¡Estúpida culpa mía! En básica se me enseñó que ningún lugar es nunca totalmente seguro, y que cualquier lugar al que regresas habitualmente es tu punto de máximo peligro, el lugar más probable para una trampa, una emboscada, una encerrona.
Pero aparentemente había aprendido esto tan sólo como un papagayo; como una vieja profesional, lo había ignorado.
Y ahora me remordió.
Esta regla es análoga al hecho de que la persona que más probablemente te asesinará es algún miembro de tu propia familia… y esa desconsoladora estadística es ignorada también; tiene que serlo. ¿Vivir temiendo a tu propia familia? ¡Mejor estar muerta!
Mi peor estupidez había sido ignorar una clara, específica, importante advertencia, no simplemente un principio general. ¿Cómo había conseguido el querido viejo «tío» Jim encontrar mi cápsula… en el día exacto y casi al minuto preciso? ¿Una bola de cristal? El Jefe es más listo que el resto de nosotros, pero no utiliza la magia. Puede que esté equivocada, pero soy positiva. Si el Jefe dispusiera de poderes sobrenaturales no nos necesitaría al resto de nosotros.
Yo no había informado de mis movimientos al Jefe; ni siquiera le había dicho cuándo abandoné Ele-Cinco. Esta es su doctrina; no nos anima a que informemos cada vez que nos movemos, puesto que sabe que una filtración puede ser fatal.
Ni siquiera yo sabía que iba a tomar aquella cápsula en particular hasta que la tomé.
Había encargado el desayuno en la cafetería del Hotel Seward, me había quedado allí sin probarlo, había depositado algunas monedas en el mostrador… tres minutos más tarde estaba herméticamente encerrada en una cápsula exprés. ¿Entonces?
Obviamente el cortar aquel rastro en la Estación del Tallo de Kenya no había eliminado todos los rastros. O había habido algún perseguidor de repuesto o el señor «Belsen» («Beaumont», «Bookman», «Buchanan») había sido echado en falta y reemplazado rápidamente. Posiblemente habían estado conmigo durante todo el camino, o quizá lo que le había ocurrido a «Belsen» los había hecho precavidos acerca de ir demasiado pegados a mis talones. O la última noche de sueño les había proporcionado el tiempo necesario para alcanzarme.
Fuera cual fuese la variante, no tenía importancia. Poco después de que yo subiera a aquella cápsula en Alaska, alguien había enviado por teléfono un mensaje parecido a este: «Luciérnaga a Libélula. Mosquito se ha ido de aquí en cápsula exprés Corredor Internacional hace nueve minutos. El control de tráfico de Anchorage muestra a cápsula desviándose y abriéndose en Lincoln Meadows a las once punto tres hora de ustedes». O algo así. Alguien no muy amistoso me había visto entrar en aquella cápsula y había telefoneado previniendo; de otro modo el dulce viejo Jim no hubiera sido capaz de encontrarme. Lógico.
La mirada retrospectiva es algo maravilloso: te muestra como te partiste la cabeza…
después de haberte partido la cabeza.
Pero les hice pagar sus copas. Si hubiera sido lista, me hubiera rendido inmediatamente después de darme cuenta de que me superaban abrumadoramente en número. Pero no soy lista; ya lo he probado. De otro modo, hubiera echado a correr como un diablo cuando Jim me dijo que lo había enviado el jefe… en vez de subir al coche y echar una cabezada, por el amor de Dios.
Recuerdo haber matado a uno de ellos.
Posiblemente dos. ¿Pero por qué insistían en hacerlo del modo difícil? Podían haber aguardado hasta que yo estuviera dentro y entonces haberme gaseado, o utilizado un dardo anestésico, o incluso un trozo de cuerda. Tenían que cogerme viva, eso resultaba claro. ¿No sabían que un agente de campo con mi entrenamiento pone automáticamente la sobremarcha cuando es atacado? Quizá yo no sea la única estúpida.
¿Pero por qué malgastar tiempo violándome? Toda la operación tenía toques de aficionados. Ningún grupo profesional utiliza la violencia o la violación antes del interrogatorio hoy en día; no hay ningún provecho en ello; cualquier profesional está entrenado para resistir cualquiera de las dos cosas, o ambas. En lo que a la violación se refiere, ella (o él… he oído decir que con los hombres es peor) puede o bien aislar su mente y aguardar a que haya pasado todo, o (entrenamiento avanzado) emular el antiguo adagio chino. O, en lugar del método A o B, o combinados si la habilidad histriónica del agente es bastante, la víctima puede emplear la violación como una oportunidad de ganar una baza a sus captores. Yo no soy nada del otro mundo como actriz pero lo intento y, aunque nunca me ha permitido cambiar por completo la situación, al menos una vez me salvó la vida.
En esta ocasión el método C no afectó el resultado pero sí causó una saludable distensión. Cuatro de ellos (esta es mi estimación, por el tacto y el olor corporal) me violaron en uno de los dormitorios de arriba. Puede que fuera mi propio dormitorio, pero no podía estar segura porque había permanecido inconsciente durante un tiempo y estaba vestida (únicamente) con una banda de cinta adhesiva sobre mis ojos. Me poseyeron sobre un colchón en el suelo, una violación con empleo de sadismo menor… el cual ignoré, pues estaba muy atareada con el método C.
Mentalmente los llamé «Jefe de Paja» (parecía estar al mando), «Rocas» (así lo llamaban… rocas en la cabeza, probablemente), «Cortito» (tómenlo como quieran), y «el otro», puesto que no tenía características distintivas.
Trabajé en todos ellos — actuando con método, por supuesto — reluctante al principio, teniendo que ser forzada, luego gradualmente dejando que tu pasión te coma; no puedes evitarlo. Cualquier hombre creerá en esa rutina; están ansiosos por creerla… pero trabajé especialmente duro con Jefe de Paja, y esperé haberme merecido como mínimo el título de maestra predilecta o algo así. Jefe de Paja no era tan malo tampoco; los métodos B y C combinaron perfectamente.
Pero trabajé más duramente aún con Rocas debido a que con él tenía que ser C combinado con A; su respiración era tan hedionda. Tampoco era demasiado limpio en otros aspectos; tuve que hacer un gran esfuerzo para ignorarlo y hacer que mis respuestas halagaran su ego de macho.
Cuando se puso flojo dijo:
— Mac, estamos malgastando nuestro tiempo. A la puta le gusta.
— Entonces salte de en medio y dale al chico otra oportunidad. Está listo.
— Todavía no. Voy a atizarle un poco, para que nos tome en serio. — Me largó un buen bofetón, directamente al lado izquierdo de mi rostro. Gruñí.
— ¡Deja eso! — era la voz de Jefe de Paja.
— ¿Quién lo dice? Mac, te estás pasando un poco en tus atribuciones.
— Yo lo digo. — Era una nueva voz, muy fuerte… amplificada, sin lugar a dudas, por el sistema de sonido en el techo —. Rocas, Mac es vuestro jefe, y tú lo sabes. Mac, envíame a Rocas; quiero tener unas palabritas con él.
— ¡Mayor, yo simplemente estaba intentando ayudar!
— Ya has oído al hombre, Rocas — dijo Jefe de Paja tranquilamente —. Ponte tus pantalones y muévete.
Repentinamente el peso del hombre ya no estuvo sobre mí y su hediondo aliento desapareció de ante mi rostro. La felicidad es relativa.
La voz en el techo habló de nuevo:
— Mac, ¿es cierto que la señorita Viernes simplemente disfruta con la pequeña ceremonia que hemos preparado para ella?
— Es posible, Mayor — dijo Jefe de Paja lentamente —. Al menos actúa como si así fuera.
— ¿Qué dices a eso, Viernes? ¿Esa es la forma en que te lo pasas bien habitualmente?
No respondí a su pregunta. En vez de ello, lo puse en entredicho con todo detalle a él y a su familia, con una atención especial a su madre y hermanas. Si le hubiera dicho la verdad… que Jefe de Paja sería más bien agradable en otras circunstancias, que Cortito y el otro no importaban de una u otra forma, pero que Rocas era un tipo asqueroso al que me gustaría eliminar a la primera oportunidad… hubiera hecho saltar por los aires todo el método C.
— Lo mismo para ti, dulzura — respondió alegremente la voz —. Odio decepcionarte, pero soy un chico de inclusa. Ni siquiera tengo esposa, y mucho menos una madre y hermanas. Mac, ponle las esposas y échale una sábana por encima. Pero aún no le pegues el tiro; hablaré con ella más tarde.
Aficionado. Mi jefe jamás hubiera alertado a un prisionero para que aguardara un interrogatorio.
— ¡Hey, chico de inclusa!
— ¿Sí, querida?
Lo acusé de un vicio que no requiere ninguna madre ni hermana, pero que es anatómicamente posible — al menos así me lo han dicho — para algunos machos. La voz respondió:
— Cada noche, amor. Es muy emocionante.
Así que tuve que concederle un punto al Mayor. Decidí que, con un entrenamiento adecuado, podría convertirse en un profesional. Sin embargo, era todavía un asqueroso aficionado, y no tenía por qué respetarle. Había desperdiciado a uno, quizá dos, de sus secuaces, me había hecho sufrir innecesarios rasguños, contusiones, y múltiples indignidades personales — algunas de ellas capaces de romperme el corazón si yo no hubiera sido una mujer entrenada —, y había malgastado dos horas o más. Si mi jefe estuviera al cargo de esto, su prisionero/a hubiera echado las tripas inmediatamente y habría pasado esas dos horas vomitando todos sus recuerdos ante una grabadora.
Jefe de Paja incluso tuvo la delicadeza de permitir que me aseara… me condujo hasta el cuarto de baño y aguardó tranquilamente mientras yo orinaba, sin hacer un espectáculo de ello… y aquello era de aficionados también, puesto que una técnica útil, del tipo acumulativo, en interrogar a un aficionado (no a un profesional) es obligarle a él o a ella a romper su esquema de uso del cuarto de baño. Si ella ha sido protegida de las cosas duras de la vida o si él sufre de un excesivo amor propio — como ocurre con la mayoría de los machos —, esto es al menos tan efectivo como el dolor, y potencia el dolor u otras humillaciones.
No creo que Mac supiera esto. Lo imaginé básicamente como un alma decente pese a su inclinación a — no, independientemente de su inclinación a — la violación, una inclinación muy común en la mayoría de los machos, según los Kinsey.
Alguien había puesto el colchón de nuevo sobre la cama. Mac me guió hasta él, me dijo que me tendiera de espaldas con los brazos alzados. Luego me esposó a las patas de la cama, utilizando dos pares. No eran del tipo de los oficiales de la paz, sino uno especial, forrado de terciopelo… el tipo de mierda utilizado por los idiotas en los juegos sadomaso.
Me pregunté quién era el pervertido. ¿El Mayor?
Mac se aseguró de que habían quedado bien cerradas pero no demasiado apretadas, luego me echó gentilmente una sábana por encima. No me hubiera sorprendido que me hubiera dado el beso de buenas noches. Pero no lo hizo. Se fue sin hacer ruido.
Si me hubiera besado, ¿hubiera requerido el método C que le devolviera el beso con ardor? ¿O que hubiera vuelto la cabeza e intentado rechazarlo? Una buena pregunta. El método C está basado en el simplemente-no-puedo-hacer-nada-por-mí-misma, y requiere un juicio muy preciso respecto a cuándo y de que manera y cuánto entusiasmo hay que mostrar. Si el violador sospecha que la víctima está fingiendo, ésta ha perdido la maniobra.
Acababa de decidir, en cierto modo lamentándolo, que aquel hipotético beso hubiera debido ser rechazado, cuando me quedé dormida.
No me concedieron el suficiente sueño. Estaba agotada por todas las cosas que me habían ocurrido y sumida en un profundo sueño, saturada de él, cuando fui despertada por un bofetón. No Mac. Rocas, por supuesto. No tan fuerte como me había pegado antes, pero totalmente innecesario. Parecía que me echaba la culpa de la fílpica que había recibido del Mayor… y me prometí a mí misma que, cuando llegara el momento de eliminarlo, lo haría lentamente.
Oí a Cortito decir:
— Mac dijo que no le hicieras daño.
— No le he hecho daño. Sólo ha sido una palmada cariñosa para despertarla. Cállate y ocúpate de tus propios asuntos. Estáte atento y mantén tu arma apuntada hacia ella.
¡Hacia ella, idiota!… no hacia mí.
Me bajaron al sótano y me metieron en una de nuestras propias cámaras de interrogatorio. Cortito y Rocas salieron — creo que Cortito salió y estoy segura de que Rocas lo hizo: su hedor desapareció —, y un equipo interrogador tomó el relevo. No sé quiénes ni cuántos eran puesto que ninguno de ellos pronunció una sola palabra. La única voz era la de quien pensé era «el Mayor». Parecía proceder de un altavoz.
— Buenos días, señorita Viernes.
(¿Días? Parecía improbable).
— ¡Hola, chico de inclusa!
— Me alegro de que estés en buenas condiciones, querida, pues esta sesión es probable que sea larga y agotadora. Incluso desagradable. Quiero saberlo todo sobre ti, amor.
— Adelante. ¿Qué es lo que viene primero?
— Háblame de este viaje que acabas de hacer, hasta el más pequeño detalle. Y trázame un bosquejo de esa organización a la que perteneces. Puedo decirte que sabemos ya bastante sobre ella, de modo que si mientes nos daremos cuenta. Ni siquiera una pequeña mentirijilla inocente, querida… porque nos daremos cuenta y entonces lamentaré lo que voy a tener que hacer, y tú lo lamentarás mucho más todavía.
— Oh, no voy a mentirte. ¿Hay alguna grabadora en funcionamiento? Eso va a tomar un largo rato.
— Hay una grabadora funcionando.
— Estupendo. — Durante tres horas, solté todo lo que llevaba dentro.
Esto va acorde con la doctrina. Mi jefe sabe que el noventa y nueve por ciento de nosotros cederemos bajo el suficiente dolor, que casi ese mismo porcentaje cederá bajo un prolongado interrogatorio combinado con simplemente un intenso agotamiento, pero sólo el Propio Buda puede resistir algunas drogas. Puesto que no espera milagros y odia perder agentes, la doctrina estándar es: «¡Si te agarran, canta!» De modo que se asegura de que un operador de campo nunca sepa nada realmente crítico. Un correo jamás sabe lo que lleva. Yo no sé nada de política. Ni siquiera sé el nombre de mi jefe. No estoy segura de si es una agencia del gobierno o del ejército o de alguna de las multinacionales. Sé dónde está la granja pero eso lo sabe mucha más gente… y está (estaba) muy bien defendida. Otros lugares los he visitado únicamente vía vehículos a motor autorizados herméticos… un VMA me recogía (por ejemplo) en un lugar determinado que podía ser el otro extremo de la granja. O no.
— Mayor, ¿cómo habéis conseguido haceros con este lugar? Estaba muy bien defendido.
— Yo hago las preguntas, ojos brillantes. Volvamos de nuevo a esa parte cuando fuiste seguida al salir de la cápsula en el Tallo.
Tras un largo rato de esto, cuando ya les había dicho todo lo que sabía y me estaba repitiendo, el Mayor me interrumpió.
— Querida, has contado una historia muy convincente, y no me creo más que una de cada tres palabras. Pasemos al procedimiento B.
Alguien agarró mi brazo izquierdo y me clavó una aguja. ¡El suero de la verdad! Confié en que esos burdos aficionados no fueran tan torpes con él como lo eran con tantas otras cosas; puedes quedarte muerta en un momento con una sobredosis.
— ¡Mayor! ¡Estaré mejor sentada!
— Ponedla en una silla. — Alguien lo hizo.
Durante los siguientes mil años hice todo lo que me fue posible por contar exactamente la misma historia sin importar lo confusa que me sintiera. En un momento determinado me caí de la silla. No me devolvieron a ella, sino que en cambio me tendieron sobre el frío cemento. Seguí hablando.
En algún estúpido momento más tarde me administraron otra inyección. Hizo que me dolieran las muelas y que mis ojos ardieran pero me despertó de golpe.
— ¡Señorita Viernes!
— ¿Sí, señor?
— ¿Estás despierta ahora?
— Creo que sí.
— Querida, pienso que has sido tan cuidadosamente adoctrinada bajo hipnosis para decirnos la misma historia bajo la acción de drogas que las has contado mejor que sin ellas. Es una lástima, porque vamos a tener que utilizar otro método. ¿Puedes ponerte en pie?
— Creo que sí. Puedo intentarlo.
— Levantadla. No dejéis que caiga. — Alguien, dos al parecer, hicieron lo indicado. No me sentía muy segura sobre mis pies, pero me sostuvieron —. Inicien procedimiento C, punto cinco.
Alguien aplastó una pesada bota contra los desnudos dedos de mis pies. Grité.
Miren, ustedes. Si alguna vez son interrogados utilizando el dolor, griten. La rutina del Hombre de Hierro lo único que consigue es hacer que las cosas sean peor y peor. Se lo dice alguien que ha pasado por ello. Griten hasta hacer saltar los oídos, y desmáyense tan pronto como les sea posible.
No voy a dar detalles de lo que ocurrió durante el siguiente e interminable rato. Si tienen ustedes algo de imaginación, terminarán sintiendo náuseas, y decírselo me hace sentir deseos de vomitar. De hecho lo hice, varias veces. También me desmayé, pero me reanimaron, y la voz siguió haciéndome preguntas.
Aparentemente llegó un momento en el que reanimarme ya no servía de nada, porque lo siguiente que recuerdo es estar de vuelta a la cama — la misma cama, supongo —, y de nuevo esposada a ella. Me dolía todo el cuerpo.
Aquella voz de nuevo, directamente encima de mi cabeza.
— Señorita Viernes.
— ¿Qué infiernos quieres?
— Nada. Si te sirve de algún consuelo, querida muchacha, eres el único sujeto al que haya interrogado nunca al que finalmente no he conseguido arrancarle la verdad.
— ¡Vete a halagar a tu padre!
— Buenas noches, querida.
¡El estúpido aficionado! Cada palabra que le había dicho era la desnuda verdad.