Clavain no supo si reír o llorar cuando vio las armas y comprendió lo anticuadas e ineficaces que resultaban, incluso comparadas con las más antiguas y menos letales de una corbeta combinada o de una lancha de asalto demarquista. Resultaba evidente que las habían ido improvisando a lo largo de varios siglos, a partir de saldos de segunda mano en el mercado negro, y que habían dado más importancia a lo molonas y peligrosas que parecieran que al daño que realmente pudieran infligir. Aparte del puñado de armas de fuego almacenadas dentro de la nave, para cuando fuera necesario repeler un abordaje, el grueso del armamento se escondía en escotillas ocultas en el casco o se amontonaba en vainas dorsales o ventrales que hasta entonces Clavain había supuesto que albergaban matrices de sensores o equipo. Ni siquiera estaban operativas todas las armas. Alrededor de una tercera parte nunca había funcionado o se habían estropeado con el tiempo, o simplemente se habían quedado sin munición o sin la fuente de energía que necesitaran para funcionar.
Para acceder a las armas, Antoinette había echado a un lado un panel disimulado en el suelo. Del hueco había emergido lentamente una gruesa columna metálica que, al tiempo que ascendía, fue desplegando brazos de control y aparatos de visualización. Un plano del Ave de Tormenta rotaba dentro de una esfera, y las armas activas parpadeaban en color rojo. Estaban conectadas con la red central de aviónica mediante serpenteantes rutas de datos escarlatas. Otras esferas y lecturas del panel principal mostraban el volumen espacial inmediato alrededor de la nave, en varias escalas. En la ampliación de menor grado, las naves banshees eran visibles como débiles ecos de radar, borrones sin definir que se acercaban poco a poco al carguero.
—Quince mil kilómetros —anunció Antoinette.
—Sigo diciendo que ejecutemos el patrón de evasión —murmuró Xavier.
—Quemad ese combustible cuando lo necesitéis, no antes —dijo Clavain—. Antoinette, ¿están desplegadas esas armas?
—Todo lo que tenemos.
—Bien. ¿Te importa que te pregunte por qué eras reticente a extenderlas antes?
Ella tecleó en los controles, ajustando los despliegues de las armas y redirigiendo los flujos de datos por zonas menos congestionadas de la red.
—Por dos motivos, Clavain. Uno: hay pena de muerte por pensar siquiera en instalar armas en una nave civil. Dos: todas esas jugosas armas podrían ser el incentivo final que necesitan los banshees para venir a desvalijarnos.
—No llegaremos a tanto. No si confiáis en mí.
—¿Confiar en ti, Clavain?
—Dejad que me siente aquí y opere esas armas.
Antoinette miró a Xavier.
—Ni en un millón de años.
Clavain se recostó y se cruzó de brazos.
—En ese caso, cuando me necesitéis ya sabéis dónde estoy.
—Lanza el patrón… —comenzó a decir Xavier.
—No. —Antoinette tecleó algo.
Clavain notó que toda la nave temblaba.
—¿Que ha sido eso?
—Un disparo de advertencia —respondió ella.
—Bien, yo habría hecho lo mismo.
El disparo había consistido probablemente en una bala de posta, un cilindro de hidrógeno en espuma acelerado hasta unas cuantas decenas de kilómetros por segundo mediante un pequeño y grueso cañón lineal. Clavain conocía bien el hidrógeno en fase de espuma, era una de las principales armas que quedaban en el arsenal demarquista, ahora que ya no podían manipular la antimateria en cantidades útiles para propósitos militares.
Los demarquistas extraían el hidrógeno de los corazones oceánicos de los gigantes gaseosos. Bajo condiciones de espeluznante presión, el hidrógeno experimentaba la transición a un estado metálico, en parte similar al mercurio, pero miles de veces más denso. Por lo general, ese estado metálico era inestable. Bastaba con liberar la presión que lo confinaba y revertiría a un gas de baja densidad. Por el contrario, la fase de espuma era solo cuasi inestable, y con la manipulación adecuada podía permanecer en estado metálico incluso cuando la presión externa descendiera en varios órdenes de magnitud. Envasado en proyectiles y balas trazadoras, la munición de fase de espuma estaba diseñada para mantener la estabilidad hasta el impacto, en cuyo momento estallaría con efectos catastróficos. Las armas de fase de espuma se usaban como dispositivos destructivos por derecho propio, pero también como iniciadores para las bombas de fusión/fisión.
Clavain comprendió que Antoinette estaba en lo cierto. Un cañón corto de fase de espuma podía considerarse una antigualla en términos militares, pero solo pensar en poseer un arma como esa bastaba para enviar a alguien a la muerte neuronal irreversible.
Observó cómo la mancha de la posta trazadora recorría, como una luciérnaga, la distancia hasta las cercanas naves piratas y fallaba por solo decenas de kilómetros.
—No se detienen —anunció Xavier, varios minutos después.
—¿Cuántas postas más tienes? —preguntó Clavain.
—Una —respondió Antoinette.
—Resérvala. Aún estamos demasiado lejos, pueden fijar un radar sobre la bala y esquivarla antes de que los alcance.
Clavain se soltó del faldón extensible y retrepó toda la longitud del puente hasta situarse justo detrás de Antoinette y Xavier. Cuando tuvo la posibilidad de estudiar mejor el zócalo de armas, comprobó mentalmente su funcionalidad.
—¿Qué más tienes?
—Dos excímeros de un gigavatio —respondió Antoinette—. Un bóser Breitenbach de tres milímetros con un precursor de protón-electrón. Un par de cañones de postas de estado sólido, de corto alcance, con un ritmo de fuego de un megahercio. Y un gráser de pulso en cascada de un solo uso… no estoy muy segura del rendimiento.
—Probablemente medio gigavatio. ¿Qué es eso? —Clavain señaló la única arma activa que Antoinette no le había descrito.
—¿Eso? Eso es un mal chiste. Una ametralladora de repetición.
Clavain asintió.
—No, eso es bueno. No desprecies las repetidoras, tienen su utilidad.
Xavier habló:
—Captamos los penachos de propulsión inversa. El Doppler indica que están frenando.
—¿Los hemos asustado? —preguntó Clavain.
—Lo siento, pero no. Esto parece por completo la típica aproximación banshee —replicó Xavier.
—Mierda —dijo Antoinette.
—No hagáis nada hasta que se encuentren más cerca —advirtió Clavain—, mucho más cerca. No os atacarán, no van a arriesgarse a dañar vuestro cargamento.
—Te recordaré eso cuando nos estén rajando la garganta —dijo Antoinette.
Clavain arqueó una ceja.
—¿Es eso lo que hacen?
—En realidad, eso se encuentra en el extremo agradablemente humanitario de su espectro.
Los siguientes veinte minutos se contaron entre los más tensos que Clavain podía recordar. Comprendía cómo se debían de sentir sus anfitriones, y simpatizaba con su deseo de disparar contra el enemigo. Pero hubiese sido un suicidio. Las armas de haces no tenían la potencia suficiente para garantizar la destrucción del oponente, y las de proyectiles eran demasiado lentas como para ser de alguna eficacia, salvo a muy corta distancia. Como mucho, podrían lograr derribar a un banshee, pero no a los dos a la vez. Al mismo tiempo, Clavain se preguntaba por qué los banshees no habían tomado en consideración el disparo de advertencia. Antoinette les había dado indicios sobrados de que robar su hipotética carga no sería fácil. Clavain había supuesto que decidirían reducir pérdidas y pasar a una víctima menos ágil y peor armada. Pero según Antoinette, ya era raro que los banshees hicieran incursiones tan en el interior de la zona.
Cuando la distancia bajó de los cien kilómetros, las dos naves se ralentizaron y se separaron. Una de ellas dio la vuelta hasta el otro hemisferio antes de retomar su aproximación. Clavain estudió la captura visual ampliada de la nave más próxima. La imagen era borrosa (la óptica del Ave de Tormenta no era de categoría militar), pero bastó para despejar cualquier duda que pudieran albergar sobre la identidad de la nave. La captura mostraba una nave civil de cintura de avispa, un poco más pequeña que el Ave de Tormenta. Pero era totalmente negra e iba tachonada de garfios y armas soldadas. Unas quebradas marcas de neón en el casco recordaban a calaveras y dientes de tiburón.
—¿De dónde vienen? —preguntó Clavain.
—Nadie lo sabe —dijo Xavier—. De algún sitio de la región de Yellowstone y el Cinturón Oxidado, pero, aparte de eso…, nadie tiene una maldita pista.
—¿Y las autoridades lo toleran?
—Las autoridades no pueden hacer una mierda al respecto. Ni los demarquistas ni la Convención de Ferrisville. Por eso todo el mundo se caga en los pantalones al ver a los banshees. —Xavier le guiñó un ojo—. Ya te digo, incluso si vosotros os hacéis con el poder, no va a ser ningún paseo. No mientras los banshees sigan por aquí.
—Por suerte, casi seguro que no será problema mío —dijo Clavain.
Las dos naves se aproximaron lentamente para cercar al Ave de Tormenta por ambos lados. La vista óptica se aclaró, lo que permitió a Clavain detectar puntos fuertes y débiles, y hacer unas cuantas suposiciones sobre la capacidad armamentística de las naves hostiles. Los posibles escenarios pasaban por su mente a decenas. A sesenta kilómetros asintió y habló con frialdad y calma.
—Muy bien, escuchadme con atención. Con este alcance tenéis la posibilidad de hacerles daño, pero solo si me escucháis y hacéis exactamente lo que yo diga.
—Creo que no deberíamos hacerle caso —intervino Xavier.
Clavain se pasó la lengua por los labios.
—Podéis, pero entonces moriréis. Antoinette, quiero que configures el siguiente patrón de disparo en modo preprogramado, sin mover en realidad ninguna de las armas hasta que te lo indique. Podéis apostar a que los banshees nos tienen en sus pantallas y estarán observando lo que sucede.
Antoinette lo miró y asintió, con las manos dispuestas sobre los controles.
—Adelante, Clavain.
—Golpea la nave de estribor con un pulso excímero de dos segundos, todo lo cerca que puedas de la mitad del casco. Allí hay un cúmulo de sensores, y queremos dejarlo fuera de combate. Al mismo tiempo utiliza el cañón de postas de disparo rápido para lanzar una ráfaga sobre la nave de babor, digamos una salva de un megahercio mantenida durante cien milisegundos. Eso no los matará, pero no se librarán de que dañemos esa plataforma de lanzamiento y probablemente los garfios acaben doblados. En cualquier caso provocará una respuesta, y eso es bueno.
—¿Lo es? —Antoinette ya estaba programando el patrón de fuego en el teclado.
—Claro. ¿Ves cómo mantiene el casco en ese ángulo? Por el momento está conservando una postura defensiva, debido a que sus armas principales son delicadas. Ahora que están desplegadas, no quiere situarlas en nuestro campo de fuego hasta que pueda garantizar un impacto. Y cree que atacaremos primero con nuestros juguetes más bestias.
Antoinette se iluminó.
—Lo que no habremos hecho.
—En efecto. Entonces es cuando atacamos a ambas naves con el Breitenbach.
—¿Y el gráser de un solo uso?
—Mantenlo en reserva. Es nuestra baza ganadora a medio alcance y no queremos jugarla hasta que corramos mucho mas peligro que ahora.
—¿Y la ametralladora de repetición?
—La guardaremos para los postres.
—Espero que no estés tomándonos el pelo, Clavain —le advirtió Antoinette.
Él sonrió.
—Yo también lo espero sinceramente.
Las dos naves prosiguieron su aproximación. Ahora ya resultaban visibles a través de las ventanillas de la cabina: puntos negros que, de vez en cuando, destellaban con espigas blancas o violáceas provenientes de los propulsores de dirección. Los puntos se agrandaron y pasaron a ser monedas. Las monedas adquirieron una forma mecánica rígida, hasta que Clavain pudo distinguir claramente el diagrama de neón de las naves piratas. Solo habían encendido las insignias durante su acercamiento final. A partir de ese momento, la necesidad de reducir velocidad mediante llamaradas de propulsión extinguía toda posibilidad de permanecer camuflados contra la oscuridad del espacio. Las marcas estaban allí para inspirar miedo y pánico, como la bandera pirata de los viejos barcos que navegaban por el mar.
—Clavain…
—En unos cuarenta y cinco segundos, Antoinette. Pero ni un instante antes, ¿lo entiendes?
—Estoy preocupada, Clavain.
—Es natural. Pero eso no significa que vayas a morir.
Fue entonces cuando notó que la nave volvía a temblar. Fue casi la misma agitación que la vez anterior, cuando el cañón de fase de espuma había hecho fuego con un disparo de advertencia, solo que en esta ocasión fue más sostenido.
—¿Qué acaba de suceder? —preguntó Clavain.
Antoinette frunció el ceño.
—Yo no…
—¿Xavier? —restalló Clavain.
—Yo no he sido, chico. Debe de haber sido la…
—¡Bestia! —gritó Antoinette.
—Le ruego que me perdone, señorita, pero uno…
Clavain comprendió que la nave había tomado por sí misma la decisión de disparar el cañón de postas a un megahercio. Lo había apuntado contra el banshee de babor, como él había especificado, pero con demasiada antelación.
El Ave de Tormenta volvió a sacudirse. El puente de vuelo se encendió con bloques de destellos rojos. Un claxon comenzó a chillar. Clavain notó un golpe de aire y de inmediato oyó el rápido cierre secuencial de los mamparos.
—Acabamos de recibir un impacto —dijo Antoinette—. En mitad de la nave.
—Tenéis un grave problema —respondió Clavain.
—Gracias, ya me he dado cuenta de eso.
—Golpea al banshee de estribor con el ex…
El Ave de Tormenta se zarandeó de nuevo, y en esta ocasión la mitad de las luces de la consola se apagaron. Clavain supuso que uno de los piratas acababa de alcanzarlos con una posta penetrante equipada con una ojiva de pulso electromagnético. Una lástima, por muy orgullosa que se sintiera Antoinette, que todos los sistemas críticos estuviesen encaminados a través de enlaces optoelectrónicos…
—Clavain… —La chica lo miró con ojos salvajes y asustados—. No logro que funcionen los excímeros…
—Prueba una ruta diferente.
Los dedos de Antoinette volaron sobre los controles y Clavain observó cómo cambiaba la red de conexiones de datos cuando indicó a los paquetes que viajaran por diferentes rutas. La nave volvió a sacudirse. Clavain se agachó y miró por la ventanilla de babor. El banshee ya se cernía enorme, y contrarrestaba su aproximación con un estallido continuo de propulsión inversa. Pudo ver cómo se desplegaban los garfios y las garras, que se articulaban y se alejaban del casco como las extremidades ganchudas y puntiagudas de un insecto negro muy complejo que surgía de su crisálida.
—Date prisa —dijo Xavier, al ver lo que se proponía Antoinette.
—Antoinette. —Clavain habló con tanta tranquilidad como pudo—. Deja que me encargue yo. Por favor.
—¿Y de qué cojones…?
—Tú deja que me encargue.
Antoinette inspiró y exhaló durante cinco o seis segundos, sin hacer otra cosa que mirarlo, y entonces se quitó el cinturón y salió del asiento. Clavain asintió y se apretó para poder pasar junto a ella. Se instaló frente a los controles de las armas.
Ya estaba familiarizado con ellos. Para cuando sus manos tocaron el teclado, sus implantes ya habían comenzado a acelerar la velocidad de su consciencia subjetiva. Todo lo que tenía alrededor se movía lento como un glaciar, tanto las expresiones de los rostros de sus anfitriones como el parpadeo de los mensajes de aviso del panel de control. Hasta sus manos se desplazaban como si atravesaran melaza, y la demora entre que enviaba una señal nerviosa y sus manos respondían a ella era bastante significativa. Pero estaba acostumbrado. Ya lo había hecho antes, demasiadas veces, y comprendía la necesidad de hacer concesiones a la lentitud de respuesta de su propio cuerpo.
Cuando su ritmo de consciencia alcanzó una velocidad quince veces superior a lo normal (de modo que cada segundo real era para él como quince), Clavain se situó en una llanura de calma distante. En la guerra, un segundo era mucho tiempo. Quince segundos, una eternidad. Se podían hacer muchas cosas, se podía pensar mucho en quince segundos.
Vamos allá. Comenzó a disponer las rutas óptimas de control para las armas que les quedaban. La telaraña se transformó y se reconfiguró. Clavain analizó cierto número de posibles soluciones y se obligó a aceptar solo la mejor. Podría llevarle dos segundos reales encontrar la disposición ideal de flujos de datos, pero sería un tiempo bien invertido. Estudió la esfera del radar de corto alcance, sorprendido al comprobar que su ciclo de actualización parecía tan lento como el palpitar de un inmenso corazón.
Ya estaba. Había recuperado el control de los cañones excímeros. Todo lo que necesitaba a partir de ese momento era una estrategia corregida para enfrentarse al cambio de situación. Su mente tardaría algunos segundos (segundos reales) en procesarla.
Iba a ir muy justo.
Pero pensó que lo lograría.
Los esfuerzos de Clavain destruyeron un banshee y dejaron al otro lisiado. La nave dañada huyó renqueante de regreso a la oscuridad, con su dibujo de neón parpadeando espasmódicamente como una luciérnaga en cortocircuito. Unos cincuenta segundos después detectaron el destello de su antorcha de fusión y la vieron descender por delante de ellos, en dirección hacia el Cinturón Oxidado.
—Cómo hacer amigos e influir en la gente —dijo Antoinette, al ver cómo se alejaba escorada la nave dañada. Le habían volado la mitad del casco, dejando al aire una confusión de esqueléticas entrañas que escupían espirales grises de vapor—. Buen trabajo, Clavain.
—Gracias —dijo él—. A no ser que me equivoque de lado a lado, eso son dos razones para que confiéis en mí. Y ahora, si no os molesta, voy a tener que desmayarme.
Y se desmayó.
El resto del viaje transcurrió sin incidentes. Clavain siguió inconsciente durante ocho o nueve horas tras la batalla contra los banshees, mientras su mente se recuperaba del esfuerzo por un período tan prolongado de consciencia acelerada. A diferencia de Skade, su cerebro no estaba diseñado para soportar algo así durante más de uno o dos segundos reales, y había sufrido el equivalente a un enorme y repentino golpe de calor.
Pero no hubo efectos secundarios duraderos, y se había ganado la confianza de sus nuevos compañeros. Era un precio que estaba más que dispuesto a pagar. Durante el resto del trayecto fue libre de ir a cualquier parte de la nave que desease, mientras los otros dos se iban deshaciendo poco a poco de las capas externas de sus trajes espaciales. Los banshees no regresaron y el Ave de Tormenta no se topó con actividades militares adicionales. Sin embargo, Clavain seguía sintiendo la necesidad de ser útil y, con el consentimiento de Antoinette, ayudó a Xavier con cierto número de reparaciones y mejoras en vuelo. Los dos se pasaron horas incrustados en reducidos espacios llenos de cables o hurgando a través de capas de arcaico código fuente.
—En realidad no te puedo culpar por no haber confiado antes en mí —dijo Clavain, cuando Xavier y él estaban a solas.
—Me preocupo por ella.
—Eso resulta evidente. Y Antoinette corrió un gran riesgo al venir aquí fuera a rescatarme. En tu situación, yo también habría hecho lo posible por desalentarla.
—No te lo tomes como algo personal.
Clavain pasó un estilo por el compad que mantenía en equilibrio sobre sus rodillas y retrazó una serie de pasos lógicos entre la red de control y el cúmulo de comunicaciones dorsal.
—No lo hago.
—¿Y qué me dices de ti, Clavain? ¿Qué pasará cuando lleguemos al Cinturón Oxidado?
Clavain se encogió de hombros.
—Es cosa vuestra, podéis dejarme donde os convenga. El Carrusel Nueva Copenhague es un sitio tan bueno como cualquier otro.
—¿Y después qué?
—Me entregaré a las autoridades.
—¿Los demarquistas?
Clavain asintió.
—Aunque para mí hubiese sido mucho más peligroso aproximarme a ellos directamente, aquí en espacio abierto. Tendrá que ser mediante una facción neutral, como la convención.
Xavier asintió.
—Espero que consigas lo que buscas. Tú también has asumido riesgos.
—No por primera vez, te lo aseguro. —Clavain se detuvo y bajó la voz. No era necesario, pues se encontraban a varias decenas de metros de Antoinette, pero no obstante sintió el impulso de hacerlo—. Xavier… ya que estamos solos… hay algo que tengo ganas de preguntarte.
Xavier lo miró a través de unas rayadas gafas grises de visualización de datos.
—Adelante.
—Deduzco que conocías al padre de Antoinette, y que te encargaste de las reparaciones de esta nave mientras él era el dueño.
—Muy cierto.
—Entonces supongo que lo sabrás todo sobre la nave, quizá más que Antoinette.
—Antoinette es una piloto condenadamente buena, Clavain.
Clavain sonrió.
—Lo cual es un modo educado de decir que no está muy interesada en los aspectos técnicos de la maquinaria.
—Como tampoco lo estaba su padre —dijo Xavier, un poco a la defensiva—. Sacar adelante una empresa comercial como esta ya es lo bastante complicado sin tener que preocuparse de cada subrutina.
—Lo comprendo. Yo tampoco soy un experto, pero antes no he podido evitar darme cuenta, cuando la subpersona intervino… —Dejó el comentario colgando.
—Pensaste que fue extraño.
—Casi logra que nos maten —dijo Clavain—. Disparó demasiado pronto, contra mis órdenes directas.
—No eran órdenes, Clavain, solo recomendaciones.
—Culpa mía. Pero lo importante es que no debería haber sucedido algo así. Aunque la subpersona tuviera algún control sobre las armas (y en una nave civil eso se consideraría inusual, por decir algo), seguiría sin poder actuar sin una orden directa. Y, desde luego, no debería haberse asustado.
La carcajada de Xavier fue brusca y nerviosa.
—¿Asustarse?
—Esa es la impresión que me dio. —Clavain no lograba ver los ojos de Xavier detrás de las gafas de datos.
—Las máquinas no se asustan, Clavain.
—Lo sé. Y menos las subpersonas de nivel gamma, que es lo que debería ser Bestia.
Xavier asintió.
—Entonces no ha podido asustarse, ¿verdad?
—Supongo que no. —Clavain frunció el ceño y volvió a su compad. Arrastraba el estilo entre los ganglios brillantes de sendas lógicas como alguien que revolviera un plato de espaguetis.
Atracaron en el Carrusel Nueva Copenhague. Clavain estaba dispuesto a seguir por su cuenta desde ese mismo momento, pero Antoinette y Xavier no iban a permitirlo. Insistieron en que continuara junto a ellos para disfrutar de una cena de despedida en cualquier rincón del carrusel. Tras reflexionar durante unos momentos, Clavain accedió con alegría. Solo le llevaría un par de horas y le proporcionaría una valiosa oportunidad de aclimatarse antes de comenzar lo que, se imaginaba, sería un peligroso viaje en solitario. Y todavía creía que les debía dar las gracias, en especial después de que Xavier le permitiera llevarse lo que quisiera de su vestuario.
Clavain era más alto y delgado que Xavier, así que le hizo falta cierta creatividad para poder vestirse sin tener la impresión de que se llevaba algo especialmente valioso. Se quedó con la capa interior pegada a la piel del traje espacial, que disimuló bajo un abultado chaleco de cuello alto que se parecía, lejanamente, a la clase de chaquetas inflables que los pilotos se ponían cuando hacían un amerizaje. Encontró unos pantalones negros holgados que le caían hasta las espinillas y que le quedaban fatal, incluso con la capa interior, hasta que encontró un par de raídas botas negras que le llegaban casi hasta las rodillas. Cuando se inspeccionó en un espejo, llegó a la conclusión de que parecía más raro que estrambótico, lo que en su opinión era un paso en la buena dirección. Por último se recortó la barba y el bigote y se arregló el pelo, que peinó hacia atrás desde la frente en níveas oleadas.
Antoinette y Xavier lo estaban esperando, ya vestidos. Tomaron un tren intraborde para ir de una zona del Carrusel Nueva Copenhague a otra. Antoinette le explicó que la línea había sido instalada después de que se destruyeran los radios. Hasta entonces, el camino más rápido para ir al otro lado era subir hasta el centro y volver a bajar y, cuando al fin se pudo instalar la línea intraborde, no pudo adoptar la ruta más directa. Zigzagueaba a lo largo del borde, viraba de forma brusca y a veces tomaba desvíos que lo llevaban hasta la superficie del hábitat, solo para evitar una finca interior realmente cara. Cuando la dirección de avance del tren variaba respecto al vector de rotación del carrusel, Clavain notaba que su estómago se anudaba y se soltaba con gran variedad de formas, pero todas ellas mareantes. Le recordó a las inserciones de las naves de evacuación en la atmósfera marciana.
Regresó bruscamente al presente cuando el tren llegó a una enorme plaza interior. Desembarcaron hasta un andén de suelo transparente y paredes de cristal que colgaba a muchas decenas de metros de altura sobre un paisaje asombroso.
Bajo sus pies, atravesada en el muro interior del borde del carrusel, estaba la parte delantera de una enorme nave espacial. Era un diseño redondeado y de morro achatado. Tenía arañazos, boquetes y la habían despojado de todos sus apéndices (vainas, espinas y antenas). Las ventanas de la cabina de la nave, que rodeaban en semicírculo el poste del morro, no eran más que aberturas negras hechas pedazos, como cuencas oculares. Alrededor del cuello de la nave, donde confluía con la capa del carrusel, había una espuma gris congelada, un sellante de emergencia solidificado que poseía la textura porosa de la piedra pómez.
—¿Qué sucedió aquí? —preguntó Clavain.
—Un puto imbécil llamado Lyle Merrick —dijo Antoinette.
Xavier se encargó de contarle la historia.
—Esa es la nave de Merrick, o lo que queda de ella. Esa cosa era una gabarra de propulsión química, prácticamente el tipo de vehículo más primitivo que se ganaba la vida en el Cinturón Oxidado. Merrick se mantenía a flote en su negocio porque contaba con los clientes adecuados: gente de la que las autoridades jamás sospecharían que confiaban su cargamento a semejante montón de mierda. Pero un día, Merrick se metió en problemas.
—Fue hace unos dieciséis o diecisiete años —añadió Antoinette—. Las autoridades lo perseguían, con la intención de obligarlo a permitir que lo abordaran para inspeccionar su carga. Merrick trataba de ocultarse, pues al otro lado del carrusel había un pozo de reparaciones en el que justo cabía su nave. Pero no logró llegar hasta allí. La pifió en la aproximación, o perdió el control, o simplemente se rajó. Ese maldito gilipollas se estampó de lleno contra el borde.
—Solo estás viendo una pequeña parte de la nave —dijo Xavier—. El resto, que colgaba por detrás, era en su mayoría un tanque de combustible. Incluso con la catálisis de fase de espuma, se necesita un montón de fuel para un cohete químico. Cuando la parte frontal impactó, atravesó limpiamente el borde del carrusel y lo deformó con la fuerza del golpe. Lyle logró pasar, pero los tanques de combustible volaron por los aires. Ahí afuera hay un cráter enorme, incluso en la actualidad.
—¿Víctimas? —preguntó Clavain.
—Unas cuantas —respondió Xavier.
—Más que unas cuantas —añadió Antoinette—. Unos cuantos cientos.
Le contaron que unos hiperprimates con traje espacial habían sellado el borde, con solo unas pocas bajas en el equipo de emergencia. Los animales habían hecho tan buen trabajo para sellar el hueco entre la lanzadera y la pared del borde, que se decidió que lo más seguro era dejar los restos de la nave exactamente donde estaban. Y contrataron a caros diseñadores para dar al resto de la plaza un fiel lavado de cara.
—Lo llaman «un eco de la brutal intrusión de la nave» —dijo Antoinette.
—Claro —comentó Xavier—, y también «un comentario sobre el accidente mediante una serie de gestos arquitectónicos cargados de ironía, sin perder la inmediata primacía espacial del acto transformativo por sí mismo».
—Un puñado de capullos demasiado bien pagados, es lo que digo yo —zanjó Antoinette.
—La idea de venir aquí ha sido tuya —respondió Xavier.
Había un bar construido en el cono nasal de la nave naufragada. Clavain sugirió, con tacto, que se colocaran en el lugar más discreto posible. Localizaron una mesa en la esquina, cerca de un profundo y oscuro tanque de agua hirviendo. Los calamares flotaban en el agua y sus cuerpos cónicos parpadeaban con anuncios.
Un gibón les trajo las cervezas. Las atacaron con entusiasmo, incluido Clavain, que no sentía una afición especial por el alcohol. Pero la bebida estaba fría y resultaba refrescante, y bajo el espíritu de celebración que los envolvía, hubiese bebido contento cualquier cosa. Solo esperaba no arruinarlo todo al revelar lo lúgubre que se sentía en realidad.
—Entonces, Clavain… —dijo Antoinette—, ¿vas a contarnos de qué va todo esto, o nos dejarás con la incógnita?
—Ya sabéis quién soy —respondió él.
—Sí. —Antoinette miró a Xavier—. O eso creemos. No lo has negado hasta ahora.
—En ese caso, también sabréis que ya deserté en una ocasión.
—Hace mucho —dijo ella.
Clavain se fijó en que Antoinette despegaba con gran cuidado la etiqueta de su botella de cerveza.
—A veces parece que fue ayer. Pero en realidad han pasado cuatrocientos años, década arriba, década abajo. Durante la mayor parte de ese tiempo he estado más que dispuesto a servir a mi gente. Desertar no es, realmente, algo que me tome a la ligera.
—Y entonces, ¿por qué ese gran cambio de lealtades? —preguntó ella.
—Está a punto de suceder algo muy malo. No puedo deciros qué con exactitud, no conozco toda la historia, pero sé lo bastante como para asegurar que existe una amenaza, una amenaza externa, que va a suponer un gran peligro para todos nosotros. No solo para los combinados, no solo para los demarquistas, sino para todos. Ultras, skyjacks, incluso vosotros.
Xavier contempló su cerveza.
—Y con esa agradable noticia…
—No quería aguaros la fiesta, solo explico cómo están las cosas. Existe una amenaza y todos nos encontramos en peligro, pero ojalá no fuera así.
—¿Qué clase de amenaza? —preguntó Antoinette.
—Si lo que descubrí era correcto, es alienígena. Desde hace algún tiempo sabemos, es decir, los combinados saben, que ahí fuera existen seres hostiles. Y me refiero a hostiles de forma activa, no solo ocasionalmente peligrosos e impredecibles como los malabaristas de formas o los amortajados. Y es un peligro palpable, ya han supuesto una amenaza real para algunas de nuestras expediciones. Los llamamos los lobos. Creemos que son máquinas y que, de algún modo, solo ahora hemos comenzado a provocar una respuesta por su parte. —Clavain hizo una pausa, seguro de que contaba con la atención de sus jóvenes anfitriones. No lo preocupaba en exceso revelar cosas que técnicamente eran secretos de los combinados. En muy poco tiempo confiaba en contar justo las mismas cosas a las autoridades demarquistas. Cuánto antes se extendieran las noticias, mejor.
—Y esas máquinas… —dijo Antoinette—, ¿desde cuándo sabéis de su existencia?
—Lo suficiente. Durante décadas hemos sido conscientes de la amenaza de los lobos, pero parecía que no provocarían ningún problema en la zona siempre que tomáramos ciertas precauciones. Por eso dejamos de construir naves espaciales: estaban atrayendo a los lobos en nuestra dirección, como si fueran boyas. Hasta ahora no habíamos descubierto un modo de hacer nuestras naves más discretas. Existe una facción en el Nido Madre, dirigida, o al menos influida, por Skade…
—Ya mencionaste antes ese nombre —dijo Xavier.
—Skade me está dando caza. No quiere que llegue hasta las autoridades, porque sabe lo peligrosa que es la información que poseo.
—¿Y qué ha estado haciendo esa facción?
—Construir una flota para el éxodo —les reveló Clavain—. La he visto. Es, de sobra, lo bastante grande como para trasladar a todos los combinados de este sistema. Básicamente, están planeando la evacuación. Han determinado que es inminente un ataque a gran escala de los lobos, o, en todo caso, eso es lo que yo he deducido, y han decidido que lo mejor que pueden hacer es huir.
—¿Y qué resulta tan terrible en todo eso? —Preguntó Xavier—. Nosotros haríamos lo mismo, si significara salvar el pellejo.
—Tal vez —dijo Clavain, que sentía una extraña admiración por el cinismo del joven—, pero existe una complicación adicional. Hace un tiempo, los combinados fabricaron un arsenal de armas del juicio final. Y me refiero auténticamente al día del Juicio; nunca se ha vuelto a crear algo parecido. Se perdieron, pero ahora han vuelto a aparecer. Los combinados están tratando de ponerlas bajo recaudo, con la esperanza de que supongan una protección adicional contra los lobos.
—¿Dónde se encuentran? —preguntó Antoinette.
—Cerca de Resurgam, en el sistema Delta Pavonis. A unos veinte años de vuelo desde aquí. Alguien, quien sea que ahora posee las armas, las ha reactivado, lo que ha provocado que emitan señales de diagnóstico que hemos captado. Eso resulta preocupante por sí solo, y el Nido Madre estaba preparando un escuadrón de rescate que quería que yo liderara, y no por casualidad.
—Espera un segundo —dijo Xavier—. ¿Pensáis ir hasta allá solo para recuperar un puñado de armas? ¿Por qué no fabricáis unas nuevas?
—Los combinados no pueden hacerlo —explicó Clavain—, es tan simple como eso. Esas armas se crearon hace mucho tiempo, según principios que se olvidaron deliberadamente tras su construcción.
—Eso huele a chamusquina.
—No he dicho que tuviera todas las respuestas —replicó Clavain.
—De acuerdo. Suponiendo que esas armas existan… ¿qué viene a continuación?
Clavain se inclinó más cerca mientras mecía su cerveza.
—Mi antiguo bando tratará en cualquier caso de hacer todo lo posible por recuperarlas, incluso sin mí. Mi propósito al desertar es persuadir a los demarquistas, o a quien quiera escucharme, de que necesitan llegar allí antes.
Xavier echó una mirada a Antoinette.
—Así que necesitas a alguien con una nave y puede que unas cuantas armas. ¿Por qué no te diriges directamente a los ultras?
Clavain sonrió cansado.
—Son los ultras a quienes trataremos de quitar las armas, Xavier. No quiero complicar las cosas más de lo que ya están.
—Buena suerte —dijo Xavier.
—¿Lo dices en serio?
—Vas a necesitarla.
Clavain asintió y sostuvo en alto su botella.
—En ese caso, por mí.
Antoinette y Xavier elevaron sus propias botellas en un brindis.
—Por ti, Clavain.
Clavain se despidió de ellos en el exterior del bar, sin pedirles más que le dieran indicaciones respecto a qué tren del borde debía coger. No había controles de aduanas al entrar en el Carrusel Nueva Copenhague pero, según Antoinette, tendría que atravesar un puesto de seguridad si quería viajar hasta otra parte del Cinturón Oxidado. Eso le venía muy bien; no se le ocurría mejor modo de presentarse a las autoridades. Unas cuantas comprobaciones adicionales demostrarían, más allá de toda duda razonable, que era realmente quien afirmaba ser, ya que su ADN, apenas modificado, lo señalaría como un hombre nacido en la Tierra en el siglo XXII. A partir de ese punto, en el fondo no tenía ni idea de lo que podía suceder. Confiaba en que la respuesta no fuera la ejecución inmediata, pero tampoco era algo que se pudiera descartar. Solo confiaba en poder transmitir lo fundamental de su mensaje antes de que fuera demasiado tarde.
Antoinette y Xavier le indicaron qué tren del borde debía tomar y se aseguraron de que tenía dinero suficiente para pagar la tarifa. Les dijo adiós con la mano mientras el tren partía de la estación y los abollados restos de la nave de Lyle Merrick desaparecían tras la suave curva del carrusel.
Clavain cerró los ojos e impulsó su consciencia a un ritmo de tres a uno, disfrutando de unos instantes de calma antes de llegar a su destino.