Cuando abandoné la cápsula del Tallo de Kenya lo llevaba tras mis talones. Me siguió a través de la puerta que conducía a Aduanas, Sanidad e Inmigración. Cuando la puerta se contrajo tras él, lo maté.
Nunca me ha gustado ir por el Tallo. Mi desagrado proviene de mucho antes del desastre del Enganche Celeste de Quito. Un cable que sube hacia el cielo sin nada que lo sujete desde arriba huele demasiado a magia. Pero la única otra forma de alcanzar Ele— Cinco toma demasiado tiempo y es demasiado cara; mis órdenes y mi cuenta de gastos no cubrían ninguna de las dos cosas.
Así que estaba nerviosa antes incluso de abandonar la lanzadera de Ele-Cinco en la Estación Estacionaria para abordar la cápsula del Tallo… pero, maldita sea, estar nerviosa no es ninguna razón para matar a un hombre. Yo sólo había pretendido ponerlo fuera de combate durante unas cuantas horas.
El subconsciente tiene su propia lógica. Lo sujeté antes de que golpeara el suelo y lo arrastré rápidamente hacia una hilera de armarios cerrados a prueba de bombas, apresurándome para evitar manchar el suelo… apreté su pulgar contra la cerradura, lo metí dentro y agarré su bolsa, encontré su tarjeta del Diners Club, la metí en la ranura, retiré sus documentos de identidad y su dinero suelto, y arrojé el bolso dentro con el cadáver al tiempo que el armario se cerraba y lo ocultaba. Me alejé.
Un Ojo Público estaba flotando encima y más allá de mí.
No había razón para ponerse nerviosa. Nueve de cada diez veces un Ojo está vagando al azar, sin nadie que lo dirija, y su cinta de veinticuatro horas puede ser comprobada por un humano o no antes de ser borrada. La décima vez… Puede que haya un oficial de paz controlándolo desde cerca… o puede que se esté rascando y pensando en lo que hizo la otra noche.
Así que lo ignoré y me dirigí hacia la salida del corredor. Aquel engorroso Ojo debería haberme seguido puesto que yo era la única masa en aquel pasillo radiando a treinta y siete grados. Pero se demoró, tres segundos al menos, comprobando aquel armario, antes de apresurarse de nuevo tras de mí.
Estaba estimando cuál de tres posibles vías de acción era la más segura, cuando aquella parte rebelde de mi cerebro tomó el control y mis manos ejecutaron una cuarta: mi pluma de bolsillo se convirtió en un rayo láser y «mató» a aquel Ojo Público… lo mató por completo mientras mantenía el rayo a toda potencia sobre él hasta que el Ojo cayó al suelo, no sólo ciego sino con la antigrav destruida. Y su memoria borrada… esperaba.
Utilicé de nuevo mi tarjeta de crédito de emergencia, trabajando la cerradura del armario con mi pluma para evitar emborronar la huella de su pulgar. Tuve que darle una buena patada al Ojo para conseguir meterlo en el ya repleto armario. Luego me apresuré: ya era tiempo de convertirme en otra persona. Como la mayor parte de los puertos de entrada, el Tallo de Kenya tiene distracciones para los viajeros a ambos lados de la barrera. En vez de cruzar la inspección, encontré los lavabos y pagué con moneda para utilizar una ducha-vestidor.
Veintisiete minutos más tarde no sólo había tomado una ducha, sino que también había conseguido un pelo distinto, ropas diferentes, otro rostro… desechando el que me había costado tres horas ponerme pero que había eliminado en quince minutos con agua y jabón. No me sentía ansiosa por mostrar mi auténtico rostro, pero tenía que librarme de la persona que había utilizado en aquella misión. Toda la parte de esa persona que no podía lavarse bajo el chorro de agua había ido a parar a la trituradora: mono, botas, bolso, huellas dactilares, lentes de contacto, pasaporte. El pasaporte que llevaba ahora mostraba mi auténtico nombre — bueno, uno de mis nombres —, una estereografía de mi rostro, y exhibía un auténtico sello de transeúnte de Ele-Cinco estampado en él.
Antes de triturar los objetos personales que había tomado del cadáver, les eché una ojeada… e hice una pausa.
Sus tarjetas de crédito y documentos de identidad mostraban cuatro identidades.
¿Dónde estaban sus otros tres pasaportes?
Probablemente en algún lugar en la carne muerta que llenaba aquel armario. No había efectuado un registro como correspondía — ¡no tenía tiempo! — , simplemente había cogido lo que había encontrado en su bolso.
¿Volver y echar otra mirada? Si iba allá de nuevo y abría otra vez el armario lleno con un cadáver aún caliente, alguien terminaría dándose cuenta. Tomando aquellas tarjetas y pasaporte había esperado posponer la identificación del cuerpo y así concederme un poco más de tiempo para largarme, pero… Espera un momento. Hummm, sí, el pasaporte y la tarjeta del Diners Club estaban extendidos a nombre de «Adolf Belsen». La de la American Express iba a nombre de «Albert Beaumont», y la del Banco de Hong Kong decía «Arthur Bookman», mientras que la MasterCard hablaba de un tal «Archibald Buchanan».
«Reconstruí» el crimen: Beaumont-Bookman-Buchanan acababa de apoyar su pulgar en la cerradura del armario cuando Belsen lo golpeó por detrás, lo metió en el armario, utilizó su propia tarjeta del Diners Club para cerrarlo, y se marchó a toda prisa.
Sí, una excelente teoría… y ahora a enturbiar las aguas aún más.
Los documentos de identidad y las tarjetas de crédito pasaron a mi cartera. El pasaporte de «Belsen» lo oculté en mi propio cuerpo. No pasaría un registro personal, pero hay formas de evitar un registro personal, incluyendo (aunque no limitándolo) soborno, influencia, corrupción, informes falsos, y alboroto.
Cuando salí de los servicios, los pasajeros de la siguiente cápsula estaban entrando y poniéndose en la cola ante Aduanas, Sanidad e Inmigración; me uní a la cola. El oficial notó lo ligero de mi equipaje, e hizo una observación acerca de las condiciones del mercado negro de arriba. Adopté mi mejor expresión de estupidez, la misma que mostraba mi pasaporte. Entonces encontró la cantidad correcta de billetes convenientemente doblados en mi pasaporte, y olvidó el asunto.
Le pregunté por el mejor hotel y por el mejor restaurante. Dijo que se suponía que él no podía dar ningún tipo de recomendaciones, pero que pensaba que el mejor era el Nairobi Hilton. En cuanto a la comida, si yo podía resistirla, el Hombre Gordo, enfrente del Hilton, ofrecía la mejor comida de África. Esperaba que disfrutara de mi estancia en Kenya.
Le di las gracias. Unos pocos minutos más tarde había bajado de la montaña y estaba en la ciudad, y empezaba ya a lamentarlo. La Estación de Kenya está a más de cinco kilómetros de altura; el aire allí es siempre suave y frío. Nairobi está más alta que Denver, casi tan alta como la ciudad de México, pero está tan sólo a una fracción de la altura del monte Kenya, y está justo al sur del ecuador.
El aire era denso y demasiado cálido para respirar; casi inmediatamente mis ropas estuvieron empapadas de sudor; pude sentir que mis pies empezaban a hincharse… y además me dolían sometidos a toda una gravedad. No me gustan las misiones fuera de la Tierra, pero regresar de una es aún peor.
Apelé a mi entrenamiento del control mental para que me ayudara a no darme cuenta de mi incomodidad. Basura. Si mi maestro de control mental hubiera pasado menos tiempo en la posición del loto y más tiempo en Kenya, su instrucción me hubiera podido ser mucho más útil ahora. Lo olvidé y me concentré en el problema: cómo salir lo más rápidamente posible de aquella sauna.
El vestíbulo del Hilton estaba agradablemente fresco. Y lo mejor de todo era que disponía de una agencia de viajes completamente automatizada. Me dirigí allí, encontré una cabina vacía, me senté frente a la terminal. Inmediatamente apareció la empleada.
— ¿Puedo ayudarla?
Le dije que creía que podría arreglármelas yo sola; el teclado parecía familiar. (Era un vulgar Kensington 400).
Insistió:
— Me complacería teclearlo por usted. No tengo a nadie aguardando. — Parecía tener unos dieciséis años, un rostro dulce, una voz agradable, y unos modales que me convencieron de que realmente la complacería ser útil.
Lo que menos deseaba era a alguien ayudándome mientras hacía cosas con tarjetas de crédito que no eran mías. Así que le deslicé un billete de mediano tamaño mientras le decía que realmente prefería teclear yo misma… pero que la avisaría si tenía alguna dificultad.
Ella protestó que no tenía que darle nada… pero no insistió en devolverme el billete, y se marchó.
«Adolf Belsen» tomó el tubo para el Cairo, allí el semibalístico para Hong Kong, donde había reservado una habitación en el Península, todo ello cortesía del Diners Club.
«Albert Beaumont» estaba de vacaciones. Tomó un Safari Jet hasta Timbuktu, donde la American Express lo alojó durante dos semanas en el lujoso Shangri-La en las orillas del Mar del Sahara.
El Banco de Hong Kong le pagó a «Arthur Bookman» un vuelo hasta Buenos Aires.
«Archibald Buchanan» visitó su nativo Edimburgo, viaje prepagado por la MasterCard.
Puesto que podía realizar todo el viaje en tubo, con una transferencia en el Cairo y un cambio automatizado en Copenhague, estaría en su ancestral hogar dentro de dos horas.
Luego utilicé la computadora de la agencia de viajes para efectuar un cierto número de preguntas… pero no reservas, no compra de billetes, y únicamente memoria temporal.
Satisfecha, abandoné la cabina, y le pregunté al orondo conserje si la entrada al subterráneo que veía en el vestíbulo me conduciría hasta el restaurante del Hombre Gordo.
Me dijo el camino que debía seguir. Así que me metí en el subterráneo… y tomé el tubo de Mombasa, pagando de nuevo en efectivo.
Mombasa está tan sólo a treinta minutos, 450 kilómetros, de Nairobi, pero está al nivel del mar, lo cual hace que el clima de Nairobi parezca celestial; salí de allí tan pronto como me fue posible. De este modo, veintisiete horas más tarde estaba en la Provincia de Illinois del Imperio de Chicago. Mucho tiempo, dirán quizá ustedes, para un arco de círculo máximo de sólo trece mil kilómetros. Pero no viajé siguiendo el círculo máximo, y no pasé por ninguna barrera de aduana o control de inmigración. Tampoco usé ninguna tarjeta de crédito, ni siquiera una de las prestadas. Y me las arreglé para conseguir siete horas de sueño en el Estado Libre de Alaska; no había disfrutado de ningún sueño tranquilo desde que había abandonado la ciudad espacial de Ele-Cinco hacía dos días.
¿Cómo? Secreto profesional. Puede que nunca vuelva a necesitar esa ruta, pero alguien en mi tipo de trabajo la necesitará. Además, como dice mi jefe, con todos los gobiernos de todos lados poniéndose cada vez más severos en todo y en todas partes, con sus computadoras y sus Ojos Públicos y otras noventa y nueve clases de vigilancia electrónica, es una obligación moral de cada persona libre luchar en todo lo que le sea posible… mantener los caminos subterráneos abiertos, mantener las sombras echadas, proporcionar información errónea a las computadoras. Las computadoras son literales y estúpidas; los informes electrónicos no son realmente informes… de modo que resulta útil estar alerta a las oportunidades de confundir al sistema. Si no puedes evadir un impuesto, paga un poco demasiado para confundir a sus computadoras. Transpón los dígitos. Y así sucesivamente.
La clave para viajar a lo largo de medio planeta sin dejar huellas es: paga en efectivo.
Nada de crédito, nunca nada que entre en una computadora. Y un soborno nunca es un soborno; cualquiera de tales transferencias de valuta debe salvar las apariencias para el que la recibe. No importa cuán generosamente les pagues, los empleados civiles en todas partes están convencidos de que se les paga horriblemente poco… pero todos los empleados públicos tienen la ratería en sus corazones o de otro modo no estarían alimentándose a costa del público. Esos dos hechos es todo lo que necesitas… ¡pero ve con cuidado!: un empleado público, no poseyendo autorrespeto, necesita y exige que se le muestre respeto público.
Siempre me he aprovechado de esta necesidad, y de ese modo el viaje se produjo sin ningún incidente. (No tengo en cuenta el hecho de que el Nairobi Hilton estalló y se incendió unos pocos minutos después de que yo tomara el tubo para Mombasa; hubiera parecido absolutamente paranoide el pensar que aquello había tenido algo que ver conmigo).
Me desprendí de cuatro tarjetas de crédito y un pasaporte inmediatamente después de enterarme de aquello, pero ya había pensado en tomar aquella precaución de todos modos. Si la oposición deseaba cancelarme — posible pero improbable — estaba intentando aplastar una mosca con un hacha destruyendo una propiedad de muchos millones de coronas y matando o hiriendo a centenares de miles de otras personas sólo para alcanzarme. Poco profesional.
Aunque podía ser. Aquí estaba yo, por fin en el Imperio, con otra misión completada con sólo fallos menores. Salí en Lincoln Meadows mientras rumiaba que había acumulado los suficientes puntos como para arrancarle al jefe unas cuantas semanas de vacaciones en Nueva Zelanda. Mi familia, un grupo-S de siete, estaba en Christchurch; no la había visto en meses. ¡Demasiado tiempo!
Pero mientras tanto saboreé el frío y limpio aire y la rústica belleza de Illinois… no era la Isla del Sur, pero era lo mejor después de ella. Dicen que esas praderas estaban antes cubiertas por sucias fábricas… parece difícil de creer. Hoy el único edificio que podía verse desde la estación era la caballeriza de la Avis al otro lado de la calle.
En la barra fuera de la estación había dos caballos de alquiler Avis, convenientemente atados, así como los habituales coches de un solo caballo y carromatos agrícolas. Estaba a punto de tomar uno de los pencos Avis cuando reconocí un carruaje que acababa de llegar a la estación: un hermoso par de bayos enganchados a un landó Lockheed.
— ¡Tío Jim! ¡Aquí! ¡Soy yo!
El cochero tocó con el látigo el ala de su sombrero alto, luego tiró de las riendas hasta que los caballos se detuvieron de modo que el landó quedó junto a los peldaños donde yo estaba de pie aguardando. Saltó al suelo y se quitó el sombrero.
— Es estupendo tenerte en casa, señorita Viernes.
Le di un rápido apretón que soportó pacientemente. El tío Jim Prufit albergaba fuertes nociones de propiedad. Decían que había sido acusado de papismo declarado… algunos decían que había sido pillado realmente con las manos en la masa, celebrando la misa.
Otros decían tonterías, que estaba infiltrándose para la compañía y que se había dejado coger para proteger a otros. Yo no sé mucho de política, pero supongo que un sacerdote debería tener modales más formales, fuera auténtico o un miembro de nuestro negocio.
Puede que esté equivocada: no creo que haya visto nunca a un sacerdote.
Mientras me ayudaba a subir, haciéndome sentir como una «dama», pregunté:
— ¿Cómo es que estás aquí?
— El Amo me envió a tu encuentro, señorita.
— ¿Lo hizo? Pero si no le dije cuándo iba a llegar. — Intenté pensar quién, en mi viaje de vuelta, podía haber comunicado algo a la red de datos del Jefe —. A veces pienso que el jefe tiene una bola de cristal.
— Parece como si la tuviera, ¿no? — Jim dejó escapar una risita a Gog y Magog, y nos encaminamos hacia la granja. Yo me recliné en el asiento y me relajé, escuchando el hogareño y alegre ¡clop, clop! de los cascos de los caballos contra el polvo.
Me desperté cuando Jim giraba y entraba por nuestra verja, y estuve completamente despierta cuando pasamos bajo la puerta cochera. Salté del carruaje sin esperar a ser una «dama» y me volví para darle las gracias a Jim.
Entonces me agarraron por ambos lados.
El querido viejo tío Jim no me avisó. Simplemente se me quedó mirando mientras me agarraban.