En aquel momento se acabó la caída libre y entramos en las increíblemente emocionantes sensaciones del deslizamiento hipersónico. La computadora estaba haciendo un buen trabajo suavizando la violencia, pero podías sentir pese a todo la vibración en tus dientes… y yo podía sentirla en todas las demás partes de mi cuerpo después de aquella movida noche.
Cruzamos la barrera del sonido más bien bruscamente, luego pasamos un largo rato en subsónico, con el chillido creciendo por momentos. Luego llegamos al final y los retros entraron en acción… y poco después estábamos parados. Y yo inspiré profundamente.
Por mucho que me gusten los SBs, no puedo evitar que la parada final me dé escalofríos.
Habíamos despegado de la Isla del Norte el mediodía del jueves, de modo que llegamos cuarenta minutos más tarde a Winnipeg el día anterior (miércoles) casi al anochecer, a las 19:40 horas. (No me echen a mí la culpa; miren un mapa… uno que tenga marcadas las zonas horarias).
Esperé de nuevo, y fui el último pasajero en salir. Nuestro capitán recogió otra vez mi equipaje, pero esta vez me escoltó con la informalidad de un viejo amigo… y sentí la enorme calidez de aquel gesto. Me condujo por una puerta lateral, luego fue conmigo a través de Aduanas, Sanidad e Inmigración, ofreciendo primero su propio maletín de viaje.
El oficial de ASI ni siquiera lo tocó.
— Hola, capitán. ¿Qué está pasando esta vez?
— Lo de siempre. Diamantes ilegales. Secretos comerciales. Armas especiales. Drogas de contrabando.
— ¿Eso es todo? Es malgastar tiza. — Garabateó algo en el maletín de Ian —. ¿Va ella con usted?
— Nunca antes la había visto en mi vida.
— Yo squaw injun — afirmé —. Jefe blanco prometerme mucha agua de fuego. Jefe blanco no cumplir promesa.
— Yo hubiera podido decírselo. ¿Va a estar mucho tiempo aquí?
— Vivo en el Imperio. Estoy de tránsito, probablemente me quedaré una noche. Pasé por aquí en mi viaje a Nueva Zelanda el mes pasado. Aquí está mi pasaporte.
Le echó una ojeada, lo selló, garabateó en mi equipaje sin abrirlo.
— Si decide quedarse un poco más, yo compraré su agua de fuego. Pero no confíe en el capitán Tormey. — Pasamos.
Inmediatamente después de la barrera, Ian dejó caer nuestros dos equipajes, tomó a una mujer por los codos — probando su excelente condición física: ella era tan sólo diez centímetros más baja que él —, y la besó entusiásticamente. Luego volvió a dejarla en el suelo.
— Jan, esta es Marj.
(Cuando Ian se dedicó a su esforzado trabajo allá en su casa, ¿por qué se ocupó tanto de mi magra persona? Porque yo estaba allí y ella no, sin la menor duda. Pero ahora ella sí estaba. Así que, querida señora, ¿no tendrás algún buen libro que yo pueda leer?).
Janet me besó, y me sentí mejor. Luego apoyó sus dos manos en mis hombros.
— No lo veo. ¿No lo habrás dejado en la nave?
— ¿Dejar qué? Este neceser es todo lo que llevo… mi equipaje está en tránsito.
— No, querida, tu halo. Betty me dio a entender que esperara un halo.
Pensé en aquello.
— ¿Estás seguro de que dijo halo?
— Bueno… dijo que tú eras un ángel. Quizá me precipité en mis conclusiones.
— Quizá. No creo que llevara ningún halo la pasada noche; no acostumbro a llevarlo cuando viajo.
— Ya está bien — dijo el capitán Ian —. La pasada noche todo lo que ella llevaba era una carga, una enorme carga. Cariño, odio tener que decírtelo, pero Betty era una mala influencia. Deplorable.
— ¡Oh, cielos! Quizá será mejor que vayamos directamente a la reunión de fieles.
¿Vamos, Marjorie? ¿Tomamos té y pastelillos allí, y nos saltamos la cena? Toda la congregación rezará por ti.
— Lo que tú digas, Janet. — (¿Debía aceptar aquello? No sabía cuál era la etiqueta en una «reunión de fieles»).
— Janet — dijo el capitán Tormey —, quizá será mejor que la llevemos a casa y recemos allí por ella. No estoy seguro de que Marj está acostumbrada a la confesión pública de los pecados.
— Marjorie, ¿prefieres eso?
— Creo que lo prefiero, sí.
— Entonces nosotros también. Ian, ¿llamas a Georges?
Georges resultó ser Georges Perreault. Eso es todo lo que supe acerca de él en aquel momento, excepto que estaba conduciendo un par de caballos Morgan negros enjaezados a un surrey Honda apto solamente para los muy ricos. ¿Cuánto gana un capitán de SB? Viernes, eso no es asunto tuyo. Pero aquel era sin lugar a dudas un buen par de ejemplares. Como también lo era Georges, incidentalmente. Apuesto, quiero decir.
Era alto, de pelo negro, vestido con un traje oscuro y un quepis, y tenía todo el aspecto de un cochero. Pero Janet no lo presentó como un sirviente, y él se inclinó sobre mi mano y la besó. ¿Besa las manos un cochero? No dejo de encontrarme con prácticas humanas no cubiertas por mi entrenamiento.
Ian se sentó delante con Georges; Janet me hizo subir detrás con ella, y abrió una gran manta.
— Pensé que no habías traído contigo nada de abrigo, viniendo de Auckland — explicó —.
Así que tápate un poco. — No protesté diciendo que nunca me enfriaba; era un detalle considerado, y me arropé bajo ella. Georges nos condujo hasta la carretera, animó a los caballos, y estos emprendieron un trote rápido. Ian tomó un cuerno de una gaveta del tablero de mandos y lo hizo sonar… no parecía haber ninguna razón para ello; creo que simplemente le gustaba hacer un poco de ruido.
No entramos en la ciudad de Winnipeg. Su casa estaba al sur de una pequeña ciudad, Stonewall, al norte de la ciudad y más cerca del puerto. Cuando llegamos allí ya era oscuro pero pude ver una cosa: era una zona campestre diseñada para contener cualquier tipo de ataque militar profesional. Había tres puertas en serie, con las puertas uno y dos formando una barrera de contención. No descubrí Ojos ni armas remotas pero estaba segura de que estaban ahí.. la zona estaba señalada con las balizas rojas y blancas que indicaban a los vehículos aerodeslizadores que no intentaran penetrar en aquel perímetro.
Sólo pude tener un ligero atisbo de lo que había más allá de las tres puertas… era demasiado oscuro. Vi una pared y dos verjas, pero no pude ver como estaban armadas y/o minadas, y dudé en preguntar. Pero ninguna persona inteligente gasta tanto en la protección de una casa y luego confía exclusivamente en la defensa pasiva. Deseaba preguntar también acerca de la disponibilidad de energía, recordando cómo en la granja el Jefe había perdido su generador principal (cortado por el «tío Jim») y con ello sus defensas… pero se trataba también de algo que se suponía que un huésped no debía preguntar.
Me pregunté aún más qué hubiera ocurrido si hubiéramos sido asaltados antes de penetrar por las puertas del castillo. De nuevo, con mi experiencia en armas ilegales que aparecen de pronto en las manos de las personas presuntamente desarmadas, ese era un tipo de pregunta que una no formulaba. Normalmente yo voy por ahí desarmada pero no presumo que los demás lo hagan también… la mayoría de la gente no posee ni mis perfeccionamientos ni mi entrenamiento especial.
(Yo siempre confío más en mi condición de «desarmada» que en depender de una serie de artilugios que pueden serte retirados en cualquier puesto de control, o que puedes perder, o que pueden quedarse sin municiones, o atascarse, o haber gastado toda su energía cuando más los necesitas. No parezco armada, y eso da también una ventaja. Pero otra gente, otros problemas… yo soy un caso especial).
Subimos por un serpenteante sendero y nos metimos bajo un voladizo y nos detuvimos, y de nuevo Ian hizo sonar aquel estúpido cuerno… pero esta vez parecía haber alguna finalidad en ello; las puertas delanteras se abrieron. Ian dijo:
— Llévala dentro, querida; voy a ayudar a Georges con el coche.
— No necesito ninguna ayuda.
— Cállate. — Ian saltó al suelo y nos ayudó a bajar, entregó mi neceser de viaje a su esposa… y Georges se fue con el coche. Ian simplemente lo siguió a pie. Janet me condujo dentro… y jadeé.
Estaba mirando a través del vestíbulo a una fuente iluminada, una fuente programada; cambiaba de formas y de colores mientras yo estaba parada allí. Había una suave música de fondo, que (posiblemente) controlaba la fuente.
— Janet… ¿quién es vuestro arquitecto?
— ¿Te gusta?
— ¡Por supuesto!
— Entonces lo admitiré. Yo soy el arquitecto. Ian es el que ha montado los cachivaches.
Georges ha controlado los interiores. Es un artista en muchos sentidos, y una de las alas es su estudio. Y tengo que decirte inmediatamente ahora que Betty me comunicó que ocultara todas tus ropas hasta que Georges pintara al menos un desnudo tuyo.
— ¿Betty dijo eso? Pero yo nunca he sido modelo, y tengo que volver a mi trabajo.
— Es asunto nuestro hacerte cambiar de opinión. A menos… ¿acaso eres tímida al respecto? Betty no dio a entender que lo fueras. Georges puede pintarte vestida. Para empezar.
— No. No soy tímida. Esto, quizá un poco cohibida ante la idea de posar; es algo nuevo para mí. Mira, ¿podemos esperar un poco? Precisamente ahora estoy más interesada en utilizar los servicios que en posar; no he ido a ellos desde que salí del piso de Betty…
hubiera tenido que pararme un momento en el puerto.
— Lo siento, querida; no debiera haberte tenido aquí de pie hablando de las pinturas de Georges. Mi madre me enseñó hace años que lo primero que hay que hacer con un huésped es mostrarle dónde está el cuarto de baño.
— Mi madre me enseñó exactamente lo mismo — mentí.
— Es por aquí. — Había un pasillo a la izquierda de la fuente; ella me condujo a su interior y a una habitación —. Tu habitación — anunció, dejando caer mi neceser sobre la cama —, y el baño está ahí. Lo compartes conmigo, ya que mi habitación es la imagen en el espejo de esta, al otro lado.
Había mucho que compartir… tres cubículos, cada uno de ellos con WC, bidet y lavabo; una ducha lo suficientemente grande como para albergar a todo un comité político, con controles que veía iba a tener que preguntar para qué servían; una mesa de masajes y bronceado; una piscina — ¿o era una bañera? — que había sido claramente planeada para bañarse en compañía; dos tocadores gemelos llenos de frascos; una terminal, una nevera; una biblioteca con un estante para cassettes.
— ¿Ningún leopardo? — dije.
— ¿Esperabas uno?
— Siempre que he visto una habitación así en los sensies la heroína tenía un cachorro de leopardo con ella.
— Oh. ¿Te conformas con un gatito?
— Por supuesto. ¿Os gustan a ti y a Ian los gatos?
— Jamás intentaría llevar las riendas de una casa sin uno dentro. De hecho, en este momento puedo ofrecerte un auténtico surtido de cachorrillos.
— Me gustaría poder quedarme uno. No puedo.
— Discutiremos eso más tarde. Ve al lavabo. ¿Deseas ducharte antes de cenar? Yo tengo intención de hacerlo; he pasado demasiado tiempo haciendo correr a Belleza Negra y Demonio antes de ir al puerto, y luego no me ha dado tiempo. ¿No notas que huelo a establo?
Y así fue como, con pasos fáciles, me hallé diez o doce minutos más tarde con Georges lavándome la espalda mientras Ian lavaba mi parte delantera mientras mi anfitriona se lavaba a sí misma y se reía y ofrecía su consejo, que era olímpicamente ignorado. Si detallara un poco más el asunto, verían ustedes que cada paso era perfectamente lógico y que esos gentiles sibaritas no hacían nada por empujarme. Ni siquiera existía el más ligero intento de seducirme, ni siquiera una insinuación al hecho de que yo había violado (violado simbólicamente, al menos) a mi anfitrión la noche antes.
Luego compartí con ellos un sibarítico festín en su sala de estar (salón de recepciones, gran salón, lo que quieran), frente a un fuego que era en realidad uno de los artilugios de Ian. Yo iba vestida con una de las negligées de Janet… la idea que Janet tenía de una negligée para la cena hubiera hecho que la arrestasen en Christchurch.
Pero eso no provocó ningún avance de ninguno de los hombres. Cuando llegamos al café y al coñac, yo ligeramente achispada por las copas antes de la cena y el vino durante la cena, me quité a su demanda aquella negligée prestada y Georges me hizo adoptar cinco o seis poses, tomó estéreos y holos de cada una de ellas, mientras hacía comentarios acerca de mi musculatura. Yo proseguí insistiendo en que tenía que irme al día siguiente por la mañana pero mis protestas eran débiles y pro forma… y Georges tampoco les prestaba la menor atención. Dijo que yo tenía «buenas masas»… quizá fuera un cumplido; aunque no era precisamente apreciativo.
Pero consiguió unas fotos terriblemente buenas de mí, especialmente una en la que estaba tendida lánguidamente en un diván bajo con cinco gatitos arrastrándose sobre mi pecho y piernas y barriga. Le pedí una copia de esta última, y resultó que Georges tenía el equipo necesario para hacer las copias él mismo.
Luego Georges tomó algunas de Janet y yo juntas, y de nuevo le pedí una copia de alguna de ellas porque hacíamos un hermoso contraste y Georges tenía un talento especial para hacernos lucir mejor de lo que éramos. Pero por aquel entonces ya empezaba a bostezar, y Janet le dijo a Georges que parara. Pedí disculpas, diciendo que no era excusa para mí el tener sueño puesto que aún era a primera hora de la tarde en la zona donde había iniciado el día.
Janet dijo que era lo mismo, que sentir sueño no tenía nada que ver con relojes y zonas horarias… caballeros, nos vamos a la cama. Se me llevó.
Nos detuvimos en aquel hermoso baño, y ella puso sus brazos a mi alrededor.
— Marjie, ¿quieres compañía, o deseas dormir sola? Sé por Betty que has tenido una noche movida esta pasada noche; posiblemente prefieras una noche tranquila a solas. O posiblemente no. Dilo.
Le dije honestamente que si me daban a elegir nunca dormía sola.
— Yo tampoco — admitió —, y me alegra oírte decir esto, en vez de frivolizar al respecto y fingir de la forma que lo hacen algunas hipócritas. ¿A quién quieres en tu cama?
Querida amiga, seguro que tú quieres a tu marido la noche que viene a casa.
— Quizá debiéramos formular la pregunta al revés. ¿Quién quiere dormir conmigo?
— Bueno, todos nosotros queremos, estoy segura. O dos. O uno. Tú elige.
Parpadeé, y me pregunté cuánto debía haber bebido.
— ¿Cuatro en una cama?
— ¿Te gustaría?
— Nunca lo he intentado. Suena agradable, pero puede que la cama resulte horriblemente atestada, pienso.
— Oh. Tú no has estado en mi habitación. Hay una gran cama. Porque mis dos maridos deciden a menudo dormir a la vez conmigo… y sigue quedando bastante sitio como para invitar a un huésped a unírsenos.
Sí. Había estado bebiendo… dos noches seguidas y mucho más de lo que estaba acostumbrada.
— ¿Dos maridos? No sabía que el Canadá Británico hubiera adoptado el Plan Australiano.
— El Canadá Británico no; los canadienses británicos sí. O varios miles de ellos. Las puertas están cerradas y a nadie fuera de aquí le importa. ¿Quieres probar la gran cama?
Si te entra sueño, puedes arrastrarte hasta tu propia habitación… otra de las razones por las que diseñé así esta suite. ¿Y bien, querida?
— Oh… sí. Pero quizá me muestre algo cohibida al respecto.
— Lo superarás. Vamos…
Fue interrumpida por el zumbido de la terminal.
— ¡Oh, maldita sea, maldita sea! — dijo Janet —. Casi seguro que eso significa que desean que Ian vaya al puerto… pese a que acaba de llegar de un vuelo. — Se dirigió a la terminal, la conectó.
— …causa de alarma. Nuestra frontera con el Imperio de Chicago ha sido cerrada y los refugiados son rechazados. El ataque de Quebec es más serio pero puede ser un error de algún mando local; no ha habido ninguna declaración de guerra. El estado de emergencia ha sido decretado, de modo que no circulen por las calles, mantengan la calma, y escuchen la correspondiente longitud de onda para noticias oficiales e instrucciones.
El Jueves Rojo había empezado.