8

Una hora más tarde tomaba la lanzadera a Auckland y tenía tiempo de pensar en mi insensatez.

Durante casi tres meses, desde la noche en que había discutido sobre aquello con el Jefe, me había sentido bien por primera vez con mi status «humano». Él me había dicho que yo era «tan humana como la Madre Eva», y que podía decirle tranquilamente a cualquiera que yo era una PA porque nadie me creería.

El Jefe estaba casi en lo cierto. Pero no había contado conmigo haciendo un esfuerzo realmente determinado para demostrar que no era «humana» bajo las leyes neozelandesas.

Mi primer impulso había sido solicitar una audiencia ante todo el consejo familiar… sólo para enterarme de que mi caso había sido ya juzgado in camera y el voto había sido contra mí, seis a cero.

Ni siquiera volví a la casa. Aquella llamada telefónica que Anita había recibido mientras estábamos en los jardines botánicos era para decirle que mis efectos personales habían sido empacados y enviados a la consigna en la estación de la lanzadera.

Podía haber insistido aún en una votación en la casa en vez de aceptar la (evasiva) palabra de Anita al respecto. ¿Pero con qué finalidad? ¿Para vencer en una discusión?

¿Para probar un extremo? ¿O simplemente para partir un cabello por la mitad? Necesité cinco segundos para darme cuenta de que todo lo que había estado atesorando había desaparecido. Tan desvanecido como el arcoiris, como el estallido de una pompa de jabón… ya no era «aceptada». Aquellos niños ya no eran míos, nunca más podría rodar por el suelo con ellos encima.

Estaba pensando en todo aquello con pesar y los ojos secos, y casi estuve a punto de no enterarme de que Anita había sido «generosa» conmigo: en aquel contrato que yo había firmado con la corporación familiar la letra pequeña decía que la suma principal debía ser pagada inmediatamente si yo rompía el contrato. ¿Constituye un rompimiento de contrato el ser «no humana»? (Hasta entonces yo nunca había dejado de efectuar ningún pago). Mirado desde un punto de vista, si ellos estaban dispuestos a echarme de la familia, entonces tenían que devolverme al menos dieciocho mil dólares neozelandeses: visto desde otro punto de vista, yo no sólo no tenía derecho a la devolución de la parte pagada de mi participación, sino que debía más del doble de esta suma.

Pero ellos eran «generosos»: si yo desaparecía rápidamente y sin escándalos, ellos no proseguirían su reclamación contra mí. No hacía falta decir lo que ocurriría si yo me quedaba por allí y organizaba un escándalo público.

Me fui rápidamente.

No necesito un psiquiatra para que me diga que toda la culpa fue mía; me di cuenta de este hecho tan pronto como Anita me anunció las malas noticias. Una cuestión más profunda es: ¿Por qué lo hice?

No lo había hecho por Ellen, y no podía engañarme a mí misma pensando que así era.

Al contrario, mi estupidez había hecho imposible cualquier esfuerzo por ayudarla.

¿Por qué lo había hecho?

Furia.

No era capaz de descubrir ninguna respuesta mejor. Furia contra toda la raza humana por decidir que los de mi clase no eran humanos y en consecuencia no merecedores de un trato y una justicia iguales. El resentimiento que se había ido acumulando desde el primer día en que había llegado a la realización de que había privilegios que poseían los niños humanos simplemente por el hecho de haber nacido y que yo no podría tener nunca simplemente porque yo no era humana.

Pasar como humana lo único que hace es concederle a una esos privilegios; no termina con el resentimiento contra el sistema. La presión crece aún más puesto que no puede ser expresada. Tenía que llegar fatalmente el día en que fuera más importante para mí descubrir si mi familia adoptada podía aceptarme como un auténtico ser humano, que seguir preservando mi feliz relación.

Lo había descubierto. Ninguno de ellos se había puesto de mi lado… del mismo modo que ninguno de ellos se había puesto del lado de Ellen. Creo que supe que iban a rechazarme tan pronto como supe que le habían fallado a Ellen. Pero ese nivel de mi mente es tan profundo que no soy consciente de él… es el lugar oscuro donde, según el Jefe, residen todos mis auténticos pensamientos.

Llegue a Auckland demasiado tarde para el SB diario a Winnipeg. Tras reservar un alvéolo para la trayectoria del día siguiente y facturarlo todo menos mi neceser de vuelo, estudié qué hacer con las veintiuna horas que quedaban delante de mí, e inmediatamente pensé en mi rizado lobo, el capitán Ian. Por lo que él me había dicho, las posibilidades eran de cinco a uno en contra de que estuviera en la ciudad… pero su piso (si estaba disponible) podía ser más agradable que un hotel. Así que busqué una terminal pública y tecleé su código.

Al cabo de poco la pantalla se iluminó; un joven rostro de mujer — alegre, más bien hermoso — apareció.

— ¡Hola! Soy Luminaria. ¿Quién eres tú?

— Soy Marj Baldwin — respondí —. Quizá haya tecleado mal. Estoy buscando al capitán Tormey.

— No, has conectado con él, encanto. Espera y le dejaré salir de su jaula. — Se volvió y se alejó del monitor mientras llamaba en voz alta —: ¡Hey, hermanito! Tienes a un trozo de pastel al aparato. Conoce tu auténtico nombre.

Mientras se volvía y se alejaba observé sus desnudos pechos. Entró toda en el campo de visión y descubrí que iba a pelo hasta los talones Un buen cuerpo… posiblemente un poco amplio en lo fundamental pero con largas piernas, un talle esbelto, y unas glándulas mamarias que no tenían nada que envidiar a las mías… y yo no tengo ningún motivo de queja.

Maldije suavemente para mí misma. Sabía muy bien por qué había llamado al capitán:

para olvidar a tres hombres en los brazos de un cuarto. Lo había encontrado, pero parecía que ya estaba ocupado.

Apareció, vestido pero no mucho… solo un lavalava. Pareció desconcertado, luego me reconoció.

— ¡Hey! ¡Señorita… Baldwin! ¡Esto es for-mi-da-ble! ¿Dónde está?

— En el puerto. He llamado para decirle hola.

— Quédese donde está. No se mueva, no respire. Siete segundos mientras me pongo unos pantalones y una camisa, y estoy con usted.

— No, capitán. Sólo he llamado para saludarle. Simplemente estoy haciendo conexión.

— ¿Cuál es su conexión esta vez? ¿A qué puerto? ¿A qué hora sale?

Maldita sea y tres veces maldita sea… no había preparado mis mentiras. Bien, la verdad es a menudo mejor que una mentira torpe.

— Vuelvo a Winnipeg.

— ¡Oh, estupendo! Entonces está hablando con su piloto; tengo el vuelo del mediodía mañana. Dígame exactamente donde está y la recogeré en, esto, cuarenta minutos si puedo encontrar un taxi lo bastante rápido.

— Capitán, es usted muy amable pero no piensa con claridad. Ya tiene toda la compañía que puede manejar. La joven que respondió a mi llamada. Luminaria.

— Luminaria no es su nombre; es su circunstancia. Es mi hermana Betty, de Sydney. Se queda aquí cuando viene a la ciudad. Probablemente se la mencioné. — Volvió la cabeza y llamó —: ¡Betty! Ven aquí e identifícate. Pero ponte decente.

— Es demasiado tarde para ponerme decente — respondió su alegre voz, y la vi, más allá del hombro de él, volviendo hacia el monitor y enrollándose un lavalava en torno a sus caderas mientras caminaba. Parecía tener algunos problemas con él, y sospeché que era algo crónico —. ¡Oh, al infierno con ello! Mi hermano siempre está intentando enseñarme a que me comporte bien… mi marido ya lo ha dejado correr. Mira, encanto, he oído lo que decías. Soy su hermana casada, por desgracia, de veras. A menos que estés intentando casarte con él, en cuyo caso soy su novia. ¿Lo estás?

— No.

— Estupendo. Entonces es todo tuyo. Voy a hacer té. ¿Te gusta con ginebra? ¿O con whisky?

— Como lo toméis tú y el capitán.

— Él no va a tomar; vuela dentro de menos de veinticuatro horas. Pero tú y yo podemos entromparnos.

— Beberé lo mismo que tú. Cualquier cosa menos cicuta.

Entonces convencí a Ian de que era mejor para mí tomar un cabriolé allí en el puerto donde era fácil encontrarlos que aguardar a que él encontrara uno y viniera a buscarme, y luego volver.

El número 17 de Locksley Parade es un nuevo bloque de pisos del tipo de doble seguridad; me vi encerrada entre la doble entrada del piso de Ian como si estuviera en una nave espacial. Betty me dio la bienvenida con un achuchón y un beso que demostraba claramente que había estado bebiendo; mi rizado lobo me dio luego la bienvenida con un achuchón y un beso que demostraba que no había estado bebiendo pero que esperaba llevarme a la cama en un muy próximo futuro. No preguntó acerca de mis maridos; yo no le dije voluntariamente nada de mi familia… mi antigua familia. Las cosas fueron bien entre Ian y yo porque ambos comprendimos las señales, las utilizamos correctamente, y nunca engañamos al otro.

Mientras Ian y yo manteníamos esta discusión sin palabras, Betty abandonó la habitación y regresó con un lavalava rojo.

— Esto es un té formal — anunció, con un ligero eructo —, así que fuera esas ropas de calle y ponte esto, encanto.

¿Era idea de ella? ¿O de él? De ella, decidí al cabo de un rato. Mientras que los simples y primarios deseos lascivos de Ian estaban tan claros como un puñetazo en la mandíbula, no ocurría así con Betty, que era absolutamente sinuosa. No me importaba, mientras las cosas fueran en la dirección que yo deseaba. Unos pies desnudos son tan provocativos como unos pechos desnudos, aunque la mayor parte de la gente no parezca darse cuenta de ello. Una mujer envuelta únicamente en un lavalava es mucho más provocativa que una totalmente desnuda. La fiesta se estaba celebrando en mi beneficio, y dependía de Ian el sacarse de encima la compañía de su hermana cuando llegara el momento. Si resultaba necesario. Parecía posible que Betty quisiera comprar también alguna entrada. No me importaba.

Algo hizo bang.

Lo que ocurrió exactamente a continuación no lo sé, puesto que no recuerdo nada hasta la mañana siguiente, cuando desperté en la cama con un hombre que no era Ian Tormey.

Durante algunos minutos permanecí tendida inmóvil y lo observé roncar, mientras rebuscaba en mis recuerdos enturbiados por la ginebra, intentando encajarlo en algún lugar. Tenía la impresión de que una mujer tiene que ser presentada a un hombre antes de pasar una noche con él. ¿Había sido formalmente presentada? ¿Nos conocíamos realmente de algo?

Los recuerdos fueron volviendo a trozos y atisbos. Nombre: Profesor Federico Farnese, llamado también «Freddie» o «Gordinflón». (No demasiado gordinflón… sólo algo gordito debido a un trabajo habitual en un sillón giratorio), el marido de Betty, el cuñado de Ian. Le recordaba de algo de la noche anterior pero no podía ahora (a la mañana siguiente) recordar exactamente cuándo había llegado, o por qué estaba fuera… si es que lo sabía.

Una vez lo hube situado no me sentí especialmente sorprendida de descubrir que (al parecer) había pasado la noche con él. En el estado mental en que estaba la noche pasada, ningún hombre estaba a salvo de mí. Pero había una cosa que me preocupaba:

¿le había vuelto la espalda a mi anfitrión para perseguir a otro hombre? Eso no es educado, Viernes… ni gracioso.

Rebusqué más hondo. No, al menos una vez no le había vuelto decididamente la espalda a Ian. Para mi gran placer. Y el de Ian también, si sus comentarios habían sido sinceros. Luego, si le había vuelto la espalda, pero a petición suya. No, yo no había sido ingrata con mi anfitrión, y él había sido muy gentil conmigo, exactamente de la forma que yo necesitaba para ayudarme a olvidar cómo había sido engañada, luego echada, por la orgullosa pandilla de racistas de Anita.

Después mi anfitrión había recibido alguna ayuda del recién llegado, recordaba ahora.

No es sorprendente que una mujer emocionalmente trastornada pueda necesitar más satisfacciones de las que un hombre puede proporcionarle… pero no podía recordar cómo se había realizado la transacción. ¿Un simple intercambio? ¡No te entremetas, Viernes!

Una PA no puede simpatizar con o comprender los varios tabús copulativos humanos…

pero había memorizado cuidadosamente la mayoría de los muchos, muchos de ellos mientras recibía mi entrenamiento básico como prostituta, y sabía que este era uno de los más fuertes, uno de los que los humanos esconden más cuidadosamente aunque muestren abiertamente todos los demás.

Así que resolví eludir incluso el menor asomo de interés.

Freddie dejó de roncar y abrió los ojos. Bostezó y se desperezó y adelantó las manos hacia mí. Yo respondí a su sonrisa y a su avance, dispuesta a cooperar con todo mi corazón, cuando Ian entró. Dijo:

— Buenos días, Marj. Freddie, lamento interrumpir, pero ya he pedido un taxi. Marj tiene que marcharse y antes ha de vestirse. Nos vamos inmediatamente.

Freddie no me soltó. Simplemente soltó una risita, y luego recitó:

Un pajarito con pico dorado Se posó en el antepecho de mi ventana.

Clavó en mí un brillante ojo y dijo, «¿No te da vergüenza, dormilón?» — Capitán, tu cumplimiento del deber y tu atención al bienestar de nuestra huésped merece todo nuestro crédito. ¿Qué hora debe ser en este momento? ¿Menos dos horas?

Y el despegue es al mediodía, cuando las dos agujas del reloj se juntan en el doce. ¿No?

— Sí, pero…

— Y Helen… ¿tu nombre es Helen?… llega a tiempo si se presenta en la puerta de llamada no más tarde de menos treinta minutos. Eso es al menos lo que creo.

— Fred, no me gusta ser aguafiestas, pero puede que tardes toda una hora en conseguir un taxi desde aquí, ya lo sabes. Y yo tengo uno esperando.

— Cuán cierto. Los taxis nos evitan; a sus caballos no les gusta nuestra colina. Por esa razón, querido cuñado, la pasada noche alquilé un carruaje, pagándolo con una bolsa de oro. En este preciso momento el viejo y fiel Rocinante está debajo de esta casa en uno de los establos de la conserjería, recuperando fuerzas delante de algunas mazorcas de maíz con vistas a la próxima prueba. Cuando llame abajo, me dijo el conserje, bien untado con un espléndido soborno, enjaezará el querido animal al coche y los traerá a los dos hasta la entrada. Entonces yo llevaré a Helen a la puerta no después de menos treinta y un minutos. De modo que esto cierra la discusión.

— Bien… ¿Marj?

— Esto… ¿estás de acuerdo, Ian? Realmente no deseo levantarme de la cama ahora mismo. Pero no deseo tampoco perder tu nave.

— No lo harás. Freddie es de confianza, aunque no lo parezca. Pero sal de aquí a las once; a esa hora puedes hacer el trayecto a pie si es necesario. Puedo mantener tu reserva hasta después del tiempo limite; un capitán tiene algunos privilegios. Muy bien; continuad con lo que estabais haciendo.

— Ian miró su reloj de pulsera —. Son las nueve pasadas. Adiós.

— ¡Hey! ¡Dame el beso de despedida!

— ¿Por qué? Te veré en la nave. Y tenemos una cita en Winnipeg.

— ¡Bésame, maldita sea, o perderé esa condenada nave!

— Entonces desenrédate de ese gordo romano y procura no manchar mi uniforme limpio.

— No corras ningún riesgo, viejo hermano. Yo besaré a Helen á tu salud.

Ian se inclinó y me besó intensamente, y yo no manché su precioso uniforme. Luego besó a Freddie en la frente un poco calva y dijo:

— Divertíos, chicos. Pero llévala a la puerta a tiempo. Adiós. — En aquel momento Betty asomó la cabeza por la puerta y miró; su hermano la empujó con un brazo y se la llevó.

Volví de nuevo mi atención a Freddie. Dijo:

— Helen, prepárate. — Lo hice mientras pensaba alegremente que Ian y Betty y Freddie eran precisamente lo que Viernes necesitaba para borrar de su mente la puritana hipocresía en la que había estado viviendo durante demasiado tiempo.

Betty trajo el té de la mañana en el momento preciso, por lo que supongo que debía estar escuchando. Se sentó en la posición del loto en la cama y bebimos juntos. Luego nos levantamos y desayunamos. Yo tomé porridge con crema espesa, dos hermosos huevos, jamón de Canterbury (una gruesa loncha), patatas fritas, panecillos calientes con mermelada de frambuesa y la mejor mantequilla del mundo, y una naranja, todo ello regado con un fuerte té negro con azúcar y leche. Si todo el mundo rematara las cosas de la forma en que lo hacen en Nueva Zelanda, no tendríamos problemas políticos.

Freddie se puso un lavalava para tomar el desayuno pero Betty no, y yo tampoco.

Educada como estoy en la inclusa de un laboratorio, nunca he aprendido lo suficiente acerca de los modales y etiquetas humanos, pero sé que una huésped debe vestirse — o desvestirse — de acuerdo con su anfitriones. Realmente no estoy acostumbrada a ir desnuda en presencia de humanos (la inclusa era otro asunto), pero era terriblemente fácil estar con Betty. Me pregunté si ella me rechazaría si sabía que yo no soy humana.

No lo creo, pero no me sentía ansiosa de comprobarlo. Fue un desayuno feliz.

Freddie me llevó a la sala de espera de pasajeros a las once y veinte, buscó a Ian, y le pidió un recibí. Solemnemente, Ian le redactó uno. De nuevo me ató los cinturones en el alvéolo de aceleración mientras me decía suavemente:

— La otra vez no necesitabas realmente ayuda con ellos, ¿verdad?

— No — admití —. Pero me alegra haberlo fingido. ¡Fueron unos instantes maravillosos!

— Y tendremos unos instantes maravillosos en Winnipeg, también. Conecté con Janet durante la cuenta atrás, le dije que vendrías con nosotros a cenar. Me contestó que te dijera que podías quedarte también para el desayuno… que te dijera que es una tontería marcharse de Winnipeg a medianoche; puedes verte asaltada en cualquier transferencia.

Tiene razón… los inmigrantes informales que tenemos en todos los limites del Imperio podrían matarte por un céntimo.

— Hablaré con ella al respecto cuando lleguemos allí — (Capitán Ian, hombre frívolo, me dijiste que nunca te casarías porque «ibas allá donde van los patos salvajes». Me pregunto si lo recuerdas. No lo creo).

— Ya está decidido. Puede que Janet no confíe en mi buen juicio sobre las mujeres…

dice que estoy lleno de prejuicios, que me dejo engañar. Pero confía en Betty… y Betty ya la ha llamado. Conoce a Betty mucho mejor de lo que me conoce a mí; fueron compañeras de habitación en McGill. Y es por eso por lo que yo conocí a Janet y Fred conoció a mi hermanita; los cuatro éramos subversivos… de tanto en tanto deseábamos descolgar el Polo Norte y ponerlo del revés.

— Betty es un encanto. ¿Janet se le parece?

— Sí y no. Janet era el líder de nuestras actividades sediciosas. Discúlpame; tengo que hacer ver que soy el capitán. En la actualidad es la computadora la que hace volar este pequeño ataúd, pero espero aprender para la semana próxima.

— Se fue.

Tras la catarsis curativa de una noche de ebria saturnalia con Ian y Freddie y Betty, me sentía capaz de pensar en mi ex-familia más racionalmente. ¿Había sido de hecho engañada?

Había firmado aquel estúpido contrato voluntariamente, incluida la cláusula de rescisión que me había echado fuera. ¿Había estado pagando a cambio de sexo?

No, lo que había dicho a Ian era cierto: el sexo está en todas partes. Había pagado por el feliz privilegio de ser aceptada, Por una familia… especialmente por las delicias hogareñas de cambiar pañales mojados y lavar los platos y juguetear con los cachorrillos de los animales domésticos. Mister Tropezones era mucho más importante para mí de lo que había sido nunca Anita… aunque nunca me había permitido pensar en ello. Había intentado quererlos a todos ellos hasta que el asunto de Ellen había arrojado luz sobre algunos rincones sucios.

Ahora déjenme ver: sabía exactamente cuántos días había pasado con mi ex-familia.

Un poco de aritmética me dijo que (puesto que todo me había sido confiscado) el coste de mi manutención y albergue durante aquellas agradables vacaciones era ligeramente superior a cuatrocientos cincuenta dólares neozelandeses por día.

Un alto precio incluso en uno de los complejos de más lujo. Pero el coste real para la familia de tenerme en casa había sido menos de una cuarta parte de eso. ¿En qué términos financieros se habían unido cada uno de los otros a la familia? Nunca había llegado a saberlo.

Anita, incapaz de impedir que los hombres me invitaran, ¿había arreglado las cosas de tal modo que yo no pudiera permitirme abandonar mi trabajo y vivir en casa pero pese a todo quedaba ligada a la familia en términos enteramente provechosos para ella… es decir, para Anita? No había forma de decirlo. Sabía tan poco acerca del matrimonio entre los seres humanos que no había sido capaz de juzgar… y seguía sin serlo.

Pero había aprendido una cosa Brian me había sorprendido volviéndose contra mí.

Había pensado en él como en el mayor, más sabio, más sofisticado miembro de la familia, el único que podía aceptar el hecho de mi derivación biológica y vivir con él.

Quizá lo hubiera conseguido si le hubiera mostrado alguna otra cualidad especial, alguna habilidad no amenazadora.

Pero había demostrado ser superior a él en fuerza, un aspecto en el cual un hombre espera siempre razonablemente vencer. Le había golpeado en lo más profundo de su orgullo masculino.

A menos que pretendas matarlo inmediatamente después, nunca le des a un hombre una patada en los testículos. Ni siquiera simbólicamente. O quizá especialmente no de una forma simbólica.

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