En las escasas ocasiones en las que hacía alguna clase de viaje a bordo de la nave, Clavain se movía por la Luz del Zodíaco metido en un soporte exoóseo, siempre magullado e irritado por los puntos de presión del armazón. Ahora estaban a cinco gravedades y aceleraban en una lucha encarnizada con la Sombra Nocturna, que ya solo estaba a tres días luz por delante de ellos. Cada vez que Skade aumentaba su aceleración, Clavain convencía a Sukhoi para que incrementara la de ellos en una proporción incluso mayor, cosa que, con no poca resistencia, había hecho la mujer. Poco más de una semana después, según el tiempo de la nave, se veía que Skade respondía con otro incremento. La pauta era obvia: ni siquiera Skade estaba dispuesta a presionar la maquinaria más de lo absolutamente necesario.
Pauline Sukhoi no utilizaba equipo exoóseo. Cuando se encontraba con Clavain lo hacía en un vagón de viaje que se adaptaba a su forma y en el que se echaba casi por completo, de espaldas, mientras luchaba por respirar entre palabra y palabra. Como muchas otras cosas de la nave, el vagón tenía un aspecto improvisado, como algo soldado a toda prisa. Las fábricas estaban funcionando sin parar para producir armas, equipo de combate, arquetas para sueño frigorífico y repuestos; cualquier otra cosa tenía que prepararse en talleres menos sofisticados.
—¿Y bien? —dijo Sukhoi. La fuerza de la aceleración intensificaba su aspecto angustiado al presionarle la piel contra las cuencas de los ojos.
—Necesito siete gravedades —dijo Clavain—. Seis y medio como mínimo.
—Te he dado todo lo que puedo, Clavain.
—Esa no es la respuesta que buscaba.
La mujer lanzó un esquema contra una pared, duras líneas rojas contra metal pardo y corroído. Era una sección de la nave con un círculo superpuesto sobre la mitad de la misma, más gruesa, y la popa, donde el casco era más amplio y donde estaban acoplados los motores.
—¿Ves esto, Clavain? —Sukhoi hizo que el círculo reluciera un poco más—. La burbuja de inercia suprimida ya se traga la mayor parte de nuestra longitud, lo que es suficiente para reducir nuestra masa efectiva a una quinta parte de lo que debería ser. Pero todavía sentimos toda la fuerza de esas cinco gravedades aquí, en la parte delantera de la nave. —La mujer indicó el pequeño cono del casco que sobresalía por el borde de la burbuja.
Clavain asintió.
—El campo es tan débil aquí que necesitas detectores muy elaborados para medirlo siquiera.
—Correcto. Nuestros cuerpos y la estructura de la nave que nos rodea todavía tienen casi toda su cuota de masa inercial. El suelo de la nave nos presiona a cinco gravedades, así que sentimos cinco gravedades de fuerza. Pero eso es solo porque estamos fuera de la burbuja.
—¿Adónde quieres llegar?
—A esto. —Sukhoi alteró la imagen e hizo que el círculo se expandiera hasta encerrar todo el volumen de la nave estelar—. La geometría del campo es compleja, Clavain, y depende de una forma muy complicada del grado de supresión de la inercia. A cinco gravedades podemos excluir toda la parte habitada de la nave de los efectos más importantes de la maquinaria. Pero a seis… no funciona. Caemos dentro de la burbuja.
—Pero de hecho, ya estamos dentro de ella —dijo Clavain.
—Sí, pero no tanto como para sentir algo. A seis gravedades, sin embargo, los efectos del campo se elevarían por encima del umbral de detectabilidad fisiológica. Y además de forma brusca: no es un efecto lineal. Pasaríamos de experimentar cinco gravedades a experimentar solo una.
Clavain ajustó su posición, intentaba encontrar una postura que aliviara uno o más de los puntos de presión.
—Eso no suena tan mal.
—Pero también sentiríamos que nuestra masa inercial es una quinta parte de la que debería. Cada parte de tu cuerpo, cada músculo, cada órgano, cada hueso, cada fluido ha evolucionado en condiciones normales de inercia. Todo cambia, Clavain, incluso la viscosidad de la sangre. —Sukhoi lo rodeó con su vagón mientras intentaba recuperar el aliento—. He visto lo que les pasa a las personas que caen en campos de supresión extrema de la inercia. Muchas veces mueren. Sus corazones dejan de latir como deben. También les pueden pasar otras cosas, sobre todo si el campo no es estable… —Con cierto esfuerzo, la mujer lo miró a los ojos—. Que no lo será, te lo aseguro.
Clavain dijo:
—Todavía lo quiero. ¿La maquinaria rutinaria seguirá funcionando de forma normal? ¿Las arquetas de sueño frigorífico, ese tipo de cosas?
—No voy a hacer ninguna promesa, pero… Clavain sonrió.
—Entonces haremos lo siguiente: congelamos al ejército de Escorpio, o tantos como podamos, en las arquetas nuevas. A todos los que no podamos congelar, o a los que podríamos necesitar para alguna consulta, los enchufamos a un sistema de apoyo vital, lo suficiente para que sigan respirando y bombeando sangre a la velocidad adecuada. Eso funcionará, ¿no?
—Una vez más, no hay promesas.
—Seis gravedades, Sukhoi. Es todo lo que te pido. Puedes hacerlo, ¿verdad?
—Puedo, y lo haré si insistes en ello. Pero tienes que entender una cosa: el vacío cuántico es un nido de serpientes…
—Y nosotros lo estamos pinchando con un palo muy afilado, sí.
Sukhoi lo dejó terminar.
—No. Eso era antes. A seis gravedades ya estamos abajo, en el pozo con las serpientes, Clavain.
Él dejó que la mujer tuviera su momento, luego le dio unas palmaditas al casco de hierro del vagón de viaje.
—Tú solo hazlo, Pauline. Ya me preocuparé yo de las analogías.
Sukhoi hizo girar el vagón y fue rodando al ascensor que la llevaría nave abajo. Clavain la vio irse e hizo una mueca cuando se anunció otra ampolla de presión.
La transmisión llegó un poco después. Clavain buscó a fondo un ataque informativo oculto, pero estaba limpia.
Era de Skade, en persona. Se la llevó a su alojamiento mientras disfrutaba de un pequeño respiro de la alta aceleración. Los expertos de Sukhoi tenían que reptar por encima de su maquinaria de inercia, y no les gustaba hacerlo mientras funcionaban los sistemas. Clavain sorbió un poco de té mientras la grabación se ponía sola.
La cabeza y los hombros de Skade aparecían en un volumen de proyección ovalado, desdibujado por los bordes. Clavain recordó la última vez que la había visto así: la mujer le había retransmitido un mensaje cuando él todavía iba de camino a Yellowstone. En aquel momento había supuesto que la rígida postura de Skade era una función del formato del mensaje, pero ahora que la veía otra vez empezaba a tener sus dudas. No movía la cabeza al hablar, como si la tuviera sujeta por ese tipo de soportes que utilizaban los cirujanos cuando realizaban una operación muy precisa en el cerebro. Su cuello desaparecía en una ridícula coraza de un color negro reluciente, como algo sacado de la Edad Media, y también había algo más extraño, aunque no terminaba de ver lo que era…
—Clavain —le dijo—. Por favor, ten la cortesía de ver esta transmisión completa y estudiar con mucho cuidado lo que estoy a punto de proponerte. No hago esta oferta a la ligera, y no la haré dos veces.
Clavain esperó a que continuara.
—Has demostrado que no es tan fácil matarte —dijo Skade—. Todos mis intentos han fracasado hasta ahora, y no hay seguridad de que lo que intente en el futuro vaya a funcionar tampoco. Pero eso no significa que espere que vivas. ¿Has mirado detrás de ti en los últimos tiempos? Es una pregunta retórica, estoy segura de que lo has hecho. Debes de ser consciente, incluso con tu limitada capacidad de detección, de que hay más naves ahí fuera. ¿Recuerdas el destacamento especial que se suponía que debías comandar, Clavain? El maestro de obra ha terminado esas naves. Tres de ellas se están acercando a ti por detrás. Están mejor armadas que la Sombra Nocturna: cañones pesados de aceleración relativa, baterías bóser y gráser nave a nave, por no hablar de las picas de largo alcance. Y todas tienen un objetivo muy brillante al que apuntar.
Clavain sabía lo de las otras naves, si bien solo aparecían en el límite extremo de sus detectores. Había comenzado a adoptar las velas lumínicas de Skade, apuntaba sus propios láser ópticos hacia ellas al pasar a su lado en medio de la noche, y las viraba para colocarlas en el camino de las naves que lo perseguían. Las probabilidades de una colisión seguían siendo pequeñas y el perseguidor siempre podía desplegar las mismas defensas antivelas que él había inventado, pero con eso había bastado para obligar a Skade a abandonar la producción de velas.
—Lo sé —murmuró él.
Skade continuó.
—Pero estoy dispuesta a hacer un trato, Clavain. Tú no quieres morir y la verdad es que yo no quiero matarte. Si te he de ser franca, hay otros problemas en los que preferiría invertir mi energía.
—Encantador. —Clavain sorbió un poco más de té.
—Así que te voy a dejar vivir, Clavain. Y lo que es más importante, voy a dejar que recuperes a Felka.
Clavain dejó la taza a un lado.
—Está muy enferma, Clavain, se está refugiando en sueños sobre la Muralla. Todo lo que hace ahora mismo es construir estructuras circulares a su alrededor, juegos intrincados que exigen toda su atención cada hora del día. Son sucedáneos de la Muralla. Ha dejado de dormir, como una auténtica combinada. Estoy preocupada por ella, de verdad. Tú y Galiana trabajasteis tanto para hacerla más humana… Y sin embargo veo que ese trabajo se va derrumbando día a día, igual que se derrumbó la Gran Muralla marciana. —El rostro de Skade formó una sonrisa triste y rígida—. Ya no reconoce a la gente. No muestra ningún interés por nada salvo su colección de obsesiones, cada vez más reducida. Ni siquiera pregunta por ti, Clavain.
—Si le haces daño… —se encontró diciendo él.
Pero Skade seguía hablando.
—Pero quizá todavía haya tiempo para marcar la diferencia, para arreglar parte del daño, si no todo. Es cosa tuya, Clavain. Nuestra velocidad diferencial es ahora lo bastante pequeña como para hacer posible una operación de traslado. Si te apartas de mi rumbo y no muestras señales de querer volver a él, te enviaré a Felka a bordo de una corbeta, disparada hacia el espacio profundo, por supuesto.
—Skade…
—Espero tu respuesta inmediata. Una transmisión personal sería agradable, pero a falta de eso esperaré ver un cambio en tu vector de propulsión.
La mujer suspiró y fue en ese momento cuando Clavain se dio cuenta de lo que le había estado inquietando sobre Skade desde el comienzo de la transmisión. Era el modo en el que no respiraba, ni una vez se había detenido para coger aire.
—Una última cosa. Te daré un generoso margen de error antes de decidir que has rechazado mi oferta. Pero cuando haya terminado ese margen, aun así pondré a Felka a bordo de una corbeta. La diferencia es que no te lo pondré fácil para que la encuentres. Piensa en eso, Clavain, ¿quieres? Felka, sólita entre las estrellas, tan lejos de cualquiera compañía. Quizá no lo entienda. Claro que es muy posible que sí. —Skade dudó, luego añadió—: Tú deberías saberlo, supongo, mejor que nadie. Después de todo, es tu hija. La pregunta es, ¿cuánto significa en realidad para ti?
La transmisión de Skade terminó así.
Remontoire estaba consciente. Esbozó una sonrisa tranquila y divertida cuando Clavain entró en la habitación que le servía tanto de alojamiento como de prisión. No se podía decir que tuviera un aspecto lozano y chispeante, ese nunca sería el caso, pero tampoco parecía un hombre al que habían congelado no hace mucho y que antes de eso había estado muerto, técnicamente hablando.
—Me preguntaba cuándo me harías una visita —dijo con lo que a Clavain le pareció una alegría encantadora. Yacía de espaldas, la cabeza sobre una almohada, las manos entrelazadas en el pecho, pero en todos los sentidos con un aspecto relajado y tranquilo.
El exoesqueleto de Clavain le facilitó que se sentara, y cambió la presión de un grupo de ampollas a otro.
—Me temo que las cosas se han puesto un poquito difíciles —dijo Clavain—. Pero me alegro de ver que estás de una sola pieza. Hasta ahora no ha sido el momento favorable para descongelarte.
—Lo entiendo —dijo Remontoire haciendo un gesto despectivo con la mano—. No puede…
—Espera. —Clavain miró a su viejo amigo y observó los ligeros cambios en su aspecto facial que habían sido necesarios para que Remontoire funcionara como agente en la sociedad de Yellowstone. Clavain se había acostumbrado a que careciera por completo de pelo, como un maniquí sin terminar.
—¿Esperar a qué, Clavain?
—Hay unas reglas básicas que tienes que saber, Rem. No puedes dejar esta habitación, así que, por favor, no me avergüences intentando hacerlo.
Remontoire se encogió de hombros, como si no tuviera gran importancia.
—Ni se me ocurriría. ¿Qué más?
—No puedes comunicarte con ningún sistema más allá de esta habitación, no mientras estés aquí dentro. Así que, una vez más, no lo intentes.
—¿Cómo lo sabrías, si lo intentase?
—Lo sabría.
—Me parece justo. ¿Algo más?
—No sé todavía si puedo confiar en ti. De ahí las precauciones y mi reticencia general a despertarte antes de este momento.
—Perfectamente comprensible.
—No he terminado. Quiero confiar en ti, de veras, Rem, pero no estoy seguro de que pueda. Y no puedo permitirme arriesgar el éxito de esta misión. —Remontoire empezó a decir algo pero Clavain levantó un dedo y siguió hablando—. Por eso no voy a correr ningún riesgo. Ninguno en absoluto. Si haces cualquier cosa, no importa lo trivial que parezca, que yo pueda creer que va de algún modo en detrimento de esta misión, te mataré. Nada de «si» y nada de «pero». Nada de juicios, en absoluto. Estamos muy lejos de la Convención de Ferrisville, muy lejos del Nido Madre.
—Supuse que estábamos en una nave —dijo Remontoire—. Y estamos acelerando mucho, muchísimo. Quise encontrar algo que pudiera dejar caer al suelo para poder tener una idea exacta de cuánto. Pero hiciste un gran trabajo cuando me dejaste sin nada. Aun así puedo calcularlo. ¿Cuánto es ahora, cuatro gravedades y media?
—Cinco —dijo Clavain—. Y pronto estaremos entrando en seis y algo más.
—Esta habitación no me recuerda a ninguna parte de la Sombra Nocturna. ¿Has capturado otra abrazadora lumínica, Clavain? Eso no puede haber sido nada fácil.
—Me ayudaron un poco.
—¿Y el ritmo tan alto de aceleración? ¿Cómo lo has conseguido sin la caja de trucos mágicos de Skade?
—Skade no creó esa tecnología de la nada. La robó, o robó las piezas suficientes para averiguar el resto. Pero no era la única que tenía acceso a ella. Conocí a un hombre que había sangrado la misma veta madre.
—¿Y ese hombre está a bordo de esta nave?
—No, nos ha dejado que nos las arreglemos solos. Es mi nave, Rem. —Clavain sacó de golpe un brazo encerrado en el aparejo de apoyo y le dio unos golpecitos a la tosca pared de metal de la celda de Remontoire—. Se llama Luz del Zodíaco. Transporta un pequeño ejército. Skade va por delante de nosotros, pero no voy a dejar que le ponga las manos encima a esas armas sin luchar.
—Ah, Skade. —Remontoire asintió y sonrió.
—¿Hay algo que te divierte?
—¿Se ha puesto en contacto contigo?
—Por decirlo de alguna manera, sí. Por eso te he despertado. ¿Adónde quieres llegar?
—¿Dejó claro lo que había…? —La voz de Remontoire se fue perdiendo con lo que Clavain fue consciente de que lo estaba observando muy de cerca—. Es evidente que no.
—¿Qué?
—Estuvo a punto de morir, Clavain. Cuando tú te escapaste del cometa, en el que nos encontramos con el maestro de obra.
—Está claro que mejoró.
—Bueno, eso depende mucho… —Una vez más, la voz de Remontoire se perdió—. No se trata de Skade, ¿verdad? Veo esa mirada preocupada y paternal en tus ojos. —Con un ágil movimiento se ladeó en la cama y se sentó con una postura bastante normal en el borde, como si cinco gravedades de aceleración no lo afectaran en absoluto. Solo una diminuta vena que le temblaba en la sien traicionaba la tensión a la que estaba sometido—. Déjame adivinarlo. Todavía tiene a Felka, ¿verdad?
Clavain no dijo nada, se limitó a esperar a que Remontoire continuase.
—Intenté hacer que Felka viniese conmigo y con el cerdo —dijo—, pero Skade no quiso ni oír hablar de ello. Dijo que Felka le era más útil como moneda de cambio. No pude convencerla de lo contrario. Si hubiera discutido con demasiado afán, no me habría dejado ir detrás de ti.
—Viniste a matarme.
—Vine a detenerte. Mi intención era persuadirte para que volvieras conmigo al Nido Madre. Por supuesto que te habría matado llegado el caso, pero tú me habrías hecho exactamente lo mismo si fuera algo en lo que creyeras lo suficiente. —Remontoire hizo una pausa—. Creí que podría sacarte la idea de la cabeza. Nadie más te habría dado una oportunidad.
—Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora la que importa es Felka.
Hubo un largo silencio entre los dos hombres. Clavain ajustó su posición, decidido a que Remontoire no viera lo incómodo que estaba.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Remontoire.
—Skade se ha ofrecido a entregar a Felka siempre que yo abandone la persecución. La dejará caer detrás de la Sombra Nocturna, en una lanzadera. A la máxima potencia puede llegar a un marco estacionario que nosotros podemos alcanzar con una de nuestras lanzaderas.
Remontoire asintió. Clavain presintió que su amigo lo estaba pensando bien, dándole vueltas a diferentes permutaciones y posibilidades.
—¿Y si te niegas?
—Seguiría deshaciéndose de Felka, pero no nos lo pondrá fácil para llegar a ella. En el mejor de los casos, tendré que olvidarme de la persecución para tener la seguridad de recuperarla sana y salva. En el peor, no la encontraré jamás. Estamos en el espacio interestelar, Rem. Ahí fuera hay la nada más absoluta. Con la llama de Skade por delante de nosotros y la nuestra detrás, hay enormes puntos muertos en la cobertura de nuestros sensores.
Hubo otro largo silencio mientras Remontoire lo pensaba otra vez. Volvió a acomodarse en la cama para contribuir a que el flujo de sangre llegara a su cerebro.
—No puedes confiar en Skade, Clavain. No tiene ninguna necesidad de convencerte de su sinceridad, y no cree que tú llegues a tener jamás algo que ella pueda necesitar o algo que pueda hacerle daño. Esto no es el juego de los dos prisioneros que te enseñaron allá por Deimos.
—Debo de haberla asustado —dijo Clavain—. No se esperaba que la alcanzáramos con tanta facilidad.
—Aun así… —Remontoire se quedó a punto de decir algo durante unos instantes.
—Ahora comprendes por qué te he despertado.
—Sí, creo que sí. Run Seven estaba en una posición similar a la de Skade cuando tenía a Irravel Veda tras él, intentando recuperar a sus pasajeros.
—Seven te obligó a servirlo. Te viste obligado a darle consejo, tácticas que pudiera utilizar contra Irravel.
—Es una situación completamente diferente, Clavain.
—Para mí hay semejanzas suficientes. —Clavain hizo que su armazón lo elevara hasta dejarlo de pie—. El panorama es el siguiente, Rem. Skade espera mi respuesta en cuestión de días. Tú vas a ayudarme a elegir esa respuesta. En un mundo ideal, quiero recuperar a Felka sin perder de vista el objetivo.
—Entonces, ¿me has descongelado por desesperación? ¿Vale más lo malo conocido, como se suele decir?
—Tú eres mi amigo más antiguo y más íntimo, Rem. Es solo que ya no sé si puedo confiar en ti.
—¿Y si el consejo que te doy fuese bueno?
—Eso me pondría en un estado de ánimo más confiado, supongo. —Clavain esbozó una sonrisa forzada—. Claro que también tendría el consejo de Felka sobre el tema.
—¿Y si fracasamos?
Clavain no dijo nada. Solo se volvió y se fue.
Cuatro pequeños trasbordadores salieron dibujando un arco de la Luz del Zodíaco y cada uno cayó en su propia semiesfera del firmamento distorsionado por la relatividad. Los chorros de los gases de escape de las naves relucían en medio de la reacción de las llamas principales de la Luz del Zodíaco. Las trayectorias eran de una belleza dolorosa, pendían de la nave madre como los brazos curvados de un candelabro.
Si esto no fuera una acción de guerra, pensó Clavain, hasta se podría estar orgulloso de ello…
Observó su partida desde una cúpula de observación situada cerca de la proa de su nave; sentía la obligación de esperar hasta que ya no pudiera distinguirlos. Cada trasbordador llevaba un valioso miembro de su tripulación, además de una cuota de combustible que hubiera preferido no tener que gastar antes de llegar a Resurgam. Si todo iba bien, recuperaría los cuatro trasbordadores y su tripulación. Pero jamás volvería a ver la mayor parte del combustible. Solo había un diminuto margen de error, lo suficiente para que una nave pudiera regresar con una carga útil de masa humana además de su piloto.
Esperaba estar haciendo la jugada correcta.
Se decía que tomar decisiones arduas se iba haciendo más fácil a base de repetirlo, como cualquier actividad difícil. Quizá hubiera algo de verdad en esa afirmación. Pero si era así, Clavain se dio cuenta de que, desde luego, en su caso no se aplicaba. Últimamente había tomado decisiones de una extraordinaria dificultad y cada una de ellas había sido, a su manera única y especial, más difícil que la anterior. Y lo mismo ocurría con el asunto de Felka.
No era que no quisiera recuperar a Felka si había un modo de lograrlo. Pero Skade sabía cuánto deseaba él las armas. También sabía que con Clavain no era una cuestión de egoísmo. No se podía regatear con él en el sentido habitual de la palabra, ya que no quería las armas para su lucro personal. Pero con Felka, Skade tenía el instrumento perfecto para negociar. Sabía que ellos dos tenían un vínculo especial, un vínculo que se remontaba a Marte. ¿De verdad era Felka su hija? No lo sabía, ni siquiera ahora. Él se había convencido de que podría serlo y ella le había dicho que lo era…, pero eso había sido bajo una posible presión, cuando estaba intentando convencerlo para que no desertase. Si acaso, esa admisión solo había servido para ir socavando poco a poco sus propias certezas. No lo sabría con seguridad hasta que volviera a estar en su presencia y pudiera preguntarle de verdad.
¿Y debería importar, en realidad? Su valor como ser humano no tenía nada que ver con una hipotética conexión genética con él. Incluso si era su hija, él no lo había sabido, ni siquiera lo había sospechado, hasta mucho después de rescatarla de Marte. Y sin embargo, algo lo había hecho volver al nido de Galiana corriendo grandes riesgos, porque había sentido la necesidad de salvarla. Galiana le había dicho que era inútil, que no era un ser humano pensante en ningún sentido que él reconociera, solo un vegetal mecánico que procesaba información.
Y él le había demostrado que se equivocaba. Era quizá la única vez en su vida en la que le había hecho eso a Galiana.
Y aun así seguía sin importar. De lo que aquí se trataba era de humanidad, pensó Clavain, no de lazos de sangre ni lealtad. Si se olvidaba de eso, muy bien podría dejar que Skade se llevara las armas. Y muy bien podría él volver a desertar con las arañas y permitir que el resto de la raza humana se enfrentara a su destino. Pero si no conseguía recuperar las armas, ¿de qué servía un único gesto humano, por muy bienintencionado que fuese?
Las cuatro naves habían desaparecido. Clavain esperaba y rezaba por haber tomado la decisión correcta.
Un coche del Gobierno con la parte trasera de escarabajo atravesó siseando las calles de Cuvier. Había estado lloviendo otra vez, pero hacía poco que las nubes se habían despejado. El planeta desmantelado se veía ahora con claridad durante muchas de las horas de la tarde. La nube de materia liberada era un objeto de encaje con muchos brazos. Relucía con un color rojo, ocre y verde pálido, y de vez en cuando parpadeaba con lentas tormentas eléctricas, latiendo como el despliegue que hace durante el cortejo algún animal sin catalogar de la profundidad del mar. Unas sombras duras y unos brillantes focos simétricos marcaban dentro de la nube los sitios en los que la maquinaría de los inhibidores comenzaba a cobrar existencia, agregándose y solidificándose. Había habido un tiempo en el que era posible pensar que lo que le había ocurrido al planeta era un fenómeno extraño, pero natural. Ahora no existía tal consuelo.
Thorn había visto el modo en que la gente de Cuvier se enfrentaba al prodigio. La mayor parte hacía caso omiso de él. Cuando el objeto estaba en el cielo, caminaban por las calles sin alzar los ojos. Incluso cuando no se podía olvidar su existencia, pocas veces miraban al objeto directamente, y no se referían nunca a él salvo en los términos más evasivos. Era como si un acto masivo de negación colectiva pudiera hacer que desapareciera, como si fuera un presagio que las personas habían decidido rechazar.
Thorn estaba sentado en uno de los dos asientos traseros del coche, detrás del cristal que lo separaba del chofer. Había una pequeña pantalla de televisión que no dejaba de parpadear, hundida en la parte posterior del asiento del conductor. Una luz azul jugaba por la cara de Thorn mientras este contemplaba las imágenes tomadas a las afueras, lejos de la ciudad. Las tomas estaban borrosas y la cámara temblaba, pero mostraba todo lo que le hacía falta ver. El primero de los dos trasbordadores continuaba en el suelo. La cámara tomó una panorámica y se detuvo en la surrealista yuxtaposición de máquina lustrosa y revuelto paisaje rocoso, pero el segundo estaba en el aire, de regreso de la órbita. Ya había hecho varios viajes a la atmósfera, justo por encima de Resurgam, donde esperaba en órbita una nave mucho más grande preparada para el sistema interno. En ese momento se elevó la visión de la cámara y atrapó la nave a medida que iba bajando hasta el lugar del aterrizaje, para luego posarse sobre un trípode de llamas.
—Podría falsificarse —dijo Thorn en voz baja—. Sé que no es así, pero eso es lo que pensará la gente.
Khouri estaba sentada a su lado, vestida de Vuilleumier. Dijo:
—Si te empeñas se puede falsificar cualquier cosa. Pero ya no es tan fácil como antes, no ahora que todo se almacena utilizando medios analógicos. No estoy segura siquiera de que todo un departamento del Gobierno pudiera producir algo lo bastante convincente.
—La gente seguirá sospechando.
La cámara sacó una panorámica de la escasa y nerviosa multitud que seguía en el suelo. Había un pequeño campamento a trescientos metros del trasbordador estacionado, las polvorientas tiendas resultaban difíciles de distinguir de los pedruscos caídos. La gente tenía el mismo aspecto que los refugiados de cualquier mundo, en cualquier siglo. Habían recorrido miles de kilómetros para converger en este punto desde una amplia variedad de asentamientos. Les había costado mucho, más o menos una décima parte no había completado el viaje. Habían traído suficientes posesiones para completar la travesía por tierra, si bien sabían (si la red de inteligencia clandestina diseminaba con eficacia la información) que no se les permitiría llevar nada a bordo de la nave, salvo las ropas que llevaban puestas. Cerca del campamento había un pequeño agujero en el suelo donde se tiraban las posesiones antes de que cada grupo subiera a bordo del trasbordador. Eran posesiones que se habían atesorado hasta el último momento posible, aunque lo lógico habría sido dejarlas en casa, antes de hacer el difícil viaje por todo Resurgam. Había fotografías y juguetes infantiles, y todo ello se enterraría, reliquias humanas que se añadirían al cúmulo de artefactos amarantinos de un millón de años de antigüedad que todavía conservaba el planeta.
—Nos hemos ocupado de eso —dijo Khouri—. Algunos de los testigos que han llegado hasta aquí han regresado a los centros de población más grandes. Fue necesario persuadirlos, por supuesto, para que dieran la vuelta después de haber llegado tan lejos, pero…
—¿Cómo lo conseguiste?
El coche trazó una curva con un silbido de las llantas. Los edificios con forma de cubo del distrito de la Casa Inquisitorial surgieron amenazantes, grises, cubiertos de losas como acantilados de granito. Thorn los miró con aprensión.
—Se les dijo que se les permitiría llevar una pequeña cuota de efectos personales en la nave cuando volvieran.
—Soborno, en otras palabras. —Thorn sacudió la cabeza, se preguntó si cualquier gran buena obra podía estar por completo desprovista de corrupción, por muy útil que fuera el propósito que servía esa corrupción—. Pero supongo que tuviste que hacer correr la información de algún modo. ¿Cuántos hasta ahora?
Khouri tenía los números listos.
—Mil quinientos en órbita, en el último recuento. Unos cuantos cientos todavía en tierra. Cuando tengamos quinientos saldrá el próximo viaje de la superficie. Entonces la nave de traslado estará llena y lista para transportarlos a la Nostalgia.
—Son valientes —dijo Thorn—. O muy, muy tontos, no estoy muy seguro.
—Valientes, Thorn, de eso no cabe duda. Y también están asustados. Pero no se les puede culpar.
Eran valientes, cierto. Habían hecho el viaje a los trasbordadores basándose solo en unas pruebas más que insuficientes que demostraban que las máquinas existían. Después del arresto de Thorn, los rumores habían hecho estragos entre el movimiento del éxodo. El Gobierno había continuado emitiendo negativas urdidas con todo cuidado, cada una de las cuales estaba diseñada para alimentar en la mente del pueblo la idea de que los trasbordadores de Thorn podrían, de hecho, ser reales. Las personas que habían llegado a los trasbordadores hasta ahora lo habían hecho contraviniendo de forma expresa el consejo del Gobierno, arriesgándose a ser encarcelados o a morir al entrar de forma ilegal en territorio prohibido.
Thorn los admiraba. Dudaba que de no haber sido él el hombre que había iniciado todo el movimiento, hubiera tenido el valor de seguir esos rumores hasta su conclusión lógica. Pero no podía enorgullecerse de su logro. Los seguían engañando sobre su destino definitivo, un engaño del que él era cómplice absoluto.
El coche llegó a la parte posterior de la Casa Inquisitorial. Thorn y Khouri entraron en el edificio y pasaron por los controles habituales. La identidad de Thorn seguía siendo un secreto muy bien guardado, y se le había proporcionado un juego completo de documentación que le permitía entrar y moverse por Cuvier con toda libertad. Los guardias supusieron que no era más que otro oficial de la Casa que estaba allí por un asunto del Gobierno.
—¿Sigues pensando que esto va a funcionar? —preguntó él mientras se apresuraba para mantenerse a la altura de Khouri, que subía a grandes zancadas las escaleras delante de él.
—Si no funciona, estamos jodidos —respondió ella con el mismo tono bajo de voz.
La triunviro estaba esperando en la amplia habitación de la inquisidora, sentada en el asiento que se solía reservar para Thorn. Fumaba y tiraba la ceniza con breves papirotazos al suelo bien pulido. Thorn sintió un espasmo de irritación al ver este acto de estudiada despreocupación. Pero sin duda, el argumento de la triunviro habría sido que el planeta entero iba a quedar convertido en ceniza dentro de poco tiempo, así que, ¿qué importaba un poco más?
—Irina —dijo Thorn, que se acordó de utilizar el nombre que la mujer había adoptado para el personaje que interpretaba en Cuvier.
—Thorn. —La mujer se levantó y aplastó el cigarrillo en el brazo de la silla—. Tienes buen aspecto. Es obvio que un arresto del Gobierno no está tan mal como dicen.
—Si eso es un chiste, no es de muy buen gusto.
—Por supuesto. —Se encogió de hombros, como si una disculpa fuera algo superfluo—. ¿Has visto lo que han hecho últimamente?
—¿Han hecho?
La triunviro Ilia Volyova estaba mirando por la ventana, hacia el cielo.
—Adivina.
—Por supuesto. Imposible no verlo. ¿Sabes lo que está tomando forma en esa nube?
—Un mecanismo, Thorn. Yo diría que algo para destruir nuestro sol.
—Hablemos en la oficina —dijo Khouri.
—Oh, no —dijo Volyova—. No hay ventanas, Ana, y es el panorama lo que te obliga a concentrarte, ¿no te parece? En cuestión de minutos, el hecho de la confabulación de Thorn se hará público. —Lo miró con intensidad—. ¿Verdad?
—Si quieres llamarlo confabulación…
Thorn ya había grabado su «declaración», aquella en la que hablaba en nombre del Gobierno y revelaba que los trasbordadores eran reales, que era cierto que el planeta estaba en peligro inminente y que el Gobierno, de mala gana, le había pedido que se convirtiera en el testaferro del éxodo oficial. Se retransmitiría por todos los canales de televisión de Resurgam en menos de una hora, y se repetiría a intervalos regulares durante todo el día siguiente.
—No se verá como una confabulación —dijo Khouri mirando a la otra mujer con frialdad—. Verán en Thorn a alguien que actúa por el bien de las personas, no por interés propio. Será convincente porque resulta que es la verdad. —Su atención se desvió por un momento hacia él—. ¿No es cierto?
—Solo estoy expresando lo que serán dudas comunes —dijo Volyova—. En cualquier caso, tampoco importa mucho. Pronto sabremos cuál es la reacción. ¿Es cierto que ya se han producido disturbios civiles en algunos de los asentamientos más lejanos, Ana?
—Se aplastaron con bastante eficacia.
—Los habrá peores, con toda seguridad. No te sorprendas si alguien intenta derrocar este régimen.
—Eso no va a ocurrir —dijo Khouri—. No cuando la gente se dé cuenta de lo que hay en juego. Verán que el aparato del Gobierno tiene que permanecer en su lugar para que el éxodo pueda organizarse sin contratiempos.
La triunviro lanzó a Thorn una sonrisa de satisfacción.
—¿Ves lo optimista que sigue siendo, Thorn? Es increíble.
—Irina tiene razón, por desgracia —dijo Thorn—. Hay que esperar cosas mucho peores. No te habrás imaginado que ibas a sacar á todo el mundo de este planeta de una pieza.
—Pero tenemos la capacidad… —dijo Khouri.
—Las personas no son cargas útiles. No pueden trasladarse por ahí como pulcros paquetitos. Incluso si la mayoría se traga la idea de que el Gobierno es por alguna razón sincero sobre la evacuación, y solo eso ya será un pequeño milagro, solo hará falta una minoría de disidentes para crear graves problemas.
—Tú has hecho carrera de eso —dijo Khouri.
—Sí, así es. —Thorn sonrió con tristeza—. Por desgracia, no soy el único que anda por ahí. Con todo, Irina tiene razón. Muy pronto sabremos cuál será la reacción general. En fin, ¿cómo están las complicaciones internas? ¿Las otras ramas del Gobierno no están empezando a sospechar un poco de tanta maquinación?
—Digamos solo que es posible que todavía se tengan que llevar a cabo uno o dos magnicidios discretos —dijo Khouri—. Pero con eso terminaríamos con nuestros peores enemigos. Al resto solo los tenemos que contener hasta que se termine el éxodo.
Thorn se volvió hacia la triunviro.
—Tú has estudiado esa cosa del cielo más de cerca que cualquiera de nosotros, Irina. ¿Sabes cuánto tiempo tenemos?
—No —dijo la mujer con sequedad—. Por supuesto que no puedo decir cuánto tiempo tenemos, no sin saber lo que están construyendo ahí arriba. Todo lo que puedo hacer es una suposición extremadamente bien fundamentada.
—Por favor, ilumínanos.
Volyova aspiró por la nariz y luego recorrió con pasos rígidos toda la longitud de la ventana. Thorn le echó un vistazo a Khouri y se preguntó qué pensaba ella de esta interpretación. Había notado una tensión entre las dos mujeres que no recordaba de sus anteriores encuentros con ellas. Quizá siempre había estado allí y él no la había visto, pero lo dudaba.
—Solo voy a decir una cosa —afirmó la triunviro, y los tacones le chirriaron cuando se dio la vuelta para mirarlos a los dos—: sea lo que sea, es grande. Mucho más grande que cualquier estructura cuya construcción pudiéramos imaginar, incluso si tuviéramos las materias primas y el tiempo necesarios. Incluso las estructuras más pequeñas que podemos distinguir en la nube a estas alturas ya deberían haberse derrumbado bajo su propia gravedad para convertirse en esferas de metal fundido. Pero no lo han hecho, y eso me dice algo.
—Continúa —dijo Thorn.
—O bien pueden persuadir a la materia para que se haga muchos órdenes de magnitud más rígida de lo que debería ser posible, o bien controlan la gravedad de algún modo. Quizá una combinación de ambas cosas, incluso. Los chorros de materia acelerada pueden cumplir la misma función estructural que unos palos rígidos, si se pueden controlar con la pericia suficiente… —Era evidente que pensaba en voz alta y por un momento, antes de recordar a su público, se le fue la voz—. Sospecho que pueden manipular la inercia cuando es necesario. Vimos cómo desviaron esos flujos de materia y los doblaron en ángulos rectos. Eso implica un profundo conocimiento de la ingeniería métrica, saben manipular el sustrato básico del espacio tiempo. Si tienen esa habilidad, es probable que también puedan controlar la gravedad. No lo hemos visto hasta ahora, creo, así que quizá sea algo que solo pueden hacer a una escala más grande: una pincelada más amplia, por así decirlo. Todo lo que hemos visto hasta ahora, cuando desmontaron los mundos rocosos, el motor Dyson alrededor del gigante gaseoso, todo eso era peccata minuta. Ahora estamos viendo las primeras insinuaciones de la ingeniería pesada de los inhibidores.
—Me estás asustando —dijo Thorn.
—Lo que es mi intención, precisamente. —La mujer esbozó una rápida sonrisa. Era la primera vez que él la había visto sonreír aquella tarde.
—¿Entonces qué va a ser? —preguntó Khouri—. ¿Una máquina para hacer que el sol se convierta en una supernova?
—No —respondió la triunviro—. Podemos descartar eso, creo. Quizá tengan la tecnología para hacerlo, pero eso solo funcionaría en estrellas pesadas, de las que ya están predestinadas a estallar. Sería un arma formidable, lo admito. Podrías esterilizar un volumen de espacio de decenas de años luz de anchura si pudieras desencadenar una supernova prematura. No sé cómo se haría, quizá programando el corte transversal nuclear para que prohiba la fusión de elementos más ligeros que el hierro, y así cambiar el pico de la curva de energía vinculante. De repente la estrella no tendría nada que fundir, no tendría medios para sostener la envoltura exterior y evitar que se derrumbase. Quizá ya lo hayan hecho una vez, ¿sabéis? El sol de la Tierra está en medio de una burbuja, en el medio interestelar, reventado y abierto por una supernova reciente. Se cruza con otras estructuras justo hasta la falla Aquila. Quizás hayan sido acontecimientos naturales, o podríamos estar viendo las cicatrices que dejó una esterilización de los inhibidores millones de años antes del genocidio amarantino. O quizá las armas de especies que huyeron abrieron las burbujas con una explosión. Es probable que nunca lo sepamos, por mucho que miremos. Pero eso no va a ocurrir aquí. Ya no hay estrellas supergigantes en esta parte de la galaxia, nada capaz de sufrir el proceso de una supernova. Deben de haber desarrollado armas diferentes para ocuparse de estrellas de masa menor como Delta Pavonis. Algo menos espectacular que no sirve para esterilizar más de un sistema solar, pero de lo más eficaz a ese nivel.
—¿Cómo matarías una estrella como Pavonis? —preguntó Thorn.
—Hay varias formas de hacerlo —dijo la triunviro con tono pensativo—. Dependería de los recursos que haya disponibles, y del tiempo. Los inhibidores podrían montar un anillo alrededor de la estrella, igual que han hecho con el gigante gaseoso. Algo más grande esta vez, por supuesto, y que quizá funcionase de forma diferente. No hay superficies sólidas en una estrella, ni siquiera un núcleo sólido. Pero podrían rodear la estrella con un anillo de aceleradores de partículas, quizá. Si establecieran un flujo de haces de partículas a través del anillo, podrían crear una inmensa fuerza magnética apretando y soltando el anillo en ondas. El campo del anillo asfixiaría la estrella como una boa constrictor, bombeando material cromosférico desde el ecuador de la estrella hacia los polos. Ese es el único lugar al que podría ir y el único lugar por el que podría escapar. El plasma caliente saldría disparado por los polos norte y sur de la estrella. Incluso podrías utilizar esos chorros de plasma como armas en sí mismas, y convertir toda la estrella en un lanzallamas, todo lo que necesitarías es más maquinaria por encima y por debajo de los polos para dirigir y concentrar los chorros allí donde los quisieras. Podrías incinerar todos los mundos de un sistema solar con un arma así, los despojarías de atmósfera y de océanos. Ni siquiera te haría falta desmantelar la estrella entera. Una vez que eliminases lo suficiente de la envoltura exterior, el núcleo ajustaría su ritmo de fusión, la estrella entera se enfriaría más y viviría mucho más tiempo. Eso podría encajar con sus planes a más largo plazo, supongo.
—Da la sensación de que eso llevaría mucho tiempo —dijo Khouri—. Y si lo que vas a hacer es incinerar los mundos, ¿por qué desperdiciar media estrella?
—Podrían desmantelarla entera, si quisieran. Yo solo estoy señalando las posibilidades. Hay otro método que también podrían considerar. Desmantelaron el gigante gaseoso haciéndolo girar hasta que estalló. También podrían hacerle eso a un sol: envolver de nuevo aceleradores a su alrededor, esta vez en giros de polo a polo y empezar a rotarlos. Se acoplarían a la magnetosfera de la estrella y comenzarían a arrastrarla entera hasta que estuviera girando más rápido que su propia velocidad centrífuga de disolución. La materia se elevaría de la superficie de la estrella. Se partiría como una cebolla.
—También parece muy lento.
Volyova asintió.
—Quizá. Y hay otra cosa que tenemos que tener en cuenta. La maquinaria que se está montando ahí fuera no se parece a un anillo, y no hay señales de preparativos alrededor del sol en sí. Creo que los inhibidores van a utilizar otra vez un método diferente.
—¿De qué otra forma destruyes una estrella si bombearla o hacerla girar no funciona? —preguntó Khouri.
—No lo sé. Supongamos que pueden manipular la gravedad hasta cierto punto. En ese caso, podrían ser capaces de hacer un agujero negro de masa planetaria a partir de la materia que ya han acumulado. Digamos diez masas terráqueas, quizá. —Separó un poco las manos, como si hiciese un juego de la cuna invisible—. Así de grande, eso es todo. Como mucho, quizá tuvieran los recursos para fabricar un agujero negro diez o veinte veces más grande, unos cuantos cientos de masas terráqueas.
—¿Y si lo dejaran caer dentro de la estrella?
—Comenzaría a consumirla, sí. Pero tendrían que tener mucho cuidado y colocarla en el lugar en el que hiciese mayor daño posible. Sería muy difícil insertarla exactamente en el núcleo de la estrella, donde arde la energía nuclear. El agujero negro tendría tendencia a oscilar y seguir una trayectoria orbital a través de la estrella. Tendría algún efecto, estoy segura; la densidad de la masa cerca del radio Schwarzschild del agujero negro alcanzaría el umbral del calor nuclear, creo; así que de repente la estrella tendría dos lugares de nucleación, uno girando alrededor del otro. Pero solo consumiría la estrella muy poco a poco, ya que su superficie es muy pequeña. Incluso después de haberse tragado la mitad, solo tendría tres kilómetros de anchura. —Se encogió de hombros—. Pero podría funcionar. Dependería muchísimo del modo en que la materia cayese en el agujero. Si se calentase demasiado, su propia presión de radiación reventaría la siguiente capa de material que cayese, con lo que se ralentizaría todo el proceso. Creo que tendré que hacer unas cuantas sumas.
—¿Qué más —preguntó Thorn—, suponiendo que no sea un agujero negro?
—Podríamos especular hasta la saciedad. Los procesos de la quema de energía nuclear en el corazón de cualquier estrella son un delicado equilibrio entre presión y gravedad. Cualquier cosa que inclinara la balanza podría tener un efecto catastrófico sobre las propiedades generales del astro. Pero las estrellas son resistentes. Siempre intentan encontrar un nuevo punto de equilibrio, incluso si eso significa cambiar y pasar a fundir elementos más pesados. —La triunviro se volvió a mirar por la ventana y golpeó el cristal con los dedos—. El mecanismo exacto que vayan a utilizar los inhibidores quizá ni siquiera sea comprensible para nosotros. No importa, porque nunca llegarán tan lejos.
—¿Perdona? —dijo Khouri.
—No tengo intención de esperar a ver qué pasa, Ana. Los inhibidores han concentrado por primera vez su actividad en un solo punto central. Creo que ahora están en su punto más vulnerable. Y por primera vez, el capitán está dispuesto a hacer un trato.
Khouri le lanzó una rápida mirada a Thorn.
—¿El alijo?
—Me ha asegurado que permitirá su uso. —Siguió dándole golpecitos al cristal, sin volverse todavía para mirarlos—. Por supuesto, hay cierto riesgo. No sabemos con exactitud de qué es capaz el alijo. Pero un daño es un daño. Estoy segura de que podemos retrasar sus planes.
—No —dijo Thorn—. Esto no está bien. Ahora no.
La triunviro le dio la espalda a la ventana.
—¿Y por qué no?
—Porque la operación éxodo está funcionando. Hemos empezado a sacar a la gente de la superficie de Resurgam.
Volyova se burló.
—Unos cuantos miles. Apenas una muesca, ¿no?
—Las cosas cambiarán cuando la operación éxodo se haga oficial. Con eso hemos contado siempre.
—Las cosas también podrían empeorar, y mucho. ¿Estás dispuesto a correr ese riesgo?
—Teníamos un plan —dijo Khouri—. Las armas siempre han estado ahí, para utilizarlas cuando las necesitásemos. Pero no tiene sentido provocar ahora una reacción en los inhibidores, no después de todo lo que hemos logrado.
—Tiene razón —dijo Thorn—. Tienes que esperar, Irina. Al menos hasta que hayamos evacuado a cien mil. Entonces usa tus preciosas armas si no tienes más remedio.
—Para entonces ya será demasiado tarde —dijo la mujer mientras se volvía hacia la ventana.
—Eso no lo sabemos —dijo Thorn.
—Mira —Volyova habló en voz baja—. ¿Ves eso?
—¿Ver qué?
—A lo lejos, entre esos dos edificios. Allí, un poco más allá de la Casa de Radiodifusión. Es imposible no verlo.
Thorn se acercó a la ventana con Khouri a su lado.
—No veo nada.
—¿Ya se ha emitido tu declaración? —preguntó Volyova.
Thorn comprobó la hora.
—Sí… Sí. Ya debería haber salido, al menos en Cuvier.
—Entonces ahí tienes tu primera reacción: un incendio. No es gran cosa todavía, pero que no te quepa duda: veremos más antes de que termine la noche. La gente está aterrorizada. Lleva meses aterrorizada con esa cosa en el cielo. Y ahora saben que el Gobierno les ha estado mintiendo de forma sistemática. Dadas las circunstancias, yo estaría un poquito enfadada, ¿tú no?
—No durará —dijo Thorn—. Confía en mí, conozco a esta gente. Cuando entiendan que hay una ruta de escape, que todo lo que tienen que hacer es actuar de forma racional y hacer lo que yo les diga, se calmarán.
Volyova sonrió.
—O bien eres un hombre con una capacidad muy poco habitual, Thorn, o un hombre con una comprensión bastante inadecuada de la naturaleza humana. Solo espero que sea lo primero.
—Tú ocúpate de tus máquinas, Irina, que ya me ocuparé yo de la gente.
—Vamos arriba —dijo Khouri—. Al balcón. Podremos ver las cosas con más claridad.
Abajo había vehículos moviéndose por todas partes, más de los habituales para una noche de lluvia. Las furgonetas de la policía se reunían fuera del edificio. Thorn contempló cómo se amontonaban los antidisturbios en su interior, se sacudían unos a otros con sus armaduras, escudos y picanas con puntas eléctricas. Una por una fueron desapareciendo las furgonetas para dispersar a la policía por los puntos más problemáticos. Con otras furgonetas se estaba haciendo un cordón alrededor del edificio, los espacios entre ellas cubiertos por barricadas de metal en las que se habían abierto estrechas ranuras.
En el balcón, todo estaba mucho más claro. Los sonidos de la ciudad les llegaban a través de la lluvia. Se oían golpes y estallidos, sirenas y gritos. Casi parecía un carnaval, salvo que no había música. Thorn se dio cuenta de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había oído algún tipo de música.
En ese momento, a pesar de todos los esfuerzos de la policía, había una multitud reuniéndose en el exterior de la Casa Inquisitorial. Lo cierto es que eran demasiadas personas para contenerlas y todo lo que la policía podía hacer era evitar que entraran en el propio edificio. Varias personas estaban ya echadas en el suelo, delante de la multitud, atontadas por granadas o picanas. Sus amigos hacían todo lo que podían por llevarlas a un sitio seguro. Un hombre se sacudía en medio de un ataque epiléptico. Otro parecía muerto, o por lo menos sumido en una profunda inconsciencia. La policía podría haber asesinado en unos cuantos segundos a la mayor parte de los integrantes de la multitud, Thorn lo sabía, pero se estaban conteniendo. Estudió lo mejor que pudo los rostros de la policía. Parecían tan asustados y confusos como la multitud que se suponía que tenían que pacificar. Era obvio que se habían decretado órdenes especiales, y que su respuesta debía ser más mesurada que brutal.
El balcón estaba rodeado por un muro bajo y desgastado. Thorn se acercó al borde y miró por encima para asomarse al nivel de la calle. Khouri lo siguió, la triunviro Volyova permaneció oculta a los de abajo.
—Es la hora —dijo Thorn—. Tengo que hablar con el pueblo en persona. De esa forma sabrán que no se falsificó la declaración.
Sabía que todo lo que tenía que hacer era gritar y alguien lo oiría, aunque solo fuera una persona de la multitud. En poco tiempo, todo el mundo estaría mirando hacia arriba y sabrían, incluso antes de que hablase, quién era.
—Que sea bueno —dijo Volyova, que apenas alzó la voz por encima de un susurro—. Que sea muy bueno, Thorn. Van a depender muchas cosas de esta pequeña representación.
Él volvió la cabeza para mirarla.
—¿Entonces lo reconsiderarás?
—Yo no he dicho eso.
—Irina… —dijo Khouri—. Por favor, piénsalo. Al menos danos una oportunidad antes de utilizar tus armas.
—Tendréis una oportunidad —dijo Volyova—. Antes de utilizar las armas las trasladaré al otro lado del sistema. De ese modo, incluso si hay una respuesta por parte de los inhibidores, la Nostalgia no será el objetivo más obvio.
—Eso llevará un tiempo, ¿no? —preguntó Khouri.
—Tenéis un mes, eso es todo. Por supuesto, no espero que tengáis todo el planeta evacuado para entonces. Pero si os ajustáis al programa acordado, haciéndole quizás alguna mejora, es posible que me plantee retrasar el uso de las armas un poco más. Es bastante razonable, ¿no? Ya veis que puedo ser flexible.
—Nos estás pidiendo demasiado —dijo Khouri—. No importa lo eficiente que sea nuestra operación en la superficie, no podemos trasladar a más de dos mil personas de una vez entre la órbita inferior y la nave estelar. Es un embudo inevitable, Ilia. —No pareció darse cuenta de que había pronunciado el verdadero nombre de la triunviro.
—Siempre se puede hacer algo para solucionar los embudos, si es lo bastante importante —dijo—. Y yo os he dado todos los incentivos posibles, ¿no?
—Es Thorn, ¿verdad? —dijo Khouri.
Thorn la miró entonces.
—¿Qué pasa conmigo?
—No le gusta la forma en que te has interpuesto entre nosotras —le dijo Khouri.
La triunviro lanzó el mismo bufido de desprecio que él le había oído antes.
—No. Es cierto —dijo Khouri—. ¿Verdad, Ilia? Tú y yo teníamos una relación laboral perfecta hasta que metí a Thorn en el acuerdo. Jamás nos perdonarás ni a mí ni a él que hayamos destruido esa pequeña y bonita asociación.
—No seas absurda —dijo Volyova.
—No estoy siendo absurda, solo…
Pero la triunviro pasó a su lado con gesto brusco.
—¿Adónde vas? —preguntó Khouri.
Se detuvo lo suficiente para responder.
—¿Adónde crees tú, Ana? Vuelvo a mi nave, tengo trabajo que hacer.
—¿A tu nave, así, de repente? Creí que era nuestra nave.
Pero Volyova había dicho todo lo que pensaba decir. Thorn oyó las pisadas que se retiraban y volvían a entrar en el edificio.
—¿Es eso cierto? —le preguntó a Khouri—. ¿De verdad crees que está resentida conmigo?
Pero ella tampoco dijo nada. Thorn, después de un buen momento, se volvió de nuevo hacia la ciudad. Se inclinó hacia la noche mientras formulaba el crucial discurso que estaba a punto de pronunciar. Volyova tenía razón, muchas cosas dependían de él.
La mano de Khouri se cerró alrededor de la suya.
El aire hedía a gas del miedo. Thorn sintió cómo se adentraba en su cerebro y elaboraba la sensación de ansiedad.