18

Thorn flotaba sobre un planeta que estaba siendo dispuesto para morir. Habían cubierto el trayecto desde la Nostalgia por el Infinito en una de las naves más pequeñas y ágiles que las dos mujeres le habían mostrado en el enorme hangar. La nave era una lanzadera entre superficie y órbita para dos ocupantes, con forma de cabeza de cobra y un ala parecida a una capucha que se curvaba suavemente hasta fusionarse con el fuselaje. Las ventanillas panorámicas de la cabina se situaban a cada lado del casco, como ojos de serpiente. La curva de la panza estaba llena de una especie de sarpullidos y verrugas; eran sensores y vainas adheridas que Thorn tomó por diversos tipos de armas. Dos bocas de haces de partículas asomaban por la parte delantera como colmillos venenosos girados, y toda la piel de la nave estaba recorrida por un mosaico de escamas irregulares de armadura cerámica que brillaba con tonos verdes y negros.

—¿Esto nos servirá para ir hasta allí y volver? —había preguntado él.

—Lo hará —fue la respuesta de Vuilleumier—. Es la nave más rápida de las que hay aquí, y probablemente la que deje la menor huella en los sensores. Pero la armadura es ligera y las armas están más para fardar que otra cosa. Si quieres algo mejor protegido, dilo. Pero luego no te quejes si es lento y lo rastrean con facilidad.

—Dejaré que escojáis vosotras.

—Esto es una insensatez, Thorn. Todavía hay tiempo de echarse atrás.

—No es cuestión de ser insensatos o no, inquisidora. —No podía librarse de la costumbre de dirigirse a ella de ese modo—. Sencillamente, no cooperaré hasta que sepa que la amenaza es real. Hasta que sea capaz de comprobarlo por mi cuenta, con mis propios ojos, y no a través de una pantalla, no podré confiar en vosotras.

—¿Por qué íbamos a mentirte?

—No lo sé, pero me parece que lo estáis haciendo. —La estudió cuidadosamente. Sus ojos se encontraron y él sostuvo su mirada durante unos instantes más de lo que resultaba cómodo—. Acerca de algo. No estoy seguro de qué, pero ninguna de las dos está siendo por completo sincera conmigo. Aunque a veces sí lo sois, y esa es la parte que no acabo de comprender.

—Todo lo que queremos es salvar a la gente de Resurgam.

—Lo sé. Esa parte me la creo, de veras.

Tomaron la nave con cabeza de ofidio y dejaron a Irina atrás, a bordo de la nave nodriza. La partida había sido rápida y, aunque lo intentó, Thorn no pudo echar una mirada atrás. Todavía no había visto la Nostalgia por el Infinito desde fuera, ni siguiera cuando se habían aproximado desde Resurgam. Se preguntaba por qué aquellas dos iban a tomarse tantas molestias en ocultar la parte exterior de su nave. Quizá solo era su imaginación, y disfrutaría de esa vista a su regreso.

—Puedes llevar tú mismo la nave —le había dicho Irina—. No necesita pilotaje. Podemos programar la trayectoria hasta allí y dejar que el automático maneje cualquier contingencia. Solo dinos cuánto quieres acercarte a los inhibidores.

—No tiene por qué ser demasiado. Unas cuantas decenas de miles de kilómetros debería resultar suficiente. A esa distancia podré ver el arco, si es lo bastante brillante, y probablemente los tubos que están volcándose sobre la atmósfera. Pero no voy a ir solo ahí fuera. Si me necesitáis tanto, una de vosotras puede acompañarme. Así sabré de verdad que no se trata de una trampa, ¿no creéis?

—Yo iré con él —se ofreció Vuilleumier.

Irina se encogió de hombros.

—Ha sido bonito conoceros.

El viaje de ida había transcurrido sin incidentes. Al igual que en el trayecto desde Resurgam, se habían pasado la parte aburrida dormidos (no en sueño frigorífico, sino en un coma sin sueños inducido mediante drogas).

Vuilleumier no hizo que se despertaran hasta encontrarse a menos de medio segundo luz del gigante. Thorn se desperezó con una vaga sensación de irritación, un mal sabor de boca y diversos dolores y molestias en lugares donde antes no notaba nada.

—Bueno, Thorn, la buena noticia es que todavía seguimos vivos. O bien los inhibidores no saben que estamos aquí, o sencillamente les da igual.

—¿Por qué les iba a dar igual?

—Por experiencia, ya deben de saber que no podemos ofrecer ninguna auténtica resistencia. En poco tiempo estaremos todos muertos, así que, ¿por qué iban a preocuparse en estos momentos de una o dos personas?

Él frunció el ceño.

—¿Experiencia?

—Está en su memoria colectiva, Thorn. No somos la primera especie a la que le hacen esto. Su índice de éxito debe de ser bastante alto, o de lo contrario habrían cambiado de estrategia.

Estaban en caída libre. Thorn se desenganchó del asiento, apartó a un lado la red de aceleración y se impulsó con las piernas hasta una de las ventanas con forma de arpilleras. Ya se sentía un poco mejor. Podía ver con mucha claridad el gigante gaseoso, y no parecía en absoluto un planeta con buena salud.

Lo primero en lo que se fijó fueron los tres grandes chorros de materia, que se curvaban provenientes de otra región del sistema. Centelleaban débilmente bajo la luz de Delta Pavonis, delgados lazos de gris traslúcido como enormes pinceladas fantasmagóricas pintarrajeadas en el cielo, planas respecto a la eclíptica y que se alejaban hasta el infinito. El flujo de materia en los chorros resultaba tangible cuando alguno de los pedruscos atrapaba durante un instante el brillo del sol. Era un gusano finamente granulado que a Thorn le recordó a las mansas corrientes de un río a punto de congelarse. La materia viajaba a cientos de kilómetros por segundo, pero la absoluta inmensidad de la escena lograba que incluso esa velocidad resultara lenta. Los propios chorros tenían muchos, muchos kilómetros de ancho. Eran, imaginó, como anillos planetarios que hubieran acabado por desenrollarse.

Siguió con la mirada los chorros hasta su extremo. Cerca del gigante gaseoso, las suaves curvas geométricas, los arcos que describían esas trayectorias orbitales, se desviaban en bruscas horquillas y codos. Los meandros eran redirigidos hacia unas lunas específicas, como si el artista que pintaba esas elegantes franjas se hubiera sobresaltado en el último momento. La orientación de las lunas respecto a los flujos de llegada cambiaba a cada momento, desde luego, así que la geometría de los chorros estaba sujeta a continuas revisiones. De vez en cuando uno de los ríos tenía que frenarse, y el flujo se detenía mientras otro se cruzaba con él. O quizá lo hacían mediante una asombrosa sincronización, de modo que los chorros pasaban uno a través del otro sin que ninguna de las masas que los constituían llegaran a colisionar.

—No sabemos cómo los controlan de esa manera —le dijo Vuilleumier, en voz baja y con tono confidencial—. Esos chorros tienen un momento enorme, son flujos de materia de miles de millones de toneladas por segundo. Y, pese a todo, modifican fácilmente su dirección. Puede que tengan instalados ahí pequeños agujeros negros, para poder girar los chorros a su alrededor. En todo caso, eso es lo que cree Irina. Te puedo asegurar que a mime pone los pelos de punta. Aunque también le he oído decir que tal vez sean capaces de desactivar la inercia cuando lo necesitan, para poder reconducir los chorros de esa forma.

—Eso no suena mucho más alentador que la primera idea.

—No, en efecto. Pero aunque puedan hacer algo así con la inercia o fabricar agujeros negros a voluntad, obviamente no les es posible realizarlo a gran escala o de lo contrario ya estaríamos muertos. Tienen sus limitaciones. Debemos creer en ello.

Las lunas, de unas cuantas decenas de kilómetros de diámetro, eran visibles como prietos bultos de luz, púas al extremo de los chorros que caían. La materia se vertía sobre cada satélite a través de una abertura con forma de boca, perpendicular al plano de movimiento orbital. Por lógica, un flujo así de masa sin contrarrestar tendría que haber arrojado cada luna a una nueva órbita. Pero no sucedía nada parecido, lo que sugería, una vez más, que las leyes habituales de conservación del momento estaban siendo suprimidas, ignoradas o frenadas hasta una fase posterior.

La luna más externa tendía el arco que finalmente rodearía el gigante gaseoso. Cuando Thorn lo había contemplado en la Nostalgia por el Infinito, era todavía posible creer que no tenían pensado cerrarlo, pero ya no cabía albergar esa esperanza. Los extremos seguían alejándose de la luna y el tubo era extrudido a un ritmo de mil kilómetros cada cuatro horas. Surgía a tanta velocidad como un tren expreso, una avalancha de materia superorganizada.

No era magia, solo tecnología. Thorn se recordó a sí mismo que así era, por muy difícil de creer que le resultase. Dentro de la luna, unos mecanismos ocultos bajo la corteza helada procesaban la materia entrante a velocidad diabólica, forjando los impensables componentes que formaban aquel tubo de trece kilómetros de ancho. Las dos mujeres no habían hecho conjeturas (al menos no delante de él) referentes a si el tubo era sólido, hueco o lleno de veloces mecanismos alienígenas.

Pero no era magia. Puede que las leyes físicas, tal como Thorn las entendía, se deshicieran como golosinas en la vecindad de las máquinas inhibidoras, pero eso solo se debía a que no eran unas leyes tan definitivas como daba la impresión, sino meras normas o regulaciones que se seguían la mayor parte del tiempo pero que podían romperse bajo coacción. Y a pesar de todo, los inhibidores estaban hasta cierto punto limitados. Podían hacer maravillas, pero no lo imposible. Por ejemplo, necesitaban materia. Podían trabajar a una velocidad asombrosa pero, a juzgar por las evidencias recopiladas hasta el momento, no eran capaces de sacarla de la nada. Había sido necesario hacer añicos tres mundos enteros para poner en marcha aquel averno de creatividad.

Y fuese lo que fuese lo que estaban haciendo, a pesar de lo vasto que resultaba, obviamente era también lento. El arco tenía que crecer alrededor del planeta a unos «simples» doscientos ochenta metros por segundo, no lo podían crear al instante. Las máquinas eran poderosas, pero no omnipotentes.

Thorn llegó a la conclusión de que ese era todo el consuelo que iban a obtener.

Devolvió su atención a las dos lunas inferiores. Los inhibidores las habían desplazado hasta órbitas perfectamente circulares situadas justo por encima de la capa de nubes. Sus órbitas se intersectaban de forma periódica, pero el lento y diligente despliegue del cable no cesaba.

Aquella parte del proceso resultaba mucho más clara desde allí. Thorn podía ver las elegantes curvas de los tubos extrudidos, que brotaban rectos de la cara posterior de cada luna antes de doblarse hacia abajo rumbo a la cubierta de nubes. Varios miles de kilómetros por detrás de cada luna, los conductos se zambullían en la atmósfera como jeringuillas. Los tubos se movían a velocidad orbital (muchos kilómetros por segundo) cuando tocaban el aire, y dejaban grabadas furiosas marcas de zarpas en la atmósfera. Justo debajo del rastro de cada luna se extendía una estrecha franja de color rojo orín que daba dos o tres vueltas alrededor del planeta, cada pasada separada de las anteriores por culpa de la rotación del gigante gaseoso. Las dos lunas grababan un complejo diagrama geométrico sobre las cambiantes nubes, un patrón que recordaba a un extravagante floreo caligráfico. En cierto sentido, Thorn apreciaba su belleza, aunque era al tiempo nauseabundo. Sin duda, al planeta le iba a suceder algo atroz y definitivo. Aquellos mensajes manuscritos eran complejos ritos funerarios para un mundo que agonizaba.

—Asumo que ya nos crees —dijo Vuilleumier.

—Me siento inclinado a ello —respondió Thorn. Tamborileó en la ventanilla—. Supongo que esto podría no ser cristal, como parece, sino una pantalla tridimensional… pero no creo que deba presumir tanta inventiva por vuestra parte. Aunque saliera al exterior y lo viera por mí mismo, tampoco estaría seguro de que la visera fuese de cristal.

—Eres un hombre muy desconfiado.

—He aprendido que es útil para salvar el pellejo. —Thorn regresó a su asiento, ya había visto suficiente por el momento—. De acuerdo, siguiente pregunta. ¿Qué está pasando ahí abajo? ¿Qué tienen planeado?

—No es necesario que lo sepamos, Thorn. El hecho de que va a ocurrir algo malo ya es información suficiente.

—No para mí.

—Esas máquinas… —Vuilleumier hizo un gesto en dirección a la ventanilla—. Sabemos lo que hacen, pero no cómo. Aniquilan culturas de forma lenta y meticulosa. Sylveste las atrajo hasta aquí, quizá involuntariamente, aunque yo no daría nada por hecho en lo que concierne a ese cabrón, y han venido a cumplir su trabajo. Eso es todo lo que necesitamos saber, tú incluido. Tenemos que sacar a todo el mundo de Resurgam lo antes posible.

—Si esas máquinas son tan eficientes como decís, eso no nos servirá de gran cosa, ¿verdad?

—Ganaremos tiempo —respondió ella—. Y no solo eso. Las máquinas son eficientes, pero no tanto como antaño.

—Pero si me has contado que son máquinas autorreplicantes. ¿Por qué iban a volverse menos eficientes? Si acaso, deberían ser cada vez más listas y rápidas, gracias a todo lo que van aprendiendo.

—Su hipotético creador no quería que se volvieran demasiado listas. Los inhibidores construyeron las máquinas para aniquilar la inteligencia emergente. No tendría mucho sentido que las máquinas ocuparan el nicho que estaban destinadas a mantener vacío.

—Supongo que no… —Thorn no iba a dejar el tema así como así—. Creo que tienes más cosas que contarme. Pero mientras tanto me gustaría acercarme más.

—¿Cuánto más? —preguntó ella, a la defensiva.

—Esta nave es aerodinámica. Apuesto a que puede entrar en una atmósfera.

—Eso no entraba en el pacto.

—Pues denúnciame. —Thorn sonrió—. Soy una persona de naturaleza curiosa, igual que tú.


Escorpio recobró la consciencia en un entorno frío y húmedo. Temblaba sin poder evitarlo. Se toqueteó a sí mismo y se quitó de la piel una reluciente capa de gel grasiento. Salía en repulsivas costras semitranslúcidas que hacían un ruido de succión al soltarse de la piel de debajo. Tuvo especial cuidado con la zona alrededor de la cicatriz de una quemadura que llevaba en su hombro derecho, y tanteó su perímetro con vacilante fascinación. No existía un centímetro de la quemadura que no conociera ya a la perfección, pero al tocarla, al reseguir la arrugada orografía de su costa, donde la suave piel de cerdo pasaba a ser algo con la textura correosa de la carne curada, se recordaba el deber que lo atañía a él y solo a él, el deber que se había impuesto desde que lograra escapar de Quail. No debía olvidar nunca a Quail, ni tampoco que Quail (por cambiado que estuviera) era completamente humano en el sentido genético, y que eran los humanos los que debían cargar con lo peor de la venganza de Escorpio.

No le dolía nada, ni siquiera la quemadura, pero sí que sufría cierta incomodidad y desorientación. Los oídos le rugían sin cesar, como si le hubieran metido la cabeza en un conducto de ventilación. Tenía la vista borrosa, y apenas lograba identificar más que vagas siluetas amorfas. Escorpio alzó las manos y se quitó de la cara más de ese gel transparente. Parpadeó. Las cosas ya parecían más claras, pero el rugido persistía. Miró a su alrededor, aún tembloroso y helado, pero lo bastante alerta como para tomar nota de dónde estaba y qué le estaba sucediendo.

Se había despertado dentro de lo que parecía medio huevo de metal roto, encogido en una posición fetal antinatural, con la mitad inferior del cuerpo aún inmersa en el repugnante gel mucoso. Unos tubos de plástico y otros conectores descansaban a su alrededor. Tenía irritada la garganta y también los conductos nasales, como si hasta hacía poco hubiese tenido esos tubos metidos dentro. Y no daba la impresión de que los hubieran extraído con sumo cuidado. El resto del huevo de metal yacía a un lado, como si acabara de soltarse de la otra mitad. Más allá, se extendía por doquier el interior de una nave espacial, identificable al instante: metal azul muy pulido y puntales curvados y perforados que le recordaron a costillas. El rugido de sus oídos era el sonido de los propulsores; la nave estaba yendo a alguna parte, y el hecho de que pudiera oír los motores apuntaba a que la nave podía ser pequeña, no lo bastante grande como para tener los motores encastrados en andamios de fuerza. Una lanzadera, entonces, o algo similar. Decididamente intrasistema.

Escorpio sintió un escalofrío. Se había abierto una puerta al otro extremo de la cabina estriada, revelando una pequeña sala con una escalera dentro que conducía hacia lo alto. Un hombre bajaba del último peldaño. Se agachó para atravesar la abertura y caminó tranquilamente hacia Escorpio. Era evidente que no lo sorprendía verlo despierto.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó el hombre.

Escorpio trató de obligar a sus ojos a obedecerlo y enfocar. Aquel hombre le resultaba conocido, aunque había cambiado desde su último encuentro. Sus ropas eran tan discretas y oscuras como antes, pero ahora no era reconocible su procedencia combinada. Tenía el cráneo cubierto de una capa muy fina de pelo negro, cuando antes la llevaba afeitada. Su aspecto era, hasta cierto punto, menos cadavérico.

—Remontoire —dijo Escorpio mientras escupía inmundos trozos de gel por la boca.

—Sí, soy yo. ¿Estás bien? Los monitores indican que no has sufrido ningún efecto serio.

—¿Dónde estamos?

—En una nave, cerca del Cinturón Oxidado.

—Entonces has venido a torturarme una vez más.

Remontoire no terminó de mirarlo a los ojos.

—No era tortura, Escorpio… sino reeducación.

—¿Cuándo me entregaréis a la convención?

—Eso ya no aparece en el programa. Al menos, no necesariamente.

Escorpio calculó que la nave era pequeña, quizá una lanzadera. Era muy posible que Remontoire y él fueran los únicos ocupantes. Incluso era lo más probable. Se preguntó qué tal se le daría pilotar una nave de diseño combinado. Quizá no muy bien, pero estaba dispuesto a intentarlo. Aunque se estampara y ardiera todo, sería mucho mejor que una sentencia de muerte.

Embistió contra Remontoire, emergiendo del cuenco en un estallido de gel. Los tubos y los conductos salieron volando. En un instante sus manos deformes buscaban las zonas de presión que dejarían a quien fuera, incluso a un combinado, inconsciente y después muerto.


Escorpio volvió en sí. Se encontraba en otro lugar de la nave, atado a una silla. Remontoire se sentaba frente a él, con las manos apoyadas tranquilamente en el regazo. Detrás se alzaba la impresionante curva de un panel de control, cuya superficie estaba cubierta de numerosos indicadores, sistemas de mando y visualizadores hemisféricos de navegación. Estaba tan lleno de luces como un casino. Escorpio sabía un par de cosas sobre diseño de naves, y una interfaz de control combinada hubiese sido minimalista hasta resultar casi invisible, como algo diseñado por los Nuevos Cuáqueros.

—Yo no volvería a intentar eso —dijo Remontoire.

Escorpio lo miró desafiante.

—¿Intentar el qué?

—Trataste de estrangularme. No te ha funcionado, y me temo que nunca lo lograrás. Hemos puesto un implante en tu cráneo, Escorpio. Un implante realmente pequeño, situado alrededor de la arteria carótida. Su única función es constreñir la arteria en respuesta a una señal de otro implante que hay en mi cabeza. Puedo enviar esa señal de forma voluntaria si me amenazas, pero no es necesario. El implante enviará un código de emergencia si muero o quedo de pronto inconsciente. Tú morirías poco después.

—Pues no he muerto.

—Eso es porque he sido tan amable de dejarlo pasar con una simple advertencia.

Escorpio estaba vestido y seco. Se sentía mejor que cuando había aparecido en el huevo.

—¿Y qué más me da, Remontoire? Me acabas de proporcionar el medio perfecto para matarme, en lugar de permitir que la convención lo haga por mí.

—No te voy a entregar a la convención.

—Un poco de justicia privada, entonces. ¿Se trata de eso?

—Tampoco.

Remontoire hizo girar su asiento hasta quedar frente al extravagante cuadro de mandos. Lo tocó como un pianista, con las manos extendidas, sin necesidad de mirar lo que hacían sus dedos. Por encima del panel, y a cada lado de la cabina, se abrieron unas ventanillas en lo que hasta entonces era acero azul. La iluminación de la cabina cayó bruscamente. Escorpio oyó que se modificaba el agudo tono del rugido de los propulsores y su estómago registró un cambio del eje de gravedad. Un enorme creciente ocre se alzaba por detrás de la escena. Era Yellowstone, y la mayor parte de lo que se veía del planeta estaba envuelto en la noche. La nave de Remontoire se encontraba aproximadamente en el mismo plano que el Cinturón Oxidado. La ristra de hábitat apenas resultaba visible sobre la parte iluminada por el sol (solo era un espolvoreo oscuro, como una fina línea de canela), pero por detrás del terminador formaba una hebra enjoyada que brillaba y destellaba cuando los hábitat precesionaban o adelantaban sus inmensos espejos y focos. Resultaba impresionante, pero Escorpio sabía que no era más que una sombra de lo que fue antaño. Antes de la plaga había diez mil hábitats, y ya solo quedaban unos cuantos cientos que de verdad se utilizaran. Pero en la noche, los naufragios se desvanecían y solo perduraba el rastro de polvo de hada de las ciudades iluminadas, y casi era como si la rueda del tiempo nunca hubiera girado.

Detrás del cinturón, Yellowstone parecía dolorosamente cercano. Casi se podía oír el murmullo urbano de Ciudad Abismo que se elevaba zumbón a través de las nubes, como un seductor canto de sirena. Escorpio pensó en las guaridas y las fortalezas que los cerdos y sus aliados mantenían en las zonas más profundas del Mantillo de la ciudad, un purulento imperio al margen de la ley, compuesto por numerosos feudos criminales interconectados. Tras escapar de Quail, Escorpio había ingresado en ese imperio en el nivel más bajo, como un inmigrante lleno de cicatrices, sin apenas un recuerdo intacto en su cabeza aparte de cómo permanecer vivo hora tras hora en un peligroso entorno desconocido y, lo que era igual de importante, cómo volver en su favor el aparato de ese entorno. Esa era al menos una cosa que le debía a Quail. Pero eso no significaba que le estuviera agradecido.

Escorpio recordaba muy poco de su vida antes de conocer a Quail, y era consciente de que casi todo lo que recordaba eran memorias de segunda mano pues, aunque solo había logrado reconstruir los detalles principales de su existencia previa (su vida a bordo del yate), su subconsciente no había tardado nada en llenar los dolorosos huecos que quedaban con todo el entusiasmo de un gas que se expande en el vacío. Y cuando rememoraba esos recuerdos, que no eran en sí mismos del todo reales, no podía evitar añadirles aún más detalles sensoriales. Era posible que las memorias concordaran con precisión con lo que realmente había ocurrido, pero Escorpio no tenía modo de saberlo con seguridad. Y, de todos modos, no suponía ninguna diferencia en lo que a él concernía. Ya nadie podría contradecirlo. Los que hubieran podido hacerlo estaban todos muertos, masacrados a manos de Quail y sus amigos.

El primer recuerdo claro que tenía Escorpio de Quail se contaba entre los más escalofriantes. Había recuperado la consciencia tras un largo período de sueño, o algo más profundo que el sueño. Se encontraba en una sala acorazada y fría, junto a otros once cerdos, desorientados y temblorosos, casi como él cuando había despertado a bordo de la nave de Remontoire. Llevaban ropas confeccionadas de modo rudimentario, cosidas a partir de rígidos remiendos de tela oscura y manchada. Quail estaba allí con ellos, un humano alto y mejorado asimétricamente al que Escorpio identificó como miembro de los ultras o quizá de alguna de las otras facciones que a veces se dejaban llevar por el quimerismo, como los skyjacks o los dragadores de atmósferas. También había otros humanos mejorados, media docena que se apelotonaban detrás de Quail. Todos llevaban armas, que iban desde cuchillos a pistolas de raíles de baja velocidad y amplio calibre, y todos contemplaban a los cerdos reunidos con indisimuladas ganas. Quail, cuyo idioma Escorpio comprendió sin esfuerzo, les explicó que los doce cerdos habían sido trasladados al interior de la nave (pues la sala se encontraba en un navío mucho mayor) para entretener a su tripulación tras una serie de negocios poco lucrativos.

Y en cierto sentido, aunque quizá no en el que Quail pretendía, así había sido. La tripulación pensaba en una cacería, y durante un rato fue eso lo que tuvieron. Las reglas eran bastante sencillas: se permitía a los cerdos correr libremente por la nave de Quail y esconderse allí donde desearan, así como improvisar herramientas y armas con lo que tuvieran a mano. Tras cinco días se declararía una amnistía para los cerdos supervivientes, o al menos eso era lo que había prometido Quail. Correspondía a los cerdos decidir si se esconderían todos juntos o se separarían en equipos de menor tamaño. Contaban con seis horas de ventaja sobre los humanos.

Aquello demostró no suponer una gran diferencia. Cuando terminó el primer día de caza, la mitad de los cerdos ya habían muerto. Habían aceptado los términos sin cuestionarlos, y hasta Escorpio había sentido el extraño pero imperioso impulso de hacer lo que le pidieran, la sensación de que su deber era cumplir aquello que Quail (o cualquier otro ser humano) le ordenara. Aunque tenía miedo y un deseo innato de proteger su propia vida, hubieron de pasar casi tres días antes de que empezara a plantearse un contraataque, e incluso entonces la idea solo penetró en su mente tras vencer una gran resistencia, como si violara algún sacrosanto principio personal.

Al principio, Escorpio había buscado escondite junto a otros dos cerdos, uno de ellos mudo y el otro solo capaz de formar frases partidas, pero habían funcionado bastante bien como equipo, anticipándose a las acciones de sus compañeros con extraña facilidad. Incluso en esos momentos, Escorpio ya sabía que los doce cerdos habían trabajado juntos antes, aunque todavía no podía componer un solo recuerdo claro de su vida antes de despertar en la cámara de Quail. Pero a pesar de que el equipo funcionaba bien, Escorpio decidió seguir por su cuenta tras las primeras dieciocho horas. Los otros dos querían seguir escondidos en el cuchitril que habían encontrado, pero Escorpio estaba convencido de que la única esperanza de sobrevivir radicaba en ascender continuamente, moviéndose sin parar hacia arriba a lo largo del eje de propulsión de la nave.

Fue entonces cuando hizo el primero de una serie de tres descubrimientos. Mientras se arrastraba por un conducto, se rasgó parte de la tela de su ropa, lo cual reveló el borde de una figura de brillante color verde que cubría gran parte de su hombro derecho. Se arrancó más tela, pero hasta que no encontró un panel espejado no pudo examinar de forma adecuada toda la figura y comprender que se trataba de un escorpión verde muy estilizado. Al tocar el tatuaje de color esmeralda, seguir la línea curvada de su cola y casi sentir la púa de su aguijón, se sintió imbuido de poder, una fuerza personal que solo él era capaz de canalizar y redirigir. Sintió que su identidad estaba estrechamente ligada al escorpión, que todo lo relevante respecto a su persona estaba encerrado en el tatuaje. Aquella comprensión supuso un extraordinario instante de autorrevelación, ya que al fin intuyó que tenía un nombre, o al menos que podía darse uno que guardara alguna conexión significativa con su pasado.

Alrededor de medio día después, hizo el segundo descubrimiento: a través de una ventanilla divisó una segunda nave, mucho más pequeña. Al inspeccionarla con más detenimiento, Escorpio reconoció las delgadas y eficientes líneas de un yate intrasistema. El casco reluciente era de aleación de color verde pálido, y tenía una forma de manta raya cautivadoramente aerodinámica, con unas tomas de aire cubiertas como bocas de pez ángel. Al mirar el yate, Escorpio casi podía distinguir el plano marcado bajo la superficie. Sabía que podría colarse a bordo de ese yate y hacerlo volar casi sin pensar, y que sería capaz de reparar o corregir cualquier fallo o imperfección técnica, y notó el impulso casi irresistible de hacer justo eso, presintiendo que solo en la panza de ese yate, rodeado de máquinas y herramientas, sería verdaderamente feliz.

Preparó una hipótesis provisional: los doce cerdos debían de haber formado la tripulación de ese yate, pero Quail había capturado la nave. Habían tomado el yate como botín y habían situado en hibernación a los tripulantes hasta que se los necesitó para alegrar la monótona existencia a bordo de la nave de Quail. Eso, al menos, explicaba la amnesia. Se deleitó al descubrir un vínculo con su pasado. Esa sensación todavía lo acompañaba cuando hizo el tercer descubrimiento.

Encontró a los dos cerdos que había dejado atrás en el cuchitril. Los habían atrapado y asesinado, justo como él se había temido. Los cazadores de Quail los habían colgado mediante cadenas de las barras perforadas que salvaban un pasillo. Los habían destripado y despellejado, y Escorpio estaba seguro de que, hasta cierta fase del proceso, habían permanecido con vida. También estaba convencido de que las ropas que habían llevado (y que él seguía vistiendo) estaban hechas con la piel de otros cerdos. Ellos doce no eran las primeras víctimas, sino simplemente los últimos en un juego que llevaba desarrollándose mucho más tiempo de lo que había sospechado al principio. Comenzó a sentir una rabia que superaba cualquier cosa que hubiese conocido antes. Algo estalló en su interior y de pronto fue capaz de plantearse, al menos como posibilidad teórica, lo que antes resultaba impensable: podía imaginarse lo que sería hacer daño a un humano y, de hecho, de modo muy doloroso. E incluso podía pensar maneras de lograrlo.

Escorpio, que demostró estar lleno de recursos y poseer una mente técnica, comenzó a infiltrarse en la maquinaria de la nave de Quail. Convirtió las puertas de los mamparos en terribles trampas de guillotina. Transformó los ascensores y las vainas de transporte en caídas mortales o pistones aplastantes. Succionó el aire de ciertas zonas de la nave y lo reemplazó por gases venenosos o el simple vacío, y después confundió los sensores que hubiesen alertado a Quail y su compañía de la artimaña. Uno a uno, ejecutó a los cazadores de cerdos, a menudo con considerable habilidad artística, hasta que solo quedó vivo Quail, solo y asustado, al fin consciente del terrible error de cálculo que había cometido. Pero para entonces los otros once cerdos también estaban muertos, con lo que la victoria de Escorpio se mezclaba con una amarga sensación de terrible fracaso personal. Había sentido la obligación de proteger a los otros cerdos, la mayoría de los cuales carecían de la habilidad con el lenguaje que para él era inmediata. No se reducía solo a que algunos fueran incapaces de hablar, por no disponer de los mecanismos vocales necesarios para producir sonidos verbales, sino que ni siquiera comprendían el lenguaje hablado con la misma fluidez que él. Unas cuantas palabras y frases, a lo sumo, pero no más que eso. Sus mentes estaban cableadas de modo distinto a la suya y carecían de las funciones cerebrales que codificaban y descodificaban el lenguaje. Para él, era casi instintivo. No se le escapaba que él se encontraba mucho más cerca de los seres humanos que los demás. Y les había fallado, aunque ninguno lo había elegido como protector.

Escorpio mantuvo a Quail con vida hasta que estuvieron cerca del espacio que rodeaba Yellowstone, en cuyo momento se agenció su propio pasaje hasta Ciudad Abismo. Había tomado el yate. Para cuando llego al Mantillo, Quail estaba muerto o, como poco, experimentando los últimos estertores de la agonía a manos del artefacto de ejecución que Escorpio había preparado para él, fabricado con amor y cuidado a partir de los sistemas de cirugía robótica que había extraído de la bodega médica del yate.

Ya se encontraba casi a salvo, pero le faltaba por hacer un último descubrimiento: el yate nunca le había pertenecido a él ni a ninguno de los demás cerdos. La nave (la Luz del Zodíaco) era gobernada por humanos, y los doce cerdos servían de esclavos y aprendices, embutidos bajo la cubierta, cada uno con su propia área de especialización. Al reproducir el registro de vídeo del yate, Escorpio vio cómo la tripulación humana era asesinada por los piratas de Quail. Fue una serie de muertes rápidas y limpias, casi humanitarias comparadas con la lenta cacería de los cerdos. Y mediante los mismos registros, Escorpio descubrió que a cada uno de los cerdos le habían tatuado un signo diferente del zodíaco. El símbolo de su hombro era una señal de identidad, como él ya sospechaba, pero también una marca de propiedad y obediencia.

Escorpio encontró un láser de soldadura, ajustó la intensidad al mínimo y se hirió la piel profundamente, observando con fascinación cómo quemaba la carne y borraba el escorpión verde con chisporroteantes descargas de pulsaciones lumínicas. El dolor era insoportable, pero decidió no amortiguarlo con anestésicos del botiquín médico, ni tampoco hizo nada para ayudar a la piel dañada en su curación. Del mismo modo que necesitaba el dolor como un puente simbólico que debía cruzar, precisaba de esa marca para demostrar lo que había hecho. A través del dolor que había reclamado para sí, recuperó su propia identidad. Era posible que en ningún momento anterior hubiese disfrutado de una, pero en la agonía se la forjó. La cicatriz le serviría para recordarse lo que había hecho y, si en algún momento su odio por los humanos comenzaba a decaer, si alguna vez se sentía tentado de perdonar, ahí estaría para guiarlo. Y pese a todo (y eso era lo que no acababa de comprender) eligió mantener ese nombre. Al llamarse Escorpio, se había convertido en un foco de odio dirigido contra la humanidad. Su nombre se convertiría en sinónimo del miedo, algo que los padres humanos contarían a sus niños por las noches para que se portasen bien.

Su trabajo había dado comienzo en Ciudad Abismo, y allí proseguiría si lograba escapar de Remontoire. Incluso entonces sabía que le sería difícil moverse con libertad, pero cuando contactara con Lasher sus dificultades se reducirían de manera importante. Lasher había sido uno de sus primeros aliados auténticos, un cerdo moderadamente bien conectado, con influencias que alcanzaban Loreanville y el Cinturón Oxidado. Había permanecido fiel a Escorpio y, aunque este acabara prisionero de alguien (lo cual parecía probable, dadas las circunstancias), sus captores tendrían que vigilarlo muy de cerca. El ejército de cerdos, esa imprecisa alianza de bandas y facciones a la que Escorpio y Lasher habían dado forma hasta que recordaba lejanamente a una fuerza cohesionada, había chocado ya varias veces contra las autoridades y, aunque había sufrido terribles pérdidas, en ningún caso había sido derrotado por completo. Cierto, esos conflictos no habían supuesto un gran coste para el poder (básicamente se había tratado solo de conservar algunos feudos del mantillo controlados por los cerdos), pero Lasher y sus socios no tenían miedo a ampliar los términos de referencia. Los cerdos contaban con aliados entre los banshees, lo que significaba que disponían de los medios necesarios para extender sus actividades criminales mucho más allá del Mantillo. Al haber estado tanto tiempo fuera de circulación, Escorpio sentía curiosidad por saber qué tal le iba a la alianza.

Asintió en dirección a la línea de hábitat.

—Todavía parece como si nos dirigiéramos al cinturón.

—Y lo hacemos —respondió Remontoire—, pero no hacia la convención. Se ha producido un ligero cambio de planes, y ese es el motivo por el que hemos puesto ese pequeño y desagradable implante en tu cabeza.

—Hicisteis bien.

—¿Porque de lo contrario me habrías matado? Puede. Pero no habrías llegado muy lejos. —Remontoire acarició el panel de control y sonrió como disculpándose—. Me temo que no podrás gobernar esta nave. Bajo la superficie, los sistemas son completamente combinados. Pero tiene que colar como una nave civil.

—Cuéntame qué es lo que pasa.

Remontoire volvió a girar su asiento. Descansó las manos sobre su regazo y se inclinó hacia Escorpio. De no ser por el implante, hubiese sido muy arriesgado acercársele tanto. Pero Escorpio estaba dispuesto a creer que moriría si volvía a intentar algo, así que le dejó hablar mientras imaginaba lo agradable que sería matarlo.

—Me parece recordar que ya conoces a Clavain.

Escorpio sorbió con fuerza. Remontoire prosiguió:

—Era uno de los nuestros. De hecho, un buen amigo mío y más que eso: un buen combinado. Ha sido uno de los nuestros durante cuatrocientos años, y no estaríamos aquí de no ser por sus logros. Hace mucho tiempo fue el Carnicero de Tarsis. Pero eso ya es historia antigua, me imagino que ni siquiera habrás oído hablar de Tarsis. Lo único que importa ahora es que Clavain ha desertado, o está en proceso de desertar, y debe ser detenido. Ya que era…, es un amigo, preferiría que lo capturáramos vivo en lugar de muerto, pero admito que quizá eso no sea posible. Ya hemos tratado de matarlo en una ocasión, cuando era la única opción de la que disponíamos, pero nos engañó. Utilizó su corbeta para soltarse en el espacio vacío y, cuando destruimos la nave, él ya no estaba a bordo.

—Un tipo listo. Ya me empieza a caer mejor.

—Estupendo. Me alegro de oírlo, porque vas a ayudarme a encontrarlo.

Es hábil, pensó Escorpio. Del modo que lo decía Remontoire, era casi como si creyera que iba a ser así.

—¿Ayudarte?

—Creemos que un carguero lo rescató. No podemos estar seguros, pero parece que es el mismo que ya nos encontramos anteriormente, alrededor del volumen en disputa…; de hecho, justo antes de capturarte a ti. Clavain ayudó entonces a la piloto del carguero, y debió de contar con que ella le devolvería el favor. Esa nave acaba de realizar un desvío ilegal y no programado por la zona de guerra. Es posible que estuviera citada con Clavain y que lo recogiera en medio del espacio.

—Entonces derribad esa maldita cosa. No veo cuál es vuestro problema.

—Me temo que ya es tarde para eso. Cuando dedujimos todo esto, el carguero ya había regresado al espacio aéreo de la Convención de Ferrisville. —Remontoire señaló, por encima de su hombro, la línea de habitáis que salpicaban la cara cada vez más oscura de Yellowstone—. A estas alturas, Clavain ya habrá tomado tierra en el Cinturón Oxidado, y sucede que eso se encuentra más en tu territorio que en el mío. A juzgar por tu historial, lo conoces casi tan íntimamente como Ciudad Abismo. Y estoy seguro de que estás deseando hacerme de guía. —Remontoire sonrió y tamborileó un dedo con suavidad sobre su propia sien—. ¿Verdad que sí?

—Aun así, podría matarte. Siempre hay maneras.

—Pero tú también morirías, ¿y de qué te serviría eso? Estamos en posición de negociar, como puedes comprobar. Ayúdanos, ayuda a los combinados, y nos aseguraremos de que nunca llegues a estar bajo custodia de la convención. Les entregaremos un cuerpo, una réplica idéntica clonada a partir de ti, y les diremos que falleciste mientras te reteníamos. De ese modo no solo recuperarás tu libertad, sino que ya no tendrás un ejército de investigadores de la convención tras tus pasos. Podemos proporcionarte recursos económicos y documentación falsificada que resulte creíble. Escorpio estará muerto, pero no hay motivo para que tú no sigas adelante.

—¿Y por qué no lo habéis hecho ya? Si podéis suplantar mi cuerpo, ya podríais haberles entregado un cadáver.

—Pero habrá repercusiones, Escorpio, y muy graves. No es el camino que escogeríamos bajo condiciones normales. Pero en estos momentos nos es más necesario tener a Clavain de vuelta que seguir contando con la buena voluntad de la convención.

—Clavain debe de significar mucho para vosotros.

Remontoire volvió a ocuparse del panel de control y lo manipuló una vez más. Sus dedos tocaban un arpegio propio de un maestro.

—Significa mucho para nosotros, sí. Pero lo que guarda en su cabeza importa mucho más.

Escorpio evaluó su situación. Su instinto de supervivencia chocaba contra su habitual y despiadada eficacia, como siempre sucedía en momentos de crisis personal. Antaño fue Quail, y ahora se trataba de aquel combinado de aspecto delicado, pero con el poder de matarlo con solo pensarlo. Tenía motivos sobrados para admitir que Remontoire era sincero respecto a su amenaza, y que lo entregarían a la convención si no cooperaba. Sin la oportunidad de avisar a Lasher de su regreso, si lo entregaban estaba muerto. Tal vez Remontoire decía la verdad cuando aseguraba que le dejarían irse libre. Pero aunque los combinados mintieran respecto a eso (y Escorpio no lo creía), seguiría teniendo más oportunidades de contactar con Lasher y preparar su huida definitiva. Sonaba como algo que solo un tonto rechazaría. Incluso si eso suponía trabajar (aunque fuese solo por el momento) con alguien al que aún consideraba humano.

—Debes de estar desesperado —dijo.

—Tal vez lo esté —respondió Remontoire—. Pero en todo caso, no creo que sea asunto tuyo. Así pues, ¿vas a hacer lo que te he pedido?

—¿Y si digo que no…?

Remontoire sonrió.

—Entonces no habrá necesidad alguna de ese cadáver clonado.


Aproximadamente cada ocho horas, Antoinette abría la puerta lo suficiente para pasarle comida y agua. Clavain aceptó encantado lo que le ofrecían, y no se olvidó de agradecérselo y no dar la menor muestra de resentimiento porque aún lo mantuvieran encerrado. Ya era mucho que lo hubiera rescatado y lo estuvieran conduciendo hasta las autoridades. Supuso que, en su lugar, él se hubiera fiado todavía menos, en especial porque sabía lo que era capaz de hacer un combinado. No estaba ni mucho menos tan prisionero como ellos se creían.

Su confinamiento perduró durante un día. Notó que el suelo cabeceaba y se inclinaba bajo sus pies al cambiar la nave de patrón de impulso, y cuando Antoinette apareció en la puerta le confirmó, antes de pasarle a través de ella otro bulbo de agua y una barrita nutritiva, que se hallaban en ruta de regreso al Cinturón Oxidado.

—Esos cambios de propulsión —comentó él, mientras extraía el papel que cubría la barra—, ¿a qué obedecían? ¿Corríamos peligro de toparnos con actividad militar?

—No, no exactamente.

—¿Entonces qué?

—Banshees, Clavain. —Debió de detectar su mirada de incomprensión—. Son piratas, bandidos, forajidos, granujas, como quieras llamarlos. Auténticos cabronazos hijos de puta.

—Nunca he oído hablar de ellos.

—No tendrías por qué, salvo que fueses un mercader que trata de ganarse la vida honestamente.

Clavain masticó la barra.

—Ahora repite eso sin reírte.

—Eh, escucha. Infrinjo las normas de vez en cuando, eso es todo. Pero lo que hacen esos gilipollas… convierte lo más ilegal que he cometido yo en algo como… no sé, como una leve infracción de estacionamiento.

—Y estos banshees… ¿he de suponer que antes eran comerciantes?

Ella asintió.

—Hasta que comprendieron que les era más fácil robar cargamento a la gente como yo que transportarlo ellos mismos.

—¿Pero nunca antes habías tenido problemas con ellos?

—Algunos roces. A todo el que transporte algo en el Cinturón Oxidado o sus alrededores lo habrán seguido de cerca los banshees en una u otra ocasión. Por lo general nos dejan tranquilos. El Ave de Tormenta es bastante veloz, así que no constituye una presa fácil para un abordaje por las malas. Y bueno, contamos con otros métodos disuasorios.

Clavain asintió prudente, pensando que sabía exactamente a qué se refería.

—¿Y esta vez?

—Nos han seguido el rastro. Un par de banshees estuvieron pegados a nosotros durante una hora y se mantuvieron a una décima de segundo luz, treinta mil kilómetros. Aquí fuera eso es una porquería de distancia. Pero nos los hemos quitado de encima.

Clavain tomó un sorbo del bulbo con líquido.

—¿Volverán?

—Ni idea. No es normal encontrárselos tan lejos del Cinturón Oxidado. Casi diría…

Clavain arqueó una ceja.

—¿Qué? ¿Qué puede guardar alguna relación conmigo?

—Solo es una idea.

—Te daré otra. Estabais haciendo algo inusual y peligroso: atravesar espacio hostil. Desde el punto de vista de los banshees, podría significar que llevabais una carga valiosa, algo que mereciera su interés.

—Supongo que sí.

—Te prometo que no tengo nada que ver con eso.

—No he pensado que lo tuvieras, Clavain. Es decir, no intencionadamente. Pero en estos tiempos están pasando un montón de cosas raras.

Clavain echó otro trago del bulbo.

—A mí me lo vas a decir.


Le dejaron salir de la cámara estanca ocho horas después. Fue entonces cuando Clavain pudo ver bien por vez primera al hombre al que Antoinette había llamado Xavier. Era un individuo larguirucho, con un rostro agradable y alegre y una mata de pelo brillante y negro con forma de cuenco, que parecía azulado bajo la iluminación interior del Ave de Tormenta. Clavain calculó que debía de tener unos diez o quince años más que Antoinette, aunque estaba dispuesto a admitir que su estimación podía resultar totalmente incorrecta y que ella fuese la mayor de la pareja. En cualquier caso, estaba seguro de que ninguno de los dos había nacido más que unas pocas décadas atrás.

Cuando se abrió la esclusa, comprobó que Xavier y Antoinette seguían llevando los trajes, con los cascos atados al cinto. Xavier se quedó entre las jambas de la puerta y señaló hacia Clavain.

—Quítate el traje. Entonces podrás pasar al resto de la nave.

Clavain asintió e hizo lo que le indicaban. Fue incómodo quitarse el traje en el reducido espacio de la esclusa (en realidad no era cómodo en ningún sitio), pero logró terminar en menos de cinco minutos y se quedó con la capa térmica pegada a la piel.

—Supongo que ya os vale.

—Sí.

Xavier se hizo a un lado y le permitió acceder al volumen principal de la nave. Estaban bajo propulsión, así que pudo andar. Sus pies con calcetines caminaban sin hacer ruido sobre el revestimiento de metal antideslizante del suelo.

—Gracias —dijo Clavain.

—No me lo agradezcas a mí, sino a ella.

Antoinette añadió:

—Xavier opina que deberías quedarte en la esclusa hasta que alcancemos el Cinturón Oxidado.

—No lo culpo por ello.

—Pero si intentas algo… —comenzó a decir Xavier.

—Comprendo. Despresurizaréis toda la nave y moriré, ya que yo no llevo puesto el traje. Tiene mucha lógica, Xavier, es justo lo que yo habría hecho en tu situación. Pero, ¿puedo mostraros algo?

Ellos se miraron dubitativos.

—¿Mostrarnos el qué? —preguntó Antoinette.

—Devolvedme a la cámara estanca y cerrad la puerta.

Hicieron lo que les pedía. Clavain aguardó hasta que sus rostros reaparecieron por la ventanilla y luego él mismo se acercó furtivamente a la puerta, hasta que su cabeza quedó a solo unos cuantos centímetros del mecanismo de cierre y su panel de control asociado. Entrecerró los ojos y se concentró, sacando a la superficie rutinas neuronales que no usaba desde hacía muchos años. Sus implantes detectaron el campo eléctrico generado por la circuitería del cerrojo, y sobre la parte visible del panel superpusieron un laberinto fosforescente de senderos y flujos. Dedujo la lógica del cerrojo y comprendió dónde necesitaba tocar. Los implantes comenzaron a crear por sí mismos un campo más potente, suprimiendo ciertos flujos de corriente y reforzando otros. Habló con el cerrojo y formó una interfaz con el sistema de control.

Le faltaba práctica, pero aun así fue un juego de niños lograr lo que pretendía. El cerrojo hizo un chasquido y la puerta se deslizó a un lado, descubriendo a Antoinette y Xavier, que se quedaron allí con expresión aterrada.

—Échalo al espacio —dijo Xavier—. Échalo ya.

—Esperad —intervino Clavain, alzando las manos—. Solo he hecho esto por un motivo, que es demostraros lo fácil que me hubiera sido salir antes. Podría haber escapado en cualquier momento, pero no lo he hecho. Eso significa que podéis confiar en mí.

—Lo que significa es que deberíamos matarte ya, antes de que intentes algo peor —replicó Xavier.

—Si me matáis estaréis cometiendo un terrible error, os lo aseguro. Esto no me afecta solo a mí.

—¿Y esa es la mejor defensa que puedes ofrecer? —preguntó Xavier.

—Si realmente consideráis que no podéis fiaros de mí, metedme en una caja y soldadla —propuso Clavain en tono razonable—. Dadme un medio de respirar y algo de agua, y sobreviviré hasta que lleguemos al Cinturón Oxidado. Pero por favor, no me matéis.

—Suena como si lo dijera en serio, Xave —comentó Antoinette.

Xavier respiraba con pesadez. Clavain comprendió que aquel hombre seguía teniendo un miedo atroz por lo que él fuera capaz de hacer.

—No puedes trastear con nuestras cabezas, ya lo sabes. Ninguno tenemos implantes.

—No es algo que me haya planteado.

—Ni tampoco con la nave —añadió Antoinette—. Has sido afortunado con esa esclusa, pero la mayoría de los sistemas críticos de la nave son optoelectrónicos.

—Tienes razón —dijo él, ofreciendo las palmas de sus manos—. No puedo tocarlos.

—Creo que tenemos que confiar en él —dijo Antoinette.

—Sí, pero solo con que… —Xavier se interrumpió y miró a Antoinette. Había oído algo.

Clavain también lo había escuchado: una campanilla en otra parte de la nave, seca y repetitiva.

—Alerta de proximidad —musitó Antoinette. —Banshees —dijo Xavier.


Clavain los siguió a través de las traqueteantes entrañas metálicas de la nave hasta que llegaron a una cubierta de vuelo. Las dos figuras con traje entraron por delante de él y se amarraron a unos enormes asientos de aceleración de aspecto anticuado. Mientras Clavain buscaba algún lugar para sujetarse él también, echó una ojeada al puente, la cubierta o como lo llamara Antoinette. Aunque en términos de potencia, funcionamiento y elegancia tecnológica estaba tan alejado de una corbeta o de la Sombra Nocturna como era posible en una nave espacial, no tuvo problemas para orientarse. Era fácil tras haber presenciado tantos siglos de diseño de naves y haber vivido tantos ciclos de descubrimientos y abandonos tecnológicos. Era, simplemente, cuestión de desempolvar el juego de recuerdos adecuado.

—Allí —dijo Antoinette, clavando un dedo en la esfera del radar—. Dos de esos cabrones, igual que antes. —Hablaba en voz baja, sin duda para que solo Xavier lo oyera.

—Veintiocho mil kilómetros —replicó él con el mismo tono, casi un susurro, mientras estudiaba por encima del hombro de la chica los dígitos descendentes del indicador de distancia—. Acercándose a… quince kilómetros por segundo, en una trayectoria de intercepción casi perfecta. Empezarán a frenar pronto, listos para la aproximación final y el abordaje.

—Entonces estarán aquí en… ¿cuánto? —Clavain hizo algunos cálculos en su cabeza—. ¿Treinta, cuarenta minutos?

Xavier lo miró fijamente, con una extraña expresión en el rostro.

—¿Quién te ha preguntado?

—Creía que podríais valorar mi opinión sobre el tema.

—¿Te has enfrentado antes a los banshees, Clavain? —preguntó Xavier.

—Hasta hace unas horas, no creo ni haber oído hablar de ellos.

—En tal caso no creo que vayas a ser de gran utilidad, ¿no te parece?

Antoinette volvió a hablar en voz baja:

—Xave… ¿cuánto calculas tú que nos queda antes de que tenerlos encima?

—Suponiendo el esquema de aproximación habitual y las tolerancias de deceleración…, treinta…, treinta y cinco minutos.

—Así que Clavain no iba tan desencaminado.

—Pura chiripa —dijo Xavier.

—En realidad no ha habido nada de chiripa —replicó Clavain, mientras desplegaba un faldón de la pared y se envolvía con él—. Puede que no haya tratado antes con banshees, pero sí que me he enfrentado a escenarios de aproximación y abordaje hostil. —Decidió que sería mejor que no supieran que normalmente había sido él quien hacía el abordaje hostil.

—Bestia —dijo Antoinette, alzando la voz—, ¿están listos esos patrones de evasión que ya hemos lanzado antes?

—Las rutinas relevantes están cargadas y dispuestas para su ejecución inmediata, señorita. No obstante, existe un problema nada desdeñable.

Antoinette suspiró.

—Suéltalo, Bestia.

—Nuestros márgenes de consumo de combustible ya son exiguos, señorita. Y un patrón evasivo devorará de manera importante nuestras reservas.

—¿Nos queda lo bastante como para lanzar otro patrón y aun así alcanzar el cinturón antes de que el infierno se congele?

—Sí, señorita, pero con muy poco…

—Vale, vale. —Los guanteletes de las manos de Antoinette ya estaban sobre los controles, listos para ejecutar las salvajes maniobras que convencerían a los banshees de no enfrentarse a ese carguero en particular.

—No lo hagas —dijo Clavain.

Xavier lo miró con expresión de puro desdén.

—¿Qué?

—He dicho que no lo hagas. Podemos asumir que son los mismos banshees de antes. Ya han detectado vuestros patrones de evasión, así que conocen exactamente de lo que sois capaces. Puede que antes les hiciera pararse a pensárselo, pero podéis estar seguros de que ya han decidido que el riesgo merece la pena.

—No lo escuches… —dijo Xavier.

—Todo lo que conseguiréis así es consumir un fuel que podríais necesitar más adelante. No supondrá la menor diferencia. Confía en mí, lo he visto mil veces en casi el mismo número de guerras.

Antoinette lo miró inquisitiva.

—¿Entonces qué cojones quieres que haga, Clavain? ¿Sentarme aquí a esperar y recibirlos con una sonrisa?

Él sacudió la cabeza.

—Antes mencionaste unos sistemas disuasorios adicionales. Tengo la sensación de saber a qué te referías.

—Oh, no.

—Debes de tener armas, Antoinette. En estos tiempos, sería de estúpidos no tenerlas.

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