Cinco minutos más tarde estábamos de nuevo afuera en la calle. Durante algunos tensos momentos pareció que íbamos a ser colgados o fusilados o al menos encerrados para siempre en las más profundas mazmorras del palacio por el crimen de no ser californianos. Pero prevaleció la más fría prudencia cuando el principal águila legal de Grito de Guerra le convenció de que era mejor dejarnos marchar antes que correr el riesgo de enfrentarse a una reclamación legal, incluso en las cámaras… el Cónsul General de Quebec podía cooperar, pero comprar a todo el personal podía llegar a ser horriblemente caro.
No fue así exactamente como lo planteó, pero él no sabía que yo estaba escuchando, puesto que no había mencionado mi audición perfeccionada ni siquiera a Georges. El jefe de los consejeros del Cacique susurró algo acerca de los problemas que habíamos tenido con aquella muñequita mexicana cuando aparecieron todos sus compañeros y quisieron saber la historia. No podíamos permitirnos otro barullo como aquel. Mejor dejarlos ir, Jefe; nos evitaremos que puedan buscarnos luego las cosquillas.
Así que finalmente salimos del Palacio y nos fuimos a las oficinas principales de la MasterCard en California, con cuarenta y cinco minutos de retraso… y perdimos otros diez minutos borrando nuestras falsas personalidades en los servicios del Edificio de Crédito Comercial de California. Los servicios eran democráticos y no discriminatorios, aunque no tan agresivamente. No había que pagar para entrar, y los cubículos tenían puertas, y las mujeres utilizaban un lado y los hombres utilizaban el lado que tenía esas cosas verticales como recogeaguas que los hombres utilizan más que los reservados, y el único lugar donde unos y otras se mezclaban era en la parte central donde había lavabos y espejos, e incluso allí las mujeres tendían a permanecer en su lado y los hombres en el otro. A mí no me preocupa compartir esos servicios — después de todo, fui educada en una inclusa —, pero he observado que los hombres y las mujeres, cuando se les da una oportunidad de segregarse, se segregan.
Georges tenía un aspecto mucho mejor sin los labios pintados. Había utilizado el agua en su cabello también, alisándolo y aplastándolo. Yo puse aquel llamativo pañuelo en mi neceser de vuelo. Él me dijo:
— Creo que fue una tontería intentar camuflarnos de ese modo.
Miré a mi alrededor. No había nadie cerca, y el alto nivel de ruido de los desagües y el aire acondicionado enmascaraban cualquier conversación.
— No en mi opinión, Georges. Creo que en seis semanas podrías convertirte en un auténtico profesional.
— ¿Qué tipo de profesional?
— Oh, Pinkerton, quizá. O un… — Alguien entró y se nos acercó —. Discutiremos eso más tarde. De todos modos, conseguimos dos billetes de lotería.
— Exacto. ¿Cuándo es el sorteo del tuyo?
Lo saqué, lo miré.
— ¡Hey, es para hoy! ¡Esta misma tarde! ¿O habré perdido el control de las fechas?
— No — dijo Georges, mirando mi billete —, es efectivamente hoy. Dentro de una hora será mejor que estemos cerca de una terminal.
— No es necesario — le dije —. Yo nunca gano a las cartas. Nunca gano a los dados.
Nunca gano a la lotería. Cuando compro bolsitas de pastelillos, la mayoría de la veces ni siquiera llevan regalo dentro.
— De todos modos miraremos la terminal, Casandra.
— De acuerdo. ¿Cuándo es tu sorteo?
Sacó su billete; lo miramos.
— ¡Hey, es el mismo sorteo! — exclamé —. Ahora tenemos muchas más razones para mirar.
Georges seguía mirando su billete.
— Viernes. Observa esto. — Frotó con el pulgar la impresión. Las letras siguieron como antes; los números se emborronaron —. Bien, bien… ¿Cuánto tiempo se pasó nuestra amiga con la cabeza metida bajo su mostrador, antes de «encontrar» este billete?
— No lo sé. Menos de un minuto.
— Le bastó, eso es evidente.
— ¿Tienes intención de ir a devolvérselo?
— ¿Yo? Querida, ¿por qué debería hacer eso? Un tal virtuosismo merece un aplauso.
Pero está malgastando un auténtico talento en trabajos menores. Pero salgamos; querrás terminar con el asunto de la MasterCard antes del sorteo de la lotería.
Volví a convertirme temporalmente en «Marjorie Baldwin», y se nos permitió hablar con «nuestro señor Chambers» en la oficina principal de la MasterCard en California. El señor Chambers era una persona extremadamente amable… hospitalaria, sociable, simpática, amistosa, exactamente el hombre, al parecer, que yo necesitaba ver, puesto que el rótulo en su escritorio nos decía que era el Vicepresidente para la Relación con los Clientes.
Tras varios minutos empecé a darme cuenta de que su autoridad era decir no, y su talento principal consistía en decir no de la manera más agradable, con las palabras más amistosas, de modo que el cliente apenas se diera cuenta de que estaba siendo echado a la puerta.
En primer lugar, por favor, comprenda, señorita Baldwin. que la MasterCard de California y la MasterCard del Imperio de Chicago son dos corporaciones separadas, y que usted no tiene firmado ningún contrato con nosotros. Lo cual lamentamos profundamente. Cierto, como un asunto de cortesía y reciprocidad normalmente aceptamos las tarjetas de crédito libradas por ellos y ellos aceptan las nuestras. Pero lamento mucho tener que decir que en este momento — deseaba enfatizar mucho el «en este momento» — el Imperio ha cortado todas las comunicaciones y, por extraño que parezca, hoy aún no se ha establecido ningún cambio oficial entre oseznos y coronas… de modo que, ¿cómo podríamos aceptar una tarjeta de crédito del Imperio aunque lo deseáramos y nos alegrara poder hacerlo…? Pero nuestro deseo es hacer que su estancia entre nosotros sea lo más feliz posible, así que, ¿qué es lo que podemos hacer por usted para tal fin?
Le pregunté cuándo creía que iba a terminar la emergencia.
El señor Chambers adoptó un aire completamente inexpresivo.
— ¿Emergencia? ¿Qué emergencia, señorita Baldwin? Quizá haya alguna emergencia en el Imperio, puesto que han cerrado sus fronteras… ¡pero por supuesto no hay ninguna emergencia aquí! Mire a su alrededor… ¿ha visto usted alguna vez un país tan resplandeciente de paz y prosperidad?
Estuve de acuerdo con él y me puse en pie, puesto que no parecía haber ningún objeto en seguir discutiendo.
— Gracias, señor Chambers. Ha sido usted muy amable.
— Ha sido un placer, señorita Baldwin. MasterCard a su servicio. Y no lo olvide:
cualquier cosa que yo pueda hacer por usted, cualquier cosa, estoy a su servicio.
— Gracias, lo tendré en cuenta. Esto… ¿hay alguna terminal pública en alguna parte en este edificio? Compré un billete de lotería esta mañana, y resulta que el sorteo va a ser ahora mismo.
Sonrió ampliamente.
— Mi querida señorita Baldwin, me alegra tanto que me lo haya preguntado.
Precisamente en este mismo piso tenemos una gran sala de conferencias y cada viernes por la tarde, justo antes del sorteo, todo el mundo deja de trabajar y todo nuestro personal… o al menos aquellos que han comprado billetes; los demás no sienten tanto interés… todos nos reunimos allí para seguir el sorteo. J. B. (es nuestro Presidente y Jefe Ejecutivo), el viejo J. B. decidió que era mejor hacerlo así que tener a los jugadores haciendo frecuentes viajes a los lavabos y yendo a comprar cosas o pretendiendo hacerlo. Es mejor para la moral. Cuando uno de los nuestros gana algún premio (a veces ocurre), entonces él o ella recibe un hermoso pastel con velitas, exactamente igual a los de cumpleaños, obsequio del viejo J. B. en persona. El cual incluso sale a reunirse con todos y lo celebra con el afortunado ganador.
— Suena como si esta sea una empresa feliz.
— ¡Oh, lo es! Es una institución financiera en la que el delito computerizado es algo desconocido; todo el mundo quiere al viejo J. B. — Miró su dedo —. Vayamos a la sala de conferencias.
El señor Chambers nos condujo a los asientos reservados para los VIPs, nos trajo en persona café, luego decidió sentarse con nosotros y seguir el sorteo.
La pantalla de la terminal ocupaba la mayor parte de la pared del fondo de la sala.
Transcurrió una hora de premios menores durante la cual el maestro de ceremonias intercambió desternillantes chistes con su ayudante, la mayor parte de ellos acerca de los encantos físicos de la chica que sacaba las bolas del enorme bombo. Evidentemente había sido elegida precisamente por sus encantos físicos, que eran considerables… eso y su voluntad de llevar un traje que no solo los realzaba sino que demostraba también a la audiencia que no estaba ocultando nada. Cada vez que metía el brazo y extraía un número de la suerte cerraba los ojos; me dije que al menos podrían haberle puesto una venda y así podría decirse que llevaba algo encima. Parecía un trabajo agradable… si la calefacción de los estudios funcionaba correctamente.
A la mitad del sorteo hubo alegres gritos por la parte delantera de la sala; una de las empleadas de la MasterCard había ganado mil oseznos. Chambers sonrió ampliamente.
— No ocurre a menudo, pero ocurre, y eso nos mantiene a todos alegres durante unos cuantos días. ¿Nos vamos? No, ustedes tienen todavía un billete que puede salir premiado, ¿no? Aunque es difícil que toquen dos premios aquí en un mismo sorteo.
Finalmente, con un ensordecedor estruendo de trompetas, llegamos al gran premio de la semana… ¡¡¡el «Gigantesco, Supremo, Superpremio para Toda-California»!!! La chica con la protuberante delantera extrajo primero dos premios honoríficos, la provisión para un año de Ukiah Gold con una pipa para hach incluida, y una cena con la gran estrella del senso Bobby «La Bruta» Pizarro.
Luego extrajo el último número de la suerte; el maestro de ceremonias leyó los números, y estos aparecieron parpadeando encima de su cabeza.
— ¡Señor Zeta! — exclamó —. ¿Ha registrado su número el propietario?
— Un momento… No, no está registrado.
— ¡Tenemos un Ceniciento o Cenicienta! ¡Tenemos un ganador desconocido! ¡En algún lugar en nuestra gran y maravillosa Confederación, alguien acaba de conseguir doscientos mil oseznos! ¿Nos estará escuchando este protegido de la fortuna? ¿Se pondrá en contacto, él o ella, con nosotros, y nos permitirá ofrecer su identidad a nuestros espectadores antes de que termine este programa? ¿O se despertará mañana por la mañana para enterarse de que es rico o rica? ¡Este es el número, amigos! Lo dejaremos brillando ahí arriba hasta el final de este programa, luego lo repetiremos en cada noticiario hasta que el elegido de la fortuna acuda a reclamar su premio. Y ahora un mensaje publicitario…
— Viernes — susurró Georges —, déjame ver tu billete.
— No es necesario, Georges — susurré de vuelta —. Es ése.
El señor Chambers se puso en pie.
— Se acabó el programa. Es bueno que uno de los miembros de nuestra pequeña familia haya ganado algo. Ha sido un placer tenerles con nosotros, señorita Baldwin y señor Karo… y no duden en llamarme si puedo ayudarles en algo.
— Señor Chambers — dije —, ¿puede la MasterCard cobrar esto por mí? No deseo ir en persona.
El señor Chambers es un hombre encantador, pero lento en reaccionar. Tuvo que comparar los números de mi billete de lotería con los números que aún parpadeaban en la pantalla tres veces antes de empezar a creérselo. Luego Georges tuvo que detenerlo cuando iba a empezar a correr en todas direcciones, a pedir un fotógrafo, a llamar al departamento central de Loterías Nacionales, a pedir un equipo de holovisión… y fue bueno que Georges lo detuviera, porque yo hubiera procedido mucho más drásticamente.
Me irritan los grandes machos que no escuchan mis objeciones.
— ¡Señor Chambers! — dijo Georges —. ¿No la ha oído usted? No desea ir a cobrarlo en persona. No quiere publicidad.
— ¿Qué? Pero los ganadores siempre salen en las noticias; ¡es la costumbre! No va a ocuparles mucho tiempo y no les proporcionará ninguna molestia… ¿Recuerdan a la chica que ganó antes?: en este momento ya está siendo fotografiada con J.B. y su pastel.
Vayamos directamente a su oficina y…
— Georges — dije —. La American Express.
Georges no es lento… y yo no dudaría en casarme con él si Janet lo dejara libre.
— Señor Chambers — dijo tranquilamente —, ¿cuál es la dirección de la oficina principal de la American Express en San José?
Chambers interrumpió inmediatamente su revolotear.
— ¿Qué ha dicho?
— ¿Puede darnos la dirección de la American Express? La señorita Baldwin llevará allí el billete ganador para que ellos se encarguen de cobrarlo. Antes llamaré para asegurarme de que comprenden que un requisito indispensable es una reserva absoluta.
— Pero ustedes no pueden hacer eso. Ella lo ha ganado aquí.
— Podemos, y lo haremos. Ella no lo ha ganado aquí. Simplemente ha ocurrido que ella estaba aquí mientras el sorteo se celebraba en otra parte. Por favor, apártese; nos vamos.
Luego tuvimos que repetir de nuevo toda la escena delante de J.B. Este era un digno tipo viejo con un cigarro colgando de un lado de su boca y un trozo de pastel colgando aún de su labio superior. No era ni lento ni estúpido, pero tenía la costumbre de que las cosas ocurrieran como él quería, y Georges tuvo que mencionarle casi a gritos la American Express antes de que se le metiera en la cabeza el que yo no quería ningún tipo de publicidad en absoluto (¡el Jefe se hubiera desmayado!), y que estábamos dispuestos a acudir a alguno de esos cambistas de Rialto antes que tratar con su firma.
— Pero la señorita Bulgrin es una cliente de la MasterCard.
— No — contradije —. Creía que era una cliente de la MasterCard, pero el señor Chambers se negó a aceptar mi tarjeta de crédito. Así que voy a abrir una cuenta con la American Express. Sin fotógrafos.
— Chambers. — Había un repique de sentencia en su voz —. ¿Qué Es Esto?
Chambers explicó que mi tarjeta de crédito había sido librada por el Banco Imperial de Saint Louis.
— Una de las casas más reputadas — comentó J.B. — . Chambers. Extiéndale otra tarjeta.
Nuestra. Inmediatamente. Y cobre el billete premiado por ella. — Me miró, y se sacó el cigarro de la boca —. Ninguna publicidad. Los asuntos de los clientes de la MasterCard son siempre confidenciales. ¿Satisfactorio, señorita Walgreen?
— Completamente, señor.
— Chambers. Hágalo.
— Sí, señor. ¿Qué limite de crédito, señor?
— ¿Qué extensión de crédito desea, señorita Belgium? Quizá debiera preguntárselo en coronas… ¿cuál es su límite con mis colegas en Saint Louis?
— Soy una cliente de oro, señor. Mi cuenta es registrada siempre en lingotes más que en coronas, bajo su método de dos columnas para clientes en oro. ¿Podemos considerarlo de esta forma? Entienda, no estoy acostumbrada a pensar en oseznos. Viajo tanto que me resulta mucho más fácil pensar en gramos de oro. — (No es justo mencionar el oro a un banquero en un país de moneda débil; ofusca su pensamiento).
— ¿Desea usted pagar en oro?
— Si es posible. Con libranzas en gramos, tres nueves de pureza, extendidas en Aceptaciones del Ceres & South África, oficina de Luna City. ¿Será eso satisfactorio?
Normalmente pago cuatrimestralmente… entienda, viajo mucho… pero puedo dar instrucciones al C. & S.A. para que pague mensualmente si el pago cuatrimestral no es conveniente.
— El pago cuatrimestral es completamente satisfactorio. — (Por supuesto que lo era… los intereses suben más).
— En cuanto al límite del crédito… Sinceramente, señor, no me gusta situar demasiado de mi actividad financiera en un solo banco o en un solo país. ¿Podríamos dejarlo en treinta kilos?
— Si ese es su deseo, señorita Bedlam. Si en cualquier momento desea incrementarlo, simplemente comuníquenoslo. — Añadió —: Chambers. Hágalo.
De modo que regresamos a la misma oficina en la cual me habían dicho que mi crédito no era bueno. El señor Chambers me ofreció un formulario de solicitud.
— Déjeme ayudarla a rellenarlo, señorita.
Lo estudié. Nombre de los padres. Nombre de los abuelos. Lugar y fecha de nacimiento. Direcciones, incluidas calles y números, durante los últimos quince años.
Patrón actual. Patrón anterior. Razones de cambio del empleo anterior. Tres referencias de personas que la han conocido a una durante al menos diez años. ¿Ha sido usted demandada alguna vez por insolvencia, o ha tenido que acudir a alguna reclamación por deudas, o ha sido director o responsable de algún negocio, o ha tenido participación en él, o ha formado parte de alguna corporación, que se haya visto obligada a efectuar reorganización a causa del párrafo trece de la Ley Pública Noventa y Siete del Código Civil de la Confederación de California? ¿Ha sido alguna vez sentenciada por…?
— Viernes. No.
— Eso es lo que iba a decir. — Me puse en pie.
— Adiós, señor Chambers — dijo Georges.
— ¿Hay algo malo?
— Por supuesto. Su jefe le dijo que extendiera a la señorita Baldwin una tarjeta de crédito en oro con un límite de treinta kilogramos, oro fino; no le dijo que la sometiera a un interrogatorio impertinente.
— Pero este es un requisito de rutina…
— No importa. Simplemente dígale a J.B. que ha vuelto a fallarle.
Nuestro señor Chambers encendió una luz verde.
— Por favor, siéntense.
Diez minutos más tarde nos íbamos, yo con una flamante tarjeta de crédito de color dorado buena en cualquier lado (esperaba). A cambio de ella había listado mi número de apartado de correos de Saint Louis, la dirección de mi pariente más cercano (Janet), y mi número de cuenta en Luna City con instrucciones por escrito al C. & S.A. Ltd. para que pagara cuatrimestralmente la cuenta. También llevaba un confortable fajo de oseznos y otro parecido de coronas, y un recibo por mi billete de lotería.
Abandonamos el edificio, cruzamos la esquina hacia la Plaza Nacional, encontramos un banco, y nos sentamos. Eran tan sólo las dieciocho, hacia un fresco agradable, pero el sol seguía aún alto sobre las Montañas Santa Cruz.
— Querida Viernes, ¿cuáles son tus deseos ahora? — preguntó Georges.
— Estar sentada aquí un momento y ordenar mis pensamientos. Luego me gustaría invitarte a beber algo. He ganado a la lotería; eso merece celebrarse. Un brindis, como mínimo.
— Como mínimo — aceptó —. ¿Ganaste doscientos mil oseznos por… veinte oseznos?
— Un dólar — precisé —. Le regalé el cambio.
— No importa. Has ganado aproximadamente ocho mil dólares.
— Siete mil cuatrocientos siete dólares y algunos centavos.
— No es una fortuna, pero sí una respetable suma de dinero.
— Completamente respetable — admití — para una mujer que empezó el día dependiendo de la caridad de sus amigos. A menos que me merezca algo por mi «adecuada» actuación de la última noche.
— Mi hermano Ian prescribiría un labio hinchado por esa observación. Me gustaría añadir que, aunque siete mil cuatrocientos dólares es una suma respetable, me siento sobre todo impresionado por el hecho de que, sin más bienes que un billete de lotería, conseguiste persuadir a la más conservadora entidad de crédito que te extendiera una cuenta abierta por la suma de un millón de dólares, pagaderos en oro. ¿Cómo lo hiciste, querida? Sin un parpadeo. Sin ni siquiera levantar el tono de voz.
— Pero, Georges, tú hiciste que él me extendiera la tarjeta.
— No lo creo así. Oh, intenté jugar a tu mismo juego… pero tú iniciaste todos los movimientos.
— ¡Ninguno acerca de aquel horrible cuestionario! Tú me sacaste de eso.
— Oh, ese asno estúpido no tenía ninguna razón para interrogarte. Su jefe le había ordenado ya que extendiera la tarjeta.
— Tú me salvaste. Estaba a punto de perder los nervios. Georges… ¡querido Georges!…
sé que me has dicho que no debo sentirme intranquila acerca de lo que soy… y lo estoy intentando, ¡de veras lo estoy intentando!… pero verme enfrentada a un formulario que exige saber todo acerca de mis padres y de mis abuelos. ¡es desanimador!
— No esperes sentirte bien todas las noches. Seguiremos trabajando en ello. Pero no perdiste los nervios acerca de cuánto crédito pedir.
— Oh, en una ocasión oí a alguien — era el Jefe — decir que era mucho más fácil pedir un millón de dólares que diez dólares. Así que cuando me lo preguntaron, eso fue lo que dije.
No exactamente un millón de dólares britocanadientes. Novecientos sesenta y cuatro mil, aproximadamente.
— No voy a engañarte. Cuando pasamos de los novecientos mil me quedé sin oxígeno.
Adecuada, ¿sabes a cuánto se paga un profesor?
— ¿Importa algo? Por lo que sé de la profesión, un diseño completamente nuevo de un artefacto viviente que tenga éxito puede dar millones. Incluso millones de gramos, más que de dólares. ¿Has conseguido tú algún diseño de éxito? ¿O es una pregunta impertinente?
— Cambiemos de tema. ¿Dónde vamos a dormir esta noche?
— Podemos estar en San Diego en cuarenta minutos. O en Las Vegas en treinta y cinco.
Cada uno de los dos sitios tiene ventajas y desventajas para entrar en el Imperio.
Georges, ahora que tengo dinero suficiente, voy a entrar para informar, no importa cuantos fanáticos estén asesinando oficiales. Pero te prometo solemnemente que visitaré Winnipeg tan pronto como tenga algunos días libres.
— Puede que aún sea incapaz de regresar a Winnipeg.
— O vendré a visitarte a Montreal. Mira, querido, vamos a intercambiarnos todas las direcciones que poseemos; no estoy dispuesta a perderte. Tú no sólo me has asegurado que soy humana, sino que me has dicho que soy adecuada… eres bueno para mi moral.
Ahora elige, porque voy a tomar uno de los dos caminos: San Diego y hablar espanglés, o Las Vegas y contemplar hermosas damas desnudas.