamente a los muertos, pero nadie dio la más mínima muestra de estar fingiendo. Sus cuerpos comenzaban a enfriarse y los patrones térmicos alrededor de sus rostros mostraban que la muerte ya era definitiva, aunque reciente. No había signos de heridas o de un final violento.
Clavain compuso un pensamiento y se lo transmitió a Skade y a Remontoire, que seguían en el puente.
Voy a ir dentro. No pongáis pegas ni reparos, será rápido y no asumiré ningún riesgo innecesario.
[No, Clavain].
Lo siento, Skade, pero no se puede estar en misa y repicando. No soy miembro de tu pequeño club privado, lo que implica que puedo ir a donde me salga de los cojones. Si no te gusta te aguantas, es parte del trato.
[Sigues siendo un recurso valioso, Clavain].
Tendré cuidado, te lo prometo.
Notó que la irritación de Skade impregnaba su propio estado emocional. Remontoire tampoco estaba demasiado entusiasmado. Como miembros del Consejo Cerrado, para ellos hubiese sido impensable embarcarse en algo tan peligroso como subir a bordo de una nave enemiga capturada. Ya se arriesgaban mucho al abandonar el Nido Madre. La mayoría de los combinados, Skade incluida, querían que Clavain se uniera al Consejo Cerrado, donde podrían aprovechar su sabiduría con mayor eficacia y mantenerlo a salvo de todo daño. Gracias a su autoridad en el Consejo, Skade podía hacerle difícil la vida si insistía en permanecer fuera, relegándolo a deberes nominales o incluso a alguna clase de miserable jubilación forzosa. También existían otras vías de castigo, y Clavain no se tomaba ninguna de ellas a la ligera. Incluso había comenzado a plantearse la posibilidad de que, al fin y al cabo, quizá debiera unirse al Consejo Cerrado. Al menos, así obtendría algunas respuestas y tal vez hasta pudiera ejercer alguna influencia sobre los miembros más agresivos.
Pero hasta que tuviera que tragar, seguía siendo un soldado. Ninguna restricción se aplicaba a él, y antes muerto que actuar como ellos.
Prosiguió con la tarea de preparar su traje. Durante una época, al menos dos o tres siglos, aquel proceso había resultado mucho más fácil y rápido. Te ponías la máscara y algo de equipo de comunicación, y entonces atravesabas una membrana de material inteligente extendida sobre un hueco que, por el otro lado, se abría al vacío. Al cruzar, una capa de esa membrana se deslizaba a tu alrededor y formaba al instante un traje ajustado sobre la piel. A la hora de regresar, pasabas por la misma membrana y el traje retornaba a ella, fluyendo como légamo mágico. Convertía el acto de salir de una nave en algo tan complejo como ponerse unas gafas de sol. Pero claro, esa clase de tecnología nunca había sido muy apropiada en tiempos de guerra (demasiado vulnerable a un ataque), y en la era posterior a la plaga tenía aún menos sentido, ya que solo las formas más resistentes de nanotecnología podían utilizarse para aplicaciones críticas.
Clavain imaginó que debería sentirse molesto por el esfuerzo adicional que se requería ahora. Pero en muchos sentidos, encontraba que la acción de ponerse el traje (ataviarse marcialmente con las placas de la armadura, comprobar de forma rigurosa los subsistemas críticos, abrocharse las armas y los sensores) resultaba extrañamente tranquilizadora. Tal vez se debiera a que la naturaleza ritual del ejercicio se manifestaba como una serie de gestos supersticiosos contra la mala suerte. O quizá porque le recordaba a cómo eran las cosas durante su juventud.
Salió de la cámara estanca y se impulsó con las piernas hacia la nave enemiga. La embarcación, con forma de garra o de zarpa, brillaba sobre el oscuro limbo del gigante gaseoso. Estaba dañada, desde luego, pero no brotaban gases que sugirieran una pérdida de integridad del casco. Cabía la posibilidad de que todavía sobreviviera alguien. Aunque los escáneres de infrarrojos no habían sido concluyentes, los dispositivos de láser habían detectado ligeros movimientos de la nave a un lado y a otro. Podía existir toda clase de explicaciones para un meneo como ese, pero la más evidente era la presencia de al menos una persona que todavía se movía por el interior y tocaba el casco de vez en cuando. Sin embargo, los escarabajos no habían encontrado ningún superviviente, y tampoco su equipo de barrido.
Algo atrapó su mirada: un filamento de color verde claro, un relámpago contorsionado en el oscuro creciente del gigante gaseoso. Apenas había pensado en el carguero desde la reaparición de la nave demarquista, pero lo cierto era que la embarcación de Antoinette Bax no había vuelto a emerger de la atmósfera. Con toda seguridad estaba muerta, de cualquiera de los varios miles de maneras en las que era posible morir en una atmósfera. Clavain no tenía ni idea de lo que había estado haciendo allí, y dudaba que fuese algo que él hubiera aprobado. Pero estaba sola, ¿verdad?, y ese no era modo de morir en el espacio. Clavain recordó cómo había ignorado la advertencia de la capitana, y cayó en la cuenta de que la admiraba por ello. Fuese lo que fuese, no se podía negar que se había comportado con valentía.
Con un ruido sordo, entró en contacto con la nave enemiga. Absorbió el impacto flexionando las rodillas, se puso en pie y sus suelas se adhirieron al casco. Mientras alzaba una mano frente a su visera para reducir el brillo del sol, se giró para contemplar la Sombra Nocturna y disfrutar de la poco frecuente oportunidad de observar su nave desde fuera. La Sombra Nocturna era tan oscura que al principio tuvo problemas para discernirla. Entonces sus implantes lo rodearon de un recuadro verde parpadeante y anotaron la escala y la distancia con dígitos y gradientes de gris. La nave era una abrazadora lumínica con capacidad interestelar. Su esbelto casco se estrechaba hasta formar una proa afilada como una aguja, una forma pensada para mejorar al máximo la eficacia del viaje en las cercanías de la velocidad de la luz. Adosados cerca del punto de máximo grosor del casco, justo antes de que este volviera a reducirse a una cola roma, había un par de motores que surgían del casco mediante delicadas barras. Eran lo que las demás facciones humanas llamaban motores combinados, por el simple motivo de que los combinados poseían el monopolio sobre su construcción y distribución. Durante siglos, los combinados habían permitido que los demarquistas, los ultras y otras facciones de viajeros interestelares usaran esa tecnología, aunque jamás les habían dado pistas sobre los misteriosos procesos físicos que permitían que esos motores, no manipulables, funcionaran.
Pero todo eso había cambiado un siglo atrás. Prácticamente de la noche a la mañana, los combinados habían detenido la producción de sus motores. No se dio ninguna explicación ni hubo promesa alguna de retomar algún día la producción. A partir de ese momento, los motores combinados ya existentes habían adquirido un asombroso valor y se habían cometido terribles actos de piratería para hacerse con ellos. Ciertamente, aquello había sido una de las causas de la actual guerra.
Clavain conocía los rumores de que los combinados habían seguido construyendo motores para su propio uso. También sabía, hasta el punto en que podía estar seguro de algo, que los rumores eran falsos. El edicto para cesar la producción había sido inmediato y universal. Y de hecho se había producido una fuerte reducción en el uso de las naves existentes, incluso dentro de su propia facción. Pero lo que ignoraba era el motivo por el que se había promulgado ese edicto. Suponía que se había originado en el Consejo Cerrado, pero aparte de eso no tenía ni idea de por qué se había considerado necesario.
Y ahora el Consejo Cerrado construía la Sombra Nocturna. A Clavain se le había encomendado el prototipo en su misión inaugural, pero el Consejo Cerrado le había revelado muy poco de sus secretos. Era evidente que Remontoire y Skade sabían más que él, y estaba dispuesto a apostar a que Skade sabía más que Remontoire. Skade se había pasado la mayor parte del viaje escondida en alguna parte, presumiblemente ocupada con un hardware militar ultrasecreto. Los esfuerzos de Clavain por descubrir qué se traía entre manos no habían dado ningún fruto.
Y seguía sin tener ni idea de por qué el Consejo Cerrado había autorizado la construcción de una nueva nave estelar. Con la guerra tan avanzada y frente a un enemigo que ya se batía en retirada, ¿qué sentido tenía? Era posible que si se unía al consejo no obtuviera todas las respuestas que buscaba (pues seguiría sin introducirse en el Sanctasanctórum), pero se acercaría mucho más que antes.
Casi sonaba tentador.
Disgustado por la facilidad con la que lo habían manipulado Skade y los demás, Clavain apartó la mirada y el recuadro desapareció. Se aproximó con cautela al punto de acceso.
Pronto se encontró dentro de los intestinos de la nave demarquista, y fue dejando atrás conductos y cámaras que normalmente no debían contener aire. Clavain pidió una actualización de inteligencia sobre el diseño de la nave e imaginó un leve cosquilleo mientras la información aparecía en su cabeza. Tuvo una sensación momentánea de inquietante familiaridad, como un episodio prolongado de déjà vu. Llegó a una cámara estanca y descubrió que apenas cabía con su pesado y torpe traje acorazado. Selló la escotilla tras de sí; el aire rugió, y a continuación la puerta interior le permitió acceder a la zona presurizada de la nave. La primera impresión fue de aplastante oscuridad, pero su casco pasó entonces al modo de alta sensibilidad y superpuso las imágenes de sonar e infrarrojos sobre su campo visual normal.
[Clavain].
Uno de los miembros del equipo de barrido lo esperaba. Clavain se giró hasta que su rostro quedó alineado con el de la mujer y se arrimó a la pared interior.
¿Qué habéis descubierto?
[No gran cosa. Todos muertos].
¿Hasta la última persona?
Los pensamientos de la mujer llegaron a su cabeza como balas: seguidos y precisos.
[Ha ocurrido hace poco. No hay signos de violencia, parece deliberado].
¿No hay pistas ni de un superviviente? Creíamos que al menos podría haber uno vivo.
[No hay supervivientes, Clavain]. Le ofreció acceso a sus memorias. Él aceptó, preparándose para lo que estaba a punto de contemplar.
Era tan malo como se temía, como descubrir la escena de un atroz suicidio en masa. No había signos de lucha ni de coacción, ni siquiera señales de duda. La tripulación había muerto en sus puestos de servicio, como si hubiesen encomendado a alguien recorrer la nave con píldoras letales. Una posibilidad aún más aterradora era que la tripulación se hubiese reunido en un punto central, les hubieran entregado los medios para la eutanasia y hubieran regresado a sus nichos asignados. Quizás habían proseguido con sus tareas hasta que la capitana les ordenó el suicidio colectivo.
En gravedad cero, las cabezas no colgaban sin vida. Ni siquiera se quedaban abiertas las bocas. Los cadáveres seguían adoptando posturas más o menos similares a las que tenían en vida, ya estuvieran retenidos por las cinchas o pudieran flotar sin restricciones de una pared a otra. Era una de las primeras y más escalofriantes lecciones de la guerra en el espacio: que allí a menudo era difícil distinguir a los muertos de los vivos.
Los miembros de la tripulación estaban delgados y tenían aspecto hambriento, como si llevaran muchos meses viviendo de las raciones de emergencia. Algunos mostraban llagas en la piel o hematomas, evidencia de heridas que no habían curado de manera adecuada. Tal vez incluso algunos hubieran muerto con anterioridad y los hubiesen arrojado de la nave, para que la masa de sus cuerpos no consumiese más combustible. Bajo sus gorras y auriculares, ninguno tenía más que algo de pelusa sin afeitar sobre el cuero cabelludo. Todos vestían de manera uniforme, y en lugar de rango solo llevaban la insignia de su especialización técnica. Bajo las débiles luces de emergencia, los tonos de su piel se mezclaban en un verde grisáceo intermedio.
A través de sus propios ojos, Clavain detectó un cadáver que entraba flotando en su campo de visión. El hombre parecía avanzar por sí mismo a través del aire, con la boca apenas abierta y los ojos fijos en un punto indeterminado situado varios metros por delante. El cuerpo golpeó contra una pared y, desde donde estaba agarrado, Clavain notó la débil reverberación.
Clavain proyectó una petición a la cabeza de la mujer.
Afianza ese cadáver, por favor.
La combinada así lo hizo y Clavain ordenó entonces a todos los miembros del equipo de barrido que se amarraran y se quedaran quietos. No había más cuerpos flotando por ahí, así que en buena lógica ningún objeto podía seguir imprimiendo movimiento alguno a la propia nave. Clavain aguardó unos momentos hasta que le llegaron los datos actualizados desde la Sombra Nocturna, que seguía observando al enemigo con láseres de localización de posición.
Al principio dudó de lo que le mostraban.
No tenía sentido, pero algo seguía dando vueltas dentro de la nave enemiga.
—¿Señorita?
Antoinette conocía muy bien ese tono de voz, y los augurios no eran muy prometedores. Aplastada en su asiento de aceleración, gruñó una réplica que hubiese resultado incomprensible para cualquier persona o máquina, salvo Bestia.
—Pasa algo, ¿verdad?
—Lamentablemente así es, señorita. Uno no puede estar seguro, pero parece que existe un problema con el núcleo de fusión principal.
Bestia proyectó sobre el ventanal del puente un esquema cenital del sistema de fusión, superpuesto a las capas de nubes que el Ave de Tormenta echaba a un lado en su ascenso de vuelta al espacio. Ciertos elementos del motor de fusión aparecían cubiertos por un inquietante parpadeo rojo.
—Mierda. El tokamak, ¿verdad?
—Parece que así es, señorita.
—Joder. Sabía que debería haberlo cambiado durante la última revisión.
—Ese lenguaje, señorita. Y uno le recuerda educadamente que lo hecho, hecho está.
Antoinette repasó varios de los otros informes de diagnóstico, pero las noticias no eran mejores.
—Es culpa de Xavier —dijo.
—¿De Xavier, señorita? ¿De qué forma es culpable el señor Liu?
—Xave me juró que al tok aún le quedaban al menos tres viajes antes de que terminara su vida útil.
—Quizá, señorita. Pero antes de que eche demasiada responsabilidad sobre el señor Liu, tal vez deba considerar el corte obligado del motor principal que la policía nos impuso cuando salíamos del Cinturón Oxidado. Ese brusco apagón no le hizo ningún bien al tokamak. Y después está el tema adicional del daño vibratorio que ha sufrido durante la inserción atmosférica.
Antoinette frunció el ceño. A veces se preguntaba de qué bando estaba en realidad Bestia.
—De acuerdo —dijo—. Xave se libra, por ahora. Pero eso no me ayuda gran cosa, ¿no te parece?
—La previsión indica que fallará, señorita, pero no está asegurado.
Antoinette comprobó las lecturas.
—Necesitaremos otros diez kilómetros por segundo solo para alcanzar la órbita. ¿Podrás conseguirlo, Bestia?
—Uno hace todo lo que puede, señorita.
Ella asintió, comprendiendo que no le podía pedir más a su nave. En lo alto, las nubes comenzaban a adelgazar y el cielo se oscurecía, adoptando un profundo tono azul de medianoche. El espacio parecía tan cercano como si pudieran tocarlo.
Pero aún les quedaba un largo camino por delante.
Clavain observaba atento mientras apartaban la última capa que ocultaba el escondite del superviviente. Uno de sus soldados alumbró con una linterna el lúgubre recinto. El tipo estaba agazapado en una esquina, arrebujado en una manta térmica de color gris, llena de manchas. Clavain se sentía aliviado. Ahora que ese detalle menor había sido aclarado, la nave enemiga podría ser destruida sin problemas y la Sombra Nocturna regresaría al Nido Madre.
Encontrar al superviviente había sido mucho más fácil de lo que él se esperaba. Solamente habían tardado treinta minutos en localizar el punto, tras especificar la búsqueda con escáneres acústicos y biosensores. A continuación, solo había sido cuestión de extraer paneles y equipo hasta encontrar el nicho oculto, un volumen del tamaño aproximado de dos armarios colocados el uno junto al otro. Estaba situado en una zona de la nave que la tripulación humana no debía de visitar muy a menudo, ya que estaba bañada por una elevada radiación de los motores de fusión.
Clavain pronto llegó a la conclusión de que el escondrijo parecía más bien un calabozo dispuesto de manera apresurada, una celda de confinamiento en una nave que no había sido diseñada para llevar prisioneros. Debían de haber metido al cautivo en el hueco y luego habían vuelto a poner los paneles y los equipos encima, bien asegurados a su alrededor, dejando solo un estrecho conducto por el que pudiera pasar el aire, el agua y la comida. El agujero era asqueroso. Clavain hizo que su traje analizara el aire y dejó pasar un poco por su nariz: apestaba a desechos humanos. Se preguntó si el prisionero había estado abandonado todo el tiempo, o solo desde que la atención de la tripulación se había visto desviada por la llegada de la Sombra Nocturna.
En otros aspectos, parecía que habían cuidado bien al cautivo. Los muros del agujero estaban acolchados y había un par de aros de contención que podrían haber servido para evitar golpes durante las maniobras de combate. También habían instalado un micrófono de comunicación aunque, por lo que Clavain pudo deducir, solo funcionaba en un sentido: para dirigirse al prisionero. Había sábanas y los restos de una comida. Clavain había visto peores celdas de confinamiento. De hecho, hasta había sido huésped en varias de ellas.
Lanzó un pensamiento a la cabeza del soldado de la linterna.
Sácale esa sábana de encima, si eres tan amable. Quiero ver a quién hemos encontrado.
El soldado se metió en el agujero, mientras Clavain se preguntaba quién podría ser el prisionero. Su mente repasó las posibilidades: no sabía de otros combinados que hubiesen sido apresados últimamente, y dudaba que el enemigo se hubiese complicado tanto la vida para mantener a alguno con vida. La opción más probable era que procediese de las propias filas del enemigo, quizá un traidor o un desertor.
El soldado arrancó la sábana que cubría la figura agazapada. El prisionero, acurrucado en una postura fetal, chilló ante la repentina intrusión de la luz al tiempo que se protegía los ojos, acostumbrados a la oscuridad.
Clavain se quedó asombrado. El cautivo no se parecía a nada de lo que esperaba. En un primer momento podría haber pasado por un humano adolescente, puesto que el tamaño y las proporciones eran aproximadamente análogas. Un humano desnudo, en todo caso, pues su piel rosada de aspecto humano se encogía en el agujero. Tenía una considerable área de piel quemada en la parte superior del brazo, llena de protuberancias y volutas rosadas de un tono pálido como la muerte.
Clavain estaba observando un hipercerdo, una quimera genética de cerdo y humano.
—Hola —dijo Clavain en voz alta. Los altavoces incorporados en su traje amplificaron su voz.
El cerdo se movió, de modo repentino y brusco. Nadie se lo esperaba. Atacó con algo largo y metálico sujeto en el puño. El objeto brillaba y su filo reverberaba como un diapasón. Lanzó una dura estocada contra el pecho de Clavain. La punta de la hoja tembló sobre la armadura sin provocar más que un estrecho surco brillante, pero encontró el punto cerca del hombro donde una placa se deslizaba sobre otra. La hoja se coló por el hueco y el traje de Clavain registró la intrusión con una estridente alarma parpadeante en su casco. Clavain se echó atrás antes de que la hoja pudiera perforar la capa interna del traje y alcanzar la piel, y chocó con un fuerte crujido contra la pared que tenía a su espalda. El arma cayó de la mano del cerdo y salió despedida dando vueltas como una nave que hubiera perdido el control giroscópico. Clavain la reconoció como un piezocuchillo; en su cinturón de herramientas llevaba algo similar. El cerdo debía de habérselo robado a uno de los demarquistas.
Clavain recuperó el aliento.
—Empecemos de nuevo, ¿de acuerdo?
Los otros combinados retuvieron al cerdo. Clavain se inspeccionó el traje y pidió un informe esquemático de daños. Se había producido una pequeña pérdida de integridad de presión cerca del hombro. No corría peligro de asfixiarse hasta morir, pero pese a todo debía tener en cuenta la posibilidad de que hubiera contaminantes aún por descubrir a bordo de la nave enemiga. Casi por instinto, desenganchó un rociador sellante de su cinto, eligió el diámetro de la boquilla y aplicó la resina de endurecimiento rápido alrededor de la zona aproximada de la herida del cuchillo, donde se solidificó formando un sinuoso quiste gris.
En algún momento previo al amanecer de la era demarquista, en el siglo XXI o XXII, no muy lejos de la fecha de nacimiento del propio Clavain, una amplia gama de genes humanos habían sido cosidos a los del cerdo doméstico. La intención era optimizar la facilidad con la que se podían trasplantar órganos entre las dos especies, permitiendo que los cerdos desarrollaran zonas corporales que luego se pudieran recolectar para utilizarlas en humanos. En la actualidad existían métodos mejores para arreglar o reemplazar los tejidos dañados, y de hecho llevaban siglos estando disponibles, pero el legado de los experimentos con cerdos aún perduraba. La intervención genética había ido demasiado lejos y se había logrado no solo una compatibilidad entre especies, sino algo totalmente inesperado: inteligencia.
Pero nadie, ni siquiera los hipercerdos, sabía en realidad qué había pasado. Tal vez no se trató de un intento deliberado de aumentar sus facultades cognitivas hasta el nivel humano, pero estaba claro que los cerdos no habían obtenido por accidente la capacidad de hablar. No todos la tenían (existían diversos subgrupos de cerdos, con distintas capacidades mentales y verbales), pero los que sí podían habían sido diseñados así por alguien que sabía exactamente lo que estaba haciendo. No solo sus cerebros tenían la maquinaria gramatical adecuada ya cableada, sino que también les habían adaptado los pulmones, garganta y mandíbula para que pudieran dar forma a sonidos del habla humana.
Clavain se inclinó hacia delante para dirigirse al prisionero.
—¿Puedes entenderme? —preguntó, primero en norte y luego en canasiano, el idioma principal de los demarquistas—. Mi nombre es Nevil Clavain. Eres cautivo de los combinados.
El cerdo respondió. Su mandíbula remodelada y la anatomía de su garganta le permitían formar sonidos humanos perfectos.
—Me da igual de quién sea cautivo. Ya puedes irte a pudrir a la mierda.
—Eso no entra en mis planes para hoy.
El cerdo abrió con cautela un ojo de color rosado.
—¿Y quién cojones has dicho que eres? ¿Dónde están los demás?
—¿La tripulación de la nave? Me temo que todos han muerto.
El cerdo no mostró ninguna alegría aparente al oír la noticia.
—¿Los has matado tú?
—No. Ya estaban muertos cuando subimos a bordo.
—¿Y vosotros sois…?
—Ya te lo he dicho, combinados.
—Arañas… —El cerdo contorsionó su boca casi humana en una mueca de asco—. ¿Sabes qué hago yo con las arañas? Las saco de los váteres a meadas.
—Muy bonito.
Clavain comprendió que por el momento no iban a llegar a ninguna parte. Pidió de modo subvocal a uno de los soldados cercanos que sedaran al prisionero y lo trasladaran de regreso a la Sombra Nocturna. No tenía ni idea de qué representaba el cerdo ni de cómo encajaba en la espiral descendente del final de la guerra, pero descubrirían mucho más cuando el cerdo hubiese sido dragado. Y una dosis de las medichinas de los combinados haría maravillas con su reticencia.
Clavain permaneció en la nave enemiga mientras los equipos de barrido realizaban las últimas comprobaciones y se aseguraban de que el enemigo no había dejado atrás ninguna información táctica útil. Pero no había nada. Los registros de datos de la nave habían sido limpiados a fondo, y una batida paralela no reveló ninguna tecnología que no fuese ya bien comprendida por los combinados, ni ningún sistema de armas del que mereciera la pena apropiarse. El procedimiento estándar a partir de ese momento consistía en destruir la nave capturada para evitar que volviese a caer en manos del enemigo.
Clavain pensaba en cuál sería el mejor modo de hundir la nave (¿un misil o una carga de demolición?), cuando notó que la presencia de Remontoire invadía su mente.
[Clavain].
¿Qué sucede?
[Estamos recibiendo un mensaje abierto de socorro procedente del carguero].
¿Antoinette Bax? Pensé que ya habría muerto.
[Aún no, pero puede que lo esté pronto. Su nave tiene problemas de motor, parece un fallo en el tokamak. No ha alcanzado la velocidad de escape y tampoco ha logrado inyectarse en una órbita].
Clavain asintió, más para sí que otra cosa. Supuso la clase de trayectoria parabólica en la que debía de estar el Ave de Tormenta. Quizás aún no hubiese alcanzado la cúspide de la parábola, pero antes o después Antoinette Bax iba a empezar a deslizarse hacia abajo, rumbo a las capas de nubes. También se imaginó la desesperación que podía haberla empujado a lanzar una señal de socorro en abierto, cuando la única nave que podía responder era combinada. Según la experiencia de Clavain, la mayoría de los pilotos habría elegido la muerte antes que ser capturado por las arañas.
[Clavain… Ya comprenderás que no podemos responder a su llamada].
Lo comprendo.
[Algo así sentaría un grave precedente, estaríamos apoyando una actividad ilegal. Como mínimo, no tendríamos más remedio que reclutarla].
Clavain volvió a asentir, pensando en todas las veces que había visto a los prisioneros gritar y debatirse mientras eran conducidos a los centros de reclutamiento, donde saturarían sus cabezas con maquinaria neuronal combinada. No tenían razón para temerlo, y él lo sabía mejor que nadie, ya que antiguamente también se resistió. Pero comprendía cómo se sentían.
Y se preguntó si quería que Antoinette Bax sufriera ese terror.
Un rato después, Clavain observó el brillante chispazo azul desencadenado por el impacto la nave enemiga contra la atmósfera del gigante gaseoso. De modo por completo fortuito, cayó sobre la cara oscura e iluminó con destellos estroboscópicos de color púrpura las capas de nubes amontonadas, mientras se desplomaba hacia el fondo. Era algo impresionante, incluso hermoso, y durante unos instantes a Clavain le hubiera gustado poder mostrárselo a Galiana, porque era justo la clase de espectáculo visual que a ella le hubiera encantado. También hubiera aprobado su método de hundir la nave: nada de despilfarrar un misil o una carga de demolición. En lugar de eso, había usado tres cohetes tractores de la Sombra Nocturna, pequeños zánganos que se habían adherido como rémoras al casco enemigo. Los tractores habían arrastrado rápidamente la nave hacia el gigante gaseoso, y no se soltaron hasta pocos minutos antes de la reentrada. El ángulo de ataque era muy pronunciado y la nave se había incinerado de manera impresionante.
Los tractores se dirigían ya de vuelta a casa, acelerando al máximo consumo para atrapar a la Sombra Nocturna, que ya se había girado hacia el Nido Madre. Cuando los tractores regresaran, se podría considerar concluida la misión. Solo quedaba encargarse del tema del prisionero, pero el destino del cerdo no era demasiado trascendente. En cuanto a Antoinette Bax… Bueno, sin entrar en sus motivos, Clavain admiraba su valor. No solo por haber logrado llegar tan lejos en una zona de guerra, sino también por el descaro con el que había hecho caso omiso de la advertencia de la capitana y, cuando había resultado necesario, el modo en que había reunido el valor necesario para pedir ayuda a los combinados. Tenía que comprender que se trataba de una petición disparatada, que debido a la ilegalidad de su intrusión en una zona de guerra había perdido todo derecho a recibir ayuda, y que difícilmente una nave de guerra iba a perder tiempo o combustible para sacarle las castañas del fuego. También debía saber que, aunque los combinados le salvaran la vida, la pena que tendría que pagar por ello sería el reclutamiento entre sus filas, un destino que gracias a la máquina propagandística de los demarquistas parecía absolutamente aterrador.
No, no podía esperar que la rescataran. Pero había sido valiente por su parte pedirlo.
Clavain suspiró, vacilando al borde del disgusto. Lanzó una orden neuronal indicando a la Sombra Nocturna que enfocara un haz estrecho sobre el carguero siniestrado. Cuando el enlace quedó establecido, habló en voz alta:
—Antoinette Bax… Aquí Nevil Clavain. Estoy a bordo de la nave combinada. ¿Puede oírme?
Había cierto intervalo de retraso y la señal de retorno estaba mal enfocada. La voz de Antoinette sonaba como si llegara desde algún punto situado más allá del cuásar más lejano.
—¿Por qué me respondes ahora, so cabrón? Ya veo que me dejáis morir.
—Siento curiosidad, eso es todo. —Clavain contuvo el aliento, medio esperando que ella no respondiera.
—¿Acerca de qué?
—Sobre qué te ha hecho pedir nuestra ayuda. ¿No te aterra lo que haríamos contigo?
—¿Por qué debería aterrarme?
Sonó despreocupada, pero Clavain no se dejó engañar.
—Nuestra política habitual es asimilar a los prisioneros capturados, Bax. Te traeríamos a bordo y meteríamos nuestras máquinas en tu cerebro. ¿Eso no te preocupa?
—Sí, pero te diré lo que ahora mismo me preocupa muchísimo más, y es darme la hostia contra este puto planeta.
Clavain sonrió.
—Esa es una actitud muy pragmática, Bax. Te admiro.
—Estupendo. Ahora vete a la mierda y déjame morir en paz.
—Antoinette, escúchame con atención. Necesito que hagas algo por mí cuanto antes.
Antoinette debió de detectar el cambio de tono en su voz, aunque seguía sonando suspicaz.
—¿El qué?
—Haz que tu nave me envíe un plano de sí misma. Quiero un diagrama completo del perfil de integridad estructural de tu nave. Puntos rígidos y esa clase de cosas. Y si puedes pedirle a tu casco que se coloree para revelar las curvas de máxima tensión, mejor que mejor. Quiero saber dónde podría dejar una carga con seguridad y sin hacer que la nave se resquebraje bajo el peso.
—No hay modo de que puedas salvarme, estáis demasiado lejos. Incluso si dierais media vuelta ahora mismo, sería muy tarde.
—Hay una forma, confía en mí. Ahora esos datos, por favor, o tendré que fiarme de mi instinto y puede que no se me dé del todo bien.
Durante unos instantes ella no respondió. Clavain esperó, acariciándose la barba, y no soltó la respiración hasta que llegó el informe de la Sombra Nocturna de que los datos habían sido recuperados satisfactoriamente. Filtró la transmisión en busca de virus neuropáticos y después permitió que entraran en su cráneo. Todo lo que necesitaba saber sobre el carguero brotó en su mente, empaquetado en la memoria a corto plazo.
—Muchas gracias, Antoinette. Eso bastará.
Clavain envió una orden a uno de los cohetes tractores que regresaban a la nave combinada. El tractor se separó de sus compañeros con una aceleración brutal y ejecutó un giro cerrado que hubiera reducido a papilla a un pasajero orgánico. Clavain autorizó al tractor a ignorar todos sus límites de seguridad integrados y eliminó la necesidad de conservar suficiente combustible para regresar sin problemas a la Sombra Nocturna.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Bax.
—Estoy enviando de vuelta un zángano. Se enganchará a tu casco y te arrastrará hasta espacio abierto, fuera del pozo gravitatorio del joviano. Haré que el tractor te proporcione además un leve empujón en dirección a Yellowstone, pero me temo que a partir de ese momento dependerás de ti misma. Confío en que logres arreglar tu tokamak, o de lo contrario te espera un viaje muy largo hasta casa.
Ella pareció tardar una eternidad en comprender sus palabras.
—¿No me vais a hacer prisionera?
—Hoy, no, Antoinette. Pero si vuelves a cruzarte en mi camino, te prometo una cosa: te mataré.
No le hacía gracia dejar esa amenaza, pero confiaba en que pudiera impulsarla a tener algo de sentido común. Clavain cerró la comunicación antes de que Antoinette pudiera responder.