Las dos mujeres condujeron a Thorn hasta una sala del interior de la Nostalgia por el Infinito. La pieza central de la habitación era un enorme aparato visualizador, colocado en medio de la cámara como un solitario y grotesco globo ocular. Thorn tuvo la irremediable sensación de ser analizado intensamente, como si no solo el ojo, sino toda la esencia de la nave lo estudiara con enorme interés, como un búho, y no poca malicia. Entonces comenzó a asimilar los detalles de lo que tenía delante. Por todas partes había señales de daños. Hasta el propio aparato visualizador daba la impresión de haber sido objeto de reparaciones recientes y apresuradas.
—¿Qué ha pasado aquí? —Preguntó Thorn—. Parece como si se hubiera desarrollado un tiroteo o algo así.
—Nunca lo sabremos con seguridad —respondió la inquisidora Vuilleumier—. Resulta obvio que la tripulación no permaneció tan unida como pensábamos durante la crisis Sylveste. Por las evidencias internas, parece como si se hubiese producido alguna clase de disputa entre facciones a bordo de la nave.
—Siempre habíamos sospechado algo así —añadió la otra mujer, Irina—. Evidentemente, había problemas bullendo justo bajo la superficie. Parece que lo que sucedió alrededor de Cerbero/Hades fue suficiente para hacer estallar un motín. La tripulación debió de matarse entre sí, y dejaron la nave a cargo de sí misma.
—Muy conveniente para nosotros —dijo Thorn.
Las mujeres intercambiaron miradas.
—Quizá debamos pasar al tema que nos interesa —dijo Vuilleumier.
Le pusieron una película. Era holográfica y se reprodujo en el gran ojo. Thorn supuso que era una síntesis informática preparada a partir de los datos que la nave había reunido en múltiples bandas sensoriales y puntos de vista. Lo que presentaba era una perspectiva divina, propia de un ser capaz de englobar planetas enteros y sus órbitas.
—Debo pedirte que aceptes algo —dijo Irina—. Es difícil, pero necesario.
—Dime de qué se trata —respondió Thorn.
—Toda la raza humana se halla al borde de una extinción repentina y catastrófica.
—Esa es toda una afirmación. Confío en que puedas apoyarla.
—Puedo y lo haré. El concepto esencial con el que debes quedarte es que la extinción, si ha de suceder, comenzará aquí y ahora, alrededor de Delta Pavonis. Pero esto no es más que el inicio de algo que será mucho mayor y descarnado.
Thorn no pudo evitar sonreír.
—Entonces Sylveste estaba en lo cierto, ¿es eso?
—Sylveste desconocía por completo los detalles y los riesgos que estaba asumiendo. Pero tenía razón en uno de sus postulados: creía que los amarantinos había sido aniquilados por una intervención externa, y que eso guardaba alguna relación con su repentino surgimiento como cultura que viajaba entre las estrellas.
—¿Y a nosotros nos va a suceder lo mismo?
Irina asintió.
—Parece que el mecanismo será distinto esta vez, pero los responsables son los mismos.
—¿Y de quién se trata?
—Máquinas —le explicó Irina—. Máquinas interestelares de una antigüedad inmensa. Durante millones de años se han ocultado entre las estrellas, a la espera de que una nueva cultura perturbara el gran silencio galáctico. Solo existen para detectar la aparición de la inteligencia y entonces extinguirla. Los llamamos inhibidores.
—¿Y ahora están aquí?
—Eso sugieren las pruebas.
Le enseñaron lo que había sucedido hasta el momento, cómo un escuadrón de máquinas inhibidoras había llegado hasta el sistema y se había dedicado a desmantelar tres mundos. Irina compartió con Thorn sus sospechas de que probablemente habían sido las actividades de Sylveste las que las habían atraído hasta allí, y que podían quedar todavía más oleadas que se abalanzaban sobre el sistema de Resurgam procedentes de lugares aún más lejanos, alertadas por el frente de onda expansiva de la señal, fuese cual fuese, que había activado a las primeras máquinas.
Thorn vio morir los tres planetas. Uno era un mundo metálico; los otros dos, lunas rocosas. Las máquinas se apiñaban y se multiplicaban en las superficies de las lunas, al tiempo que las cubrían con una placa de formas industriales especializadas. Desde los ecuadores, unos penachos de materia extraída eran escupidos al espacio. Las lunas estaban siendo ahuecadas como una manzana. Los penachos de material se dirigían a las fauces de tres colosales plantas de procesado que orbitaban alrededor de los cuerpos agonizantes. Desde allí brotaban unos riachuelos de materia refinada, separada según las distintas menas, isótopos y granulosidades, que avanzaban en dirección al espacio interplanetario mediante lentas parábolas arqueadas.
—Eso solo fue el principio —dijo Vuilleumier.
Le mostraron entonces cómo los ríos de materia provenientes de las tres lunas desmanteladas convergían sobre un punto común del espacio. Era un lugar situado en la órbita del mayor gigante gaseoso del sistema, el cual llegaría allí justo en el mismo momento exacto que las tres corrientes de materia.
—Fue entonces cuando nuestro interés pasó al gigante —dijo Irina.
Las máquinas inhibidoras eran terriblemente difíciles de detectar. Solo con un gran esfuerzo habían logrado distinguir la presencia de otro enjambre de máquinas alrededor del gigante, en este caso más reducido. Durante mucho tiempo no habían hecho otra cosa que esperar, preparadas para la llegada de los hilos de masa, los cien trillones de toneladas de material sin tratar.
—No lo comprendo —dijo Thorn—. Ya hay un montón de lunas alrededor del gigante gaseoso. ¿Por qué tenían que complicarse en desmantelar satélites de otros sitios, si luego los iban a necesitar allí?
—Esos satélites no son del tipo adecuado —dijo Irina—. La mayoría de las lunas alrededor del gigante no son más que pelotas de hielo, minúsculos núcleos rocosos rodeados de volátiles congelados o en estado líquido. Necesitaban desgajar núcleos metálicos, y eso significaba buscar un poco más lejos.
—¿Y ahora qué van a hacer?
—Pues parece que fabricar otra cosa —dijo Irina—. Algo muy grande. Algo que necesita cien trillones de toneladas de materia prima. Thorn devolvió su atención al ojo.
—¿Cuándo comenzó esto? ¿Cuánto hace que los hilos de materia alcanzaron Roc?
—Hace tres semanas. La cosa, sea lo que sea, está comenzando a tomar forma. —Irina tecleó en un brazalete que llevaba en la muñeca, lo que hizo que el ojo realizara un zoom sobre la vecindad del gigante.
La mayor parte del planeta permanecía en sombra. Por encima de la zona iluminada (un creciente de color hueso atravesado por pálidas franjas de ocre y beige) colgaba algo, un filamento con forma de arco que debía de cubrir muchos miles de kilómetros de un extremo al otro. Irina se aproximó más, hacia el centro del arco.
—Por lo que podemos deducir, se trata de un objeto sólido —explicó Vuilleumier—. Un arco de círculo de cien mil kilómetros de radio. Está en órbita ecuatorial alrededor del planeta, y sus extremos siguen creciendo.
Irina volvió a acercar la imagen y enfocó justo en el punto medio del arco, cada vez mayor. Aparecía allí una hinchazón, que con aquella resolución apenas era una mancha de forma romboidal. Tocó unos cuantos controles más desde su brazalete, y el borrón se aclaró y expandió hasta ocupar todo el volumen de visualización.
—Era, de hecho, una antigua luna —explicó Irina—, una bola de hielo de unos cuantos cientos de kilómetros de punta a punta. Circundaron la órbita por encima del ecuador en pocos días, sin que la luna se desgajara por culpa de las tensiones dinámicas. Entonces las máquinas construyeron unas estructuras dentro; debemos suponer que se trata de un equipo adicional de procesamiento. Uno de los hilos de materia cae sobre la luna aquí, por esta estructura con forma de boca. Me temo que no podemos hacer conjeturas sobre lo que sucede en el interior. Todo lo que sabemos es que dos estructuras tubulares están brotando de cada extremo de la luna, a proa y a popa de su movimiento orbital. A esta escala parecen bigotes, pero en realidad los tubos tienen sus buenos quince kilómetros de grosor. Ahora mismo se extienden setenta mil kilómetros a cada lado de la luna, y crecen en longitud a un ritmo de doscientos ochenta kilómetros cada hora.
Irina asintió, sin dejar de fijarse en la evidente incredulidad de Thorn.
—Sí, los datos son correctos. Lo que ves aquí ha sido construido en los últimos diez días estándares. Nos enfrentamos a una capacidad industrial que no se parece a nada conocido, Thorn. Nuestras máquinas pueden convertir un pequeño asteroide metalífero en una nave espacial en pocos días, pero hasta eso parece increíblemente lento en comparación con los procesos de los inhibidores.
—Diez días para crear ese arco. —A Thorn se le erizaban los pelillos de la nuca, para su vergüenza—. ¿Creéis que seguirán incrementándolo hasta que los extremos se junten?
—Parece probable. Si los extremos han de formar un anillo, se encontrarán en algo menos de noventa días.
—¡Tres meses! Tienes razón, nosotros no podríamos hacer algo así. Nunca hubiéramos podido, ni siquiera durante la Belle Époque. Pero, ¿por qué? ¿Por qué trazan un anillo alrededor del gigante gaseoso?
—No lo sabemos… todavía. Pero hay más. —Irina hizo un gesto en dirección al ojo—. ¿Continuamos?
—Enseñádmelo —dijo Thorn—. Quiero verlo todo.
—No te va a gustar.
Le mostró el resto y le explicó cómo los tres ríos de materia individuales habían seguido trayectorias casi balísticas desde sus puntos de origen, como hileras de guijarros arrojados en precisa formación. Pero cerca del gigante gaseoso eran reorganizados de manera escrupulosa, conducidos y frenados por máquinas demasiado pequeñas como para poder verlas, pero que los obligaban a curvarse de manera brusca y dirigirse hacia el centro de construcción que les correspondiera. Un hilo se derramaba sobre la boca de la luna que estaba extrudiendo los bigotes, mientras que los otros dos se zambullían en estructuras similares, también con forma de fauces y situadas en otras dos lunas. Ambas habían descendido hasta órbitas situadas justo por encima de la capa de nubes, muy por debajo del radio en el cual ya deberían haberse hecho pedazos por efecto de las fuerzas de marea.
—¿Qué están haciendo en las otras dos lunas? —preguntó Thorn.
—Pues parece que otra cosa —dijo Irina—. Mira, echa un vistazo. A ver si tú eres capaz de sacar una interpretación mejor que la nuestra.
Era difícil adivinar qué estaba pasando con exactitud. Había un hilo de materia que emergía de cada una de las dos lunas bajas, eyectado hacia popa, en sentido contrario al movimiento orbital. Los bigotes parecían tener aproximadamente el mismo tamaño que el arco que construían desde la luna superior, pero estos seguían cada uno su propia curva sinuosa y serpenteante, que partía de una tangente al movimiento orbital y que los conducían hasta la propia atmósfera, como enormes cables de telégrafo que un barco fuera desenrollando sobre el fondo del mar. Justo detrás de cada punto de impacto de los tubos surgía una estela, de muchos miles de kilómetros de largo, en la que la atmósfera aparecía agitada y arremolinada.
—Por lo que hemos podido ver, no vuelven a salir —dijo Vuilleumier.
—¿A qué velocidad se hunden?
—No nos es posible saberlo. No existen puntos de referencia en los tubos en sí, por lo que no podemos calcular la velocidad a la que surgen de las lunas. Y no hay modo de obtener una medición Doppler, al menos no sin revelar nuestras intenciones. Pero sabemos que el flujo de materia que cae a cada una de las tres lunas es prácticamente el mismo, y que todos los tubos tienen más o menos el mismo grosor.
—Entonces es plausible pensar que lo están introduciendo en la atmósfera a la misma velocidad que crece el arco, ¿no es eso? Doscientos ochenta kilómetros por hora, o algo parecido. —Thorn miró a las dos mujeres, buscando pistas en sus rostros—. Y ahora, ¿alguna idea?
—No sabemos ni por dónde empezar a adivinarlo —dijo Irina.
—Pero no creéis que sean buenas noticias, ¿verdad?
—No, Thorn, no lo creemos. Lo que yo supongo, sinceramente, es que lo que está sucediendo ahí abajo es parte de algo aún más grande.
—¿Y ese algo implica que hemos de evacuar Resurgam?
Ella asintió.
—Todavía tenemos tiempo, Thorn. El arco exterior no estará terminado hasta dentro de ochenta días, y parece poco probable que suceda algo catastrófico inmediatamente después. Lo más seguro es que dé comienzo otro proceso, algo que podría tardar en completarse tanto como la construcción de los arcos. Puede que dispongamos de muchos meses antes de eso.
—Pero hablamos de meses, no de años.
—Solo necesitamos seis meses para evacuar Resurgam.
Thorn recordó los cálculos que le habían presentado, la árida aritmética de los vuelos en lanzadera y su capacidad de pasajeros. Se podía hacer en seis meses, sí, pero solo si se sacaba el factor humano de las ecuaciones. La gente no se comportaba como la carga de mercancías. En especial, no la gente que había sido intimidada y amenazada por un régimen opresor durante las cinco décadas previas.
—¿No me dijisteis antes que podíamos disponer de unos cuantos años para lograrlo?
Vuilleumier sonrió.
—Hemos contado unas cuantas mentiras piadosas, eso es todo.
Luego, tras lo que le pareció una ruta innecesariamente tortuosa para atravesar la nave, las mujeres condujeron a Thorn para que viera una profunda y oscura bodega de carga donde aguardaban numerosas naves de menor tamaño. Se trataba de lanzaderas transatmosféricas y de transportes internaves que colgaban de sus rejas de estacionamiento, similares a tiburones de piel muy lisa o a hinchados chiribicos con espinas. La mayor parte de las naves eran demasiado pequeñas para ser de utilidad alguna en el plan de evacuación propuesto, pero Thorn no podía negar que la vista era impresionante.
Hasta lo ayudaron a colocarse un traje espacial con un propulsor a la espalda para que pudiera acompañarlas en una visita guiada por la propia cámara, para inspeccionar las naves que sacarían a la gente de Resurgam y la trasladarían a través del espacio hasta la propia Nostalgia por el Infinito. Si albergaba aún alguna sospecha de que algo de todo aquello era una farsa, en esos momentos terminó de descartarla. La cruda vastedad de la sala y la imponente realidad de las naves aplastaba cualquier posible recelo que pudiera rondarle todavía, al menos en lo concerniente a la existencia de la Infinito.
Y pese a todo… Había visto la nave con sus propios ojos, había caminado por ella y había percibido la sutil diferencia de su gravedad artificial, generada por la rotación, respecto al peso que había conocido toda su vida sobre Resurgam. La nave no podía ser un engaño, y les hubiera supuesto un esfuerzo increíble fingir que la bodega estaba llena de naves más pequeñas. Pero, ¿y la amenaza en sí? Ahí se venía todo abajo. Le habían enseñado mucho, pero no lo suficiente. Todo lo concerniente a la amenaza sobre Resurgam se lo habían mostrado de segunda mano. No había visto nada con sus propios ojos.
Thorn era un hombre que necesitaba ver las cosas por sí mismo. Podría pedirle a cualquiera de las dos mujeres que le proporcionara más pruebas, pero eso no resolvería nada. Aunque lo sacaran de la nave y le permitieran mirar a través de un telescopio apuntado al gigante gaseoso, no tenía modo de estar seguro de que la escena no estuviera amañada de alguna forma. Aunque le dejaran mirar el gigante con sus propios ojos y le dijeran que el punto de luz que veía era de algún modo diferente por culpa de las actividades de las máquinas, seguiría teniendo que aceptarlo.
Y no era un hombre que aceptara las cosas tal como se las presentaban.
—¿Y bien, Thorn? —Dijo Vuilleumier, mientras lo ayudaba a quitarse el traje—. Supongo que ya has visto lo bastante como para aceptar que no estamos mintiendo. Cuanto antes te devolvamos a Resurgam, antes podremos poner en marcha el éxodo. El tiempo es oro, como ya dijimos.
Él asintió en dirección a aquella mujer pequeña y de aspecto peligroso, con ojos de color humo.
—Tienes razón, admito que me habéis mostrado muchas cosas. Lo suficiente para estar seguro de que no me mentís en todo esto.
—Estupendo, pues.
—Pero eso no es suficiente.
—¿No?
—Me pedís que arriesgue demasiado como para aceptar una parte de palabra, inquisidora.
Había hielo en su voz cuando respondió:
—Ya has visto tu dossier, Thorn. Hay bastante para enviarte a los amarantinos.
—No lo dudo. Y os daré más si queréis. Pero eso no cambia nada. No voy a conducir a la gente a algo que se parezca a una trampa del Gobierno.
—¿Todavía sigues pensando que esto es una conspiración? —preguntó Irina, que concluyó su comentario con un extraño sonido de burla.
—No puedo descartarlo, y eso es todo lo que importa.
—Pero te hemos mostrado lo que están haciendo los inhibidores.
—No —replicó él—. Lo que me habéis mostrado son algunos datos en un aparato de proyección. Sigo sin tener pruebas objetivas de que las máquinas existan de verdad.
Vuilleumier lo contempló implorante.
—Por Dios, Thorn, ¿qué más tenemos que enseñarte?
—Lo necesario —respondió él—. Lo necesario para que pueda creerlo por completo. Cómo lo consigáis es enteramente vuestro problema.
—No hay tiempo para esto, Thorn.
En ese momento él dudó. Lo había dicho con tanta pasión que casi disipó sus dudas. Pudo notar el temor en su voz. Fuese lo que fuese, estaba realmente asustada por algo… Thorn volvió su mirada en dirección a la bodega de carga.
—¿Podría llevarnos alguna de esas naves más cerca del gigante?
La Guerra del Amanecer fue por el metal.
Casi todos los elementos pesados del universo observable se habían creado en los núcleos de las estrellas. El Big Bang propiamente dicho había fabricado poca cosa más aparte de hidrógeno, helio y litio, pero cada sucesiva generación de estrellas había enriquecido la paleta de elementos disponibles en el cosmos. Enormes soles ensamblaron los elementos más ligeros que el hierro en reacciones de fusión delicadamente equilibradas, pieza a pieza, recorriendo en cascada fusiones cada vez más desesperadas según se agotaban los elementos más ligeros. Pero cuando las estrellas comenzaban a quemar silicio, el fin estaba a la vista. El estado final de la fusión del silicio era una capa de hierro que aprisionaba el núcleo del a estrella, pero el hierro ya no podía ser fusionado. Apenas un día después de la aparición de la fusión de silicio, la estrella se volvía catastrófica y repentinamente inestable, y se colapsaba bajo su propia gravedad. Las ondas de choque que rebotaban de este colapso empujaban la carcasa de la estrella hacia el espacio, sobrepasando en brillo a todos los demás astros de la galaxia. La propia supernova crearía entonces nuevos elementos, bombeando cobalto, níquel, hierro y un guiso de productos radiactivos de desintegración, de vuelta a las tenues nubes de gas que vagaban entre todas las estrellas. Era ese medio interestelar el que proporcionaría la materia prima para la siguiente generación de estrellas y planetas. En algún punto cercano, una masa de gas que hasta ese momento había sido estable frente al colapso, se vería recorrida por la onda de choque de la supernova, lo que formaría acumulaciones y volutas de densidad superior. La nube, que ya estaba enriquecida en metales gracias a otras supernovas anteriores, comenzaría a colapsarse bajo su propia tenue gravedad y daría lugar a densos y calientes semilleros estelares, regiones de nacimiento de voraces estrellas jóvenes. Algunas serían enanas frías que consumirían su combustible estelar tan lentamente que sobrevivirían a la propia galaxia. Pero otras lo quemaban con rapidez, eran soles supermasivos que vivían y morían en un parpadeo galáctico. En la agonía de su muerte, liberaban más metales al vacío y desencadenaban nuevos ciclos de nacimiento estelar.
El proceso proseguía hasta desembocar en el nacimiento de la propia vida. Ardientes explosiones de estrellas moribundas echaban pimienta a la galaxia y, con cada estallido, las materias primas para la construcción de planetas (y de la propia vida) crecían en abundancia. Pero el enriquecimiento sostenido de metales no tenía lugar de manera uniforme a lo largo del disco de la galaxia. En las regiones distantes de esta, los ciclos de nacimiento y muerte estelar ocurrían a una escala temporal mucho más lenta que en las frenéticas zonas del núcleo.
Así que las primeras estrellas que cobijaban planetas rocosos se formaron cerca del núcleo, donde los metales alcanzaron antes el nivel crítico. Fue de esas regiones, a menos de mil kilopársecs del centro galáctico, donde emergieron las primeras culturas que viajaron por el espacio. Se asomaron al desierto galáctico, lanzaron enviados a través de miles de años luz y se creyeron solos, únicos y en cierto sentido privilegiados. Fue una época triste, pero a la vez con un escalofriante potencial cósmico. Se imaginaron los dueños de la creación.
Pero nada en la galaxia era tan sencillo. No solo había otras culturas que emergían más órnenos en la misma época galáctica y en la misma banda de estrellas habitables, sino que también había bolsas de alta metalicidad en la zona fría, fluctuaciones estadísticas que permitían la aparición de vida fabricante de máquinas donde, por lo general, no hubiese sido posible. No iba a existir ningún imperio galáctico que lo abarcara todo, pues ninguna de esas culturas nacientes logró extenderse porta galaxia antes de toparse con la onda expansiva de otro rival. En cuanto las condiciones iniciales fueron las adecuadas, todo sucedió a una velocidad cegadora.
Y, pese a todo, las condiciones iniciales estaban cambiando. Los grandes hornos estelares no se estaban quietos y, varias veces por siglo, algunas estrellas pesadas morían como supernovas, eclipsando todas las demás. Normalmente lo hacían detrás de oscuras nubes de polvo y sus muertes no quedaban registradas salvo por un chirrido de neutrinos o un temblor sísmico de ondas gravitacionales. Pero los metales que fabricaban seguían abriéndose paso hasta el medio interestelar. Nuevos soles y mundos se condensaban a partir de las nubes que habían sido enriquecidas por cada ciclo estelar previo. Esta factoría cósmica incesante seguía retumbando, ajena a la inteligencia que permitía florecer.
Pero cerca del núcleo, la metalicidad estaba empezando a ser más alta de lo ideal. Los nuevos mundos que se formaban alrededor de las estrellas jóvenes eran realmente densos, y sus entrañas estaban cargadas de elementos pesados. Sus campos gravitacionales eran así más fuertes, y su química más volátil que la de los mundos ya existentes. La tectónica de placas ya no funcionaba, puesto que los mantos ya no podían sostener el peso de rígidas cortezas flotantes. Sin la tectónica, la orografía (y con ella las diferencias de elevación) se hizo menos pronunciada. Los cometas se veían atraídos hasta colisionar con esos mundos, anegándolos de agua. Enormes océanos abarcaban todo el planeta, dormitaban bajo cielos opresivos. La vida compleja rara vez evolucionaba en esos mundos, ya que había pocos nichos adecuados y escasa variación climática. Y las culturas que ya habían alcanzado el vuelo estelar consideraron que estos nuevos mundos del núcleo carecían de utilidad o diversidad. Cuando una nube de la metalicidad adecuada amenazaba con condensarse y formar un sistema solar con perspectivas de resultar atractivo, las antiguas culturas solían pelearse por los derechos de propiedad. Las riñas subsiguientes fueron las demostraciones de energía más asombrosas que la galaxia había presenciado, salvo por sus propios procesos ciegos de evolución estelar. Pero no era nada comparado con lo que aún había de llegar.
Así, las culturas antiguas volvieron su mirada hacia el exterior, evitando el conflicto en la medida de lo posible. Pero incluso allí se vieron frustradas. En quinientos millones de años, la zona de habitabilidad óptima se había alejado ligeramente del núcleo galáctico. La onda de la vida era una única ola que se extendía desde el centro de la galaxia hacia sus bordes. Las zonas de formación estelar que antaño eran demasiado pobres en metales como para formar sistemas solares viables, ya estaban lo bastante enriquecidas. De nuevo estallaron las luchas. Algunas duraron diez millones de años y dejaron cicatrices en la galaxia que tardaron otros cincuenta millones en curar.
Y eso todavía no era nada comparado con la inminente Guerra del Amanecer.
Pues la galaxia (en cuanto a que era una máquina de fabricar metales y por lo tanto una química compleja, ya partir de esta la vida) se podría considerar también una máquina de provocar guerras. No había nichos estables en el disco galáctico, y en la escala temporal relevante para las superculturas galácticas, el entorno estaba cambiando constantemente. La rueda de la historia galáctica las empujaba a un conflicto constante contra otras culturas, tanto nuevas como antiguas.
Así pues, llegó la guerra que acabaría con todas las guerras, la guerra que puso fin a la primera fase de la historia galáctica y que, con el tiempo, llegaría a ser conocida como la Guerra del Amanecer, porque había sucedido en el pasado distante.
Los inhibidores recordaban poca cosa de la guerra en sí. Su propia historia resultaba caótica, embarullada y casi con toda seguridad había estado sujeta a burdas manipulaciones retroactivas. No podían estar seguros de qué datos estaban documentados y cuáles eran pura ficción que alguna encarnación previa de sí mismos había fabricado con el objetivo de la propaganda interespecies. Era probable que en el pasado fueran animales terrestres orgánicos, con médula espinal y sangre caliente, y con mentes bicamerales. La tenue sombra de ese posible pasado podía distinguirse aún en sus arquitecturas cibernéticas.
Durante largo tiempo se habían aferrado a lo orgánico. Pero a partir de cierto punto, su parte mecánica había pasado a ser dominante y se habían deshecho de sus antiguas formas. Como máquinas inteligentes surcaron la galaxia. El recuerdo de haber morado en planetas se hizo cada vez más débil y después fue borrado del todo, pues no tenía más relevancia que la memoria de vivir en los árboles.
Lo único que importaba era la gran misión.
Después de asegurarse de que Remontoire y Felka eran conscientes de que se había alcanzado el objetivo de la misión, Skade regresó a sus dependencias e hizo que la armadura devolviera su cabeza al pedestal. Descubrió que sus pensamientos adoptaban una textura distinta cuando estaba sésil. Tenía algo que ver con las ligeras diferencias entre los sistemas de recirculación sanguínea, en los sutiles matices de los neuroquímicos. Sobre el pedestal se sentía tranquila y concentrada hacia su propio interior, abierta a la presencia que siempre llevaba consigo.
[¿Skade?]. La voz del Consejo Nocturno era aguda, casi infantil, pero era imposible no prestarle atención. Skade había llegado a saberlo bien.
Aquí estoy.
[¿Consideras que has tenido éxito, Skade?].
Así es.
[Cuéntanos, Skade].
Clavain ha muerto. Nuestros misiles lo alcanzaron. Aún falta por confirmar su fallecimiento… pero estoy segura de ello.
[¿Murió bien, en el sentido romano?].
No se rindió. Siguió huyendo todo el tiempo, aunque debería haber sabido que no iba a llegar muy lejos con los motores dañados.
[No pensábamos que fuera a rendirse en ningún momento, Skade. Aun así, ha sido rápido. Has actuado bien, Skade. Estamos satisfechos. Más que eso].
Skade hubiera deseado asentir, pero el pedestal se lo impedía.
Gracias.
El Consejo Nocturno le concedió un rato para reorganizar sus pensamientos. Nunca se olvidaba de ella y siempre se mostraba paciente. En más de una ocasión, la voz le había indicado a Skade que la tenían en tan alta estima como a cualquiera de los pocos miembros de la élite, quizá incluso más. La relación, al menos desde el punto de vista de Skade, se parecía a la que pudiera existir entre un profesor y una pupila dotada, entusiasta e inquisitiva.
Skade no solía preguntarse de dónde provenía la voz o a quién representaba exactamente. El Consejo Nocturno le había advertido contra profundizar en tales temas, por miedo a que sus pensamientos fueran interceptados por otros.
Skade acabó por recordar cuando el Consejo Nocturno se había dado a conocer a ella por vez primera y le había revelado parte de su naturaleza.
[Somos un grupo selecto de combinados], le había contado, [un Consejo Cerrado tan secreto y superseguro que nuestra existencia no es conocida, y ni siquiera sospechada, por los miembros más ancianos y ortodoxos del consejo. Estamos por encima del Sanctasanctórum, aunque este es, a veces, nuestro agente involuntario, nuestra marioneta en los asuntos más amplios de los combinados. Pero no estamos dentro de él; nuestra relación con esos otros comités solo se puede expresar mediante el lenguaje matemático de la intersección de grupos. Los detalles no deberían preocuparte, Skade].
La voz había proseguido explicándole que había sido seleccionada. Se había comportado de manera excelente en la operación más peligrosa que habían llevado a cabo los combinados en épocas recientes, una misión encubierta de incursión en Ciudad Abismo para recuperar unos elementos clave, esenciales para el programa tecnológico de supresión de la inercia. Nadie había logrado salir vivo, salvo Skade.
[Actuaste bien. Nuestra mirada colectiva ya te había seguido durante cierto tiempo, Skade, pero esa fue tu oportunidad de destacar, y no escapó a nuestra atención. Por eso nos hemos revelado ante ti, porque eres de la clase de combinada capaz de medirse a la difícil tarea que nos aguarda. No es una lisonja, Skade, sino la simple constatación de los hechos].
Era cierto que ella había sido la única superviviente de la operación de Ciudad Abismo. Inevitablemente, le habían borrado de la memoria los detalles exactos del trabajo, pero sabía que había sido una peligrosa aventura de alto riesgo que no se había desarrollado según los planes del Consejo Cerrado.
A menudo surgía una paradoja en las operaciones combinadas. No se podía permitir que las tropas que podían ser desplegadas en los frentes de batalla, dentro de los volúmenes en disputa, poseyeran información delicada en sus cabezas. Pero los reconocimientos profundos, las incursiones encubiertas en espacio enemigo eran un asunto bien distinto. Se trataba de operaciones muy delicadas que exigían combinados expertos. Más aún, requerían el uso de agentes que estuviera bien preparados para tolerar quedar aislados de sus compañeros. Los individuos que pudieran trabajar solos y muy por detrás de las líneas enemigas eran escasos, y los demás los trataban con ambivalencia. Clavain era uno de ellos.
Skade, otra.
Después de regresar al Nido Madre, la voz entró en su cráneo por primera vez. Le había avisado de que no debía hablar con nadie de la materia.
[Valoramos nuestro secreto, Skade. Lo protegeremos a cualquier coste. Sírvenos y contribuirás al mayor bien del Nido Madre. Pero traiciónanos, aunque sea de modo involuntario, y nos veremos obligados a silenciarte. No nos gustará, pero se hará].
¿Soy la primera?
[No, Skade, hay otros como tú. Pero nunca sabrás quiénes son. Esa es nuestra voluntad].
¿Qué queréis de mí?
[Nada, Skade. Por ahora. Pero tendrás noticias nuestras cuando te necesitemos].
Y así había sido. Con los meses (y después con los años) que vinieron a continuación, llegó a asumir que la voz había sido ilusoria, sin importar lo real que le había parecido en su momento. Pero el Consejo Nocturno había regresado en un momento de tranquilidad y había comenzado su orientación. Al principio la voz no le pidió gran cosa; básicamente acción por omisión. Pareció que el ascenso de Skade al Consejo Cerrado obedecía a sus propios méritos, y no a la intervención de la voz. Y, después, lo mismo se pudo decir de su admisión en el Sanctasanctórum.
A menudo se preguntaba exactamente quién formaba el Consejo Nocturno. Entre los rostros que veía en las sesiones del Consejo Cerrado y, en un sentido más amplio, en todo el Nido Madre, seguro que algunos pertenecían a ese consejo, oficialmente inexistente, al que representaba la voz. Pero nunca había una sola pista, ni siquiera una mirada que pareciera fuera de lugar. En la estela de sus pensamientos nunca detectaba una nota de sospecha, jamás la sensación de que la voz le hablara a través de otros canales. Y ella hacía todo lo posible por no pensar en la voz cuando no se hallaba en su presencia. El resto del tiempo se limitaba a cumplir sus órdenes, negándose a examinar la fuente de sus impulsos. Era bueno sentir que servía a algo más importante que ella misma.
Poco a poco, la influencia de Skade alcanzó nuevas cotas. El programa del Exordio ya se había reanudado cuando Skade se convirtió en una combinada, pero le dieron instrucciones de maniobrar para situarse en una posición desde la que pudiera dominar el programa, aprovechar al máximo los descubrimientos que se hicieran y determinar su rumbo futuro. Al ir ascendiendo por las capas de secretismo, Skade empezó a ser consciente de lo importantes que habían sido los elementos tecnológicos de los que se había apoderado en Ciudad Abismo. El Sanctasanctórum ya había realizado titubeantes esfuerzos por construir maquinaria supresora de la inercia, pero con los aparatos de Ciudad Abismo (y eso que Skade aún no recordaba con precisión lo sucedido) las piezas encajaron con seductora facilidad. Quizá lo que ocurría era que otros individuos estaban sirviendo a la voz, como esta misma había sugerido, o tal vez simplemente que Skade era por sí sola una excelente y despiadada organizadora. El Consejo Cerrado era su teatro de sombras chinescas, y los actores se movían a su voluntad con rastrero entusiasmo.
Y, pese a todo, la voz le había metido prisa. Le había hecho fijarse en la señal proveniente del sistema de Resurgam, el parpadeo de diagnóstico que indicaba que las restantes armas de la clase infernal habían sido rearmadas.
[El Nido Madre necesita esas armas, Skade. Debes apresurar su recuperación].
¿Por qué?
La voz había creado imágenes en su cabeza: un enjambre de implacables máquinas negras, oscuras, fuertes y atareadas como un revoloteo de alas de cuervos.
[Hay enemigos entre las estrellas, Skade, peores que cualquier cosa que hubiéramos imaginado. Se acercan y debemos protegernos].
¿Cómo lo sabéis?
[Lo sabemos, Skade. Confía en nosotros].
En ese momento había notado algo en aquella voz infantil que no había percibido hasta entonces. Era dolor, o tormento, o quizás ambas cosas.
[Confía en nosotros. Sabemos lo que son capaces de hacer. Sabemos lo que es ser perseguido por ellos].
Y entonces la voz volvió a callar, como si hubiese hablado demasiado.
De vuelta al presente, la voz introdujo un nuevo y acuciante pensamiento en su cabeza, sacándola de su ensueño.
[¿Cuándo podremos estar seguros de que Clavain ha muerto, Skade?].
En diez u once horas. Barreremos la zona de impacto y tamizaremos el medio interplanetario en busca de un incremento de elementos delatores, de la clase que se esperaría encontrar en esta situación. Y aunque las evidencias no sean concluyentes, podemos confiar en que…
La respuesta fue brusca e irascible.
[No, Skade. No podemos permitir que Clavain alcance Ciudad Abismo].
Lo he matado, lo juro.
[Eres inteligente, Skade, y también decidida. Pero también lo es Clavain. Ya te engañó una vez. Siempre puede volver a hacerlo].
No importa.
[¿No?].
Si Clavain llega a Yellowstone, la información que tiene seguirá sin suponer ningún beneficio real para el enemigo o para la Convención. Si quieren, que intenten recuperarlas armas de la clase infernal por su cuenta. Nosotros contamos con el Exordio y la maquinaría de supresión de inercia, y eso nos da ventaja. Clavain y el puñado de aliados de los que pueda rodearse no nos vencerán.
La voz vaciló en su cabeza. Por un instante, Skade se preguntó si se había marchado y la había dejado sola.
Se equivocaba.
[Entonces crees que puede seguir vivo…].
Buscó a tientas alguna respuesta.
Yo…
[Mejor que no sea así, Skade. O nos sentiremos amargamente defraudados contigo].
Estaba acunando a un gato herido que tenía la espina dorsal partida por algún punto cerca de las vértebras inferiores, por lo que las patas traseras le colgaban inertes. Él trataba de persuadirlo para que bebiera un poco de agua de la tetilla de plástico que había sacado de la mochila de raciones de su mono. Sus propias piernas estaban inmovilizadas bajo toneladas de escombros derrumbados. El gato estaba ciego, quemado, sufría de incontinencia y era evidente que le dolía. Pero Clavain no iba a concederle la salida fácil.
Murmuró alguna frase, más para sí que dirigida al gato:
—Vas a vivir, amigo mío. Tanto si quieres como si no. —Las palabras brotaron con un sonido como el de una hoja de papel de lija frotada contra otra. Necesitaba agua cuanto antes. Pero en la mochila de raciones solo quedaba una mínima cantidad, y le tocaba beber al gato.
—Bebe, maldito cabrón. Has llegado tan lejos…
—Déjame… morir —le dijo el gato.
—Lo siento, gatito. No va a ser así.
Notó una brisa. Era la primera vez que sentía la menor agitación en la burbuja de aire en la que el gato y él estaban atrapados. En la lejanía oyó un retumbar como el de trueno, provocado por el hormigón y el metal que se venían abajo. Rezó a Dios para que el repentino soplo se hubiese provocado únicamente por una agitación de la burbuja de aire, que quizá una obstrucción hubiese cedido, conectando una burbuja con otra. Confió en que no significara que parte de la pared externa estaba cediendo, o de lo contrario el gato pronto vería cumplido su deseo. La burbuja de aire se despresurizaría y tendrían que aprender a respirar la atmósfera marciana. Había oído decir que morir de esa manera no era nada agradable, a pesar de lo que trataban hacer creer a la gente en los hologramas que usaba la coalición para aumentar la moral.
—Clavain… sálvate tú.
—¿Por qué, gatito?
—Yo voy a morir de todas formas.
La primera vez que el gato le había hablado, Clavain había supuesto que estaba empezando a sufrir alucinaciones y que se imaginaba tener un compañero locuaz donde no podía existir tal cosa. Pero después, de forma tardía, había comprendido que el gato realmente le hablaba, que el animal era el capricho de bioingeniería de algún turista rico. Un dirigible civil se encontraba estacionado en la cima de la torre de amarre aéreo cuando las arañas habían golpeado con sus obuses de artillería de fase de espuma. La mascota debía de haber escapado de la góndola del zepelín mucho antes del ataque y había logrado adentrarse hasta los niveles subterráneos de la torre. Clavain creía que los animales parlantes fruto de la bioingeniería eran una ofensa hacia Dios, y estaba bastante seguro de que el gato no era una criatura inteligente reconocida legalmente. A la Coalición para la Pureza Neuronal le hubiera dado un ataque si supiera que Clavain había osado compartir sus raciones de agua con una criatura prohibida. Odiaban las manipulaciones genéticas casi tanto como los tejemanejes neuronales de Galiana.
Clavain metió a la fuerza la tetina en la boca del gato. Un gesto reflejo hizo que el animal tragara las últimas gotas de agua.
—A todos nos llega el día, gatito.
—Cuanto antes… mejor.
—Bebe un poco y deja de quejarte.
El gato lamió las últimas gotitas.
—Gra… gracias.
Entonces volvió a notar la brisa. Ya era más fuerte, y venía acompañada de un insistente rumor de piedras que se movían. Bajo la débil iluminación, proporcionada por la linterna bioquimicotérmica que había abierto una hora antes, vio polvo y escombros que se deslizaban por el suelo. El pelaje dorado del gato temblaba como un campo de cebada. El animal herido trató de alzar la mirada en la dirección del viento. Clavain acarició la cabeza del animal con su mano, tratando de reconfortarlo lo mejor que pudo. Sus ojos eran cuencas sanguinolentas.
El fin estaba próximo, lo sabía. Aquello no era una redistribución del aire dentro de las ruinas, sino un grave colapso del perímetro de la estructura derrumbada. La burbuja de aire estaba escapándose al frío marciano.
Cuando rió, fue como arañarse la garganta con alambre de cuchillas.
—¿Algo… gracioso?
—No —respondió él—. Qué va.
La luz arponeaba la oscuridad. Una oleada de puro aire frío golpeó su rostro y embistió hasta alcanzar sus pulmones. Clavain acarició de nuevo la cabeza del gato. Si aquello era la agonía de la muerte, entonces no era ni la mitad de malo de lo que había temido.
—Clavain.
Repetían su nombre de manera insistente pero serena.
—Clavain, despierta.
Abrió los ojos, un esfuerzo que de inmediato le arrebató la mitad de la fuerza que le quedaba. Estaba en un lugar tan brillante que necesitaba entrecerrar los ojos, volver a sellar los párpados, que ya tenía casi pegados. Quería retirarse de vuelta a su pasado, por muy doloroso y claustrofóbico que hubiese sido el sueño.
—Clavain, te lo advierto… si no despiertas voy a…
Trató de abrir los ojos tanto como pudo, comprendiendo que justo delante tenía una figura que aún no lograba enfocar. Se inclinaba sobre él. Era la silueta la que le hablaba.
—Joder… —oyó que decía la voz de mujer—. Creo que ha perdido la chaveta o algo así.
Otra voz (grandilocuente y deferente, aunque con un deje altivo) dijo:
—Discúlpeme, señorita, pero no sería sabio presuponer nada. En especial si el caballero en cuestión es un combinado.
—Je, no necesito que me lo recuerdes.
—Uno solo quería indicar que su situación médica puede ser al tiempo compleja e intencionada.
—Échalo ya al espacio —dijo otra voz masculina.
—Cállate, Xave.
La visión de Clavain cobró nitidez. Estaba tumbado y doblado por la mitad en una pequeña sala de paredes blancas. En los muros había bombas e indicadores, junto a adhesivos y advertencias impresas que ya estaban casi borradas por efecto del desgaste. Se trataba de una cámara estanca. Seguía con el traje puesto, el mismo que llevaba (recordó en ese momento) cuando había hecho que la corbeta se alejara. La figura que se inclinaba sobre él también llevaba un traje. La mujer (pues eso era) había abierto su visera y el escudo contra el resplandor, permitiendo así que la luz y el aire llegaran hasta él.
Buscó a tientas un nombre entre los restos de su memoria.
—¿Antoinette?
—Has acertado a la primera, Clavain. —Ella también llevaba la visera alzada, pero todo lo que Clavain podía distinguir de su rostro era un flequillo rubio y despuntado, unos grandes ojos y una nariz pecosa. Estaba anclada a la pared de la cámara mediante un cable metálico, y una de sus manos se apoyaba sobre una pesada palanca roja.
—Eres más joven de lo que pensé —dijo él.
—¿Te encuentras bien, Clavain?
—He estado mejor —respondió—, pero me recuperaré en unos instantes. Me situé en un sueño profundo, casi un coma, para conservar los recursos del traje. Solo por si llegabais un poco tarde.
—¿Y si no llegábamos, ni pronto ni tarde?
—Supuse que lo lograrías, Antoinette.
—Pues estabas equivocado, casi no vengo. ¿No es cierto, Xave?
Una de las otras voces, la tercera que había oído antes, respondió:
—No sabes lo afortunado que eres, tío.
—No —dijo Clavain—. Probablemente no.
—Sigo diciendo que deberíamos echarlo al espacio —repitió la tercera voz.
Antoinette miró por encima del hombro, a través de la ventanilla de la puerta interior de la cámara estanca.
—¿Después de todo lo que ya hemos hecho?
—No es demasiado tarde. Eso le enseñará a no dar las cosas por sentadas.
Clavain intentó moverse.
—Nunca he…
—¡Alto! —Antoinette alargó la mano, indicando a las claras que no sería muy juicioso por parte de Clavain mover un músculo—. Ten esto muy claro, Clavain. Haz una sola cosa que no me guste (aunque sea cerrar los párpados) y apretaré esta palanca. Y entonces volverás al espacio, justo como ha dicho Xave.
Clavain reflexionó durante varios segundos sobre el aprieto en que se encontraba.
—Si no estabais dispuestos a confiar en mí, aunque fuera mínimamente, no habríais salido a rescatarme.
—Puede que sintiera curiosidad.
—Puede que sí. Pero también es posible que percibieras que estaba siendo sincero. Te salvé la vida, ¿verdad?
Con la mano libre, Antoinette operó los demás controles de la esclusa. La puerta interior se deslizó a un lado, lo cual ofreció a Clavain un breve atisbo del resto de la nave. Vio otra figura con traje espacial que aguardaba en el extremo más alejado, pero no había señales de nadie más.
—Ahora me iré —dijo Antoinette.
Con un hábil movimiento, soltó su cable de sujeción, se deslizó a través del umbral abierto y a continuación cerró de nuevo la puerta interior de la cámara estanca. Clavain se quedó inmóvil. Aguardó hasta que el rostro de Antoinette volvió a aparecer por la ventanilla. Se había quitado el casco y se pasaba los dedos por su despeinada mata de pelo.
—¿Vais a dejarme aquí? —preguntó.
—Sí, por ahora sí. Tiene sentido, ¿no crees? Así todavía podré expulsarte al espacio si haces algo que no me guste.
Clavain alzó las manos y se quitó el casco, girándolo hasta que se soltó. Dejó que flotara libre, dando volteretas por la esclusa como un pequeño satélite metálico.
—No planeo hacer nada que pudiera molestar a nadie —declaró.
—Eso está bien.
—Pero escúchame con atención. Al estar aquí fuera os encontráis en peligro. Necesitamos salir de la zona de guerra lo antes posible.
—Relájate, amigo —dijo el hombre—. Tenemos tiempo de revisar algunos sistemas. No hay ningún zombi en varios minutos luz a la redonda.
—No son los demarquistas quienes deben preocuparos. Estoy huyendo de mi propia gente, de los combinados. Tienen una nave camuflada por esta zona. No muy cerca, eso seguro, pero pueden avanzar velozmente, tienen misiles de largo alcance y os garantizo que estarán buscándome.
—Creía haberte oído decir que has fingido tu propia muerte —dijo Antoinette.
Él asintió.
—Me imagino que Skade se deshizo de mi corbeta con esos mismos misiles de largo alcance que he mencionado. Lo lógico es suponer que yo iba a bordo, pero no se conformará con eso. Si es tan concienzuda como creo, barrerá la zona con la Sombra Nocturna solo para asegurarse, y buscará oligoelementos.
—¿Oligoelementos? Estás de broma. Para cuando lleguen a la zona donde tuvo lugar el impacto…
Antoinette sacudió la cabeza, pero Clavain le devolvió el gesto.
—Todavía quedará una densidad ligeramente superior, uno o dos átomos por metro cúbico, de la clase de átomos que por lo normal no se encuentran en el espacio interplanetario. Isótopos del armazón y ese tipo de cosas. La Sombra Nocturna sondeará y analizará el medio. Su casco está recubierto con unas franjas empapadas en resina epoxídica que atraparán cualquier cosa mayor que una molécula, y después están los espectrómetros de masas, que olisquearán la constitución atómica del propio vacío. Unos algoritmos procesarán los datos forenses y compararán las curvas e histogramas de abundancias y proporciones relativas de isótopos respecto a los posibles escenarios tras la destrucción de una nave de la composición de la corbeta. Los resultados no dejarán de ser ambiguos, ya que los errores estadísticos son casi tan importantes como los efectos que Skade trata de cuantificar. Pero ya lo he visto funcionar antes. La tendencia de los datos se decantará hacia que había muy poca materia orgánica a bordo de la corbeta. —Clavain levantó la mano y se tocó el lateral de la frente, con la lentitud necesaria para que no se interpretara como un gesto amenazador—. Y luego están los isótopos de mis implantes. Serán más difíciles de detectar, mucho más, pero Skade confiará en encontrarlos si rebusca lo suficiente. Y cuando no lo logre…
—Deducirá lo que has hecho —zanjó Antoinette.
Clavain volvió a asentir.
—Pero ya he tenido eso en cuenta. A Skade le llevará un tiempo realizar una búsqueda concienzuda. Todavía tenéis la posibilidad de regresar a espacio neutral, pero solo si ponéis rumbo a casa de inmediato.
—¿Tan ansioso estás de llegar al Cinturón Oxidado, Clavain? —preguntó Antoinette—. Te van a comer vivo, tanto la convención como los zombis.
—Nadie dijo que desertar fuera una actividad exenta de riesgos.
—Ya desertaste una vez, ¿verdad? —preguntó Antoinette.
Clavain agarró su casco a la deriva y lo ató a su cinto mediante el lazo de la barbilla.
—Una vez. Fue hace mucho tiempo, probablemente un poco antes de que tú vinieras al mundo.
—Como unos cuatrocientos años antes de que yo viniera al mundo.
Clavain se rascó la barba.
—Más o menos.
—Entonces sí eres tú. O tú eres él.
—¿Él?
—El Clavain. El histórico, el que todo el mundo dice que ya tendría que estar muerto. El Carnicero de Tarsis.
Clavain sonrió.
—Por mis pecados.