7

[Skade, me temo que se ha producido otro accidente].

¿Qué clase de accidente?

[Una incursión en el estado dos].

¿Cuánto ha durado?

[Solo unos pocos milisegundos, pero ha sido suficiente].

Los dos (Skade y su primer técnico de propulsión) se acurrucaban en un espacio de paredes negras cerca de la popa de la Sombra Nocturna, mientras el prototipo seguía atracado en el Nido Madre. Estaban apretados en ese rincón con las espaldas arqueadas y las rodillas flexionadas contra el pecho. Era incómodo pero, después de sus primeras visitas, Skade había borrado la sensación de comodidad postural y la había sustituido por una relajante calma parecida al zen. Podía aguantar días enteros apretujada en escondrijos inhumanamente pequeños… y lo había demostrado. Detrás de las paredes, aislados en numerosas aberturas estrechas, estaban los intrincados y desconcertantes elementos de la maquinaria. El control directo y los ajustes del artefacto solo eran posibles desde allí, donde solo contaban con los vínculos más rudimentarios con la red de mando normal de la nave.

¿Sigue aquí el cuerpo?

[Sí].

Me gustaría verlo.

[No ha quedado gran cosa que ver].

Pero el hombre desenchufó su compad y la guió, arrastrándose de lado a semejanza de los cangrejos. Skade lo siguió. Pasaron de un escondrijo a otro, y a veces tenían que encogerse para atravesar la angostura que originaban los elementos salientes de la maquinaria. Esta los rodeaba por completo, y ejercía un efecto sutil pero innegable en el propio espacio tiempo en el que estaban inmersos.

Nadie, ni siquiera Skade, comprendía en realidad cómo funcionaba la maquinaria. Había suposiciones, algunas de ellas muy eruditas y plausibles, pero en el fondo persistía un abismo enorme de ignorancia conceptual. Casi todo lo que conocía Skade de la maquinaria consistía en los registros de causa y efecto, con escasa comprensión de los mecanismos físicos que sustentaban ese comportamiento. Sabía que, cuando la maquinaria funcionaba, tendía a asentarse en varios estados discretos, cada uno de los cuales se asociaba a un cambio mensurable en la métrica local… pero los estados no estaban rígidamente aislados y se sabía que el aparato podía oscilar de forma salvaje entre unos y otros. Y también estaba el problema relacionado de las diversas geometrías de campo, y el modo tortuoso y complejo en que retornaban a la estabilidad de fase…

¿Has dicho estado dos? ¿Exactamente en qué modo estabais antes del accidente?

[En estado uno, según las instrucciones. Estábamos explorando algunas de las geometrías de campo no lineales].

¿Y qué ha sido esta vez? ¿Un fallo cardiaco, como el último?

[No. O, al menos, no creo que un ataque al corazón fuera la causa principal. Como he dicho, no ha quedado mucho que podamos investigar].

Skade y el técnico avanzaban con esfuerzo y se retorcían a través de un estrecho codo entre secciones casi colindantes de la maquinaria. El campo se encontraba en esos momentos en estado cero, para el cual no había efectos fisiológicos mensurables, pero Skade no pudo evitar por completo la impresión de que algo estaba mal, la irritante sensación de que el mundo había sido ligeramente desviado de la normalidad. Era pura imaginación, hubiese necesitado sondas de vacío cuántico en extremo sensibles para detectar la influencia del aparato, pero la sensación no se esfumaba.

[Ya hemos llegado].

Skade miró a su alrededor. Habían asomado a uno de los espacios abiertos de mayor tamaño que había en las entrañas del artefacto. Era una cámara rodeada de paredes negras, apenas lo bastante alta para ponerse de pie. Numerosas tomas de conexión de compads carcomían las paredes.

¿Aquí es donde ha sucedido?

[Sí. La deformación del campo alcanzaba aquí su máximo].

No veo ningún cuerpo.

[Eso es porque no mira con la suficiente atención].

Skade siguió su gesto con la mirada: le señalaba una zona específica de la pared. Fue hasta allí y la tocó con las yemas enguantadas de los dedos. Lo que parecía el mismo negro brillante del resto de la cámara resultó ser escarlata y pegajoso. Había aproximadamente seis milímetros de algo aglutinado a casi todo el tabique de un lateral de la cámara.

Por favor, dime que esto no es lo que creo.

[Me temo que es justo lo que cree].

Skade removió la sustancia rojiza con la mano. La capa tenía la consistencia necesaria para formar una masa compacta y viscosa, incluso en gravedad cero. En algunos puntos aislados se notaba algo más duro: una astilla de hueso o de maquinaria. Pero nada mayor que una uña había aguantado de una sola pieza.

Cuéntame lo que ha pasado.

[Se hallaba cerca del centro del campo. La excursión al estado dos fue solo momentánea, pero eso bastó. Cualquier movimiento hubiese resultado fatal, hasta un tic involuntario. Quizá ya estaba muerto antes de golpear la pared].

¿A qué velocidad se desplazó?

[Como mínimo, unos cuantos kilómetros por segundo].

Me imagino que fue indoloro. ¿Notasteis el impacto?

[Por toda la nave. Fue como una pequeña detonación].

Skade ordenó a sus guantes que se limpiaran solos, y los restos volvieron a fluir a la pared. Pensó en Clavain y deseó tener parte de su aguante para escenas como aquella. Clavain había visto cosas terribles durante su época de soldado, tantas que había desarrollado la coraza necesaria para soportarlas. Salvo una o dos excepciones, Skade había entablado todas sus batallas desde una distancia prudencial.

[¿Skade…?].

La cresta debía de haber reflejado su turbación.

No te preocupes por mí. Trata de descubrir qué ha fallado y asegúrate de que no vuelva a ocurrir.

[¿Y el programa de pruebas?].

El programa continúa, por supuesto. Ahora haz que despejen este desastre.


Felka levitaba por una de las salas de su tranquilo palo residencial. Donde antes llevaba las herramientas atadas a la cintura, ahora orbitaban numerosas jaulas de metal de pequeño tamaño, que chocaban suavemente entre sí al moverse su dueña. Cada jaula contenía un puñado de ratones blancos, que arañaban y olisqueaban sus celdas. Felka no les prestó atención; no llevaban demasiado tiempo enjaulados, todos estaban bien alimentados y pronto disfrutarían de una especie de libertad.

Escudriñó la penumbra. La única fuente de luz era el débil resplandor de la sala adyacente, separada de aquella por un retorcido codo de madera muy pulida, del color del caramelo quemado. Encontró la lámpara de rayos ultravioleta fijada a una pared y la encendió.

Un lado de la cámara (Felka nunca se había molestado en decidir cuál era arriba y cuál abajo) estaba panelado con cristal de color verde botella. Detrás del vidrio había algo que a primera vista recordaba a un complejo sistema de sondeo de madera, un palimpsesto de tubos y canalones, juntas, válvulas y bombas. Diagonales y cuellos de madera abarcaban todo el laberinto y unían diferentes zonas, aunque su propósito resultaba al principio recóndito. En las tuberías y canales solo había tres lados de madera; el cristal formaba la cuarta pared, de modo que lo que fluyera o correteara por ellas resultase visible.

Felka ya había introducido unos doce ratones en el sistema mediante unas puertas de un solo sentido que había cerca del extremo del vidrio. Pronto habían tomado distintos caminos, en las primeras bifurcaciones, y ahora estaban separados varios metros y se asomaban a sus propias regiones del laberinto. La falta de gravedad no les molestaba en absoluto; podían obtener de la madera la tracción suficiente para corretear alegremente en cualquier dirección. De hecho, los ratones más experimentados acababan aprendiendo el arte de deslizarse por los tubos y minimizar así el área de fricción que exponían a la madera o el cristal. Pero casi nunca adquirían ese truco hasta que llevaban varias horas dentro del laberinto y habían superado varios ciclos de recompensa.

Felka echó mano de una de las jaulas sujetas a su cintura y abrió el pestillo para que el contenido (tres ratones blancos) cayera al laberinto. Allá que salieron corriendo, por el momento contentos de haber escapado de su prisión de metal.

Felka esperó. Tarde o temprano, uno de los ratones se encontraría con alguna de las trampas y solapas que conectaban con un delicado sistema de palancas de madera activadas por muelles. Cuando el roedor atravesaba la solapa, el movimiento provocaba que las palancas cambiaran de posición. A menudo el movimiento se transmitía por todo el laberinto, provocando que un postigo se abriera o se cerrara a uno o dos metros de distancia del disparador original. Otro ratón que avanzara entonces poruña remota estrechez del laberinto, podía encontrarse con que el camino aparecía de pronto bloqueado donde antes estaba despejado. O quizá se viera obligado a hacer una elección donde antes no había más que una opción, y que la angustia de las diversas posibilidades nublara momentáneamente su pequeño cerebro de roedor. Era muy probable que las decisiones del segundo ratón activaran otro sistema de disparadores, provocando una reconfiguración distante en otra parte del laberinto. Flotando en medio, Felka lo observaba todo, veía cómo la madera cambiaba y atravesaba infinitas permutaciones, ejecutando un programa aleatorio cuyos agentes eran los propios ratones. En cierto modo, era fascinante mirarlos.

Pero Felka se aburría con facilidad. El laberinto, para ella, era solo un primer paso. Lo recorría en semipenumbra, armada con la lámpara de rayos ultravioleta. Los ratones tenían genes que expresaban una serie de proteínas, de modo que reflejaban con una fluorescencia la iluminación ultravioleta. Podía verlos con claridad a través del cristal, pequeños borrones de color púrpura brillante. Felka los observaba con una fascinación fervorosa, pero que se atenuaba de manera palpable.

El laberinto era por completo de su invención. Lo había diseñado y ella misma había dado forma a sus mecanismos de madera. Incluso había manipulado genéticamente a los ratones para que brillaran, aunque eso había sido fácil comparado con todos los toques y ajustes que habían sido necesarios para lograr que las trampas y palancas funcionaran del modo correcto. Durante un rato, hasta pensó que había merecido la pena.

Una de las pocas cosas que todavía interesaban a Felka era el surgimiento de la inteligencia. En Diadema, el primer planeta que habían visitado tras abandonar Marte en la primera nave de velocidad casi lumínica, Clavain, Galiana y ella habían estudiado un enorme organismo cristalino que tardaba años en expresar algo parecido a un único «pensamiento». Sus mensajeros sinápticos eran gusanos negros sin voluntad propia, que se arrastraban por una cambiante red neuronal de canales de hielo como capilares que horadaban un glaciar eterno.

Clavain y Galiana le habían impedido realizar un estudio completo del glaciar de Diadema, y nunca se lo había perdonado del todo. Desde entonces se había sentido atraída por problemas similares, cualquier cosa en la que la complejidad emergiera de modo impredecible a partir de elementos simples. Había preparado incontables simulaciones informáticas, pero nunca se sentía del todo convencida de estar capturando realmente la esencia del problema. Aunque de sus sistemas emergiera la complejidad (como solía pasar), nunca podía librarse por completo de la sensación de que, de forma inconsciente, ella lo había dispuesto desde el principio. Los ratones suponían una aproximación diferente. Había descartado lo digital y abrazado lo analógico.

La primera máquina que había tratado de construir funcionaba con agua. Se había inspirado en los detalles de un prototipo que había descubierto en el archivo sobre cibernética del Nido Madre. Siglos atrás, mucho antes de la Transiluminación, alguien había creado un ordenador analógico diseñado para modelar el flujo de dinero dentro de una economía. La máquina estaba hecha con retortas de cristal, válvulas y balancines cuidadosamente equilibrados. Unos fluidos de colores representaban las diferentes presiones del mercado y otros parámetros financieros: tasas de interés, inflación o déficit comerciales. La máquina chapoteaba y borbotaba mientras calculaba feroz difíciles ecuaciones integrales mediante el poder en acción de la mecánica de fluidos.

Le había encantado. Había reconstruido el prototipo, con algunos añadidos, astutas mejoras de su propia cosecha. Pero aunque la máquina le había proporcionado cierta diversión, apenas había detectado atisbos de comportamiento emergente. La máquina era demasiado inhumana y determinista como para arrojar ninguna sorpresa genuina.

De ahí los ratones. Eran agentes aleatorios, caos con patitas. Felka había concebido la nueva máquina para explotarlos y aprovechar sus correteos imprevisibles como paso de un estado a otro. El complejo sistema de palancas e interruptores, trampas y bifurcaciones, aseguraba que el laberinto mutara constantemente y recorriera todo el espacio de fases, un entorno matemático intelectualmente complicadísimo, de múltiples dimensiones formadas todas las posibles configuraciones en las que podía hallarse el laberinto. Había atractores en ese espacio de fases, como planetas y estrellas que hundían la tela del espacio tiempo. Cuando el laberinto caía hacia uno de ellos, por lo general entraba en una especie de órbita, oscilaba alrededor de un estado hasta que algo, ya fuera una acumulación de inestabilidad o un impulso externo, lo enviaba a toda velocidad hacia otro estado. Normalmente, todo lo que se necesitaba era introducir un nuevo ratón en el laberinto.

Pero de vez en cuando, el laberinto se deslizaba hacia un atractor que provocaba que los ratones se vieran recompensados con una cantidad de comida mayor de la usual. Sentía curiosidad por saber si los ratones (que actuaban a ciegas y eran incapaces de cooperar entre sí de forma voluntaria) encontrarían pese a todo un modo de empujar el laberinto a la vecindad de uno de esos atractores. Si sucedía algo así, sería sin duda un signo de surgimiento.

Había sucedido, pero solo una vez. Y esa tanda de ratones no había vuelto a repetir el truco desde entonces. Felka había introducido más roedores en el sistema, pero solo había servido para obstruir el laberinto y bloquearlo en otro atractor en el que no sucedía nada demasiado interesante.

Todavía no se había rendido del todo. Aún quedaban sutilezas en el laberinto que no comprendía por completo, y hasta que lo hiciera no comenzaría a aburrirse. Pero en un rincón de su mente ya crecía ese miedo. Sabía, más allá de toda duda, que el laberinto no lograría fascinarla durante mucho más tiempo.

El laberinto crujió y traqueteó, como un reloj de pared que se preparaba para dar las campanadas. Oyó el sonido como de contraventanas de las puertas que se abrían y se cerraban. Era difícil discernir los detalles del laberinto tras el cristal, pero el flujo de los ratones delimitaba bastante bien su geometría.

—¿Felka?

Un hombre se abrió paso por el codo que daba a la sala. Entró flotando y detuvo su impulso apretando las yemas de los dedos contra la madera pulida. Felka pudo verle el rostro borrosamente. Su cráneo lampiño no tenía la forma adecuada y parecía incluso más raro en la penumbra, como un alargado huevo gris. Se quedó mirándolo. Sabía que, en el fondo, siempre había sido capaz de asociar esa cara con Remontoire. Pero si seis o siete hombres de la misma edad fisiológica entraran en la sala, todos con los mismos rasgos faciales infantiles o neotenios, sería incapaz de distinguir a Remontoire entre ellos. Solo el hecho de que la hubiera visitado hacía poco le permitió estar segura de que se trataba de él.

—Hola, Remontoire.

—¿Podemos encender alguna luz, por favor? ¿O es mejor que hablemos en la otra habitación?

—No será necesario. Estoy en mitad de un experimento.

Él echó un vistazo a la pared de cristal.

—¿Y la luz lo echaría a perder?

—No, pero entonces no podría ver a los ratones, ¿no crees?

—Me imagino que no —respondió Remontoire pensativo—. Clavain me acompaña. Estará aquí enseguida.

—Oh.

Felka buscó a tientas una de las lámparas y la encendió. Una luz turquesa vaciló insegura y después se afianzó. Felka estudió la expresión de Remontoire y trató con todas sus fuerzas de interpretarla. Incluso ahora que conocía su identidad, el rostro no se había convertido en un ejemplo de claridad. Su texto permanecía emborronado, plagado de cambiantes ambigüedades. Hasta leer las expresiones más comunes requería una intensa fuerza de voluntad, como discernir las constelaciones en una salpicadura de débiles estrellas. De vez en cuando, eso sí, se presentaba una ocasión en la que su extraña maquinaria neuronal lograba captar patrones que la gente normal ignoraba por completo. Pero por lo general, en lo tocante a los rostros nunca podía confiar en su propio juicio.

Tenía eso en mente cuando miró el rostro de Remontoire y decidió, de modo provisional, que parecía preocupado.

—¿Por qué no está aquí ya?

—Quería darnos tiempo para discutir los asuntos del Consejo Cerrado.

—¿Sabe algo de lo que ha pasado hoy en la cámara?

—Nada.

Felka flotó hasta la parte superior del laberinto y empujó otro ratón por la entrada, con la esperanza de desbloquear un punto muerto en el cuadrante inferior izquierdo.

—Y así tendrá que seguir siendo, salvo que Clavain acceda a ingresar. E incluso entonces puede que se sienta defraudado por lo que seguirá sin saber.

—Comprendo que no quieras que él se entere de lo del Exordio —dijo Remontoire.

—¿Y qué se supone que significa eso?

—Fuiste contra los deseos de Galiana, ¿no es verdad? Después de lo que descubrió en Marte, canceló el proyecto. Pero cuando regresaste del espacio exterior, y ella todavía continuaba ahí fuera, participaste con mucho gusto.

—Te has convertido de pronto en todo un experto, Remontoire.

—Todo está ahí, en los archivos del Nido Madre, si sabes dónde buscar. El hecho de que los experimentos tuvieron lugar ni siquiera es un gran secreto. —Remontoire se detuvo y observó el laberinto con ligero interés—. Por supuesto, muy distinto es lo relativo a qué ocurrió realmente con el Exordio y por qué Galiana le puso fin. En los registros no hay mención alguna a un mensaje venido del futuro. ¿Qué había en esos mensajes tan inquietante que no se podía ni admitir su mera existencia?

—Eres tan curioso como yo lo fui entonces.

—Por supuesto. ¿Pero fue solo la curiosidad lo que te impulsó a ir contra sus deseos, Felka? ¿O había algo más? Un instinto de rebelión contra tu propia madre, quizá.

Felka contuvo su ira.

—No era mi madre, Remontoire. Compartíamos algo de material genético, pero eso era todo lo que teníamos en común. Y no, tampoco fue por rebeldía. Estaba buscando algo que distrajera mi mente. Se suponía que en el Exordio tratábamos de alcanzar un nuevo estado de consciencia.

—¿En aquel entonces tampoco sabías nada de los mensajes?

—Había oído rumores, pero no me los creía. Me pareció que la manera más fácil de descubrirlo por mí misma era participar. Pero yo no reemprendí el Exordio; el programa ya había sido reanudado antes de nuestro regreso. Skade quería que me sumara a él, creo que pensaba que la singularidad de mi mente podría resultar de valor para el programa. Pero yo solo jugué un pequeño papel, y lo dejé muy poco después de empezar.

—¿Por qué? ¿Porque no avanzaba del modo que tú esperabas?

—No. De hecho, funcionó muy bien. Y fue también lo más aterrador que he experimentado en toda mi vida.

Remontoire sonrió un instante, pero su sonrisa se desvaneció poco a poco.

—¿Exactamente por qué?

—Antes no creía en la existencia del mal, Remontoire. Ahora no estoy tan segura.

—¿El mal? —repitió Remontoire, como si no la hubiera oído bien.

—Sí —respondió ella en voz baja.

Ahora que ya habían abordado el tema, tuvo que recordar el olor y la textura de la cámara del Exordio como si hubiese estado en ella el día anterior, a pesar de que había hecho todo lo posible por apartar sus pensamientos de esa sala blanca y estéril, incapaz de aceptar lo que había descubierto entre sus cuatro paredes.

Los experimentos eran la conclusión lógica de la labor que Galiana había iniciado en sus primeros tiempos en los laboratorios marcianos. Su idea era potenciar el cerebro humano, con el convencimiento de que su trabajo haría un gran bien a la humanidad. Como modelo, Galiana se había basado en el desarrollo de los ordenadores digitales desde su sencilla y prolongada infancia. Su primer paso, por lo tanto, había consistido en incrementar la potencia computacional y la velocidad de la mente humana, igual que los primeros ingenieros informáticos habían cambiado engranajes por interruptores electromecánicos, interruptores por válvulas, válvulas por transistores, transistores por artilugios microscópicos de estado sólido y estos por puertas lógicas a nivel cuántico que se cernían sobre la difusa frontera del principio de incertidumbre de Heisenberg. Infestó los cerebros de sus pacientes, y el suyo propio, con pequeñas máquinas que establecían conexiones entre células cerebrales, del mismo modo que las que ya estaban en funcionamiento, pero capaces de transmitir las señales nerviosas a mucha mayor velocidad. Con los neurotransmisores naturales y los eventos de señales nerviosas inhibidos mediante drogas u otras máquinas, el telar secundario de Galiana se ocupó del procesamiento neuronal. El efecto subjetivo era de una consciencia normal, pero a un ritmo acelerado. Como si el cerebro estuviese sobrealimentado y fuese capaz de procesar pensamientos a una velocidad diez o quince veces mayor que una mente sin tratar. Había problemas, suficientes para provocar que la consciencia acelerada no pudiera mantenerse durante más de unos pocos segundos, pero en casi todos los aspectos los experimentos habían tenido éxito. Una persona en estado acelerado podía ver que una manzana se caía de una mesa y componer un haiku conmemorativo antes de que llegara al suelo. Podía observar cómo se flexionaban y se doblaban los músculos elevador y depresor del ala de un colibrí, o maravillarse ante el esquema de impacto en forma de corona dibujado por la caída de una gota de agua. También constituían, huelga decirlo, excelentes soldados.

Así que Galiana había pasado a la siguiente fase. Los primitivos ingenieros informáticos habían descubierto que ciertas clases de problemas se podían abordar mejor mediante ejércitos de ordenadores unidos en paralelo, que compartieran datos entre nodos. Galiana persiguió este objetivo con sus sujetos potenciados neuronalmente y estableció corredores de datos entre sus mentes. Les permitió compartir sus recuerdos, experiencias e incluso el procesado de ciertas tareas mentales como el reconocimiento de patrones.

Fue este experimento, fuera de control (corría desbocado de mente en mente y subvertía las máquinas neuronales que ya estaban en funcionamiento) el que condujo al suceso conocido como Transiluminación y, no sin cierta lógica, a la primera guerra contra los combinados. La Coalición por la Pureza Neuronal había acabado con los aliados de Galiana y la obligó a recluirse en un pequeño corrillo de laboratorios fortificados dentro de la Gran Muralla Marciana.

Fue allí, en 2190, cuando conoció a Clavain, que en aquel momento era su prisionero. Fue allí donde nació Felka, algunos años después. Y fue allí donde Galiana pasó a la tercera fase de sus experimentos. Siguiendo aún el ejemplo de los primitivos ingenieros informáticos, quería explorar lo que se podía obtener de una aproximación a la mecánica cuántica.

Los ingenieros informáticos de finales del siglo XX y comienzos del XXI (apenas salidos de la era de los engranajes, en lo que a Galiana concernía) habían recurrido a principios cuánticos para romper problemas que, de lo contrario, hubiesen sido irresolubles, como por ejemplo la tarea de hallar los factores primos de números muy grandes. Un ordenador convencional, e incluso una tropa de computadoras que compartieran la tarea, no tenían posibilidad realista de hallar los números primos antes del final eficaz del universo. Y aun así, con el equipo adecuado (una torpe improvisación de prismas, lentes, láseres y procesadores ópticos sobre una mesa de laboratorio) era posible lograrlo en cuestión de milisegundos.

Se produjeron fieros debates sobre qué estaba ocurriendo con exactitud, pero nadie ponía en duda que realmente se estaban localizando los números primos. La explicación más simple, y para la que Galiana nunca había encontrado motivos de duda, era que los ordenadores cuánticos estaban repartiendo la tarea entre infinitas copias de sí mismos, repartidas por universos paralelos. Conceptualmente lo dejaba a uno pasmado, pero era la única explicación razonable. Y no se trataba de algo que se hubieran sacado de la manga para justificar un resultado desconcertante; la idea de los mundos paralelos había sido, cuando menos, un concepto fundamental de la teoría cuántica desde hacía mucho tiempo.

Así que Galiana había tratado de hacer algo similar con las mentes humanas. La cámara del Exordio era un artilugio diseñado para acoplar uno o más cerebros mejorados en un sistema cuántico coherente: una barra de rubidio levitada magnéticamente que era empujada sin cesar a ciclos de coherencia y colapso cuántico. Durante cada episodio de coherencia, la barra alcanzaba un estado de superposición de infinitas contrapartidas de sí misma, y en ese momento se trataba de alcanzar un acoplamiento neuronal. El intento siempre obligaba a la barra a colapsar a un estado macroscópico, pero no era algo instantáneo. Había un instante en el que parte de la coherencia de la barra se colaba en las mentes conectadas, colocándolas en superposición débil con sus propias contrapartidas de un mundo paralelo.

Galiana confiaba en que en ese momento se produjese algún cambio perceptible del estado de consciencia que experimentaban los participantes. Sin embargo, sus teorías no predecían qué cambio sería ese.

Y, al final, resultó no parecerse a nada de lo que ella esperaba.

Galiana nunca había hablado con Felka en detalle sobre sus impresiones, pero esta había descubierto lo suficiente como para saber que su propia experiencia debía de haber sido similar, a grandes rasgos. Cuando el experimento comenzaba, con el sujeto o sujetos tumbados sobre sofás en la cámara y sus cabezas succionadas en las fauces abiertas de unas dragas de interfaz neuronal de alta resolución, aparecía un presentimiento, como el aura que precede a un inminente ataque epiléptico.

Después asomaba una sensación que Felka nunca había sido capaz de describir de forma adecuada lejos del experimento. Todo lo que podía decir era que, de pronto, sus pensamientos se hacían plurales, como si detrás de toda idea detectara el débil eco coral de otras, casi idénticas, que la seguían de cerca. No notó una infinidad de tales pensamientos, pero sí, tenuemente, que convergían en… algo… y al mismo tiempo que divergían. Estaba, en ese instante, en contacto con otras contrapartidas de sí misma.

Entonces empezaba a suceder algo mucho más extraño. Las impresiones se unían y se solidificaban, como los fantasmas que surgen tras horas de privación sensorial. Fue consciente de algo que se extendía por delante de ella, en una dimensión que no lograba visualizar del todo pero que, no obstante, englobaba una tremenda sensación de distancia y lejanía.

Su mente podía captar vagas pistas sensoriales y arrojar una especie de esquema familiar sobre ellas. Veía un largo pasillo blanco que se extendía hacia el infinito, bañado por una débil luz incolora, y sabía, sin poder expresar por qué motivo, que lo que estaba viendo era un paso al futuro. Había numerosas puertas o aberturas de color pálido, cada una de las cuales se abría a una época más remota en el futuro y que recorrían el pasillo. Galiana nunca había pretendido abrir una puerta a ese corredor, pero parecía que lo había hecho posible.

Felka sentía que no era posible atravesar el pasillo, que uno solo podía quedarse en el extremo y escuchar los mensajes que llegasen por él.

Porque había mensajes.

Al igual que el pasillo, se veían filtrados por sus propias percepciones. Era imposible decir de cuánta distancia en el tiempo provenían, o qué aspecto exacto tenía el futuro que los había enviado. ¿Era posible que un futuro en particular se comunicara con el pasado sin provocar paradojas? Al tratar de responder a eso, Felka se había topado con el trabajo casi olvidado de un físico llamado Deutsch, que había publicado sus pensamientos doscientos años antes de los experimentos de Galiana. Deutsch había planteado el modo de ver el tiempo no como un río que fluye, sino como una serie de instantáneas estáticas y dispuestas una detrás de otra para formar espacio-tiempos en los que el flujo del tiempo solo era una ilusión subjetiva. El esquema de Deutsch permitía de modo explícito el viaje hacia atrás en el tiempo, con la conservación del libre albedrío y sin paradojas. La clave era que un «futuro» en particular solo se podía comunicar con el «pasado» de otro universo. Vinieran de donde vinieran esos mensajes, no pertenecían al futuro de Galiana. Podían llegar de uno muy parecido, pero nunca al que alcanzarían con el tiempo. Tanto daba. La naturaleza exacta del futuro tenía poca importancia comparada con el contenido de los propios mensajes.

Felka nunca había sabido cuál era el texto preciso de los mensajes recibidos por Galiana, pero podía imaginarlo. Probablemente eran del mismo estilo de los que habían llegado durante el breve período en el que ella misma había participado.

Eran instrucciones para hacer cosas pero, más que planos detallados, pistas o señales que los empujaban en la dirección correcta. A veces órdenes o advertencias. Pero para cuando esas distantes transmisiones alcanzaban a los participantes de los experimentos del Exordio, se habían reducido a ecos apenas comprensibles, corruptos como jugar a una cadena de susurros, entremezclados y cosidos a decenas de mensajes interpuestos. Era como si solo existiera un conducto abierto entre el presente y el futuro, con un ancho de banda limitado. Cada mensaje enviado reducía la capacidad potencial para los demás. Pero lo realmente alarmante no era el contenido de los mensajes en sí, sino lo que Felka había atisbado detrás de ellos. Había sentido una mente.

—Contactamos con algo —le dijo a Remontoire—. O más bien algo contactó con nosotros. Bajó por el pasillo y rozó nuestras mentes. Llegó a la vez que recibíamos las instrucciones.

—¿Y esa era la cosa malvada?

—No se me ocurre otro modo de describirlo. Solo por encontrarla, meramente por compartir sus pensamientos durante un instante, casi todos nos volvimos locos o acabamos muertos. —Miró su reflejo en la pared de cristal—. Pero yo sobreviví.

—Fuiste afortunada.

—No, no fue por suerte. No del todo. Yo había reconocido a la cosa, de modo que el impacto de encontrarla no fue tan absoluto. Y aquello también me reconoció a mí. Me retiré en cuanto tocó mi mente, y se concentró en los demás.

—¿Qué era? —preguntó Remontoire—. Si lo reconociste…

—Ojalá no lo hubiera hecho. Desde entonces he tenido que vivir con ese instante de revelación, y no ha sido fácil.

—¿Entonces qué era? —insistió.

—Creo que era Galiana —dijo Felka—. Creo que era su mente.

—¿En el futuro?

—En un futuro. No el nuestro, o al menos no del todo.

Remontoire sonrió incómodo.

—Galiana está muerta. Los dos sabemos eso. ¿Cómo podría su mente haber hablado contigo desde el futuro, aunque fuese un futuro algo diferente del nuestro? No podría ser tan distinto.

—Lo ignoro. ¿Quién sabe? Y sigo preguntándome cómo se volvió así.

—¿Y por eso lo dejaste?

—Tú hubieras hecho lo mismo. —Felka observó cómo el ratón tomaba un desvío erróneo, no el que ella confiaba que tomase—. Estás enfadado conmigo, ¿verdad? Crees que la traicioné.

—Independientemente de lo que acabas de decirme, sí. Supongo que lo pienso. —Su tono se había suavizado.

—No te culpo. Pero tenía que hacerlo, Remontoire. Tuve que hacerlo una vez. No me arrepiento en absoluto, aunque desearía no haber aprendido aquello.

Remontoire susurró:

—¿Y Clavain… sabe algo de esto?

—Por supuesto que no. Sería fatal para él.

Hubo un golpe de nudillos contra la madera. Clavain se abrió paso hasta la cámara y echó un vistazo al laberinto antes de dirigirse a ellos.

—Así que hablando de mí a mis espaldas otra vez, ¿eh?

—En realidad no estábamos hablando de ti para nada —dijo Felka.

—Qué desilusión.

—Sírvete algo de té, Clavain. Todavía debe de estar caliente.

Clavain aceptó la taza que ella le ofrecía.

—¿Hay algo que queráis comentarme de lo acaecido en la reunión del Consejo Cerrado?

—No podemos mencionar los detalles —explicó Remontoire—. Todo lo que puedo decir es que hay considerables presiones para que te unas al consejo. Algunas de esas presiones provienen de combinados que creen que tu lealtad al Nido Madre estará siempre en tela de juicio hasta que dejes de ir por tu cuenta.

—Qué cara más dura.

Remontoire y Felka intercambiaron miradas.

—Quizá… —dijo Remontoire—. También están aquellos, tus aliados, imagino, que creen que has demostrado más que sobradamente tu lealtad a lo largo de los años.

—Eso está mejor.

—Pero a ellos también les gustaría tenerte en el Consejo Cerrado —intervino Felka—. Tal como lo ven, una vez estés en el consejo no podrás ir por ahí lanzándote a situaciones peligrosas. Lo ven como un modo de salvaguardar un valioso recurso.

Clavain se rascó la barba.

—Entonces, lo que decís es que no puedo ganar de ninguna forma, ¿es eso?

—Hay una minoría que se sentiría bastante feliz de seguir viéndote fuera del Consejo Cerrado —explicó Remontoire—. Algunos son tus firmes aliados. Otros, por el contrario, creen que dejar que continúes jugando a los soldaditos es el modo más sencillo de que acabes muerto.

—Es bonito ver cuánto se me aprecia. ¿Y qué pensáis vosotros?

Remontoire habló en voz baja:

—El Consejo Cerrado te necesita, Clavain. Ahora más que nunca.

Felka notó que algo mudo se transmitía entre ellos. No era comunicación neuronal, sino algo mucho más antiguo, algo que solo podían comprender los amigos que se conocían y que confiaban el uno en el otro desde hacía mucho tiempo.

Clavain asintió con seriedad y entonces miró a Felka.

—Ya conoces mi postura —dijo ella—. Os conozco a Remontoire y a ti desde mi infancia en Marte. Estabas allí por mí, Clavain. Regresaste al nido de Galiana y me salvaste cuando ella creía que no quedaba esperanza. Nunca me diste por perdida durante todos los años posteriores. Me convertiste en algo distinto a lo que era. Me hiciste persona.

—¿Y ahora?

—Galiana ya no está aquí —dijo ella—. Ese es un vínculo menos con mi pasado, Clavain. No creo que pudiera soportar la pérdida de otro.


En un atracadero de reparaciones del borde del Carrusel Nueva Copenhague, en la línea de hábitat más externa del Cinturón Oxidado alrededor de Yellowstone, Xavier Liu estaba teniendo considerables problemas con los monos. El encargado de la tienda, que no era ningún mono sino un orangután mejorado, había sacado del taller a todos los monos ardilla de Xavier sin apenas avisar. No tenía problemas con Xavier (sus relaciones laborales siempre habían sido buenas), pero había ordenado a los operarios que no trabajaran en solidaridad con un grupo de monos colobos que hacía huelga en una lejana sección del borde. Por lo que Xavier se había enterado, la disputa guardaba relación con unos lémures que estaban trabajando por sueldos inferiores a los que marcaba el sindicato y, por lo tanto, robando trabajo a los primates superiores.

Era la clase de cosas que podían resultar medianamente interesantes, incluso divertidas, si no fuera porque afectaban a su último trabajo. Pero eso era algo que venía dado con la zona, reflexionó Xavier. Si no le gustaba trabajar con monos, simios o prosimios, o incluso un ocasional grupo de perezosos enanos, no debería haber elegido montar su negocio en el Carrusel Nueva Copenhague.

La línea exterior de hábitat era un multitudinario toro gris que giraba dentro del Cinturón Oxidado, la destartalada procesión de hábitat y restos destripados que, a pesar de todo lo sucedido, seguía orbitando Yellowstone. Los hábitat eran ya de todas las formas y tamaños incluso antes de comenzar a padecer la antigüedad, el sabotaje y las colisiones. Algunos eran enormes cilindros o esferas llenos de aire, adornados con espejos y delicados toldos dorados. Otros habían sido construidos sobre pequeños asteroides o fragmentos de cometas que ejércitos de skyjacks habían situado en órbita alrededor de Yellowstone. A veces los hábitats se adentraban profundamente en esos cimientos sólidos, y transformaban sus núcleos rocosos en una confusión de vertiginosas plazas y espacios públicos llenos de aire. Otros estaban construidos principalmente en la superficie, para facilitar el acceso al espacio local en ambos sentidos. Esas comunidades de cúpulas de baja gravedad se amontonaban juntas como huevos de rana, salpicadas por las luces iridiscentes, verdes y azules de las biomas en miniatura. Por lo general, las cúpulas mostraban signos de reparaciones apresuradas: cicatrices y telarañas de sellante epoxídico de urgencia, o de espuma de diamante. Algunos no habían vuelto a ser sellados y su interior estaba oscuro y desprovisto de vida, como las cenizas de un incendio.

Otros hábitats seguían diseños menos pragmáticos. Había salvajes espirales y hélices, como cristal soplado o conchas de nautilos. Había enormes concatenaciones de esferas y tubos que recordaban a moléculas orgánicas. Había hábitats que cambiaban continuamente de forma, lentos movimientos sinfónicos de arquitectura pura. Otros se aferraban a lo largo de los siglos a un diseño pasado de moda, con cabezonería, resistiéndose a toda innovación o fruslería. Y otros se escondían bajo nieblas de materia pulverizada, ocultando así su auténtico diseño.

Después estaban los derrelictos. Algunos habían sido evacuados durante la plaga y después no habían sufrido ninguna catástrofe importante, pero la mayoría había sido golpeada por fragmentos desprendidos de otros hábitat que ya habían colisionado y ardido. Unos cuantos habían sido hundidos y despedazados mediante cargas nucleares, y de esos no quedaba gran cosa. Otros habían sido reclamados y reparados durante los años de reconstrucción, y algunos aún seguían en poder de sus agresivos ocupantes ilegales, a pesar de todos los esfuerzos de la Convención de Ferrisville por desalojarlos.

Carrusel Nueva Copenhague había capeado los años de la plaga con más éxito que otros lugares, pero no había permanecido del todo ileso. En la época actual, era un único y grueso anillo que rotaba lentamente, y cuyo borde tenía un kilómetro de ancho. Visto desde lejos, parecía una masa difusa y enconada de intrincadas estructuras, como si hubiesen construido una franja de edificios industriales en la parte externa de un neumático. Desde más cerca, surgía la masa de torres de lanzamiento, grúas y muelles de atraque, parecida a un coral, salpicada de torres de servicio y dársenas empotradas, un entramado largo y estrecho que arañaba el vacío, tachonado por un millón de luces vacilantes procedentes de sopletes de soldadura, carteles publicitarios y parpadeantes faros de aterrizaje. Las naves que llegaban y partían, incluso en tiempos de guerra, formaban una nube de insectos en movimiento alrededor del anillo. El control de tráfico alrededor de Copenhague era un infierno.

Antiguamente, la rueda rotaba al doble de su velocidad actual, suficiente para generar una G de gravedad centrífuga en el borde. Las naves amarraban en el centro de desrotación, sin abandonar la caída libre. Pero entonces, en el punto álgido de la plaga, cuando la antigua Banda Resplandeciente se degradaba y estaba convirtiéndose en el Cinturón Oxidado, un pedazo suelto de otro hábitat había arrasado todo el nodo central. El borde había continuado girando solitario, silencioso.

Hubo muertes, era inevitable. Muchos cientos. Estacionaron naves de emergencia donde antes estaba el nodo, para cargar a los evacuados y trasladarlos a Ciudad Abismo. La precisión del impacto resultó sospechosa, pero un examen posterior demostró que había sido provocada por una excepcional mala suerte.

Pero aun así, Copenhague había sobrevivido. El carrusel era viejo y no dependía en exceso de la tecnología microscópica que la plaga había subvertido. Para los millones de personas que vivían en él, la vida continuó casi igual que antes. Como no había lugares cómodos para que atracaran nuevas naves, la evacuación resultaba, en el mejor de los casos, muy complicada. Cuando los peores meses de la plaga quedaron atrás, Copenhague seguía habitada en su mayor parte. La ciudadanía había mantenido su carrusel en marcha allá donde otros habían sido abandonados al cuidado de máquinas cada vez más vacilantes. Lo habían apartado de la ruta de nuevas colisiones y habían adoptado despiadadas medidas para sofocar los brotes de la plaga dentro de sus propios hábitats. Dejando de lado los ocasionales incidentes posteriores (como cuando Lyle Merrick empotró un carguero de motor químico contra el borde, abriendo un cráter que los morbosos turistas aún visitaban extasiados), el carrusel había sobrevivido a las principales catástrofes casi intacto.

En los años de reconstrucción, el carrusel había intentado en varias ocasiones reunir los fondos necesarios para rehacer el nodo central. Pero no habían tenido éxito. Los mercaderes y los dueños de las naves se quejaban de que perdían volumen de negocio, ya que era muy difícil aterrizar en el borde en movimiento. Pero los ciudadanos se negaron a permitir que frenaran la rueda, ya que se habían acostumbrado a la gravedad. Al final, alcanzaron un compromiso que no satisfizo a ninguna de las partes. La velocidad de rotación se aminoró en un cincuenta por ciento, lo que redujo a la mitad la gravedad del borde. Aún era problemático amarrar una nave, pero no tanto como antes. Además, decían los ciudadanos, las naves que partían obtenían un impulso extra del carrusel si tomaban una tangente, así que no podían quejarse. Los pilotos no estaban de acuerdo. Señalaban que durante la fase de aproximación ya habían gastado el combustible adicional que les hubiera permitido alcanzar ese empuje.

Pero aquel inusual acuerdo demostró proporcionar beneficios imprevistos. En los años, en ocasiones sin ley, que vinieron a continuación, su carrusel fue inmune a casi todas las formas de piratería. Los okupas optaban por ir a otra parte, y algunos pilotos decidían atracar sus naves a propósito en el borde de Copenhague porque preferían realizar ciertas reparaciones con gravedad, y no en los habituales muelles de caída libre que ofrecían los demás hábitats. Antes del estallido de la guerra, las cosas incluso habían comenzado a resolverse. De la rueda surgieron andamios provisionales en dirección al centro, arranque de los radios en los que se convertirían después, y que vendrían seguidos de un nuevo nodo.

En el borde había millares de diques secos, de diversas formas y tamaños para acomodar a las principales clases de naves intrasistema. En su mayoría estaban empotrados en la parte interior del borde, con su parte inferior abierta al espacio. Las naves tenían que frenar en un muelle, normalmente con la ayuda de un remolcador robótico, antes de anclar con seguridad mediante abrazaderas de amarre de uso industrial. Todo lo que no estuviera anclado volvía a precipitarse al espacio, por lo general para siempre. Eso hacía peligroso trabajar en las naves atracadas, y era una labor que requería resistencia al vértigo, pero siempre había interesados.

Xavier Liu no se había encargado antes del mantenimiento de la nave en la que estaba trabajando (él solo, ahora que sus monos habían ido a la huelga), pero se había ocupado de muchas del mismo tipo base. Era una nave rápida del Cinturón Oxidado, un pequeño carguero semiautomatizado, diseñado para viajes cortos entre hábitats. Su casco era un armazón esquelético del que se podían colgar numerosos tanques de almacenamiento, como los adornos de un árbol de Navidad. El carguero cumplía servicio entre el cilindro de Swift-Augustine y un carrusel controlado por la Casa Correctiva, una enigmática empresa especializada en deshacer discretamente los procesos de cirugía cosmética.

Había pasajeros dentro del carguero, cada uno embalado en un tanque de almacenamiento individual y personalizado. Cuando el transporte había detectado un fallo técnico en su sistema de navegación, había localizado el carrusel más cercano donde pudiera disponer de una reparación inmediata y había planteado una propuesta de trabajo. La empresa de Xavier había devuelto una oferta competitiva y el carguero se había dirigido rumbo a Copenhague. Xavier se había asegurado de tener disponibles unos remolcadores robóticos para conducir al carguero hacia su dársena, y ahora se encaramaba al armazón de la nave, adherido al metal frío y al ralentí gracias a los parches adhesivos de sus palmas y suelas. Del cinto de su traje espacial colgaban herramientas de diversa complejidad, y llevaba un moderno compad sujeto de la manga izquierda. De vez en cuando extendía una línea, la enchufaba a un puerto de datos del chasis del carguero y se mordía la lengua mientras interpretaba los números.

Sabía que el fallo en el sistema de navegación, fuese lo que fuese, resultaría relativamente fácil de arreglar. Una vez localizabas el problema, por lo general solo era cuestión de pedir a los almacenes un componente de reemplazo. Por lo general un mono podría traérselo en pocos minutos. El problema era que llevaba cuarenta y cinco minutos trepando por el carguero, y el origen exacto del error aún se le escapaba.

Eso era un problema, ya que los términos de la oferta lo obligaban a devolver el carguero a su ruta en menos de seis horas. Ya había gastado la mayor parte de la primera hora, incluyendo el tiempo que habían tardado en estacionar la nave. Normalmente, cinco horas era tiempo de sobra, pero comenzaba a tener la preocupante sensación de que aquel iba a ser uno de esos trabajitos en los que su empresa acababa pagando dinero de penalización.

Xavier se arrastró por detrás de una de las vainas de almacenamiento.

—Dame una puta pista, maldito cabrón…

La subpersona del carguero sonó chillona en su auricular:

—¿Ya ha encontrado el fallo que tengo? Estoy ansioso por proseguir mi misión.

—No, y cierra la boca. Necesito pensar.

—Repito, estoy muy ansioso…

—Que cierres la puta boca.

Había una zona despejada cerca de la parte delantera de la vaina. Hasta el momento había evitado prestar demasiada atención a los pasajeros, pero en esta ocasión vio más de lo que pretendía. Había algo dentro, como un caballo con alas, si no fuera porque los caballos, incluso los caballos con alas, no tenían un rostro femenino perfectamente humano. Xavier apartó la mirada cuando los ojos de aquella cara se encontraron con los suyos.

Tiró de su línea hasta otro enchufe, con la esperanza de atrapar esta vez el problema. Quizá en realidad no hubiera ningún problema en el sistema de navegación, solo en la red de diagnóstico de fallos… ¿No había pasado ya en una ocasión algo así, con un carguero que llegó cargado de congelados desde el hotel Amnesia? Miró el indicador de tiempo de la esquina inferior derecha de su visor. Le quedaban cinco horas y diez minutos, y eso incluía el tiempo necesario para pasar los controles de salida y deslizar el carguero de vuelta al espacio vacío. No tenía buena pinta.

—¿Ha encontrado el fallo que tengo? Estoy muy…

Pero al menos eso mantenía su mente apartada del otro tema, se dijo. Yendo contrarreloj, con un espinoso problema técnico por resolver, no pensaba en Antoinette con la frecuencia habitual. No resultaba nada fácil enfrentarse a su ausencia. Xavier no había estado de acuerdo con su pequeña misión, pero sabía que lo último que necesitaba ella era que tratara de convencerla de no hacerlo. Sus propias dudas ya debían de ser lo bastante fuertes.

Así que había hecho todo lo posible por ayudarla. Había intercambiado favores con otra tienda de reparaciones a la que le quedaba algo de espacio libre y habían conducido el Ave de Tormenta a su bodega de servicio, la segunda más grande de todo Copenhague. Antoinette lo había contemplado nerviosa, convencida de que las abrazaderas de anclaje no lograrían sostener ni por un segundo al carguero en su sitio, enfrentadas a sus cien mil toneladas de fuerza centrífuga. Pero la nave había aguantado y los monos de Xavier le habían dado un repaso completo.

Luego, con el trabajo ya terminado, Xavier y Antoinette habían hecho el amor por última vez antes de que ella partiera. Antoinette había desaparecido tras la mampara de la cámara estanca y pocos minutos más tarde, al borde de las lágrimas, Xavier había visto partir el Ave de Tormenta y alejarse hasta que pareció increíblemente pequeño y frágil.

Poco tiempo después de aquello, la tienda había recibido la visita de un proxy de la Convención de Ferrisville desagradable e inquisitivo, un amenazador artilugio de bordes afilados que estuvo paseándose por allí durante varias horas, en apariencia solo para intimidar a Xavier. Pero no encontró nada y acabó por perder el interés.

No había sucedido nada más digno de mención.

Antoinette ya le había avisado que mantendría la radio apagada cuando estuviera en la zona de guerra, así que al principio Xavier no se extrañó de no recibir noticias suyas. Entonces las redes de noticias generales trajeron vagos reportajes sobre algún tipo de actividad militar cerca de Sueño Mandarina, el gigante gaseoso donde Antoinette planeaba enterrar a su padre. No estaba previsto que ocurriera algo así. Antoinette había organizado su tránsito para que coincidiera con una tregua en las maniobras militares de esa zona del sistema. Los informes no mencionaban que una nave civil se hubiera visto atrapada en la confrontación, pero eso no quería decir nada. Puede que hubiese sido alcanzada por el fuego cruzado y que nadie salvo Xavier supiera de su muerte. O tal vez sí conocían lo ocurrido pero no querían dar publicidad al hecho de que una nave civil hubiese podido adentrarse tanto en un volumen en disputa.

Cuando los días se convirtieron en semanas y seguía sin haber noticias suyas, Xavier se obligó a aceptar la idea de que estaba muerta. Había muerto noblemente, haciendo algo valeroso, aunque absurdo, en medio de una guerra. No había permitido que la cínica abnegación la engullera. Se sentía orgulloso de haberla conocido, y torturado en silencio por no volver a verla nunca más.

—Debo preguntarlo de nuevo. ¿Ha encontrado el fallo…?

Xavier tecleó unos comandos en su manga para desconectar las comunicaciones de la subpersona. Que ese cabrón sufra un rato, pensó.

Echó un vistazo al reloj. Cuatro horas cuarenta y cinco minutos, y aún no se hallaba cerca de identificar el problema. De hecho, una o dos líneas de investigación, que le habían parecido bastante prometedoras unos minutos antes, habían resultado ser callejones sin salida.

—A la mierda con este puto trozo de…

Algo verde parpadeó en su manga. Xavier lo estudió en medio de una nube de irritación y cierto pánico. Qué irónico sería, reflexionó, que la tienda fuese de todos modos a la quiebra a pesar de que él se había quedado allí…

Su manga le estaba diciendo que recibía una señal de emergencia procedente de más allá de Carrusel Nueva Copenhague. Estaba llegando justo en ese momento, redirigida hasta la tienda mediante la red general de comunicaciones del carrusel. El mensaje era solo de audio, y no había posibilidad de responder en tiempo real, ya que quien lo estuviera enviando se encontraba demasiado río abajo, lo que significaba que estaba a mucha distancia del Cinturón Oxidado. Xavier indicó a su manga que reprodujera el mensaje en su casco, retomando el principio de la transmisión.

—Xavier… confío en que esto te llegue. Espero que la tienda siga en marcha y que no hayas gastado demasiados favores últimamente, porque he de pedirte que solicites unos cuantos más.

—Antoinette —dijo Xavier en voz alta y de modo involuntario, sonriendo como un tonto.

—Todo lo que necesitas saber es lo que estoy a punto de contarte. Del resto ya nos ocuparemos más adelante, en persona. Voy de regreso, pero he acumulado demasiado delta uve como para quedarme en el Cinturón Oxidado. Tendrás que poner a un remolcador de rescate a mi velocidad, y cuanto antes. ¿No había un par de Taurus IV por el muelle de Lazlo? Uno de esos podría encargarse del Ave sin problemas. Estoy segura de que nos deben una por aquel trabajo hasta Dax-Autrichiem del año pasado.

Le pasó unas coordenadas y un vector, y le dijo que estuviera atento a actividad banshee en el sector que le había indicado. Antoinette estaba en lo cierto, se estaba moviendo realmente rápido. Xavier se preguntó qué había sucedido, pero imaginó que ya lo descubriría a no mucho tardar. Tampoco sobraba el tiempo. Antoinette había esperado hasta el último minuto para trasmitir el mensaje, lo que solo le dejaba un estrecho margen para cerrar el trato de los Taurus IV. No más de medio día, o los remolcadores no serían capaces de alcanzarla. Y en ese caso, sería diez veces más difícil resolver el problema y haría falta gastar favores que quedaban más allá del alcance de Xavier.

Pensó una vez más que a Antoinette le gustaba el riesgo.

Devolvió su atención al carguero. No había hecho progresos para resolver el problema del sistema de navegación, pero lo cierto era que ya no provocaba en su mente la misma sensación de tremenda urgencia.

Xavier volvió a teclear en su manga y se reconectó a la subpersona. De inmediato la voz zumbó en su oído. Era como si hubiese estado hablándole todo el rato, incluso cuando ya no la escuchaba.

—¿… fallo que tengo? Insisto de modo enérgico en que solucione el problema dentro del período de tiempo acordado. De incumplir los términos del contrato de reparación, tendrá que afrontar multas de penalización de no más de sesenta mil unidades de Ferris, o de no más de ciento veinte mil si la incapacidad de cumplimiento se debe…

Volvió a desconectar la manga y cayó sobre él un bendito silencio.

Con agilidad, trepó hasta abandonar el chasis del carguero. Salvó de un brinco la corta distancia que lo separaba de uno de los salientes de la plataforma de reparaciones y aterrizó entre herramientas y carretes de cable. Apagó la presilla de sus palmas y se sujetó por sus propios medios, echando un último vistazo al carguero para asegurarse de que no se había dejado encima alguna herramienta importante. No había ninguna.

Xavier abrió un panel de la pared, manchada de aceite, de la dársena. Detrás aparecieron numerosos mandos, enormes botones y sucias palancas que parecían de juguete. Unos controlaban la energía eléctrica y la luz, y otros servían para manejar la presurización y la temperatura. Pero no prestó atención a ninguno de ellos y su palma acabó por posarse sobre una palanca muy prominente marcada de color escarlata: el control que soltaba las abrazaderas de amarre.

Xavier dirigió su mirada hacia el transporte. Lo que iba a hacer resultaba increíblemente estúpido. Un poco de trabajo adicional (una hora o así, quizá) y tendría muy buenas posibilidades de dar con el fallo. Entonces el carguero podría seguir su camino, no habría ninguna penalización y la caída en la insolvencia de la tienda de reparaciones se detendría, al menos durante un par de semanas más.

Sin embargo, había que enfrentarse a la posibilidad de que siguiera trabajando durante las cinco horas que le quedaban, y que aun así no hallase el problema. Entonces vendrían las penalizaciones, no superiores a ciento veinte mil ferris, como le había informado amablemente el propio carguero, como si conocer el límite superior suavizara de algún modo el palo. Y tendría cinco horas menos para preparar el rescate de Antoinette.

Realmente, no había color.

Xavier bajó la palanca escarlata. Notó cómo entraba en su nueva posición con un chasquido metálico anticuado y muy satisfactorio. De inmediato, comenzaron a destellar por todo el muelle unas luces naranjas de advertencia. En su casco sonó una alarma para recordarle que se mantuviera bien apartado del metal en movimiento.

Las abrazaderas se plegaron en veloz ráfaga, como relés telegráficos. Durante un instante el carguero quedó mágicamente suspendido en el aire. Entonces la fuerza centrífuga se impuso y, con algo similar a la majestuosidad, la esquelética nave espacial emergió del muelle de reparaciones con tanta suavidad y elegancia como una lámpara de araña en descenso. Pero Xavier no pudo disfrutar de la imagen del carguero perdiéndose en la distancia, ya que la rotación del carrusel lo apartó de su campo de visión. Podía esperar hasta la siguiente órbita, pero tenía cosas que hacer.

Sabía que el carguero estaba indemne. Cuando se alejara de Copenhague, sin duda otro especialista en reparaciones se encargaría de él y probablemente en pocas horas retomara su camino hacia la Casa Correctiva con su carga de pasajeros con mutaciones pasadas de moda.

Desde luego, sería un auténtico infierno tener que indemnizar a las numerosas partes implicadas: los propios pasajeros, si llegaban a enterarse de lo ocurrido; Swift-Augustine, el hábitat que los había enviado; el cártel dueño de la nave; puede que incluso la propia Casa Correctiva, por poner el peligro a sus clientes.

Que se fueran todos a la mierda. Había recibido un mensaje de Antoinette, y eso era lo único que importaba.

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