5

El cometa no tenía nombre. Puede que antiguamente estuviera clasificado y catalogado, pero no en tiempos recientes y, desde luego, no iba a aparecer ninguna información relativa a él en las bases de datos públicas. Nunca habían anclado ningún transmisor a su superficie, ni ningún skyjack se había aferrado a él para extraer una muestra del núcleo. En todos los aspectos era por completo anodino, solo un miembro más de un enorme enjambre de objetos fríos a la deriva. Había miles de millones, y cada uno seguía una órbita lenta y majestuosa alrededor de Épsilon Eridani. En su mayoría, no habían sufrido alteración alguna desde la formación del sistema. Muy de vez en cuando, una perturbación en resonancia de los planetas más grandes del sistema podía provocar que se soltaran unos cuantos miembros del enjambre y cayeran a órbitas en las que pasarían rozando el sol; pero para casi todos los cometas, el futuro solo consistiría en dar más vueltas alrededor de Eridani, hasta que el propio sol se hinchara. Hasta entonces, seguirían adormilados, terriblemente fríos y quietos.

El cometa era grande para lo habitual en el enjambre, pero tampoco demasiado: al menos había un millón mayores. De extremo a extremo eran veinte kilómetros embarrados de hielo casi negro, un merengue no demasiado compacto de metano, monóxido de carbono, nitrógeno y oxígeno, salpicado de silicatos, hidrocarburos tiznados y algunas vetas brillantes de macromoléculas orgánicas de color púrpura o esmeralda, que habían cristalizado para formar preciosos filones traslúcidos varios miles de millones de años atrás, cuando la galaxia era un lugar más joven y tranquilo. Pero casi todo el cometa era oscuro como un pozo de brea. A aquella distancia, Épsilon Eridani no era más que un puntito brillante a trece horas luz de distancia. Apenas parecía más cercano que las estrellas más brillantes del firmamento.

Entonces llegaron los humanos.

Vinieron en un escuadrón de oscuras naves espaciales, y sus bodegas iban repletas de máquinas transformadoras. Recubrieron el cometa con un píleo de plástico transparente y lo envolvieron como la espuma de los jugos digestivos. El plástico había proporcionado al cometa una rigidez estructural de la que hubiese carecido en caso contrario, pero desde cierta distancia resultaba casi indetectable. La retrodispersión de los radares o de los escáneres espectroscópicos apenas se vio modificada, y entraba de sobra en el margen de error admitido en las mediciones de los demarquistas.

Como el cometa se mantenía rígido gracias a su cubierta plástica, los humanos se habían dedicado a frenar su rotación. Unos cohetes de iones, distribuidos estratégicamente sobre su superficie, habían erosionado poco a poco su momento angular. Cuando solo quedó un pequeño giro residual, suficiente para evitar toda sospecha, los cohetes de iones frenaron y se desmantelaron todas las instalaciones de la superficie.

Pero para entonces, los humanos ya habían estado muy ocupados debajo. Habían extraído el núcleo del cometa y convertido el ochenta por ciento de su volumen interior en una delgada pero resistente corteza que servía para contener la masa externa. La cámara resultante tenía quince kilómetros de ancho y era perfectamente esférica. Unos pozos ocultos permitían entrar en la cámara desde el espacio exterior, y eran lo bastante amplios como para permitir el acceso de una nave no demasiado grande, siempre que esta se moviera con agilidad. Había repartidos muelles de atraque y reparación por toda la superficie interior de la cámara, como la densa telaraña de calles de una ciudad, interrumpida aquí y allá por los motores crioaritméticos, rechonchas cúpulas negras que tachonaban la telaraña como tapones de ceniza volcánica. Esos enormes motores eran enfriadores cuánticos, que sacaban calor del universo local mediante refrigeración computacional.

Clavain ya había hecho la transición de entrada las veces suficientes como para no alarmarse por los repentinos y bruscos ajustes de rumbo, necesarios para evitar la colisión contra el casco en rotación del cometa. Al menos eso era lo que se decía a sí mismo. Pero lo cierto es que nunca soltaba el aliento hasta que se encontraba a salvo, a un lado o al otro. Era demasiado similar a colarse por el espacio cada vez menor de un rastrillo que cae. Y con una nave tan grande como la Sombra Nocturna, los ajustes eran aún más brutales.

Confió la operación a los ordenadores de la Sombra Nocturna. Sabían exactamente lo que había que hacer, y la inserción pertenecía justo a esa clase de problemas bien definidos que las máquinas realizaban mejor que las personas, incluso si esas personas eran combinados.

Todo acabó; ya se encontraban dentro. No era la primera ocasión en que Clavain experimentaba una mareante sensación de vértigo cuando el espacio interior del cometa asomaba a su vista. El casco no permaneció vacío durante mucho tiempo. El volumen que antes ocupaba el núcleo quedó lleno de maquinaria en movimiento: un enorme mecanismo de relojería de círculos veloces, bastante parecido a una esfera armilar increíblemente compleja.

Clavain contemplaba la fortaleza militar de los suyos: el Nido Madre.

El Nido Madre estaba compuesto de cinco capas. Las cuatro exteriores estaban diseñadas para simular gravedad, en incrementos de media gravedad. Cada capa comprendía tres anillos de diámetro casi idéntico, y el plano de cada uno estaba inclinado sesenta grados respecto a sus vecinos. Existían dos nodos en los puntos donde cada anillo pasaba cerca de los otros dos, y en cada uno de esos nodos los aros desaparecían dentro de una estructura hexagonal. Estos armazones nodales actuaban tanto como intercambiadores entre los anillos como de sistema de guía: cada aro se deslizaba entre unas fundas de las estructuras nodales, retenidos mediante campos magnéticos sin rozamiento. Los anillos en sí eran bandas oscuras salpicadas por miles de pequeñas ventanitas y, de vez en cuando, una zona iluminada más amplia.

El trío externo de anillos tenía diez kilómetros de diámetro y simulaba una gravedad de dos gravedades. Un kilómetro de espacio vacío hacia el interior y aparecía un trío más pequeño de anillos, que giraba dentro de la concha más externa y que simulaba una gravedad de G y media. Un kilómetro más abajo estaba el trío de anillos a una gravedad, que constituía con diferencia la zona más gruesa y densamente poblada, donde la mayor parte de los combinados pasaban casi todo su tiempo. Anidado en su interior se encontraba el trío de media gravedad, que a su vez englobaba una esfera central transparente que no rotaba. Era el núcleo ingrávido, una burbuja presurizada de tres kilómetros de ancho, llena de vegetación, lámparas de rayos ultravioletas y diversos nichos de microhábitat. Era donde jugaban los niños y donde los combinados ancianos iban a morir. También donde Felka pasaba casi todo su tiempo.

La Sombra Nocturna deceleró y se detuvo junto al trío más externo. Ya surgían las naves de servicio desde los anillos en movimiento, y Clavain notó las sacudidas cuando los remolcadores se adosaron al casco de la Sombra Nocturna. Después de desembarcar, su nave sería arrastrada hacia los astilleros que acolchaban los muros de la cámara. Ya había muchas naves atracadas allí, diversas formas negras y alargadas enganchadas en un laberinto de máquinas de apoyo y sistemas de reparación. La mayoría eran, no obstante, más pequeñas que la de Clavain. Ninguna era realmente grande.

Clavain abandonó la nave con su habitual sensación de leve incomodidad, como si dejara un trabajo a medias. Había necesitado muchos años para darse cuenta del motivo: se debía a que sus compañeros combinados no se decían nada los unos a los otros al salir de la nave, a pesar de que por lo general habían pasado muchos meses juntos en la misión y se habían enfrentado a numerosos riesgos.

Una gabarra robótica lo recogió en una de las cámaras estancas de la nave. El bote era una caja vertical de amplios ventanales, apoyada sobre una base rectangular llena de cohetes y hélices propulsoras. Clavain subió a bordo mientras observaba cómo de la esclusa de al lado partía una gabarra de mayor tamaño. Allí vio a Remontoire con otros dos combinados y el prisionero que habían capturado en la nave demarquista. De lejos, hubiese sido fácil confundir al cerdo, sentado y dócil, con un prisionero humano. Durante un instante, Clavain creyó que el cerdo se estaba mostrando agradablemente colaborador, hasta que reconoció el brillo de una diadema de pacificación situada sobre su calva.

Habían interrogado al cerdo durante el camino de vuelta al Nido Madre, pero no habían descubierto nada preciso. Los recuerdos del hipercerdo estaban muy bloqueados, y no al modo de los combinados sino de una forma burda, propia del mercado negro, algo habitual dentro del submundo criminal de Ciudad Abismo y que solía usarse para ocultar recuerdos incriminatorios ante las diversas ramas de la policía de Ferrisville: sirenas, guadañas, grabacráneos y cabezas borraduras. Con el tipo de interrogatorios disponibles en el Nido Madre, Clavain no dudaba que podrían desmantelar los bloqueos, pero hasta entonces no sabrían gran cosa salvo que habían capturado a un hipercerdo criminal de poca monta con tendencias violentas, probablemente afiliado a una de las importantes bandas de cerdos que actuaban en Yellowstone y sus alrededores, y también en el Cinturón Oxidado. Sin lugar a dudas, no andaba metido en nada bueno cuando fue capturado por los demarquistas, pero eso no resultaba nada raro en un cerdo.

A Clavain, los hipercerdos ni le gustaban ni le disgustaban. Había conocido a los suficientes para saber que eran tan moralmente complejos como los humanos a los que estaban diseñados para servir, y que cada cerdo debía ser juzgado según sus propios méritos. Un hipercerdo de la luna industrial de Ganesa le había salvado la vida tres veces durante el cordón de la crisis de Shiva-Parvati de 2358. Veinte años después, en la luna de Irravel, en órbita de Fand, un grupo de cerdos forajidos había tomado como rehenes a ocho de los soldados de Clavain y habían empezado a comérselos vivos cuando estos se negaron a divulgar los secretos de los combinados. Solo un rehén había logrado escapar, y Clavain había tomado para sí sus recuerdos plagados de dolor. Los llevaba ahora consigo, guardados bajo llave en la partición mental más segura, de modo que no se liberaran por accidente. Pero incluso eso no le había hecho odiar a los cerdos como especie.

No estaba seguro de que se pudiera decir lo mismo de Remontoire. En su pasado más profundo se escondía un episodio aún más terrible y prolongado, cuando había sido hecho prisionero por el pirata cerdo Run Seven. Run Seven era uno de los hipercerdos más primitivos, y su mente estaba asolada por las cicatrices psicóticas de un incremento neurogenético fallido. Había capturado a Remontoire y lo había aislado de la comunión mental con los demás combinados. Eso ya era suficiente tortura, pero Run Seven no se había refrenado de aplicar también la otra, más antigua. Y se le daba muy bien.

Al final Remontoire había logrado escapar y el cerdo acabó muerto, pero Clavain sabía que su amigo seguía sufriendo graves heridas mentales que de vez en cuando asomaban a la superficie. Por ello lo había vigilado cuidadosamente cuando llevó a cabo las dragas preliminares del cerdo, consciente de la facilidad con la que ese proceso podía convertirse en una especie de tortura por derecho propio. Y aunque nada de lo que había hecho Remontoire resultaba inadecuado (de hecho, casi había sido demasiado reticente en sus preguntas), Clavain admitió sentir algo de recelo. Si no se tratase de un cerdo, pensó, o solo con que Remontoire no tuviera que haberse visto envuelto en el interrogatorio del prisionero…

Clavain observó cómo la otra gabarra se alejaba de la Sombra Nocturna, convencido de que la historia del cerdo no había tocado a su fin y que las repercusiones de su captura los acompañarían durante cierto tiempo. Entonces sonrió y se dijo que estaba haciendo el tonto. Al fin y al cabo, solo se trataba de un cerdo.

Clavain envió una orden mental a la subpersona simplificada del bote y, con una sacudida, se separaron del oscuro casco con forma de ballena de la Sombra Nocturna. La gabarra lo llevó hacia delante, a través del enorme mecanismo de relojería en marcha de las ruedas centrífugas, hacia el corazón verde del núcleo a gravedad cero.

La fortaleza, aquel Nido Madre en particular, solo era la última en haber sido construida. Aunque siempre había existido una especie de Nido Madre, en las primeras fases de la guerra no se trataba más que el de mayor tamaño dentro de una larga serie de campamentos camuflados. Dos tercios de los combinados estaban distribuidos por el sistema en bases más pequeñas, pero la separación conllevaba sus propios problemas. Los grupos individuales se encontraban a horas luz de distancia, y las líneas de comunicación entre ellos corrían el riesgo de ser interceptadas. No se podía desarrollar estrategias en tiempo real ni era posible ampliar el estado de mente comunal para que englobara dos o más nidos. Los combinados se encontraban fragmentados y nerviosos. Así, y de forma reluctante, se había adoptado la decisión de absorber los nidos más pequeños en un Nido Madre enorme, con la esperanza de que la ventaja obtenida por la centralización compensara el peligro de colocar todos los huevos en una sola cesta.

En retrospectiva, había sido una decisión enormemente acertada.

La gabarra redujo su velocidad al acercarse a la membrana del núcleo ingrávido. Clavain se sentía minúsculo al lado de la esfera glauca, que brillaba con su propio y suave resplandor como un planeta verde en miniatura. La gabarra se introdujo con un chapoteo a través de la membrana, y se encontró rodeada de aire.

Clavain bajó una ventanilla y permitió que la atmósfera del núcleo se mezclara con la de la gabarra. Le picó la nariz al notar el asalto de la vegetación. El aire estaba fresco y húmedo, olía como un bosque después de una intensa tormenta de media mañana. Aunque había visitado el núcleo en incontables ocasiones, ese olor seguía logrando que no pensara en sus visitas anteriores, sino en su infancia. No sabría decir cuándo o dónde, pero estaba seguro de haber paseado por un bosque que olía igual. Tuvo que ser en algún lugar de la Tierra; Escocia, quizá.

No había gravedad en el núcleo, pero la vegetación que la inundaba no formaba masas flotantes. Unas barras de roble de hasta tres kilómetros de longitud recorrían la esfera de lado a lado. Estos troncos se bifurcaban y fusionaban aleatoriamente, formando un citoesqueleto de madera de agradable complejidad. Aquí y allá los palos eran lo bastante gruesos como para contener espacios cerrados, huecos que brillaban con una luz de linternas de color pastel. En el resto, una telaraña de filamentos más pequeños proporcionaba el pegamento estructural al que se adhería casi toda la floresta. Todo el entramado estaba recorrido por tuberías de irrigación y alimentadores de nutrientes, los cuales partían desde la maquinaria de mantenimiento que descansaba en el mismísimo centro de núcleo. Unas lámparas solares tachonaban la membrana a intervalos regulares, y también aparecían repartidas por las masas verdes. En aquel momento brillaban con la dura luz azul del mediodía, pero según avanzaba la jornada (se regían por el día de veintiséis horas de Yellowstone), las lámparas se deslizaban hacia los rojos broncíneos y cobrizos del atardecer.

Después caería la noche. El bosque esférico cobraría vida con los piares y chillidos de un millar de animales nocturnos evolucionados de modo extraño. Si uno se acuclillaba en un palo cerca del corazón, durante la noche, era fácil creer que el bosque se extendía en todas direcciones durante miles de kilómetros. Las distantes ruedas centrífugas solo resultaban visibles durante los últimos cientos de metros de floresta bajo la membrana y, desde luego, no hacían el menor ruido.

El bote vadeó la masa, sabiendo exactamente adonde debía llevar a Clavain. De vez en cuando aparecían otros combinados, pero casi todos eran niños o ancianos. Los niños nacían y crecían en el trío de una gravedad, pero a partir de los seis meses eran conducidos hasta allí a intervalos regulares. Vigilados por los ancianos, aprendían las habilidades musculares y de orientación necesarias para la ingravidez. Para la mayoría de ellos era un juego, pero los mejores serían distinguidos para servir en el campo de batalla espacial. Unos pocos (muy pocos) mostraban habilidades espaciales tan importantes que serían encauzados hacia la estrategia militar.

Los viejos eran demasiado frágiles como para pasar mucho tiempo en los anillos de alta gravedad. Normalmente, cuando llegaban al núcleo ya no volvían a abandonarlo. Clavain pasaba en esos momentos junto a un par de ellos. Los dos llevaban aparejos de soporte, arneses médicos que servían también de mochilas de propulsión. Arrastraban las piernas por detrás como si ni siquiera recordaran que las tenían. Estaban tratando de convencer a cinco niños para que saltaran del lateral de un refugio boscoso a espacio abierto.

Sin visión aumentada, la escena poseía un algo intangible pero siniestro. Los niños iban vestidos con trajes y yelmos negros que protegían su piel de las ramas afiladas. Tenían los ojos ocultos tras gafas oscuras, lo que hacía difícil interpretar sus expresiones. Los viejos eran igualmente grises, aunque no llevaban casco. Pero sus rostros, perfectamente visibles, no traicionaban ninguna emoción parecida a la alegría. Para Clavain, eran como empleados de la funeraria embarcados en alguna inhumación solemne que quedaría arruinada por el menor deje de frivolidad.

Clavain ordenó a sus implantes que le revelaran la realidad. Hubo un instante de florido crecimiento, y unas estructuras brillantes aparecieron de la nada. Los niños vestían ahora ropas vaporosas, marcadas con remolinos y zigzags tribales de colores chillones. Llevaban la cabeza al descubierto, sin el peso de los cascos. Dos eran varones y tres niñas, y Clavain juzgó que sus edades estaban comprendidas los cinco y los siete años. Sus expresiones no eran demasiado alegres, pero tampoco tristes ni neutras. Todos parecían un poco asustados y jubilosos a la vez. Sin duda estaba en juego cierta rivalidad, y cada pequeño sopesaba los riesgos y beneficios de ser el primero en dar la zambullida aérea.

La pareja de ancianos seguía casi igual que antes, pero ahora Clavain estaba sintonizado con los pensamientos que emitían. Bañados en un aura de ánimo, sus rostros parecían ahora tranquilos y pacientes, en lugar de adustos. Estaban dispuestos a esperar durante horas a que los niños se decidieran.

El entorno en sí también había cambiado. El aire bullía lleno de mariposas y libélulas de colores brillantes, que se lanzaban a un lado y a otro en complejas trayectorias. Unas orugas fosforescentes se abrían paso entre las plantas. Los colibríes iban de flor en flor, cerniéndose como juguetes de cuerda primorosa mente programados. Los monos, los lémures y las ardillas voladoras saltaban por el aire despreocupados, y sus ojos brillaban como canicas.

Eso era lo que percibían los niños, y también lo que Clavain había sintonizado. No conocían otro mundo que aquella abstracción de libro de cuentos. De forma sutil, según crecieran, los datos que alcanzasen sus cerebros se verían manipulados. No notarían los cambios ocurridos de un día para otro, pero las criaturas que moraban en el bosque serían cada vez más realistas, y sus colores se atenuarían hasta verdes y marrones naturales, blancos y negros. Los animales se harían más pequeños y más esquivos. Al final, solo quedaría lo auténtico. Entonces (los niños tendrían diez u once años en esa fase) les hablarían amablemente sobre las máquinas que hasta entonces habían dictado su visión del mundo. Descubrirían sus implantes y cómo permitían superponer una segunda capa encima de la realidad, a la que podían dar cualquier forma imaginable.

Para Clavain, ese proceso educativo había sido bastante más brutal. Fue durante su segunda visita al nido de Galiana en Marte. Ella le había mostrado la guardería donde instruían a los jóvenes combinados, pero en ese momento él no disponía de ningún implante propio. Entonces lo habían herido y Galiana había llenado su cabeza de medichinas. Todavía recordaba el momento de infarto en que había experimentado cómo su realidad subjetiva estaba siendo manipulada. La sensación de que en su propio cráneo se colaban multitud de otras mentes tuvo sin duda relación, pero quizá lo más impactante fue su primer vistazo al mundo por el que caminaban los combinados. Los psicólogos tenían un término para ello, penetración cognitiva, pero pocos lo habían experimentado por sí mismos.

De pronto, atrajo la atención de los niños.

[¡Clavain!] Uno de los chicos había lanzado un pensamiento a su cabeza.

Clavain hizo que el bote se detuviera en medio de la zona que los niños usaban para sus lecciones de vuelo. Orientó la gabarra para quedar más o menos a su mismo nivel.

Hola. Clavain se agarró a la barandilla que tenía delante como un predicador al pulpito. Una niña lo miró intensamente.

[¿Dónde has estado, Clavain?].

Fuera. Observó atento a los tutores.

[¿Fuera? ¿Más allá del Nido Madre?], insistió la niña.

No estaba seguro de qué responder, no recordaba cuánto conocían los niños a esa edad. Sin duda, no sabrían nada de la guerra. Pero era difícil hablar de una cosa sin que llevara a la otra.

Sí, más allá del Nido Madre.

[¿En una nave espacial?].

Sí, en una nave espacial muy grande.

[¿Puedo verla?], pidió la niña.

Espero que algún día sí. Pero no hoy. Notó la inquietud de los tutores, aunque ninguno había situado un pensamiento concreto en su mente. Me parece que tenéis otras cosas de las que ocuparos.

[¿Qué has hecho en la nave espacial, Clavain?].

Clavain se rascó la barba. No le gustaba engañar a los niños, y nunca se le habían dado bien las mentiras piadosas. Parecía que lo más adecuado era una síntesis suavizada de la verdad.

Ayudé a alguien.

[¿A quién ayudaste?].

A una dama… Una mujer.

[¿Y por qué necesitaba tu ayuda?].

Su nave… su nave espacial tenía problemas. Necesitaba que le echaran un cable y dio la casualidad de que yo pasaba por ahí.

[¿Cómo se llamaba esa dama?].

Bax. Antoinette Bax. Le di un empujón con un cohete, para impedir que siguiera cayendo en un gigante gaseoso.

[¿Y por qué salía del gigante gaseoso?].

Pues para ser sincero, lo cierto es que no lo sé.

[¿Por qué tenía dos nombres, Clavain?].

Porque… Comprendió que la cosa se iba a liar. Mirad, err, no debería interrumpiros, de verdad que no. Notó una relajación palpable en el aura emocional de los tutores. Así que… ¿quién va a mostrarme lo buen volador que es?

Ese era todo el acicate que necesitaban los niños. Un galimatías de voces asaltó su cráneo, tratando de ganar su atención. [¡Yo, Clavain, yo!]

Los observó saltar al vacío, apenas capaces de contenerse.


En un instante dado estaba contemplando todavía la infinitud vegetal y, de repente, la gabarra atravesó un resplandor de hojas y asomó a un claro. Había navegado por el bosque durante tres o cuatro minutos más, tras dejar a los niños, y sabía exactamente dónde encontrar a Felka.

El claro era un espacio esférico rodeado por todas partes de densa vegetación. Uno de los palos estructurales atravesaba con limpieza la zona, abultado con espacios residenciales. La gabarra zumbó cada vez más cerca del palo y después permaneció inmóvil mientras Clavain desembarcaba. Las enredaderas y las hiedras proporcionaban asideros para pies y manos, lo que le permitió abrirse paso por el palo hasta hallar la entrada a su interior hueco. Tuvo una ligera sensación de vértigo, pero fue pasajera. Probablemente una parte de su cerebro siempre sentiría pavor ante la idea de trepar con temeridad por lo que parecían las altas copas de un bosque, pero los años habían reducido esa fastidiosa angustia propia de los primates, hasta el punto en que apenas era apreciable.

—Felka… —llamó desde lejos—. Soy Clavain.

No hubo respuesta inmediata. Se introdujo más hacia el fondo, descendiendo (¿o estaba ascendiendo?) de cabeza.

—Felka…

—Hola, Clavain. —La voz retumbó a media distancia, reverberada y amplificada por la peculiar acústica del palo.

Clavain se guió por la voz, ya que no podía seguir sus pensamientos. Felka no solía participar en la mente de colmena de los combinados, aunque no siempre había sido ese el caso. Pero aunque lo hiciera, Clavain hubiese mantenido cierta distancia. Hacía mucho tiempo, y por consentimiento mutuo, habían decidido excluirse el uno al otro de sus mentes, salvo en lo tocante al nivel más superficial. Todo lo demás hubiese supuesto una intimidad indeseada.

La rama terminaba en un espacio interior similar a un útero. Allí era donde Felka pasaba la mayor parte de su tiempo en aquella época, en lo que era su laboratorio y estudio. Las paredes estaban cubiertas por un cautivador remolino de diagramas de madera. A ojos de Clavain, las elipses y nudos recordaban a los contornos geodésicos de un espacio-tiempo muy tensado. En los apliques brillaban las lámparas, que arrojaban su sombra sobre la madera, creando amenazadoras formas de ogro. Se ayudó a avanzar con las yemas de los dedos, al tiempo que rozaba los artilugios de madera que flotaban sueltos por el palo. Clavain reconoció sin problemas la mayoría de los objetos, pero uno o dos le parecían nuevos.

Agarró uno en el aire para examinarlo más de cerca. Vibró en su mano. Era una cabeza humana hecha a partir de una única hélice de madera, y a través de los huecos de la espiral pudo ver otra cabeza dentro, y otra más dentro de esa. Probablemente no fuera la última. Dejó marchar el artefacto y asió otro. Este era una esfera erizada de palos que sobresalían a diversa distancia desde la superficie. Clavain ajustó una de las varillas y notó algo parecido a un clic y un movimiento dentro de la esfera, como el giro de un cerrojo.

—Veo que has estado ocupada, Felka —dijo.

—Parece que no he sido la única —replicó ella—. He oído los informes, algo relativo a un prisionero.

Clavain apartó otro aluvión de objetos de madera y dobló una esquina de la rama. Tuvo que retorcerse para atravesar una apertura que conectaba con una pequeña cámara sin ventanas, iluminada solo por lámparas. La luz arrojaba sombras rosas y verdosas sobre los tonos ocres y marrones de las paredes. Un muro estaba ocupado en su totalidad por numerosos rostros de madera, grabados con rasgos ligeramente exagerados. Los de la periferia apenas tenían forma, como gárgolas corroídas por el ácido. El aire picaba con la resina de la madera trabajada.

—No creo que el prisionero tenga gran importancia —dijo Clavain—. Aún no está clara su identidad, pero parece tratarse de alguna clase de criminal hipercerdo. Lo hemos dragado y hemos recuperado patrones de recuerdos claros y recientes que lo muestran matando gente. Te evitaré los detalles, pero he de reconocer que al menos es creativo. No es cierto eso que dicen de que los cerdos carecen de imaginación.

—Nunca creí que lo fuera, Clavain. ¿Qué me dices del otro asunto, de la mujer que he oído que salvaste?

—Vaya, es curioso cómo corren las noticias. —Entonces recordó que había sido él mismo quien había hablado de Antoinette Bax con los niños.

—¿Se sorprendió?

—No lo sé. ¿Debería haberse sorprendido?

Felka resopló. Flotó en medio de la cámara como un planeta hinchado, seguido por una cohorte de delicadas lunas de madera. Vestía anchas ropas de trabajo marrones y al menos una decena de objetos a medio terminar estaban atados a su cintura mediante filamentos de nailon. Otros hilos conducían a sus herramientas para trabajar la madera, que iban desde brocas y limas hasta láseres y pequeños robots excavadores con cadenas.

—Me imagino que esperaba morir —dijo Clavain—. O cuando menos ser asimilada.

—Parece entristecerte comprobar que somos odiados y temidos.

—Le da a uno que pensar.

Felka suspiró, como si ya hubiesen hablado de ello una docena de veces.

—¿Cuánto hace que nos conocemos, Clavain?

—Más que casi todo el mundo, supongo.

—Cierto. Y durante la mayor parte de ese tiempo has sido un soldado. No siempre en combate, eso es verdad, pero en tu corazón siempre eras un soldado. —Aún con un ojo sobre él, tiró de una de sus creaciones y miró a través de sus intersticios de madera reticulados—. Tengo la impresión de que es un poco tarde para empezar con los dilemas morales, ¿no crees?

—Probablemente tengas razón.

Felka se mordió el labio inferior y, mediante una cuerda más gruesa, se impulsó hacia una pared de la cámara. Cuando se movió, su séquito de creaciones de madera y herramientas entrechocaron. Se dispuso a preparar un té para Clavain.

—No te ha sido necesario tocar mi rostro cuando he llegado —recalcó Clavain—. ¿Debo interpretarlo como una buena señal?

—¿En qué sentido?

—Se me ocurre la posibilidad de que hayas mejorado a la hora de distinguir caras.

—No es así. ¿No te has fijado en el muro de rostros cuando has entrado?

—Debes de haberlo hecho hace poco —dijo Clavain.

—Cuando entra alguien de quien no estoy segura, le toco la cara y recorro sus contornos con mis dedos. Luego comparo lo que he cartografiado con las caras que he grabado en la pared, hasta que encaja con una y leo su nombre. Por supuesto, tengo que añadir nuevos rostros de vez en cuando, y algunos necesitan más detalles que otros…

—¿Y yo?

—Tú tienes barba, Clavain, y muchas arrugas. Llevas el pelo cano y claro. Difícilmente podría equivocarme al reconocerte, ¿no crees? No te pareces a nadie más.

Le entregó su bulbo y él hizo pasar un chorro de té ardiendo por su garganta.

—Supongo que no tendría sentido negarlo.

La miró con tanta indiferencia como pudo reunir, y comparó cómo era en aquel entonces con el recuerdo que tenía de ella antes de partir en la Sombra Nocturna. Solo habían transcurrido unas cuantas semanas, pero le pareció que Felka se había retirado más, que pertenecía menos al mundo que en cualquier otro momento de sus recuerdos recientes. Hablaba de visitas, pero Clavain tenía la firme sospecha de que no habían sido muchas.

—¿Clavain?

—Prométeme algo, Felka. —Antes de proseguir, aguardó a que ella se volviera para mirarlo. Su pelo moreno, que llevaba tan largo como solía Galiana, estaba apagado y grasiento. En sus lagrimales había ganglios de polvos somníferos. Sus ojos eran de color verde claro, casi jade, y los iris desentonaban contra el pálido rosa sanguíneo de la córnea. La piel de la cara estaba hinchada y tenía un tono azulado, como si fuera un hematoma. Al igual que Clavain, Felka tenía una necesidad de dormir que resultaba inusual entre los combinados.

—¿Que te prometa el qué, Clavain?

—Si… cuando la cosa esté mal, me lo harás saber, ¿verdad?

—¿Y de qué serviría?

—Sabes que siempre trataré de hacer todo lo que esté en mi mano por ti, ¿no? Sobre todo ahora, que no tenemos a Galiana a nuestro lado.

Ella lo estudió con ojos irritados.

—Siempre has hecho todo lo que estaba en tu mano, Clavain. Pero no puedes impedir que sea lo que soy. No puedes hacer milagros.

Él asintió con tristeza. Era cierto, pero reconocerlo no ayudaba gran cosa.

Felka no era como los demás combinados. Clavain la había conocido durante su segundo viaje al nido de Galiana en Marte. Era producto de un experimento abortado sobre la manipulación cerebral en los fetos; una niña pequeña y deteriorada, no solo incapaz de reconocer rostros sino también de interactuar con otras personas. Todo su mundo giraba alrededor de un juego inacabable y absorbente. El nido de Galiana estaba rodeado por una estructura gigantesca conocida como la Gran Muralla Marciana. El muro procedía de un fallido proceso de terraformación, y se había visto dañado durante una guerra previa. Pero nunca había terminado de derrumbarse, ya que el juego de Felka consistía en impulsar los mecanismos de autorreparación de la muralla para que actuasen, un proceso intrincado e interminable que consistía en identificar los defectos y localizar los valiosos recursos para la reparación. La muralla, de doscientos kilómetros de alto, tenía al menos tanta complejidad como un cuerpo humano, y era como si Felipa controlara hasta el último aspecto de sus mecanismos de curación, desde la célula más pequeña en adelante. Felka demostró ser muy superior a cualquier máquina en la tarea de mantener la muralla de una sola pieza. Aunque su mente estaba dañada hasta tal punto que no podía relacionarse con las demás personas, poseía una capacidad asombrosa para las tareas complejas.

Cuando la muralla se derrumbó durante el asalto final por parte de los antiguos camaradas de Clavain, la Coalición para la Pureza Neuronal, Galiana, Felka y él lograron escapar del nido por los pelos. Galiana había tratado de disuadir a Clavain de llevarse a Felka, advirtiéndole que, sin la muralla, la muchacha experimentaría un estado de privación mucho más cruel que la propia muerte. Pero aun así, Clavain se la había llevado, convencido de que había de existir alguna esperanza para la chica, que tenía que haber algo más a lo que su mente pudiera aferrarse como sustituto de la muralla.

Él estaba en lo cierto, pero hasta que se demostró tuvo que pasar mucho tiempo.

Durante los siguientes años (cuatrocientos, aunque ninguno de los dos había experimentado más que un siglo de tiempo subjetivo), habían tenido que guiar y empujar a Felka hacia su actual estado mental, que no dejaba de ser frágil. Ciertas sutiles y delicadas manipulaciones neuronales le devolvieron parte de las funciones cerebrales que habían quedado destruidas durante la intervención fetal: el lenguaje y la creciente idea de que las demás personas no eran solo meros autómatas. Hubo reveses y fracasos (por ejemplo, nunca había aprendido a diferenciar los rostros), pero los éxitos los superaban con creces. Felka halló otras cosas que distrajeran su mente y, durante la larga expedición interestelar, fue más feliz que nunca. Cada nuevo mundo ofrecía la perspectiva de un puzzle terriblemente difícil.

Sin embargo, al final había decidido regresar a casa. No existía rencor entre Galiana y ella, solo la sensación de que era momento de dedicarse a poner orden en los conocimientos que había logrado reunir hasta aquel momento, y que el mejor lugar para hacerlo era el Nido Madre, con sus enormes recursos analíticos.

Pero volvió y se encontró que el Nido Madre estaba envuelto en la guerra. Clavain pronto partió a luchar contra los demarquistas, y Felka descubrió que interpretar los datos de la expedición ya no se consideraba una tarea de alta prioridad.

Poco a poco, con tanta lentitud que apenas resultaba evidente de año en año, Clavain la había visto retirarse de nuevo a su mundo privado. Felka había empezado a jugar un papel cada vez menos activo en los asuntos del Nido Madre y, salvo en raras ocasiones, aislaba su mente de los demás combinados. Y las cosas no habían hecho sino empeorar cuando Galiana volvió, ni muerta ni viva, sino en una especie de terrible estado intermedio.

Los juguetes de madera de los que se rodeaba Felka eran síntomas de una necesidad desesperada de enfrentar su mente a un problema digno de sus capacidades cognitivas. Pero, a pesar de que lograban mantener su interés, a la larga estaban destinados a fracasar. Clavain ya lo había visto antes. Sabía que no estaba en su mano conseguir lo que Felka necesitaba.

—Tal vez cuando acabe la guerra… —dijo sin convicción—. Si el vuelo estelar vuelve a ser algo habitual y comenzamos a explorar de nuevo…

—No hagas promesas que no puedas cumplir, Clavain.

Felka recogió su bulbo con la bebida y se dejó llevar en mitad de la sala. De manera ausente, comenzó a cincelar una de sus composiciones sólidas. El objeto en el que estaba trabajando se parecía a un cubo hecho de otros más pequeños, con huecos cuadrados en algunas de las caras. Introdujo su formón por uno de esos huecos y raspó a uno y otro lado, sin apenas bajar la mirada.

—No prometo nada —replicó él—. Solo digo que haré lo que pueda.

—Es posible que los malabaristas ni siquiera sean capaces de ayudarme.

—Bueno, eso no lo sabremos hasta que lo intentemos, ¿verdad?

—Supongo que no.

—Así me gusta —dijo Clavain.

Algo golpeteó dentro del objeto que estaba manipulando Felka, que bufó como un gato escaldado y arrojó su creación fallida contra la pared más próxima. La partió en un centenar de fragmentos. Casi sin respirar, agarró otra pieza y comenzó a trabajar sobre ella.

—Y si los malabaristas de formas no sirven de nada, podemos probar con los amortajados.

Clavain sonrió.

—No nos adelantemos a los acontecimientos. Si lo de los malabaristas no sale bien, ya nos pondremos a pensar en otras posibilidades. Pero eso será cuando toque. Primero está ese asunto sin importancia de ganar la guerra.

—Pero dicen que pronto terminará.

—Así que eso dicen, ¿eh?

Felka erró con la herramienta que estaba manejando y se arrancó una pequeña tira de piel de un lateral del dedo. Se llevó el dedo a la boca y lo chupó con fuerza, como alguien que trata de exprimir la última gota de zumo de un limón.

—¿Qué te hace pensar lo contrario?

Clavain sintió el ridículo impulso de bajar la voz, a pesar de que no supondría ninguna diferencia real.

—No lo sé. Quizá solo estoy siendo un viejo estúpido. ¿Pero para qué estamos los viejos estúpidos, si no es para tener ocasionales dudas de vez en cuando?

Felka sonrió con indulgencia.

—Deja de hablar en acertijos, Clavain.

—Es por Skade y el Consejo Cerrado. Se está tramando algo y no sé qué es.

—¿Como qué?

Clavain escogió con cuidado sus palabras. Por mucho que confiara en Felka, sabía que tenía enfrente a un miembro del Consejo Cerrado. Y el hecho de que llevara un tiempo sin participar en el consejo, y que presumiblemente no estuviera al tanto de los últimos secretos, no suponía una gran diferencia.

—Dejamos de fabricar naves hace un siglo —comenzó diciendo—. Nadie me explicó por qué, y pronto me di cuenta de que no servía de gran cosa preguntarlo. Desde entonces he oído extraños rumores sobre misteriosos tejemanejes. Ofensivas encubiertas, programas reservados de adquisición de tecnología, experimentos secretos. Y ahora de pronto, justo cuando los demarquistas están a punto de derrumbarse y reconocer la derrota, el Consejo Cerrado desvela un rompedor modelo de nave. La Sombra Nocturna no es otra cosa que un arma, Felka, pero, ¿contra quién demonios piensan usarla, si no es contra los demarquistas?

—¿«Piensan», Clavain?

—Quiero decir pensamos.

Felka asintió.

—Supongo que de vez en cuando te preguntas si el Consejo Cerrado no estará planeando algo tras el telón. Clavain dio un sorbo a su té.

—Tengo derecho a plantearme cosas, ¿no?

Felka se mantuvo inmóvil durante un largo instante, y el silencio solo quedaba interrumpido por el ruido de su lima al raspar la madera.

—Podría responder ahora mismo algunas de tus preguntas, Clavain. Eso ya lo sabes. Y también sabes que no revelaré lo que aprendí en el Consejo Cerrado, como tampoco harías tú si estuvieras en mi situación.

Él se encogió de hombros.

—No espero otra cosa.

—Pero aunque quisiera contártelo, no creo que lo sepa todo. Ya no. Hay capas dentro de otras capas. Nunca pude acceder a los secretos del Sanctasanctórum, y hace años que no me dejan acercarme a los datos del Consejo Cerrado. —Felka tamborileó con la lima en su sien—. Algunos miembros del consejo incluso quieren cancelar mis recuerdos de modo permanente, para que así olvide lo que descubrí durante mis años de actividad junto a ellos. Lo único que los frena es mi extraña anatomía cerebral; no se puede garantizar que no eliminen los recuerdos equivocados.

—No hay mal que por bien no venga.

Ella asintió.

—Pero existe una solución, Clavain. Y es realmente simple, si lo piensas.

—¿Y cuál es?

—Siempre puedes unirte al Consejo Cerrado.

Clavain suspiró y buscó una objeción, a sabiendas de que, aunque encontrara alguna, era improbable que satisficiera a Felka.

—Tomaré un poco más de té, si no te importa.


Skade avanzaba a zancadas por los curvados pasillos grises del Nido Madre, y su cresta llameaba con un color escarlata que indicaba gran concentración e ira. Se dirigía a la cámara privada, donde había citado a Remontoire y a un quórum de miembros corpóreos del Consejo Cerrado.

Su mente funcionaba casi al máximo de su ritmo de procesamiento. Estudiaba cómo manejar lo que sin duda sería una reunión delicada, quizá la más crucial en su campaña para reclutar a Clavain a su bando. La mayor parte del Consejo Cerrado era como masilla en sus manos, pero quedaban unos pocos que la preocupaban, unos pocos que iban a necesitar más que la habitual dosis de persuasión.

Skade también repasaba el resumen final de datos de rendimiento recogidos de los sistemas secretos del interior de la Sombra Nocturna, que llegaban a su cráneo a través del compad que descansaba sobre su abdomen como una pieza de armadura. Los números resultaban alentadores: nada impedía realizar unas pruebas más exhaustivas de la maquinaria, salvo el problema de mantener a buen recaudo el revolucionario secreto. Ya había informado al maestro de obra de las buenas noticias, para que pudieran incorporar los últimos refinamientos técnicos a la flota del éxodo.

Aunque tenía asignada buena parte de sus recursos a esas tareas, Skade también reproducía y analizaba una grabación, una transmisión que acababa de llegar desde la Convención de Ferrisville.

No era nada bueno.

El portavoz se cernía en el aire por delante de Skade, de espalda a su avance, y sus pies se deslizaban sin efecto sobre el suelo. Skade reproducía la transmisión a diez veces la velocidad normal, lo cual otorgaba a los gestos del hombre un aire desquiciado.

—Esta es una petición oficial dirigida a cualquier representante de la facción combinada —dijo el portavoz de la convención—. Ha llegado a conocimiento de la Convención de Ferrisville que una nave combinada estuvo implicada en la interceptación y abordaje de una nave demarquista, en la vecindad del volumen en disputa situado alrededor del gigante gaseoso…

Skade adelantó la grabación. Ya había reproducido el mensaje dieciocho veces, en busca de matices y ardides. Sabía que a continuación venía una lista increíblemente tediosa de restricciones legales y estatutos de la convención, todos los cuales ya había comprobado por su cuenta y eran sólidos.

—… sin que la facción combinada lo supiera, Maruska Chung, la capitana de la nave demarquista, ya había entrado en contacto oficial con agentes de la Convención de Ferrisville, en lo concerniente a transferir bajo nuestra custodia a un prisionero. El prisionero en cuestión se encontraba detenido a bordo de la nave demarquista tras su arresto en un asteroide militar bajo jurisdicción demarquista, de acuerdo con…

Más jerga legalista. Volvió a usar el avance rápido.

—… prisionero en cuestión, un hipercerdo conocido en la Convención de Ferrisville como «Escorpio», está buscado por los siguientes crímenes en infracción del estatuto general de poderes de emergencia número…

Skade dejó que el mensaje volviera a empezar, pero no detectó nada que no estuviera ya claro. El gnomo burócrata de la convención parecía demasiado obsesionado con las minucias de los tratados y sus subcláusulas como para poder realizar un auténtico engaño. Casi seguro que estaba diciendo la verdad respecto al cerdo.

Escorpio era un criminal conocido por las autoridades, un peligroso asesino con predilección por los humanos como víctimas. Chung había informado a la convención de que se lo iba a entregar para que se encargaran de él, posiblemente mediante un haz estrecho antes de que la Sombra Nocturna estuviera lo bastante cerca como para interceptar sus transmisiones.

Y Clavain, maldito fuera, no había hecho lo que debía, que era borrar de la existencia la nave demarquista a la primera ocasión que se presentara. La convención habría refunfuñado, pero hubieran actuado en todo momento de pleno derecho. No se les podía pedir que estuvieran enterados de lo del prisionero de guerra de la capitana, y no tenían por qué hacer preguntas antes de abrir fuego. Pero en lugar de eso, Clavain había rescatado al cerdo.

—… solicitamos la inmediata devolución del prisionero a nuestra custodia, ileso y sin haber sido contaminado por los sistemas de infiltración neuronal de los combinados, en un plazo de veintiséis días estándares. De no cumplir esta petición… —El portavoz de la convención hizo una pausa y se frotó las manos con mezquina anticipación—. El incumplimiento de esta petición supondría un gran detrimento en las relaciones entre la facción combinada y la convención, algo en lo que debo hacer hincapié.

Skade lo comprendía perfectamente. El prisionero carecía de verdadero valor para la convención. Pero como copa, como trofeo, su importancia era incalculable. La ley y el orden ya se encontraban en un estado de extremo declive en el espacio aéreo de la convención, y los hipercerdos eran un grupo poderoso por derecho propio, que no siempre estaba dentro de la legalidad. Cuando la propia Skade tuvo que ir a Ciudad Abismo en misión secreta del consejo y casi acaba muerta, las cosas ya iban mal. Y era palpable que desde entonces no habían mejorado. La captura del cerdo y su ejecución enviaría un mensaje claro a los demás rufianes, en especial a las facciones de hipercerdos más proclives al crimen. Si Skade hubiese estado en la situación del portavoz, hubiera realizado prácticamente la misma petición.

Pero eso no solucionaba el problema del cerdo. Para empezar, y sabiendo lo que ella sabía, no había necesidad alguna de satisfacer la demanda. A no mucho tardar, la convención ya no tendría la menor importancia. El maestro de obra le había asegurado que la flota del éxodo estaría lista en setenta días, y no tenía motivos para dudar de la precisión de sus estimaciones.

Setenta días.

En ochenta o noventa todo habría acabado. En apenas tres meses nada más importaría. Pero ahí estaba el problema. La existencia de la flota y el propio motivo de su creación tenían que seguir siendo un absoluto secreto. Había que dar la impresión de que los combinados estaban esforzándose por alcanzar la victoria militar que todos los observadores imparciales esperaban. Cualquier otra cosa despertaría sospechas, tanto dentro como fuera del Nido Madre. Y si los demarquistas descubrían la verdad, había una posibilidad (pequeña, pero no tanto como para ignorarla) de que se recuperaran y obtuvieran aliados que hasta entonces habían permanecido neutrales. En aquellos momentos eran una fuerza acabada, pero si se combinaban con los ultras podían suponer un auténtico obstáculo para el objetivo final de Skade.

No. La charada de obtener la victoria exigía cierto grado de obediencia a la convención. Skade debía encontrar un modo de devolver al cerdo, y tendría que ser antes de provocar recelos.

Su furia alcanzó el punto álgido. Hizo congelar ante sí la imagen del portavoz, cuyo cuerpo se ennegreció hasta que solo quedó la silueta. Pasó a través de él, desperdigándolo como una bandada de cuervos asustados.

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