19

Catorce horas más tarde había avanzado tan sólo veinticinco kilómetros al este de donde había tenido que abandonar el sistema del tubo. Una hora de este tiempo la había pasado comprando, más de una hora comiendo, más de dos horas en atenta consulta con un especialista, unas celestiales seis horas durmiendo, y casi cuatro avanzando cautelosamente hacia el este en paralelo a la alambrada de la frontera sin acercarme a ella… y ahora era el amanecer y me acerqué a la alambrada, directamente a ella, preparada para saltarla, un aburrido mecánico reparador.

Pembina es solamente un poblado; tuve que bajar hasta Fargo para encontrar un especialista… un viaje rápido con la cápsula local. El especialista que deseaba era del mismo tipo que «Artistas, Ltd.» de Vicksburg, excepto que su empresa no se anunciaba en el Imperio; me tomó tiempo y algunos cautelosos billetes encontrarlo. Su oficina estaba en la parte baja de la ciudad, cerca de la Avenida Principal y el Paseo de la Universidad, pero estaba camuflado por un negocio mucho más convencional; era difícil reparar en él.

Yo llevaba todavía el descolorido mono de neodril que llevaba cuando me tiré al agua desde el Salto a M’Lou, no porque tuviera ningún afecto especial hacia él sino porque un traje azul de una pieza de ropa gruesa es lo más parecido a un atuendo universal unisex que una puede encontrar. Lo había llevado incluso en Ele-Cinco o en Luna City, donde es más usual el monokini. Añádele un pañuelo y un ama de casa lista puede ir con él de compras; lleva un maletín y te con viertes en un respetado hombre de negocios; mánchalo bien y artísticamente y se convierte en el traje de un vagabundo. Puesto que es difícil de ensuciar, fácil de limpiar, no se arruga, y casi nunca se gasta, es ideal para un correo que desea fundirse en el entorno y no puede perder tiempo o equipaje en trajes.

A ese mono le había añadido un grasiento gorro con «mi» insignia de la unión prendida en él, un desgastado cinturón de cadera lleno de viejas pero útiles herramientas, una bandolera de repuestos eléctricos sobre un hombro, y un equipo soldador portátil en el otro.

Todo lo que llevaba estaba muy gastado, incluidos los guantes. Bajo la cremallera del bolsillo derecho de mi cadera había una vieja cartera de piel con documentos de identidad indicando que yo era «Hannah Jensen» de Moorhead. Un amarillento recorte de periódico indicaba que había sido jefa de animadoras del equipo de fútbol de la universidad; una manchada tarjeta de la Cruz Roja identificaba mi grupo sanguíneo como O Rh ps sub 2 (lo cual es cierto) y me acreditaba como donante… aunque las fechas indicaban que llevaba más de seis meses sin donar.

Otra trivialidad mundana daba a Hannah unos antecedentes en profundidad; incluso llevaba una tarjeta Visa expedida por la Moorhead Savings & Loan Company… pero en este articulo le había ahorrado al Jefe más de mil coronas: puesto que no esperaba utilizarla, le faltaba la firma magnética invisible sin la cual una tarjeta de crédito es simplemente un trozo de plástico.

Todavía era de día, y calculaba que tenía un máximo de tres horas para cruzar aquella alambrada… tanto tiempo debido a que el auténtico equipo de mantenimiento de la alambrada había empezado a trabajar ya por aquel entonces y no sentía el menor deseo de encontrármelos. Antes de que esto ocurriera Hannah Jensen debía desaparecer…

probablemente para reaparecer a finales de la tarde para un esfuerzo final. Tenía que ser hoy; mis coronas en efectivo se habían agotado. Cierto, me quedaba aún mi tarjeta de crédito del Imperio.. pero soy extremadamente recelosa acerca de los sabuesos electrónicos. Mis tres intentos de ayer de llamar al Jefe, todos ellos con la misma tarjeta, ¿habrían puesto en funcionamiento algún subprograma por el cual podía ser identificada?

Parecía que me había salido de ello utilizando la tarjeta inmediatamente después para el viaje por el tubo… ¿pero había escapado realmente de todas las trampas electrónicas?

No lo sabía, y no deseaba saberlo… simplemente deseaba cruzar aquella alambrada.

Deambulé por allí, resistiendo una poderosa urgencia de abandonar mi personaje apresurándome. Deseaba un lugar donde pudiera cortar la alambrada sin ser observada, pese al hecho de que el terreno estaba completamente limpio unos cincuenta metros a cada lado de ella. Tenía que aceptar eso; lo que deseaba era un buen grupo de matorrales extendiéndose a lo largo de la banda limpiada, con árboles y maleza, como los setos vivos de Normandía.

Minnesota no tiene los setos vivos de Normandía.

Minnesota del Norte casi no tiene árboles… o al menos no en la parte de la frontera donde yo me encontraba. Estaba observando un trozo de alambrada, intentando decirme a mí misma que una extensión de espacio abierto sin nadie a la vista era algo tan bueno como hallarse a cubierto, cuando un VMA de la policía apareció a la vista avanzando lentamente a lo largo de la alambrada hacia el oeste. Les dediqué un saludo amistoso y seguí dirigiéndome hacia el este.

Dieron la vuelta, regresaron, y se detuvieron a unos cincuenta metros de mí. Me volví y me dirigí hacia ellos, alcanzando el coche mientras el pasajero descendía, seguido por el conductor, y vi por sus uniformes (infiernos, maldita sea, mierda) que no pertenecían a la Policía Provincial de Minnesota sino que eran Imperiales.

Uno de ellos dijo:

— ¿Qué estás haciendo aquí tan pronto?

Su tono era agresivo; le respondí de igual modo:

— Estaba trabajando, hasta que vosotros me interrumpisteis.

— Y un infierno. No empezáis hasta las ocho.

— Entérate de las noticias, grandullón — respondí —. Eso fue la última semana. Han cambiado dos veces desde entonces. Ahora los turnos cambian al mediodía.

— Nadie nos lo notificó.

— ¿Deseas que el Superintendente te escriba una carta personal? Dame tu número de placa y le diré que lo haga.

— No te pongas insolente, muchacha. De buena gana te llevaría conmigo para comprobar eso que dices.

— Adelante. Un día de descanso para mí… mientras tú explicas por qué este tramo no ha sido mantenido.

— Oh, cállate. — Echaron a andar de vuelta a su vehículo.

— Hey, ¿alguno de vosotros tiene un porro? — pregunté.

— No fumamos cuando estamos de servicio — dijo el conductor —, y tú tampoco deberías.

— Que te zurzan — respondí educadamente.

El conductor fue a replicar, pero el otro cerró la portezuela, y despegaron…

directamente por encima de mi cabeza, obligándome a agacharme. No creo que les hubiera caído bien.

Regresé a la alambrada mientras llegaba a la conclusión de que Hannah Jensen no era una dama. No tenía excusa para mostrarse brusca con los Verdes simplemente porque eran indeciblemente odiosos. Incluso las viudas negras, los piojos y las hienas tienen derecho a vivir, aunque yo no pueda comprender por qué.

Decidí que mis planes no eran tan buenos como había creído; el Jefe no los aprobaría.

Cortar la alambrada a plena luz del día era demasiado llamativo. Mejor buscar un lugar adecuado, luego aguardar la noche, y entonces regresar a él. O pasar la noche siguiendo el plan número dos: comprobar la posibilidad de pasar bajo la alambrada en el río Roseau.

No era tan loca como para seguir el plan número dos. El tramo inferior del Mississippi no había sido demasiado frío, pera esos ríos del norte podían helar a un cadáver. Había comprobado el Pembina a última hora del día anterior. ¡Brrr! Un último recurso.

Así que elige un tramo de alambrada, decide exactamente cómo vas a hacerlo para cortarla, luego encuentra algunos árboles, envuélvete en algunas acogedoras hojas, y espera a que llegue la oscuridad. Ensaya cada movimiento, de modo que puedas pasar por esa alambrada como una meada por la nieve.

En este punto llegué a una pequeña altura y me di de bruces contra otro hombre de mantenimiento, tipo masculino.

Cuando te encuentres ante alguna duda, ataca.

— ¿Qué demonios estás haciendo, compañero?

— Estoy recorriendo la alambrada. Mi tramo de alambrada. ¿Qué estás haciendo tú, hermana?

— ¡Oh, por los clavos de Cristo! No soy tu hermana. Y tú estás o en el tramo equivocado o en el turno equivocado. — Observé intranquila que el bien vestido mantenedor de la alambrada llevaba un walkie-talkie. Bien, no había pensado en ello; todavía estaba aprendiendo el oficio.

— Y un infierno — respondió —. Según la nueva distribución de turnos yo entro al amanecer; soy relevado al mediodía. ¿Quizá por ti, eh? Sí, probablemente es eso; leíste mal la lista de turnos. Será mejor que llame y lo compruebe.

— Sí, hazlo — dije, avanzando hacia él.

Vaciló.

— Por otra parte, quizá…

Yo no vacilé.

No mato a todo el mundo con quien tengo alguna diferencia de opinión, y no deseo que nadie que lea estas memorias piense que sí lo hago. No hice más que ponerlo fuera de combate, temporalmente y no mucho; simplemente lo sumí en un sueño repentino.

Tomé una cinta adhesiva de mi cinturón y le até las manos a la espalda y los tobillos juntos. Si hubiera tenido algún esparadrapo quirúrgico ancho lo hubiera amordazado, pero todo lo que tenía era una cinta aislante de dos centímetros, y estaba más ansiosa por cortar la alambrada que por impedirle que se pusiera a chillarles a los coyotes y a las liebres pidiendo socorro. Me apresuré.

Un soldador lo suficientemente bueno como para reparar una alambrada puede cortar una alambrada… pero mi soldador era un poco mejor que eso; lo había comprado en la puerta de atrás de la Fargo… un láser cortaaceros aunque por fuera pareciera un soldador de oxiacetileno. En unos minutos había practicado un agujero lo suficientemente grande como para permitir pasar por él a Viernes. Empecé a pasar.

— ¡Hey, llévame contigo!

Dudé. El tipo estaba diciendo insistentemente que estaba tan ansioso de largarse de aquellos malditos Verdes como podía estarlo yo… ¡desátame!

Lo que hice a continuación sólo puede compararse en estupidez con lo que hizo la mujer de Lot. Tomé el cuchillo de mi cinturón, corté la cinta de sus muñecas, la de sus tobillos… pasé por el orificio que había practicado y empecé a correr. No esperé a ver si él pasaba o no también por el agujero.

Había uno de los raros bosquecillos de arbustos aproximadamente a un kilómetro al norte de mí; me dirigí hacia allá batiendo un nuevo récord de velocidad. Ese pesado cinturón de herramientas me lastraba; me lo quité sin disminuir la marcha. Un momento más tarde me desprendía de la gorra, y «Hannah Jensen» regresaba al País de la Fantasía mientras soldador, guantes y trastos de reparación se quedaban en el Imperio.

Todo lo que quedaba de ella era una cartera de la que dispondría cuando no estuviera tan apresurada.

Me metí entre los árboles, luego me volví y encontré un lugar desde donde observar el camino que había recorrido, mientras me daba cuenta con inquietud de que llevaba una cola tras de mí.

Mi anterior prisionero estaba aproximadamente a medio camino entre la alambrada y los árboles… y dos VMAs convergían sobre él. El que estaba más cerca de él llevaba la gran Hoja de Arce del Canadá Británico. Podía ver la insignia del otro mientras se dirigía directamente hacia mí, a través de la zona internacional.

El coche de la policía britocanadiense aterrizó; mi en otro tiempo huésped pareció rendirse sin discusión… razonable, puesto que el VMA del Imperio aterrizó inmediatamente después, al menos doscientos metros dentro de territorio britocanadiense… y sí, era de la Policía Imperial… probablemente el mismo que me había parado.

No soy abogado internacionalista, pero estoy segura de que algunas guerras han empezado por menos que eso. Contuve la respiración, extendiendo mi oído al limite, y escuché.

Tampoco había abogados internacionalistas entre aquellas dos fuerzas de policía; la discusión fue ruidosa pero no coherente. Los imperiales exigían que se les entregara al refugiado bajo la doctrina de persecución encarnizada, y un cabo de la Policía Montada estaba sosteniendo (correctamente, a mi modo de ver) que la persecución encarnizada se aplicaba tan sólo a los criminales cogidos in fraganti, pero el único «crimen» que había allí era haber entrado en el Canadá Británico por un lugar distinto a las puertas autorizadas, un asunto que no entraba en la jurisdicción de la Policía Imperial.

— ¡Y ahora saquen ese cascajo de suelo britocanadiense!

El Verde pronunció una no respuesta monosílaba que enfureció al Montada. Cerró la portezuela de un golpe y habló a través de su altavoz:

— Les arresto por violación del espacio aéreo y del suelo britocanadiense. Salgan y entréguense. No intenten despegar.

Inmediatamente los Verdes despegaron y se retiraron a toda prisa a su lado de la franja internacional… y desaparecieron. Lo cual podía ser exactamente lo que el Montada había pretendido que ocurriera. Me mantuve completamente inmóvil, pues ahora podían tener todo el tiempo que quisieran para dedicar su atención a mí.

Supongo concluyentemente que mi compañero de escapada me pagó entonces su billete a través de la alambrada: no hubo ninguna búsqueda en mi dirección. Seguro que me vio meterme en el bosquecillo. Pero es poco probable que los Montadas me hubieran visto. No dudo que al cortar la alambrada sonaron alarmas en las estaciones de policía de ambos lados de la frontera; eso era una pura rutina para los chicos de electrónica — incluso el señalar el lugar exacto de la brecha —, y era por eso por lo que había planeado hacerlo rápido.

Pero contar el número de cuerpos que pasaban a través de una abertura podía ser un problema para la electrónica… no imposible, pero si un gasto adicional que probablemente no fuera considerado útil. Al parecer, mi desconocido compañero no había dicho ni una palabra de mí; nadie vino en mi busca. Tras un cierto tiempo un vehículo britocanadiense trajo un equipo de reparaciones; les vi recoger el cinturón de herramientas que había tirado cerca de la alambrada. Una vez se hubieron ido apareció otro equipo de reparaciones del lado del Imperio; inspeccionaron la reparación y se marcharon.

Me pregunté acerca de los cinturones de herramientas. Pensando retrospectivamente, no podía recordar el haber visto un cinturón así en mi anterior prisionero cuando se entregó. Llegué a la conclusión de que se había deshecho de él para pasar por la abertura; aquel agujero era exactamente lo bastante grande como para dejar pasar a Viernes; para él debía haber sido un poco justo.

Reconstrucción: los britocanadienses vieron un cinturón, en su lado; los Verdes vieron un cinturón, en su lado. Ningún lado tenía ninguna razón para suponer que más de un tránsfuga había pasado por el agujero… mientras mi antiguo prisionero mantuviera la boca cerrada.

Un tipo decente, pensé. Algunos hombres se hubieran sentido resentidos por la pequeña palmada que le había administrado.

Permanecí en aquel bosquecillo hasta que se hizo oscuro, trece tediosas horas. No deseaba ser vista por nadie hasta que pudiera ponerme en contacto con Janet (y, con suerte, Ian); un inmigrante ilegal no busca publicidad. Fue un largo día, pero mi control mental me había enseñado a superar el hambre, la sed, y el aburrimiento, cuando es necesario permanecer tranquila, despierta y alerta. Cuando fue completamente oscuro salí. Conocía el terreno tan bien como puede conocerlo una por los mapas, puesto que lo había estudiado muy cuidadosamente en casa de Janet hacía menos de dos semanas. El problema que tenía ahora frente a mí no era ni complejo ni difícil: avanzar aproximadamente ciento diez kilómetros a pie antes del amanecer sin ser notada por nadie.

El camino era simple. Debía avanzar un poco hacia el este hasta alcanzar la carretera que va desde Lancaster en el Imperio hasta La Rochelle en el Canadá Británico, junto al puerto de entrada… fácil de localizar. Ir hacia el norte hasta los alrededores de Winnipeg, rodear la ciudad por la izquierda, y tomar la carretera norte-sur al puerto. Stonewall está justo al sur de ahí, con la propiedad de los Tormey cerca. Toda la última y más difícil parte la conocía no simplemente de los mapas sino por haberla recorrido recientemente en un coche abierto sin nada que me distrajera excepto un poco de charla amistosa.

Estaban empezando a amanecer cuando llegué a las puertas exteriores de los Tormey.

Estaba cansada pero no demasiado agotada. Puedo mantener un paso intermedio entre el andar y el correr durante veinticuatro horas si es necesario, y así lo he hecho en los entrenamientos; mantenerlo a lo largo de toda una noche es aceptable. Los pies me dolían un poco y estaba muy sedienta. Pulsé el botón de llamada con feliz alivio.

E inmediatamente oí:

— Al habla el capitán Ian Tormey. Esto es una grabación. Esta casa está protegida por los Guardias Licántropos de Seguridad de Winnipeg, Inc. He retenido esta firma no porque considere que su reputación de ser fáciles con el gatillo sea justificada, sino porque simplemente se sienten celosos por proteger a sus clientes. Las llamadas codificadas a esta casa no serán registradas, pero el correo enviado aquí será aceptado.

Gracias por escuchar.

¡Y gracias a ti, Ian! ¡Oh, maldita, maldita, maldita sea! Sabía que no tenía ninguna razón de esperar que se quedaran en casa… pero nunca se me había ocurrido pensar que pudieran no estar en casa. Había «transferido», como lo llaman los psiquiatras; con mi familia neozelandesa perdida, el Jefe desaparecido y quizá muerto, la propiedad de los Tormey era mi «hogar», y Janet la madre que nunca había tenido.

Deseaba estar de vuelta en la granja de los Hunter, envuelta en la cálida protección de la señora Hunter. Deseaba estar en Vicksburg, compartiendo la mutua soledad con Georges.

Mientras tanto el sol estaba asomando, y pronto las carreteras empezarían a llenarse, y yo era una extranjera entrada ilegalmente en el país, sin apenas dólares britocanadienses y una profunda necesidad de que nadie reparara en mí, de que nadie me detuviera y me preguntara, y medio mareada por el cansancio y la falta de sueño y el hambre y la sed.

Pero no tenía que tomar difíciles decisiones, puesto que me veía obligada a tomar sólo una, la elección de Hobson. Debía ocultarme de nuevo como un animal, y rápidamente, antes de que el tráfico llenara las carreteras.

Los bosques no son cosa común en los alrededores de Winnipeg, pero recordé algunas hectáreas dejadas en estado salvaje, atrás y a la izquierda, fuera de la carretera principal, y más o menos detrás de la propiedad de los Tormey… un terreno accidentado, por debajo de la colina baja donde Janet había edificado su casa. De modo que me dirigí en aquella dirección, encontrándome con un carro de reparto (leche) pero ningún otro tráfico.

Una vez llegué junto a la maleza abandoné la carretera. El caminar por allí resultaba difícil, había una serie de barrancas, y yo estaba avanzando «cruzando los surcos». Pero rápidamente encontré algo que agradecí aún más que los árboles: un pequeño riachuelo, tan estrecho que podía cruzarlo sin dificultad.

Lo cual hice, pero no sin antes beber de él. ¿Potable? Probablemente contaminado, pero no preocupaba; mi curioso «derecho de nacimiento» me protege contra la mayor parte de las infecciones. El agua sabía bien, y bebí mucho y me sentí mucho mejor físicamente… pero el peso en mi corazón no desapareció.

Me metí más profundamente en la maleza, buscando un lugar donde pudiera no sólo ocultarme sino atreverme a dormir un poco. Seis horas de sueño hacía dos noches me parecían algo horriblemente lejano, pero el problema con ocultarse entre la maleza tan cerca de una gran ciudad es que es horriblemente probable que aparezca algún pelotón de Boy Scouts y te pisen la cara antes de que te des cuenta. Así que busqué un lugar no sólo resguardado sino inaccesible.

Lo encontré. Con la empinada ladera de una barranca por un lado, e inaccesible gracias a un enorme matorral de arbustos espinosos, que localicé por el método Braille.

¿Arbustos espinosos?

Me tomó casi diez minutos descubrirla, y tenía el aspecto de la cara expuesta de una piedra abandonada por el tiempo cuando los enormes glaciares habían bajado por aquella zona. Pero, cuando miré de más cerca, no parecía en absoluto una roca. Me tomó más tiempo aún meter los dedos hasta conseguir apoyo y levantarla, y entonces giró fácilmente sobre sí misma, parcialmente contrapesada. Me metí rápidamente en el interior y dejé que volviera a caer de nuevo ocupando su lugar…

…y me encontré en medio de la oscuridad, salvo por unas llameantes letras:

PROPIEDAD PRIVADA — PROHIBIDO EL PASO.

Me mantuve completamente inmóvil y pensé. Janet me había dicho que el interruptor que anulaba las mortales trampas estaba «oculto a corta distancia en el interior».

¿Cuán lejos es una «corta distancia»?

¿Y oculto cómo?

Estaba ya lo suficientemente oculto simplemente por el hecho de que el lugar estaba tan oscuro como la tinta excepto aquellas ominosas letras resplandecientes. Podrían haber dicho igual: «Abandona toda esperanza, tú que has entrado aquí».

Así que recurre a tu linterna de bolsillo, Viernes, con su propia Shipstone de larga vida, y busca. ¡Pero no vayas muy lejos!

Por supuesto, había una linterna en el neceser de vuelo que había dejado tras de mí en el Salta a M’Lou. Era posible que en estos momentos estuviera encendida, iluminando a los peces en el fondo del Mississippi. Y sabía que había otras linternas apiladas directamente al otro lado de aquel negro túnel.

Pero yo ni siquiera tenía una cerilla.

Si dispusiera de un Boy Scout, hubiera podido hacer un fuego frotando entre sí sus patas traseras. ¡Oh, ya basta, Viernes!

Me senté en el suelo y me permití llorar un poco. Luego me tendí en aquel (duro, frío) (bienvenido y suave) suelo de cemento, y me dormí.

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