16

Thorn dio sus primeros pasos vacilantes a bordo de la Nostalgia por el Infinito. Miró a su alrededor con los ojos como platos, en un desesperado intento de no perderse ni un detalle o matiz que pudiera delatar un artificio o incluso la más mínima pista de que las cosas no eran exactamente lo que parecían. Le daba miedo hasta parpadear. ¿Y si algún error fundamental que hubiese evidenciado todo aquello como una farsa ocurría cuando tenía cerrados los ojos? ¿Y si aquellas dos mujeres esperaban a que pestañeara, como los prestidigitadores que juegan con la atención de la audiencia?

Pero no parecía haber allí engaño alguno. Aun si el trayecto en la lanzadera no lo hubiera convencido de ello (y era difícil imaginarse cómo podían haber apañado algo así), tenía la evidencia definitiva ante sus ojos.

Había viajado por el espacio. Ya no se encontraba en Resurgam, sino dentro de una colosal nave espacial, la abrazadora lumínica de la triunviro, largo tiempo perdida. Hasta la gravedad se notaba diferente.

—No podríais haber falsificado algo así… —dijo, mientras caminaba junto a sus dos compañeras—. Ni en un centenar de años. Para empezar, no viviríais lo suficiente salvo que fueseis ultras. Y en ese caso, ¿por qué ibais a necesitar fingirlo?

—Entonces, ¿estás dispuesto a creer nuestra historia? —le preguntó la inquisidora.

—Habéis puesto vuestras manos sobre una nave espacial. Difícilmente puedo ponerlo en duda. Pero ni siquiera una nave de este tamaño, y por lo que he visto es al menos tan grande como fue la Lorean, ni siquiera una nave de este tamaño puede acomodar a doscientos mil durmientes. ¿No es así?

—No es necesario —le explicó la otra mujer—. No olvides que esto es una operación de evacuación, no un crucero de placer. Nuestro objetivo solo consiste en sacar a la gente de Resurgam. Pondremos en sueño frigorífico a los más vulnerables, pero la mayoría tendrá que quedarse despierta y soportar la aglomeración. No se lo pasarán bien, pero constituye una gran mejora frente a morir.

No había modo de discutir un argumento como ese. Ninguno de sus propios planes de huida había garantizado una fastuosa partida del planeta.

—¿Cuánto tiempo calculáis que la gente tendrá que quedarse aquí, antes de que pueda regresar a Resurgam? —preguntó.

Las mujeres se lanzaron una mirada.

—Puede que regresar a Resurgam no vuelva a ser nunca algo viable —dijo la mayor.

Thorn se encogió de hombros.

—Cuando llegamos la primera vez era una roca estéril. Podemos empezar de cero, si es necesario.

—No si el planeta ya no existe. Podría ser tan malo como eso, Thorn. —Toqueteó la pared de la nave mientras caminaban—. Pero podemos mantener a la gente aquí todo el tiempo que sea necesario. Años, incluso décadas.

—Entonces podríamos alcanzar otro sistema solar —replicó él—. Al fin y al cabo esto es una nave estelar.

Ninguna de las dos dijo nada.

—Todavía tengo que ver de qué estamos tan asustados —dijo Thorn—. ¿Qué supone una amenaza tan grave?

La mayor, Irina, dijo:

—¿Duermes bien por las noches, Thorn?

—Como cualquiera.

—Pues me temo que eso se va a terminar. Sígueme, por favor.


Cuando llegó el mensaje, Antoinette estaba a bordo del Ave de Tormenta, ejecutando las comprobaciones del sistema. El carguero seguía atracado en la dársena de reparaciones del borde, en el Carrusel Nueva Copenhague, pero la mayoría de los daños graves ya habían sido corregidos o parcheados. Los monos de Xavier habían trabajado día y noche, ya que ni él ni Antoinette podían permitirse ocupar la dársena una hora más de lo estrictamente necesario. Los monos habían accedido a trabajar, a pesar de que casi todos los demás obreros hiperprimates del carrusel estaban en huelga o enfermos por culpa de un virus prosimio extremadamente poco común que, de forma misteriosa, había atravesado las barreras de doce especies de la noche a la mañana. Xavier detectaba, o eso dijo, cierto grado de simpatía por parte de los operarios. Ninguno de ellos era fervoroso partidario de la Convención de Ferrisville, y el hecho de que Antoinette y él estuvieran siendo perseguidos por la policía lograba que los primates se sintieran más dispuestos a romper las normas habituales del sindicato. Aunque claro, nada era gratis y Xavier iba a terminar debiendo a los trabajadores más de lo que hubiera deseado. Pero había ciertos sacrificios que uno no podía rechazar. Era una regla que el padre de Antoinette solía citar a menudo, y ella había crecido con el mismo punto de vista resuelto y pragmático.

Antoinette estaba trasteando con los parámetros de configuración del campo del tokamak, con un compad sujeto bajo el brazo y una estilográfica entre los dientes, cuando repicó la consola. Al principio pensó que algo de lo que había hecho había provocado un error en otra parte de la red de control de la nave.

Habló con la pluma aún en la boca, a sabiendas de que Bestia sabría desentrañar sus gruñidos.

—Bestia… Arregla eso, ¿quieres?

—Señorita, la señal en cuestión es una notificación de llegada de un mensaje.

—¿De Xavier?

—No es del señor Liu, señorita. El mensaje, por lo que uno puede deducir de la información de la cabecera, se ha originado muy lejos del carrusel.

—Entonces son los polis. Qué divertido, normalmente no avisan antes, sino que se limitan a aparecer, como un zurullo delante de la puerta.

—Tampoco parece provenir de las autoridades, señorita. ¿Podría uno sugerir que el curso de acción más prudente consiste en visionar el mensaje en cuestión?

—Qué listillo. —Antoinette se quitó la pluma de la boca y se la colocó detrás de la oreja—. Pásalo por mi compad, Bestia.

—Muy bien, señorita.

La pantalla de datos del tokamak se hizo a un lado y en su lugar cobró definición un rostro moteado por burdos píxeles de resolución. Quien lo enviara trataba de hacerlo usando el menor ancho de banda posible. Pese a ello, reconoció a la perfección el rostro.

—Antoinette… soy yo otra vez. Confío en que lograras regresar sana y salva. —Nevil Clavain hizo una pausa y se rascó la barba—. Estoy redirigiendo esta transmisión a través de unos quince repetidores. Algunos de ellos son anteriores a la plaga y otros puede que procedan de la era americana, así que la calidad no será gran cosa. Me temo que no hay posibilidad de que respondas, ni tampoco la tengo yo de enviar otro mensaje. Esta es, categóricamente, mi única oportunidad. Necesito tu ayuda, Antoinette. La necesito como el aire. —Sonrió con torpeza—. Sé lo que estás pensando. Que te dije que te mataría si nuestros caminos volvían a cruzarse. No lo decía en broma, pero lo hice porque tenía la esperanza de que me tomaras en serio y tío te metieras en más problemas. Espero que lo creas, Antoinette, o de lo contrario no hay muchas posibilidades de que accedas a mi siguiente petición.

—¿Su siguiente petición? —musitó ella en voz alta, mirando con incredulidad el compad.

—Lo que necesito, Antoinette, es que vengas y me rescates. Como verás, estoy metido en un buen lío.

Antoinette escuchó lo que tenía que decir, aunque no quedaba mucho mensaje. La solicitud de Clavain estaba clara y ella hubo de reconocer que satisfacerla entraba dentro de sus posibilidades. Hasta las coordenadas que le había proporcionado eran lo bastante precisas como para evitar la necesidad de hacer un barrido. Era una ventana de tiempo estrecha. De hecho, demasiado estrecha, y existía un riesgo nada desdeñable de peligro físico, aparte de todo el que ya solía venir dado por relacionarse con Clavain. Pero era factible. Estaba claro que Clavain ya había pulido los detalles por su cuenta antes de llamarla, anticipándose a casi todos los problemas usuales y las objeciones que ella pudiera albergar. En ese aspecto, no podía sino admirar su entrega.

Pero eso seguía sin suponer una gran diferencia. El mensaje procedía de Clavain, el carnicero de Tarsis, el mismo Clavain que en los últimos tiempos había comenzado a rondar en sus sueños, personificando lo que antaño no era más que el horror sin rostro de las salas de iniciación de las arañas. Era Clavain el que se asomaba por encima de las máquinas relucientes mientras estas descendían hacia la tapa de sus sesos.

Que le hubiera salvado la vida en una ocasión no tenía la menor importancia.

—Debe de ser una puta broma —dijo Antoinette.


Clavain flotaba solo en el espacio. A través de la visera de su traje espacial veía cómo se alejaba la corbeta bajo el control del piloto automático, dibujando un arco. Menguaba poco a poco, pero sin pausa, hasta que fue complicado distinguir su esbelta forma de sílex de otra débil estrella. Entonces el motor principal de la corbeta soltó una llamarada, una púa de frío y brillante color azul violáceo, apartada cuidadosamente de la posición de la Sombra Nocturna (por lo que él había podido calcular). Sin duda, la aceleración lo hubiera aplastado de haberse quedado a bordo. Aguardó hasta que incluso esa púa de luz se convirtió en un tenue arañazo contra el firmamento. Clavain parpadeó y la perdió de vista.

Estaba solo, casi en el sentido más absoluto que podía alcanzar la palabra.

Por veloz que fuese en ese momento la aceleración de la corbeta, no era nada que la nave no pudiera mantener. En pocas horas la combustión la llevaría hasta un punto del espacio que sería consistente con su última posición registrada, y con una velocidad acorde, tal como determinaría la Sombra Nocturna. Entonces el motor reduciría la potencia y retomaría un nivel de empuje compatible con la idea de que llevaba a bordo un pasajero humano. Skade volvería a detectar la llama de la corbeta, pero también vería que parpadeaba con cierta irregularidad, indicando una combustión de fusión inestable. Eso, al menos, era lo que Clavain esperaba que pensara.

Durante las últimas quince horas de vuelo, había espoleado los motores de la corbeta al máximo que podía, ignorando deliberadamente los límites de seguridad. Con todo el exceso de masa a bordo de la nave (armas, combustible, mecanismos de soporte de vida), el techo de aceleración eficaz no quedaba muy por encima de su propio límite de tolerancia fisiológica. Desde el principio, lo más sabio había consistido en acelerar todo lo que pudiera soportar, desde luego. Pero Clavain quería además que Skade creyera que estaba forzando las cosas por encima de lo aconsejable.

Sabía que debía de estar vigilando su llama, estudiándola en busca de cualquier minúsculo error por su parte. Así que había trasteado con el sistema de control del motor, y había introducido pistas de un inminente fallo. Había obligado al motor a funcionar de manera errática, cambiando de temperatura y permitiendo que las impurezas coagularan el escape, mostrando todas las señales de que estaba a punto de reventar.

Tras quince horas, había simulado una brusca parada a trompicones del motor. Skade reconocería el modo de fallo, era casi de libro de texto. Sin duda pensaría que Clavain había tenido la mala suerte de no morir en un estallido instantáneo e indoloro. Ahora tendría la oportunidad de alcanzarlo y su agonía sería mucho más prolongada. Si Skade reconocía el tipo de fallo que Clavain había tratado de simular, llegaría a la conclusión de que los mecanismos de autorreparación de la nave tardarían unas diez horas en arreglarlo. Y pese a todo, para ese modo de fallo en particular solo era posible una reparación parcial. Quizá Clavain lograra encender de nuevo la antorcha de fusión, catalizada mediante antimateria, pero el motor no volvería a funcionar a máxima potencia. En el mejor de los casos, podría exprimir seis gravedades de la corbeta, y no le sería posible mantener esa aceleración durante mucho tiempo.

En cuanto viera la llamarada de la corbeta, en cuanto reconociera el titubeo delator, Skade sabría que el éxito era suyo. Nunca deduciría que él había dedicado las diez horas de gracia no a reparar el motor defectuoso, sino a soltarse en un lugar completamente diferente. Por lo menos, Clavain confiaba en que nunca lo adivinara.

Su último movimiento había consistido en enviar un mensaje a Antoinette Bax, asegurándose de que la señal no pudiera ser interceptada por Skade ni por ninguna otra fuerza hostil. Había avisado a Antoinette de dónde estaría flotando, y le había explicado cuánto tiempo era razonable esperar que sobreviviera, equipado únicamente con un traje espacial de baja resistencia, sin sistemas sofisticados de reciclaje. Según sus propios cálculos, Antoinette podría alcanzarlo a tiempo y arrastrarlo lejos de la zona de guerra antes de que Skade tuviera la oportunidad de darse cuenta de lo que sucedía. Todo lo que Antoinette tenía que hacer era acercarse al volumen aproximado de espacio que él le había indicado y barrerlo con su radar, y antes o después se toparía con su silueta.

Pero solo disponía de una ventana de oportunidad. Solo tenía una posibilidad de convencerla, y ella habría de ponerse en marcha de inmediato. Si optaba por pedirle una confirmación o aguardaba un par de días sin decidir qué hacer, Clavain estaba muerto.

Se encontraba por completo en sus manos.

Clavain hizo lo que pudo por ampliar la autonomía del traje. Activó unas rutinas neuronales raramente usadas que le permitían ralentizar su propio metabolismo, de modo que usara tan poco aire y energía como fuera posible. No había ningún motivo para permanecer consciente; no le proporcionaba otra cosa que la oportunidad de reflexionar de modo inacabable sobre si iba a vivir o a morir.

A la deriva y solo en el espacio, Clavain se dispuso a hundirse en la inconsciencia. Pensó en Felka, a la que no creía probable volver a ver nunca, y caviló sobre su mensaje. No sabía si prefería que fuese cierto o que no. Confió además en que Felka encontrara algún modo de perdonarle la deserción, que no lo odiara por ello y que no la molestara el hecho de que siguiera adelante a pesar de su súplica.

Mucho tiempo atrás también había desertado para pasarse al bando de los combinados, porque había considerado que era lo más adecuado bajo aquellas circunstancias. Casi no había tenido tiempo para planear su deserción ni valorar si era correcta o no. El momento en que tenía que tomar la decisión se había presentado de pronto, y supo que no tenía vuelta atrás.

En la actualidad ocurría lo mismo. El momento se había presentado solo… y lo había aprovechado, plenamente consciente de las consecuencias y a sabiendas de que podía estar equivocándose, que sus miedos resultaran carecer de fundamento o ser fruto de la imaginación paranoica de un hombre viejo, muy viejo. Pero sabía que debía hacerlo.

Sospechaba que para él las cosas siempre habían sido así.

Recordó cuando yacía bajo los cascotes derruidos, en una bolsa de aire bajo un edificio derrumbado de Marte. Sucedió unos cuatro meses estándares después de la campaña de la elevación de Tarsis. Se acordó del gato con la columna rota al que había mantenido con vida, y cómo había compartido sus raciones con el animal herido incluso cuando la sed parecía un ácido que le deshacía la boca y la garganta, hasta cuando el hambre había sido peor, mucho peor que el dolor de sus heridas. Recordó que el gato había muerto poco después de que los rescataran a ambos de los escombros, y se preguntó si no habría sido para él más bondadoso morir antes, y no ver prolongada su dolorosa existencia unos cuantos días más. Y aun así, sabía que si le ocurriera otra vez lo mismo, volvería a mantener vivo al gato, sin importar lo vano que fuese el gesto. No se debía solo a que mantener con vida al gato le había proporcionado algo en lo que concentrarse aparte de su propia incomodidad y su miedo. Había algo más, aunque no le era fácil decir qué. Pero tenía la sensación de que era el mismo impulso que lo empujaba hacia Yellowstone, el mismo impulso que le había hecho buscar la ayuda de Antoinette Bax.

Solo y asustado, lejos de cualquier mundo, Nevil Clavain cayó en la inconsciencia.

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