Antoinette Bax observó al proxy de la policía desplegarse desde la escotilla. La máquina consistía básicamente en una armadura negra compuesta por planos y unos afilados miembros articulados, como una escultura hecha con muchos pares de tijeras. Estaba mortalmente frío, porque viajaba agarrado a la parte exterior de uno de los tres cúteres policiales que ahora inmovilizaban su nave. La escarcha del propelente, de color orín, hervía en pequeños remolinos y hermosas hélices.
—Por favor, manténgase a distancia —dijo el proxy—. No se recomienda el contacto físico.
La nube de propelente tenía un olor tóxico. Antoinette cerró de golpe su visera en cuanto el proxy asomó por la escotilla.
—No sé qué espera encontrar aquí —dijo, siguiéndolo a cierta distancia.
—No lo sabremos hasta que lo encontremos —respondió el proxy, que ya había identificado la frecuencia de la radio de su traje.
—Mire, no soy una contrabandista. No me apetece demasiado acabar muerta.
—Eso es lo que dicen todos.
—¿Por qué iba a querer meter nadie un alijo en el hospicio Idlewild? Son un hatajo de pirados religiosos y ascéticos, no unos tipos metidos en el contrabando.
—Vaya, parece que sabe un par de cosas sobre contrabando, ¿verdad?
—Nunca he dicho…
—No importa. El caso es, señorita Bax, que estamos en guerra. Yo diría que no se puede descartar nada.
El proxy se detuvo y se flexionó. Largos copos de hielo amarillo se desprendieron con un crujido de los ejes de sus articulaciones. El cuerpo de la máquina era un huevo negro rebordeado del que surgían numerosos miembros, manipuladores y armas. Dentro no había espacio para el piloto, solo para la maquinaria necesaria para mantener al proxy en contacto con el verdadero piloto, que seguía dentro de uno de los tres cúteres, desprovisto de los órganos no esenciales e incrustado en una lata de soporte vital.
—Puede comprobarlo con el hospicio, si quiere —le dijo Antoinette.
—Ya he pedido información al hospicio. Pero en temas como este, es preferible asegurarse por completo de que todo es legítimo, ¿no está de acuerdo?
—Estaré de acuerdo con todo lo que diga, si con eso se larga de mi nave.
—Umm. ¿Y por qué tiene tanta prisa?
—Porque tengo un congelado…, lo siento, un pasajero en criogenia. Y no quiero que se me derrita encima.
—Me gustaría mucho ver a ese pasajero, ¿sería posible?
—No tengo mucho margen para negarme a ello, ¿no es cierto? —Ya se esperaba algo así, por lo que se había puesto el traje de vacío mientras esperaba la llegada del proxy.
—Bien, no nos llevará ni un minuto y después podrá proseguir su camino. —La máquina hizo una pausa antes de añadir—: Siempre, desde luego, que no exista ninguna irregularidad.
—Es por aquí.
Antoinette hizo descender un panel lateral y quedó a la vista un pasadizo que conducía de regreso a la bodega de carga principal del Ave de Tormenta. Dejó que el proxy fuera en cabeza, decidida a hablar poco y aún menos a proporcionar información motu proprio. Su actitud podía parecer terca, pero despertaría muchas más sospechas si empezaba a mostrarse colaboradora. La milicia de la Convención de Ferrisville no era muy popular, una realidad que, desde hacía tiempo, habían adaptado a sus tratos con los civiles.
—Menuda nave tienes, Antoinette.
—Señorita Bax para usted. No recuerdo que nos tuteáramos.
—Señorita Bax, entonces. Pero mi argumento es el mismo: su nave puede parecer común y corriente, pero delata todos los signos de ser mecánicamente sólida y fiable en el espacio. Una nave con tales capacidades podría obtener beneficios en gran cantidad de rutas comerciales perfectamente legales, incluso en estos tiempos oscuros.
—Entonces no sentiré ningún interés en pasarme al contrabando, ¿verdad?
—No, pero hace que me pregunte por qué echa a perder una oportunidad así realizando un peculiar encargo para el hospicio. Tienen influencia, pero, por lo que podemos deducir, no gran cosa en lo relativo a verdaderas riquezas. —La máquina volvió a hacer una pausa—. Tiene que reconocerlo, resulta un tanto misterioso. La ruta usual es que los congelados provengan del hospicio, no que lleguen a él. E incluso mover un cuerpo congelado de un lado a otro resulta inusual, la mayoría se derrite antes de poder salir de Idlewild.
—Mi trabajo no consiste en hacer preguntas.
—Bueno, pues resulta que el mío sí. ¿Falta mucho?
La bodega de carga no estaba presurizada en esos momentos, así que tuvieron que realizar el ciclo de una cámara estanca interna para poder llegar hasta allí. Antoinette encendió las luces. El enorme volumen carecía de cargamento pero estaba ocupado por un entramado de almacenamiento, un armazón tridimensional al que normalmente se amarraban los palés de carga y los tanques. Comenzaron a trepar por él. El proxy escogía su camino como una tarántula, con sumo cuidado.
—Entonces es verdad, viaja sin carga. Aquí dentro no hay ni un solo contenedor.
—No es un delito.
—No he dicho que lo sea. Sin embargo, resulta raro en extremo. Los mendicantes deben de estar pagándola realmente bien para justificar un viaje como este.
—Ellos ponen las condiciones, no yo.
—Cada vez resulta más curioso.
Desde luego, el proxy estaba en lo cierto. Todo el mundo sabía que el hospicio cuidaba de los congelados en cuanto los desembarcaban de las naves recién llegadas: los pobres, los heridos, los amnésicos incurables. Los derretían, los revivían y los rehabilitaban en los alrededores del lugar, donde eran atendidos por los mendicantes hasta que se recuperaban lo suficiente para partir, o al menos hasta que eran capaces de desempeñar una serie mínima de funciones humanas básicas. Algunos de los que nunca llegaban a recuperar la memoria decidían quedarse en el hospicio y se preparaban para convertirse ellos también en mendicantes. Pero algo que el hospicio por lo general no hacía era encargarse de los congelados que no llegaban en una nave interestelar.
—De acuerdo —dijo ella—. Me contaron lo siguiente: hubo un error. La documentación del tipo se traspapeló durante el proceso de desembarco y lo confundieron con otro cachorrillo al que el hospicio solo debía supervisar, sin encargarse de revivirlo. Se suponía que al otro hombre solo tenían que mantenerlo frío hasta que llegara a Ciudad Abismo y después recalentarlo.
—Inusual —dijo el proxy.
—Parece que al tipo no le gustaba el viaje espacial. Bueno, la jodieron pero bien. Para cuando descubrieron el error, el congelado erróneo ya estaba a mitad de camino de C. A. Una grave metedura de pata que el hospicio pretende arreglar antes de que la cosa vaya a peor. Así que me llamaron. Recogí el cuerpo en el Cinturón Oxidado y ahora lo devuelvo a toda prisa a Idlewild.
—¿Pero por qué tanta prisa? Si el cuerpo está congelado, seguramente…
—La arqueta es una pieza de museo y en los últimos días se ha visto muy maltratada. Además, hay dos familias que están empezando a hacer preguntas incómodas. Cuanto antes vuelvan a intercambiar a las crías, mejor.
—Comprendo que los mendicantes deseen manejar esto de modo discreto. La excelente reputación del hospicio se vería mancillada si algo así saliera a la luz.
—Desde luego. —Antoinette se permitió un minúsculo gesto de alivio pero, durante un peligroso instante, se sintió tentada de retroceder a su fingida obstinación. En lugar de eso, añadió—: Ahora que ya ve todo el panorama, ¿qué tal si me deja seguir mi camino? No querrá fastidiar al hospicio, ¿verdad?
—Desde luego que no. Pero ya que hemos llegado hasta aquí, sería una pena no echarle una ojeada al pasajero, ¿no cree?
—Claro —entonó ella—. Una auténtica pena.
Llegaron hasta la arqueta. Se trataba de una unidad de sueño frigorífico de aspecto anodino, alojada cerca de la parte posterior de la bodega de carga. Era de color plateado mate y tenía una ventanilla rectangular de cristal ahumado situada en la superficie superior. Por debajo, cubierto por su propio escudo de cristal ahumado, había un panel empotrado que contenía los controles y los visualizadores de estado. Unas trazas de colores poco definidos temblaban y se desplazaban bajo el vidrio.
—Un lugar extraño para situarlo, aquí tan atrás —dijo el proxy.
—No desde mi punto de vista. Está cerca del portón de panza, así la carga fue rápida y la descarga lo será aún más.
—Está bien. No le importa si le echo una mirada más de cerca, ¿verdad?
—Considérese como en su casa.
El proxy correteó hasta quedar a menos de un metro de la arqueta. Extendió sus extremidades, con sensores en los extremos, pero no llegó a tocar ninguna zona. Estaba siendo extremadamente cauto, no quería correr el riesgo de dañar una propiedad del hospicio o de hacer algo que pudiera poner en peligro al ocupante de la unidad.
—¿Ha dicho que este hombre pasó hace poco por Idlewild?
—Solo sé lo que me han contado desde el hospicio.
El proxy tamborileó sobre su propio cuerpo con uno de sus miembros, pensativo.
—Es raro, porque últimamente no ha venido ninguna nave de gran tamaño. Ahora que la información sobre la guerra ha tenido tiempo de llegar hasta los sistemas más lejanos, Yellowstone no es, ni de lejos, un destino tan popular como solía.
Ella se encogió de hombros.
—Entonces mantenga una charla con el hospicio, si tanto le molesta. Todo lo que yo sé es que tengo un cachorro y lo quieren de vuelta.
El proxy extendió algo que ella tomó por una cámara y sondeó por la ventanilla situada en la cara superior de la arqueta.
—Bueno, decididamente es un hombre —dijo, como si eso debiera suponer alguna novedad para ella—. Y está inmerso en un profundo sueño frigorífico. ¿Le importa si extraigo esa ventana de estado y echo una mirada a las lecturas, ya que estoy aquí? Si existe algún problema, es probable que pueda prepararle una escolta que la conduzca al hospicio en un abrir y cerrar de ojos.
Antes de que Antoinette pudiera responder o dar forma a alguna objeción plausible, el proxy ya había abierto el panel de cristal ahumado que cubría la matriz de controles y visualizadores de estado. Se inclinó cada vez más cerca, mientras se sostenía contra los palos de la retícula de almacenamiento, y barrió arriba y abajo la pantalla con su ojo, deteniéndose en varios puntos.
Antoinette miró impotente y sudorosa. Las pantallas parecían bastante convincentes, pero cualquiera que tuviera experiencia con una arqueta de sueño frigorífico hubiese sospechado al instante. No eran exactamente como deberían si el ocupante hubiese estado sumido en una hibernación criogénica normal. Y en cuanto se despertaran esas sospechas, solo harían falta unas cuantas averiguaciones más e investigar un poco algunos de los modos ocultos del visualizador para sacar a la luz la verdad.
El proxy escrutó las lecturas y luego se apartó, en apariencia satisfecho. Antoinette cerró los ojos por un instante y después lo lamentó. El proxy volvió a acercarse a la pantalla mientras extendía un delicado manipulador.
—Si fuese usted no tocaría…
El proxy tecleó unos comandos en el panel de lecturas. Aparecieron diferentes trazas, formas de onda que se retorcían de un color azul eléctrico, seguidas de temblorosos histogramas.
—Esto no tiene buen aspecto —dijo el proxy.
—¿Cómo?
—Casi parece como si el ocupante ya estuviera muer…
De pronto, tronó una nueva voz.
—Discúlpeme, señorita…
Antoinette maldijo para sus adentros. Le había dicho a Bestia que se callara mientras ella se las arreglaba con el proxy. Pero tal vez debiera aliviarla que Bestia hubiera decidido ignorar aquella orden en particular.
—¿De qué se trata, Bestia?
—Una transmisión entrante, señorita, enfocada directamente hacia nosotros. Punto de origen: hospicio Idlewild.
El proxy se apartó de una sacudida.
—¿De quién es esa voz? Creía que había declarado que estaba sola.
—Y lo estoy —replicó ella—. Solo es Bestia, la subpersona de mi nave.
—Bueno, pues dígale que se calle. Y la transmisión del hospicio no va dirigida a usted. Es la respuesta a una petición que yo he transmitido antes…
La voz incorpórea de la nave bramó:
—¿Qué hago con la transmisión, señorita…?
Ella sonrió.
—Reproduce ese condenado mensaje.
La atención del proxy se apartó de la arqueta. Bestia retransmitió el mensaje hasta el visor del casco de Antoinette, de modo que parecía como si la mendicante estuviera en medio de la bodega de carga. Antoinette supuso que el piloto estaba accediendo a su propio canal de telemetría desde uno de los cúteres.
La mendicante era una Nueva Anciana. Como siempre, Antoinette encontró un tanto chocante ver a un genuino anciano. Vestía el griñón almidonado y las vestiduras de su orden, blasonadas con el emblema en forma de copo de nieve del hospicio. Sus manos increíblemente venosas y viejas se cruzaban por debajo de su pecho.
—Mis disculpas por el retraso al responder —dijo—. Volvemos a tener problemas con el encaminamiento de nuestra red, bien lo sabéis. En fin, vayamos con los formalismos. Mi nombre es hermana Amelia y quiero confirmar que el cuerpo…, el individuo congelado… a cargo de la señorita Bax es propiedad temporal y muy querida del hospicio Idlewild y de la Sagrada Orden de los Mendicantes del Hielo. La señorita Bax está apresurando amablemente su regreso inmediato…
—Pero el cuerpo está muerto —dijo el proxy. La mendicante prosiguió:
—… y por lo tanto agradeceríamos la mínima interferencia posible por parte de las autoridades. Hemos contratado en varias ocasiones anteriores los servicios de la señorita Bax y no hemos obtenido otra cosa que una satisfacción completa con su modo de manejar nuestros asuntos. —La mendicante sonrió—. Estoy convencida de que la Convención de Ferrisville valora la necesidad de ser discretos en un tema como este. Al fin y al cabo, tenemos una reputación que mantener.
El mensaje terminó. La mendicante parpadeó y se esfumó, y Antoinette se encogió de hombros.
—¿Ve? En todo momento le he contado la verdad.
El proxy la estudió con uno de sus sensores revestidos.
—Aquí pasa algo. El cuerpo dentro de esa arqueta está clínicamente muerto.
—Mire, ya le he dicho que la unidad es antigua. Las lecturas fallan, eso es todo. Sería muy estúpido cargar por ahí con un cadáver metido en una arqueta de sueño frigorífico, ¿no cree?
—Aún no he terminado con usted.
—Puede que no, pero por ahora sí, ¿verdad? Ya ha oído lo que ha dicho la amable dama mendicante. «Apresurando su regreso inmediato», me parece que esa es la frase que ha usado. Suena bastante oficial e importante, ¿no cree? —Extendió el brazo y deslizó de nuevo la tapa sobre el panel de estado.
—No sé en qué anda metida —le dijo el proxy—, pero puede estar segura de que llegaré hasta el final de todo esto.
Ella sonrió.
—Estupendo, gracias. Que tenga un buen día. Y ahora desaparezca de mi nave.
Después de que se marchara la policía, Antoinette conservó el mismo rumbo durante una hora para mantener la farsa de que su destino era el hospicio Idlewild. Entonces viró bruscamente, quemando combustible a un ritmo que la hizo estremecer. Una hora después ya había dejado atrás la jurisdicción oficial de la Convención de Ferrisville y abandonaba Yellowstone y su guirnalda de comunidades satélite. La policía no volvió a tratar de alcanzarla, pero eso no la sorprendió. Les hubiese costado demasiado combustible, quedaba ya fuera de su esfera de influencia teórica y, como acababa de entrar en la zona de guerra, había muchas posibilidades de que de todos modos terminase muerta. Simplemente, no les merecía la pena.
Con ese espíritu tan reconfortante, Antoinette transmitió al hospicio un mensaje codificado de agradecimiento. Les quedaba reconocida por el favor que le habían hecho y, como hacía siempre su padre en circunstancias similares, prometió corresponder si el hospicio necesitaba algún día su ayuda.
Le llegó un mensaje de respuesta de la hermana Amelia: «Suerte y rapidez con tu misión, Antoinette. Jim estaría muy orgulloso».
Eso espero, pensó Antoinette.
Los diez días siguientes transcurrieron sin apenas sucesos dignos de mención. La nave se comportó a la perfección, sin ofrecer siquiera la clase de fallos técnicos de menor grado que hubiese sido agradable reparar. En una ocasión, en el alcance límite del radar, creyó que un par de banshees la seguían, tenues señales furtivas que se cernían en el extremo de su capacidad de detección. Solo por si acaso conectó los elementos disuasorios, pero después de ejecutar una maniobra evasiva que demostró a los banshees lo difícil que sería abordar por las malas el Ave de Tormenta, las dos naves volvieron a desvanecerse en las sombras, en busca de otra víctima que saquear. No volvió a verlas.
Tras aquella breve excitación, no quedó gran cosa por hacer en la nave salvo comer y dormir, y trató de evitar esto último tanto como podía permitirse de forma razonable. Sus sueños eran repetitivos e inquietantes: noche tras noche era tomada prisionera por las arañas, raptada de una nave de línea que cubría un trayecto entre los carruseles del Cinturón Oxidado. Las arañas la conducían a una de sus bases cometarias en la frontera del sistema. Allí le abrían el cráneo por la mitad e introducían refulgentes artilugios de interrogación en la blanda masa gris de su cerebro. Entonces, justo cuando casi se había convertido ella también en una araña, cuando sus propios recuerdos estaban a punto de ser borrados y ya le introducían todos los implantes que la atarían a su mente comunal, llegaban los zombis. Asaltaban el cometa en hordas de naves de combate con forma de cuña, disparando contra el hielo cápsulas de penetración en forma de sacacorchos que lo derretían hasta alcanzar las madrigueras del núcleo. Allí soltaban valientes soldados de roja armadura que arrasaban el laberinto de túneles del cometa, matando arañas con la precisión humana de unos soldados entrenados para no desperdiciar nunca un solo dardo, bala o carga de munición.
Un apuesto recluta zombi la sacaba de la sala de interrogatorios y adoctrinamiento de las arañas, le aplicaba los procedimientos médicos de emergencia para purgar de su cerebro las máquinas invasoras, curaba y suturaba su cráneo y por último la situaba en coma recuperador para el largo viaje de vuelta a los hospitales civiles del sistema interior. Sostenía su mano mientras la llevaban a la sala fría.
Era casi siempre la misma mierda. Los zombis la habían infectado con un sueño de propaganda y, aunque había tomado el régimen de agentes purgantes que solía estar recomendado, no lograba librarse por completo de él. Aunque tampoco lo deseaba especialmente: la única noche que había dormido sin verse asaltada por la publicidad de los demarquistas, se había pasado todo el tiempo soñando cosas tristes sobre su padre.
Sabía que la propaganda zombi era, hasta cierto punto, exagerada. Pero solo en los detalles; nadie ponía en duda lo que hacían los combinados a cualquiera con tan mala suerte como para convertirse en su cautivo. Del mismo modo, Antoinette estaba segura de que ser tomada prisionera por los demarquistas no debía de ser lo que se dice una merienda campestre.
Pero el conflicto quedaba a gran distancia, a pesar de que en teoría se hallaba en la zona de guerra. Había diseñado su trayectoria de modo que evitara los principales frentes de batalla. En alguna ocasión vio lejanos destellos luminosos, indicación de que se estaban entablando combates titánicos a horas luz de su posición actual. Pero en aquellos silenciosos resplandores había algo de irreal que permitió que Antoinette imaginara que la guerra había terminado y que ella se encontraba simplemente en un trayecto interplanetario de rutina. Y eso tampoco estaba tan apartado de la realidad. Todos los observadores neutrales coincidían en que la guerra estaba dando sus últimos coletazos y que los zombis perdían terreno en todos los frentes. Por el contrario, las arañas ganaban mes a mes y avanzaban hacia Yellowstone.
Pero aunque el desenlace estuviera ya claro, la guerra aún no había terminado y ella todavía podía convertirse en una baja más si no andaba con ojo. Y en tal caso podría comprobar lo preciso que era realmente aquel sueño propagandístico.
Pensó en todo eso mientras torcía hacia Sueño Mandarina, el mayor planeta de tipo joviano de todo el sistema Épsilon Eridani. Se acercaba veloz a tres gravedades, con los motores del Ave de Tormenta esforzándose a la máxima potencia. El gigante gaseoso era una amenazadora masa de color naranja pálido que se cernía sobre ella, pesadamente lleno de gravedad. Los satélites contra intrusos se apelotonaban alrededor del planeta y sus radiofaros ya se habían aferrado a su nave y comenzaban a bombardearla con mensajes cada vez más amenazadores.
Este es un volumen en disputa. Está violando los…
—Señorita…, ¿está segura de todo esto? Uno debe señalar con todo respeto que esta trayectoria es del todo inadecuada para una inserción orbital.
Antoinette hizo una mueca. Era prácticamente todo lo que podía intentar a tres gravedades.
—Lo sé, Bestia, pero hay un motivo excelente para ello. En realidad no vamos a entrar en órbita. En lugar de eso, nos dirigimos a la atmósfera.
—¿Al interior de la atmósfera, señorita?
—Sí, al interior.
Casi pudo oír crujir los engranajes de anticuadas subrutinas que se desperezaban por primera vez en décadas. La subpersona de Bestia yacía en una caja protectora refrigerada, con forma cilíndrica y del tamaño aproximado de un casco espacial. Ella solo la había visto un par de veces, ambas durante importantes despieces del ensamblaje del morro de la nave. Con pesados guantes, su padre la había extraído de su contenedor y los dos la habían contemplado con algo parecido al sobrecogimiento.
—¿Al interior de la atmósfera, dice? —repitió Bestia.
—Sé que no acaba de parecerse al procedimiento operativo habitual —reconoció Antoinette.
—¿Está totalmente segura de esto, señorita?
Antoinette se llevó la mano al bolsillo de la camisa y extrajo un trozo de papel impreso. Era ovalado y desgastado, y estaba roto por los bordes. En su superficie, un complejo patrón dibujado con tintas plateadas y doradas reflejaba la tenue luz. Toqueteó aquel pedazo como si fuera un talismán.
—Sí, Bestia —respondió—. Más segura de lo que he estado respecto a cualquier otra cosa.
—Muy bien, señorita.
Bestia, sin duda comprendiendo que una discusión no los llevaría a ninguna parte, comenzó a prepararse para un vuelo atmosférico.
Los planos esquemáticos del tablero de mandos mostraron púas y abrazaderas que la nave recogía en su interior, y escotillas que se cerraban herméticamente como un iris para mantener la integridad del casco. El proceso llevó varios minutos, e incluso así, cuando todo hubo terminado el Ave de Tormenta apenas parecía mejor preparado para desplazarse por el aire. Algunos de los bultos y protuberancias restantes resistirían el trayecto, pero todavía restaban unas cuantas espinas y pasadores de amarraje que probablemente serían arrancados al golpear la atmósfera. El Ave de Tormenta tendría que valerse sin ellos.
—Ahora escucha —dijo—. En alguna parte de ese cerebro tuyo están las rutinas para manejarte dentro de una atmósfera. Papá me habló de ellas en una ocasión, así que no finjas que nunca has oído hablar de algo así.
—Uno tratará de localizar los procedimientos relevantes a toda prisa.
—Bien —dijo ella, más animada.
—Pero aun así, ¿puede uno preguntar por qué no se mencionó antes la necesidad de esas rutinas?
—Porque, de haber tenido la menor idea de lo que planeaba, hubieses dispuesto de tiempo de sobra para convencerme de no hacerlo.
—Ya ve uno.
—No te hagas el ofendido. Solo estaba siendo pragmática.
—Como desee, señorita. —Bestia hizo una pausa lo bastante larga para lograr que Antoinette se sintiera culpable y grosera—. Uno ha localizado las rutinas. Uno debe señalar con todo su respeto que la última vez que se usaron fue hace sesenta y tres años, y que desde entonces se ha producido cierto número de cambios en el perfil del casco que pueden limitar la eficacia de…
—Perfecto. Estoy segura de que sabrás improvisar.
Pero no era nada fácil convencer a una nave diseñada para el vacío de que nadara en una atmósfera, aunque se tratara de la capa atmosférica superior de un gigante gaseoso, y con una nave tan redonda y generosamente acorazada como la suya. En el mejor de los casos, el Ave de Tormenta saldría de aquello con graves daños en el casco que, a pesar de todo, le permitirían cojear hasta llegar a su hogar en el Cinturón Oxidado. En el peor de los casos, la nave nunca volvería a ver espacio abierto.
Y, con toda seguridad, tampoco Antoinette.
Bueno, pensó, al menos había un consuelo: si destrozaba la nave, nunca tendría que comunicarle a Xavier la mala noticia. Podía ser peor.
Surgió un repique apagado en el panel.
—Bestia… —dijo Antoinette—, ¿es eso lo que yo creo?
—Muy posiblemente, señorita. Contacto de radar a dieciocho mil kilómetros de distancia, a tres grados justo por delante de nuestro rumbo, y apartado dos grados del norte de la eclíptica.
—Mierda. ¿Estás seguro de que no es un faro o una plataforma de armas?
—Demasiado grande para cualquiera de ambas opciones, señorita.
Antoinette no necesitaba ningún cálculo mental para deducir lo que eso significaba. Había otra nave entre ellos y la capa exterior del gigante gaseoso, otra nave cerca de la atmósfera.
—¿Qué puedes decirme de ella?
—Se aleja poco a poco, señorita, en curso directo hacia la atmósfera. Más bien parece como si planeara ejecutar una maniobra similar a la que usted tiene en mente, aunque se mueve varios kilómetros por segundo más rápido y su ángulo de aproximación es considerablemente más pronunciado.
—Suena como un zombi… ¿No crees, eh? —dijo de forma atropellada, tratando de convencerse a sí misma.
—No hay necesidad de realizar conjeturas, señorita. La nave acaba de fijar un haz estrecho sobre nosotros. El protocolo del mensaje es, en efecto, demarquista.
—¿Y por qué cojones se molestan en enfocarnos con un haz estrecho?
—Uno sugiere con todo respeto que lo averigüe.
Un haz estrecho era un medio de comunicación innecesariamente escrupuloso con dos naves tan próximas. Una simple emisión de radio habría funcionado igual de bien, y habría eliminado la necesidad de que la nave zombi apuntara su láser de mensajes justo al objetivo en movimiento que suponía el Ave de Tormenta.
—Saluda a quien sea —ordenó—. ¿Podemos devolverles otro haz estrecho?
—No sin volver a desplegar algo que me acaba de costar mucho esfuerzo replegar, señorita.
—Entonces hazlo, pero no olvides volver a guardarlo después.
Oyó la maquinaria que impulsaba una de las púas de regreso al vacío. Hubo un veloz chirrido de protocolos de mensaje entre ambas naves y después, de repente, Antoinette se encontró mirando el rostro de otra mujer. Parecía (si tal cosa era posible) más cansada, demacrada y tensa de lo que la propia Antoinette se sentía.
—Hola —dijo Antoinette—. ¿Puede verme bien?
El asentimiento de la mujer fue apenas perceptible. Su rostro de labios tirantes sugería amplias reservas de furia contenida, como el agua que se escurre por una presa.
—Sí, puedo verla.
—No esperaba encontrarme a nadie aquí fuera —comentó Antoinette—. Pensé que no era mala idea responder también por haz estrecho.
—No hacía falta que se molestara.
—¿Que me molestara? —repitió Antoinette.
—No después de que su radar ya nos hubiera iluminado. —La calva afeitada de la mujer brilló con un tono azulado cuando bajó la mirada para estudiar algo. No parecía mucho mayor que Antoinette, pero con los zombis uno nunca podía estar seguro.
—Er…, y eso es un problema, ¿verdad?
—Lo es cuando tratamos de escondernos de algo. No sé por qué está usted por aquí y, francamente, no me importa gran cosa. Sugiero que aborte lo que esté planeando. Este planeta joviano es un volumen en disputa, lo que significa que tendríamos todo el derecho a volarla por los aires en este mismo instante.
—No tengo ningún problema con los zom… con los demarquistas —dijo Antoinette.
—Me alegra mucho oírlo. Ahora dé media vuelta.
Antoinette desvió de nuevo la mirada en dirección al trozo de papel que se había sacado del bolsillo de la camisa. El dibujo mostraba un hombre que lucía un antiguo traje espacial, de esos que tenían junturas de fuelle, y que sostenía una botella a la altura de sus ojos. El anillo del cuello donde debería llevar abrochado el casco era una elipse rota de plata brillante. Sonreía mientras miraba la botella, que brillaba con un líquido dorado.
No, pensó Antoinette. Es hora de actuar con decisión.
—No voy a dar media vuelta —dijo—. Pero le doy mi palabra de que no quiero robar nada del planeta. No voy a acercarme siquiera a sus refinerías, ni nada parecido. Ni siquiera pienso abrir mis tomas. Solo entro y salgo, y no volveré a molestarlos más.
—Perfecto —dijo la mujer—. Me alegra oír eso. El problema es que no soy yo quien debería preocuparle.
—¿No?
—No. —La mujer sonrió comprensiva—. Pero sí la nave que tiene detrás, la que no creo que haya descubierto todavía.
—¿Detrás de mí?
La mujer asintió.
—Tiene las arañas a su espalda.
Fue entonces cuando Antoinette supo que estaba metida en serios problemas.