La quemé inmediatamente. Cuando me fui a la cama, no me sentía con ánimos de comer nada.
A la mañana siguiente fui al Mercado del Trabajo, busqué al señor Fawcett, agente de las Líneas Hiperespaciales, y le dije que deseaba firmar como maestro de armas, desarmado.
El arrogante patán se me rió a la cara. Miré a su ayudante en busca de apoyo moral, pero ella permaneció con los ojos fijos en otra parte. Contuve mi temperamento y dije con suavidad:
— ¿Le importaría explicarme el chiste? Detuvo sus roncos graznidos y dijo:
— Mire, pollita, «maestro», como en «maestro de armas», designa a un hombre. Aunque podemos contratarla como «madama» en algún otro departamento.
— Su formulario de empleo dice «Igualdad de Oportunidades». La letra pequeña aclara que «camarero» incluye «camarera», «mayordomo» incluye «mayordoma», y así sucesivamente. ¿Es eso cierto?
Fawcett dejó de reír.
— Completamente cierto. Pero también dice «físicamente capaz de cumplir con los deberes normales de su empleo». El maestro de armas es un oficial de policía a bordo de la nave. Maestro de armas, desarmado, es un policía que puede mantener el orden sin tener que recurrir a las armas. Puede meterse en una pelea y detener al foco de los disturbios, con las manos desnudas. Obviamente usted no puede. Así que no me venga con monsergas.
— No le vengo con monsergas. Usted no ha visto aún mi currículum.
— No veo que eso importe. De todos modos… — Miró casualmente a la hoja —. Dice que es usted un correo de combate, sea eso lo que sea.
— Eso significa que cuando tengo un trabajo que hacer, nadie me detiene. Si alguien lo intenta con demasiada insistencia, se convierte en carne para los perros. Un correo actúa desarmado. A veces llevo un cuchillo láser o una cápsula de gases lacrimógenos. Pero dependo de mis manos. Observe mi entrenamiento.
Lo observó.
— De acuerdo, así que ha pasado usted por una escuela de artes marciales. Eso no significa tampoco que pueda enfrentarse con un camorrista de más de un centenar de kilos y una cabeza más alto que usted. No pierda su tiempo, muchacha; ni siquiera podría arrestarme a mí.
Salté sobre su escritorio, lo agarré y lo arrastré hasta la puerta, y allí lo solté antes de que nadie de fuera pudiera ver lo que ocurría. Ni siquiera su ayudante lo vio… se preocupó mucho de no verlo.
— Así — dije — es como lo hago sin herir a nadie. Pero deseo hacer una prueba contra su maestro de armas más voluminoso. Le romperé el brazo. A menos que usted me diga que le rompa el cuello.
— ¡Me agarró cuando yo no estaba mirando!
— Naturalmente que lo hice. Así es como hay que manejar a un borracho fastidioso.
Pero ahora está usted mirando, así que hagámoslo de nuevo. Esta vez puede que tenga que hacerle un poco de daño, aunque no mucho. No le romperé ningún hueso.
— ¡Quédese donde está! Esto es ridículo. No contratamos maestros de armas simplemente porque hayan sido entrenados con algunos trucos orientales, contratamos hombres grandes, hombres tan grandes que puedan dar una sensación de seguridad únicamente por su tamaño. No tienen que luchar.
— De acuerdo — dije —. Contráteme entonces como policía de paisano. Póngame un traje de noche; llámeme pareja de baile. Cuando alguien de mi tamaño le dé un tortazo en el plexo solar a su gran tipo y éste se derrumbe, dejaré de aparentar ser una dama y acudiré a su rescate.
— Nuestros maestros de armas no necesitan ser protegidos.
— Quizá. Un hombre de verdad grande suele ser normalmente torpe y lento. Difícilmente sabe mucho de luchar porque nunca ha tenido que hacerlo realmente. Es bueno para mantener el orden en una partida de cartas. O para hacerse cargo de un borracho. Pero suponga que el capitán necesita realmente ayuda. Un tumulto. Un motín. Entonces va a necesitar a alguien que sepa luchar. Yo.
— Deje su solicitud a mi ayudante. No nos llame; nosotros la llamaremos.
Volví a casa y pensé en qué otras cosas podía buscar… ¿o debía ir a Texas? Había cometido el mismo estúpido e imperdonable error con el señor Fawcett que había cometido con Brian… y el Jefe se hubiera sentido avergonzado de mí. En vez de aceptar el desafío hubiera debido insistir en efectuar una prueba… pero nunca hubiera debido poner un dedo sobre un hombre al que le estaba pidiendo que me contratara. ¡Estúpida, Viernes, estúpida!
No era perder ese trabajo lo que me preocupaba; estaba perdiendo cualquier posibilidad de conseguir un trabajo en el espacio con las Líneas Hiperespaciales. Iba a tener que conseguir algún trabajo pronto para seguir cumpliendo con el sagrado deber de procurar que Viernes siguiera comiendo (y enfrentémonos a ello; como igual que un cerdo), pero no iba a ser este trabajo. Había decidido embarcarme con las Hiperespaciales porque un viaje con ellos me permitiría ver sobre el terreno más de la mitad de los planetas colonizados en el espacio explorado.
Puesto que me había hecho a la idea de emigrar tal como el Jefe me lo había aconsejado, la idea de escoger un planeta únicamente por los folletos escritos por duchos publicistas — sin gozar del privilegio de hacer marcha atrás — me preocupaba. Primero deseaba echar un vistazo.
Por ejemplo: Edén había recibido una publicidad mucho más favorable que cualquier otra colonia en el espacio. Presten atención a sus virtudes: un clima muy parecido al del Sur de California sobre la mayor parte de sus masas de tierra, ningún depredador peligroso, ningún insecto nocivo, gravedad en la superficie un 9 por ciento menor que la terrestre, contenido en oxigeno del aire un 11 por ciento más alto, entorno metabólico compatible con la vida terrestre, y suelo tan rico que dos o tres cosechas al año eran lo normal. Un escenario delicioso, lo miraras por donde lo miraras. Población actual, un poco por debajo de los diez millones.
Entonces, ¿dónde estaba la trampa? La descubrí una noche en Luna City dejando que un oficial de astronave me invitara a cenar. La compañía había puesto un alto precio a Edén cuando fue descubierto y presentado como el perfecto hogar para retirarse. Y lo es.
Cuando el grupo pionero lo hubo preparado, las nueve décimas partes de la gente que se trasladó allí era anciana y rica.
El gobierno era una república democrática, pero no una como la Confederación de California. Para poder votar una persona tiene que tener como mínimo setenta años terrestres de edad y ser un contribuyente (es decir, propietario de tierras). Los residentes con edades entre veinte y treinta años se cuidan de los servicios públicos, y si piensan ustedes que eso significa ocuparse de los más viejos están completamente en lo cierto, pero eso incluye también realizar todas las demás tareas desagradables que necesitan ser hechas y que cualquiera que no estuviera condenado a trabajos forzados exigiría un alto salario para hacer.
¿Se halla algo de esto en los folletos de la compañía? ¡Ja! Necesitaba saber los hechos que no figuraban en la propaganda de cada uno de los planetas coloniales antes de comprar un billete sólo de ida hasta uno de ellos. Pero había desperdiciado mi mejor oportunidad «probándole» al señor Fawcett que una mujer desarmada puede hacerse cargo de un hombre más voluminoso que ella… lo cual lo único que consiguió fue que me pusiera en su lista negra.
Espero crecer antes de exhalar el último aliento.
El Jefe se burlaba del llorar sobre la leche derramada casi tanto como despreciaba la autocompasión. Habiendo matado mis posibilidades de ser contratada por las Hiperespaciales, era el momento de abandonar Las Vegas cuando aún era solvente. Si no podía efectuar el Grand Tour por mí misma, siempre quedaba aún una forma de saber la verdad acerca de los planetas coloniales de la forma en que había conseguido la verdad acerca de Edén: frecuentar los miembros de las tripulaciones de las naves.
La forma de conseguir esto era yendo al lugar donde estaba segura de encontrarlos: la Estación Estacionaria, arriba del Tallo. Los cargueros no acostumbraban a llegar más cerca del pozo gravitatorio de la Tierra que Ele-Cuatro o Cinco… es decir, de la órbita Lunar, sin la desventaja de tener que luchar con la propia gravedad de la Luna. Pero las naves de pasajeros llegaban normalmente hasta la Estación Estacionaria. Todas las enormes naves de línea de las Líneas Hiperespaciales, Dirac, Newton, Adelantado y Maxwell, despegaban de ahí, regresaban ahí, recibían su mantenimiento y suministros allí. El complejo Shipstone tenía un ramal allí (Shipstone Estacionaria), primariamente para vender energía a las naves y especialmente a esas grandes naves.
Oficiales y tripulantes llegaban y salían de allí; aquellos que no se marchaban dormían en sus naves, pero normalmente comían y bebían y hacían todo lo demás en la Estación.
No me gusta el Tallo y no siento demasiada simpatía hacia la Estación de veinticuatro horas. Aparte su espectacular y siempre cambiante visión de la Tierra, no tiene nada que ofrecer excepto altos precios y líneas curvas por todas partes. Su gravedad artificial es incómoda y siempre parece estar dispuesta a echarle a una la sopa contra el rostro.
Pero hay trabajos que pueden hacerse allí si no eres melindrosa. Me creía capaz de soportar todo aquello el tiempo suficiente como para recibir opiniones sinceras acerca de cada uno de los planetas colonizados de parte de uno o más predispuestos espacionautas.
Era incluso posible que pudiera pasar por delante de Fawcett y embarcarme desde allí en una de las naves de las Hiperespaciales. Se decía que las naves siempre enrolaban a alguien en el último minuto para cubrir vacantes inesperadas. Si me ofrecían tal oportunidad, no iba a repetir mi estupidez… no iba a pedir el empleo de maestro de armas. Camarera, fregona, lo que fuera… si el trabajo me garantizaba el Grand Tour, lo agarraría sin pensármelo.
Una vez elegido mi nuevo hogar, intentaría tomar la misma nave en la que viajara ahora, pero por supuesto como pasajera de clase de lujo, con el pasaje pagado gracias a la sorprendente cláusula del testamento de mi padre adoptivo.
Le dejé una nota al casero de la madriguera donde vivía, luego me ocupé de algunas gestiones antes de dirigirme a África. África… ¿Tendría que hacer el viaje vía Ascensión? ¿O funcionaría de nuevo el SB? África me hizo pensar en Rubia, en Anna y Burt, y en el gentil doctor Krasny. Podía alcanzar África antes de que lo hicieran ellos.
Cosa irrelevante, puesto que en esos momentos había tan sólo una guerra probable (que yo supiera), e intentaba eludir esa zona como si fuera una plaga.
¡Una plaga! Debía preparar inmediatamente un informe sobre la plaga para Gloria Tomosawa y para mis amigos de Ele-Cinco, el señor y la señora Mortenson. Parecía absurdamente ridículo que cualquier cosa que yo pudiera decir consiguiera persuadir a ellos o a cualquier otra persona de que una epidemia de Peste Negra estaba avanzando a tan sólo dos años y medio de distancia… ni yo misma lo había creído. Pero, si podía intranquilizar lo suficiente a la gente responsable como para que tomaran medidas antirratas enérgicas y establecieran firmes barreras de control en Aduanas, Sanidad e Inmigración, algo que fuera más allá del ritual sin significado que eran ahora… tal vez podría — simplemente podría — salvar las colonias espaciales y la Luna.
Difícil… pero tenía que intentarlo.
La única cosa que tenía que hacer era efectuar un nuevo intento para localizar a mis desaparecidos amigos… luego dejar descansar el asunto hasta que regresara de la Estación Estacionaria o (¡una tiene derecho a esperar!) volviera del Grand Tour. Seguro que una puede llamar a Sydney o Winnipeg o cualquier otro lugar desde la Estación Estacionaria… pero a un coste mucho más alto. Aunque tarde, había aprendido que desear algo y ser capaz de pagar por ello no siempre era lo mismo.
Tecleé el código de llamada de los Tormey en Winnipeg, resignada a oír: «El código que acaba de teclear está temporalmente fuera de servicio, a petición del abonado».
Lo que obtuve fue:
— ¡Palacio de la Pizza de los Piratas!
Murmuré:
— Lo siento, he tecleado mal — y borré la llamada. Tecleé de nuevo, con más cuidado…
…y de nuevo:
— ¡Palacio de la Pizza de los Piratas!
Esta vez dije:
— Lamento molestarles. Estoy en el Estado Libre de Las Vegas y estoy intentando comunicarme con un. amigo en Winnipeg… pero las dos veces me han salido ustedes. No sé lo que estaré tecleando mal.
— ¿Cuál es el código que teclea?
Se lo dije.
— Somos nosotros — admitió —. Las mejores pizzas gigantes en todo el Canadá Británico.
Pero abrimos hace tan sólo diez días. ¿Quizá sus amigos tenían este código antes?
Lo admití, le di las gracias por su amabilidad, y corté… me senté y me puse a pensar.
Entonces tecleé la ANZAC de Winnipeg, mientras esperaba ansiosamente que aquella terminal de servicios mínimos pudiera traer una imagen desde más lejos que la propia Las Vegas; cuando una intenta jugar a los detectives es de gran ayuda ver las caras. Cuando la computadora de la ANZAC respondió, pedí por el oficial de operaciones de turno, puesto que deseaba enfrentarme con algo un poco más sofisticado que una computadora.
Le dije a la mujer que respondió:
— Soy Viernes Jones, una amiga de Nueva Zelanda del capitán y de la señora Tormey.
He intentado llamar a su casa y no he podido comunicarme con ellos. Me pregunto si usted podría ayudarme.
— Me temo que no.
— ¿De veras? ¿Ni siquiera alguna sugerencia?
— Lo siento. El capitán Tormey presentó su baja en el servicio. Incluso cobró sus derechos de pensión. Tengo entendido que vendió su casa, así que supongo que se fue definitivamente. Lo que sé es que la única dirección suya que tenemos es la de su cuñado en la Universidad de Sydney. Pero no podemos facilitar direcciones.
— Supongo que se refiere usted — dije — al profesor Federico Farnese, del Departamento de Biología de la Universidad.
— Exacto. Veo que lo conoce.
— Sí, Freddie y Betty son viejos amigos; los conocí cuando vivían en Auckland. Esperaré a estar en casa para llamar a Freddie y pedirle que me dé la dirección de Ian. Gracias por su amabilidad.
— Encantada. Cuando hable con el capitán Tormey, por favor dígale que la Oficial Piloto Subalterna Pamela Heresford le envía sus saludos.
— Lo recordaré.
— Si vuelve usted pronto a casa, le daré buenas noticias. Los vuelos a Auckland están actualmente casi restablecidos. Hemos funcionado durante diez días únicamente con carga y en la actualidad estamos seguros de que no hay ninguna forma de que nuestras naves puedan ser saboteadas. Estamos ofreciendo un cuarenta por ciento de descuento en todas nuestras tarifas; deseamos que nuestros viejos amigos vuelvan con nosotros.
Le di las gracias de nuevo, pero le dije que, puesto que me hallaba en Las Vegas, esperaba dirigirme a Vandenberg, y luego corté la comunicación antes de tener que improvisar más mentiras.
De nuevo me senté y me puse a pensar. Ahora que el SB estaba funcionando de nuevo, ¿debía ir primero a Sydney? Había — o había habido — una trayectoria semanal desde el Cairo a Melbourne, y viceversa. Si aún no funcionaba era posible ir hasta allá por tubo y mar vía Singapur, Rangoon, Delhi, Teherán, Cairo, luego hacia abajo hasta Nairobi… pero iba a ser caro, largo e inseguro, con extorsiones en cada avance y siempre la posibilidad de verme varada por cualquier disturbio local. Podía encontrarme en Kenya sin dinero suficiente para subir al Tallo.
Dejémoslo como última posibilidad. Desesperada.
Llamé a Auckland, no me sorprendió que la computadora me dijera que el código de llamada de Ian no era operativo. Comprobé la hora que era en Sydney, luego llamé a la universidad, sin pasar por el camino rutinario a través de las oficinas administrativas sino tecleando directamente el departamento de biología, un código de llamada que había conseguido hacía un mes.
Reconocí un acento familiar.
— Aquí Marjorie Baldwin, Irene. Sigo intentando hallar a mi oveja perdida.
— ¡Válgame Dios! Muchacha, intenté, realmente intenté, transmitir su mensaje. Pero el profesor Freddie nunca volvió a su oficina. Nos ha abandonado. Ha desaparecido.
— ¿Desaparecido? ¿Desaparecido dónde?
— ¡No se creerá lo que nos gustaría saberlo a muchos de nosotros! No se supone que deba decirle esto. Alguien vino y retiró todas las cosas de su escritorio, en su piso no quedó ni un cabello… ¡nada! No puedo decirle más que eso, porque nadie sabe más.
Tras esa decepcionante llamada seguí sentada y pensando, luego llamé a los Guardias de Seguridad de los Licántropos de Winnipeg. Subí tan alto como me fue posible, hasta un hombre que se presentó a sí mismo como el Ayudante del Comandante, y le dije sinceramente quién era (Marjorie Baldwin), dónde estaba (Las Vegas), y lo que deseaba, localizar a mis amigos.
— Su compañía estaba a cargo de la custodia de su casa antes de que fuera vendida.
¿Puede decirme quién la compró, o quién fue el agente que la vendió, o ambas cosas?
Entonces deseé realmente disponer de visión además de sonido. El hombre respondió:
— Mire, hermana, puedo oler a un poli incluso a través de una terminal. Vuelva y dígale a su jefe que no consiguió nada de nosotros la última vez, y que tampoco va a conseguir nada ahora.
Contuve mi irritación y respondí lentamente:
— No soy un poli aunque puedo ver que usted piensa que sí. Estoy realmente en Las Vegas, lo cual puede confirmar llamándome usted, a cobro revertido.
— No tengo el menor interés.
— Muy bien. El capitán Tormey era propietario de un par de caballos Morgan negros.
¿Puede decirme quién los compró?
— Poli, no insista.
Ian sabía elegir bien: los Licántropos eran realmente leales a sus clientes.
Si tuviera montones de tiempo y dinero, podría sacar algo yendo a Winnipeg y/o Sydney y desentrañando las cosas yo misma. Si los deseos fueran caballos… Olvídalo, Viernes; estás por fin totalmente sola; los has perdido.
¿Deseas tanto volver a ver a Rubia como para meterte en una guerra en el África Oriental?
Pero Rubia no deseaba tanto estar contigo como para quedarse fuera de esa guerra…
¿acaso eso no te dice nada?
Sí, me dice algo que siempre he sabido pero que siempre he odiado admitir: siempre he necesitado a la gente más de lo que ella me ha necesitado a mí. Esta es tu inseguridad básica, Viernes, y sabes de dónde viene, y sabes lo que el Jefe pensaba de ello.
De acuerdo, iremos a Nairobi mañana. Hoy escribiremos el informe sobre la Peste Negra para Gloria y para los Mortenson. Luego nos concederemos toda una noche de sueño y nos iremos. Oh, la diferencia horaria es de once horas; intenta salir pronto. Luego no te preocupes acerca de Janet & Co. hasta que vuelvas del Tallo con la mente clara acerca de dónde colonizar. Entonces podrás permitirte el gastar hasta tu último gramo en un intento final de encontrarles… porque Gloria Tomosawa se hará cargo de todo una vez le hayas dicho qué planeta has elegido.
Realmente disfruté de una larga noche de sueño.
A la mañana siguiente tenía todas las cosas listas… el mismo viejo neceser de viaje, no demasiadas cosas dentro… y estaba entreteniéndome en la cocina, tirando algunas cosas y poniendo a un lado otras con una nota para mi casero, cuando la terminal zumbó.
Era la encantadora chica con el cuerpo de un muchacho de seis años de las Hiperespaciales.
— Me alegra haberla encontrado — dijo —. Mi jefe tiene un trabajo para usted.
(Timeo Danaos et dona ferentes). Aguardé.
El estúpido rostro de Fawcett apareció en la pantalla.
— Dijo usted que era un correo.
— El mejor.
— En este caso, será mejor que sea así. Es un trabajo en otro planeta. ¿De acuerdo?
— Por supuesto.
— Tome nota de esto. Franklin Mosby, Descubridores, Inc., suite seiscientos, Edificio Shipstone, Beverly Hills. Ahora apresúrese; desea entrevistarse con usted antes del mediodía.
No anoté la dirección.
— Señor Fawcett, eso le costará un kilodólar, más gastos de viaje. Por anticipado.
— ¿Eh? ¡Ridículo!
— Señor Fawcett, sospecho que tiene usted una cierta inquina hacia mí. Apostaría a que es usted capaz de ser tan bromista como para enviarme a la caza del pato sin escopeta y hacerme perder un día y el precio de un viaje de ida y vuelta a Los Angeles para nada — Es usted una chica curiosa. Mire, puedo entregarle el importe del viaje aquí en la oficina… después de la entrevista; tiene que irse usted ahora mismo. En cuanto a ese kilodólar… ¿tengo que decirle lo que puede hacer con él?
— No se moleste. Como maestro de armas esperaría solamente la prima de enganche correspondiente. Pero como correo. Soy el mejor, y si ese hombre desea realmente lo mejor, pagará lo que le pida sin pensárselo dos veces. — Añadí —: Usted no es una persona seria, señor Fawcett. Adiós. — Corté la comunicación.
Llamó siete minutos más tarde. Habló como si le doliera la úlcera.
— Su pasaje y el kilodólar estarán en la estación. Pero ese kilodólar es a cuenta de su salario, y deberá devolverlo si no cumple con su trabajo. Y sea como sea, yo me cobraré mi comisión.
— No será devuelto bajo ninguna circunstancia, y usted no recibirá ninguna comisión de mí puesto que yo no le he nombrado mi agente. Quizá pueda conseguir algo de Mosby pero, si es así, no procederá de mi salario ni de los gastos de mi entrevista. Y no voy a ir a la estación para buscar por ahí como un muchacho jugando al cazador emboscado. Si quiere usted hacer negoció, envíe el dinero aquí.
— ¡Es usted imposible! — Su rostro abandonó la pantalla, pero no cortó la comunicación.
Apareció su ayudante.
— Mire — dijo ésta —, ese trabajo vale realmente la pena. Me encontraré con usted en la estación, bajo el Nuevo Cortés. Estaré allí tan pronto como pueda, y tendré su dinero y sus billetes.
— Estupendo, querida. Será un placer.
Llamé a mi casero, le dije que le dejaba la llave en la nevera, y que se asegurara de que la comida no se estropeara.
Lo que Fawcett no sabía era que nada me hubiera inducido a no acudir a aquella cita.
El nombre y la dirección eran los que el Jefe me había hecho memorizar justo antes de morir. Hasta entonces no había hecho nada al respecto porque él no me había dicho por qué deseaba que los memorizara. Ahora lo sabría.