7 Marea estival menos veintisiete

Sismo estaba cambiando. Según Max Perry, a medida que se acercaba la Marea Estival dejaría de ser un planeta sediento pero pacífico, de gran actividad sísmica, para convertirse en un infierno de lava fundida y suelos agrietados. Sin embargo, en este año de la Gran Conjunción, Sismo se había vuelto… imposible de predecir.

Y, a su modo, Ópalo también podía estar sufriendo grandes cambios. Más de lo que la gente del planeta alcanzaba a notar.

Rebka se había visto asaltado por ese pensamiento mientras volaban alrededor de Ópalo, desde el pie del Umbilical hasta el espaciopuerto de Estrellado, donde los estaría aguardando Darya Lang.

Seis días antes, el viaje alrededor del planeta nublado había sido monótono, sin turbulencias ni nada que ver con excepción de un gris uniforme por encima y por debajo. Ahora, cuando todavía faltaban veintisiete días para la Marea Estival, el coche era azotado y sacudido por las violentas ráfagas de viento que impactaban contra el fuselaje. Max Perry se veía obligado a elevarse más y más para escapar a la intensa lluvia, las negras masas de cúmulos y los remolinos de aire y agua.

Era evidente que los habitantes de Ópalo estaban convencidos de que se encontrarían a salvo, incluso con aquellas mareas mucho más poderosas de lo normal.

Hans Rebka no estaba tan seguro.

—Están realizando una peligrosa suposición —le dijo a Perry mientras comenzaban un agitado descenso hacia el espaciopuerto de Estrellado—. Creen que este año las mareas de Ópalo serán iguales a las de otras mareas estivales, sólo que más grandes.

—Eso es exagerar las cosas. —En cuanto Sismo hubo desaparecido bajo las ubicuas nubes de Ópalo, la otra personalidad de Perry había vuelto a emerger, fría, tensa e indiferente a la mayoría de los sucesos. No quería discutir sus experiencias sobre la superficie de Sismo, ni tampoco su desconcierto ante lo que estaba ocurriendo allí—. Yo no digo que no sucederá nada diferente en Ópalo —continuó—. Sin embargo, creo que eso no se alejaría demasiado de la verdad. Es posible que las fuerzas excedan la resistencia de algunas de las Eslingas más grandes y que algunas de ellas se rompan. Pero no creo que exista ningún peligro para los pobladores. Si es necesario, la gente de Ópalo puede salir al mar y pasar allí la Marea Estival.

Rebka estaba en silencio, aferrado a los brazos de su asiento mientras caían por una bolsa de aire que los dejó a ambos flotando durante un segundo o dos.

—Podría no ser así —replicó en cuanto dejó de tener el corazón en la garganta.

Una y otra vez tenía la necesidad de aguijonear y sondear a Max Perry para observar sus reacciones. Era como la teoría del patrón de comparación. Se alimentaba una caja negra con una serie de entradas y se verificaban las salidas. Según la teoría, si uno lo hacía con la suficiente frecuencia, lograba averiguar con precisión cuáles eran las funciones de la caja, aunque tal vez no llegaba a comprender por qué las desempeñaba. Pero en el caso de Perry, parecían existir dos cajas diferentes. Una de ellas estaba habitada por un humano capaz, considerado y agradable. La otra, por un molusco que se refugiaba en una concha protectora e impenetrable cada vez que se presentaban ciertos estímulos.

—Esta situación me recuerda La Estela del Pelícano —continuó Rebka—. ¿Ha oído alguna vez lo que ocurrió allí, comandante?

—Si lo he oído, lo he olvidado.

Ésa no era la clase de reacción que Rebka estaba buscando, pero Max Perry tenía una excusa. Su atención estaba puesta en el sistema de estabilización automática que luchaba por hacerlos aterrizar con suavidad.

—Tenían una situación no muy diferente a la de Ópalo —explicó Rebka—. Sólo que entrañaba a una proporción de masa entre animales y plantas, no a las mareas. Cuando los colonos aterrizaron allí por primera vez, todo estaba bien. Pero cada cuarenta años La Estela del Pelícano atraviesa parte de una nube de cometas. Pequeños cuerpos volátiles, en su mayor parte tan pequeños que se vaporizan en la atmósfera y no logran llegar al suelo. La temperatura y la humedad se elevan bruscamente. La proporción de animales y plantas desciende, y el oxígeno baja un poco. Entonces, en menos de un año, todo vuelve a la normalidad. No ocurre nada grave.

—Nadie se preocupaba demasiado. Y continuaron sin preocuparse a pesar de que sus astrónomos predijeron que en el siguiente paso a través de la nube, La Estela del Pelícano recibiría un treinta por ciento más de materia que lo acostumbrado.

—Creo que ahora lo recuerdo. —Perry mostraba un interés distante y amable—. Es un caso que estudiamos antes de que viniera a Dobelle. Algo salió mal, y estuvieron a punto de perder toda la colonia, ¿verdad?

—Depende de a quién se lo pregunte. —Rebka vaciló. ¿Cuánto debía decir?—. No pudo probarse nada, pero da la casualidad de que creo que tiene razón. Estuvieron cerca. Sin embargo, yo apunto a lo siguiente: lo que salió mal no pudo ser pronosticado mediante patrones de la física. El mayor nivel en la afluencia de material cometario modificó la biosfera de La Estela del Pelícano, dejándola en una nueva condición estable. El oxígeno descendió de un catorce a un tres por ciento en tres semanas. Y allí se quedó hasta que un equipo de terramorfismo logró llegar y comenzó a revenirlo. Ese cambio repentino hubiese matado a casi todos, porque en el lapso del que disponían no hubiesen alcanzado a sacarlos de allí.

Max Perry asintió con la cabeza.

—Lo sé. Pero en La Estela del Pelícano hubo un hombre que decidió trasladar a la gente fuera del planeta, mucho antes de que se aproximaran a la lluvia cometaria. Había visto evidencias de cambios en los fósiles, ¿verdad? Es un caso clásico… Un hombre en el lugar podía saber más que cualquiera que se encontrase a años luz de allí. Desoyó las instrucciones de sus propias oficinas centrales y se convirtió en un héroe por hacerlo.

—No exactamente. Logró que le reprendieran por hacerlo.

El coche había tocado tierra y se deslizaba por la pista. Rebka estaba dispuesto a abandonar el tema. No era el momento indicado para informar a Max Perry sobre la identidad del hombre en cuestión. Y, aunque había sido regañado en público, en privado lo habían felicitado por su atrevimiento al contradecir las instrucciones escritas de un Coordinador de Sector. El hecho de que sus supervisores inmediatos jamás le hubiesen hecho conocer de forma deliberada esas instrucciones escritas nunca había sido mencionado. Parecía ser parte de la filosofía del gobierno del Círculo Phemus: los que resolvían problemas trabajaban mejor cuando no sabían demasiado. Cada vez estaba más convencido de que no se lo habían dicho todo antes de enviarlo a Dobelle.

—Lo único que digo es que podrían enfrentarse con una situación similar en Ópalo —continuó—. Cuando un sistema es perturbado de forma periódica por una fuerza, un incremento de esa fuerza puede que no conduzca tan sólo a una perturbación mayor de la misma clase. Es posible que se encuentren con una bifurcación y que las condiciones cambien por completo. Supongamos que en Ópalo las mareas se vuelven lo suficientemente grandes como para interactuar de forma caótica. Tendrían turbulencias por todas partes, remolinos y torbellinos. Podrían aparecer olas monstruosas, de dos o tres kilómetros de alto. Los barcos no lograrían sobrevivir a eso, ni tampoco las Eslingas. ¿Podría evacuar a todos si tuviera que hacerlo? ¿Durante la Marea Estival? No me refiero al mar; hablo de sacarlos del planeta.

—Lo dudo. —Perry apagó el motor y meneó la cabeza—. Voy a ser más preciso. No, sería imposible. De todos modos, ¿adonde los llevaríamos? Gargantúa tiene cuatro satélites casi tan grandes como Ópalo. Un par de ellos poseen su propia atmósfera, pero es de metano y nitrógeno, no de oxígeno, y son demasiado fríos. Aparte de eso, sólo queda Sismo. —Perry lo miró—. Supongo que hemos renunciado a la idea de permitir que vayan allí, ¿verdad?

La lluvia torrencial había amainado, y el coche se había detenido junto al edificio que Perry había asignado a Darya Lang.

Hans Rebka se levantó con dificultad y se frotó las rodillas. Se suponía que Darya Lang debía estar aguardando para recibirlos. Sin duda tenía que haber escuchado la llegada del coche. Sin embargo, no había ninguna señal de ella en el edificio. En su lugar, un hombre alto y esquelético, con una gran cabeza calva, se encontraba protegido a medias bajo el alero, mirando al coche que acababa de llegar. Sobre su cabeza sostenía un paraguas de colores chillones. El blanco resplandeciente de su traje, con sus charreteras doradas y sus atavíos celestes, sólo podía provenir de la fibra extraída del capullo de Ditrón.

A la distancia parecía elegante e imponente, aunque su rostro y su cuero cabelludo eran de un color rojo intenso, quemados por la radiación. Rebka alcanzó a ver que sus labios y cejas se estremecían y retorcían de forma incontrolable.

—¿Sabía usted que él estaría aquí? —Rebka señaló con el pulgar por debajo de la ventana del coche, de tal modo que el hombre no pudiera verlo. No necesitaba mencionar la identidad del extraño. Aunque raras veces se veía a un miembro de los Consejos de la Alianza, el uniforme era familiar para cualquier especie del brazo espiral.

—No. Pero no me sorprende. —Max Perry sostuvo abierta la puerta del coche para que Rebka pudiera bajar—. Hemos estado ausentes durante seis días, y él debió de llegar en ese lapso.

El hombre no se movió mientras Perry y Rebka bajaban del coche y corrían a refugiarse bajo los amplios aleros. Cerró su paraguas y permaneció allí durante treinta segundos, sin hacer caso de las gotas de lluvia que caían sobre su cabeza calva. Finalmente se volvió para saludarlos.

—Buen día. Pero no buen clima. Y creo que está empeorando. —La voz concordaba con el hombre, fuerte y hueca, con un deje de rudeza encubierto por el sofisticado acento de un nativo de Miranda. Extendió la muñeca izquierda, donde tenía grabada su identificación permanente—. Soy Julius Graves. Supongo que habrán recibido el aviso de nuestra llegada.

—Lo recibimos —respondió Perry.

Sonaba incómodo. Ante la presencia de un miembro del Consejo, la mayoría de la gente examinaba los errores cometidos y comprendía los límites de su autoridad. Rebka se preguntó si Graves tendría planificada una visita a Ópalo. De una cosa estaba seguro: los miembros del Consejo eran personas sumamente ocupadas, a las que no les agradaba perder el tiempo con imprevistos.

—Los pliegos informativos no proporcionaban detalles sobre el motivo de su visita —dijo, extendiendo la mano—.

Soy el capitán Rebka, a su servicio, y él es el comandante Perry. ¿Por qué ha venido al sistema Dobelle?

Graves no se movió. Permaneció en silencio durante otros cinco segundos. Finalmente inclinó su gran cabeza ante los dos hombres, asintió y estornudó con fuerza.

—Tal vez pueda responderle mucho mejor adentro. Estoy helado. He estado esperando aquí desde el amanecer. Aguardaba el regreso de los demás. —Perry y Rebka intercambiaron una mirada. ¿Los demás? ¿Y el regreso de dónde?—. Partieron hace ocho horas —continuó Graves—, justo cuando yo llegaba. El pronóstico del tiempo indica… —sus ojos hundidos se nublaron, y hubo un momento de silencio— que un temporal nivel cinco se dirige al espaciopuerto de Estrellado. Para alguien que no está familiarizado con el medio ambiente del Círculo, una tormenta semejante podría resultar peligrosa. Estoy preocupado y querría hablar con ellos.

Rebka asintió con la cabeza. Una pregunta ya había sido respondida. Junto a Darya Lang había otros visitantes que no pertenecían al Círculo Phemus. ¿Pero quiénes eran?

—Será mejor que revisemos la lista de llegadas —dijo a Perry con suavidad—. Veamos qué es lo que tenemos.

—Háganlo si lo desean. —Graves lo miró. Sus ojos azul claro parecieron penetrar en la cabeza de Rebka. El consejero se dejó caer en una silla de caña amarilla y juncos trenzados, sorbió por la nariz y continuó—. Pero no necesitan hacerlo. Puedo asegurarles que Darya Lang de la Cuarta Alianza se ha encontrado con Atvar H’sial y J’merlia de la Federación Cecropia. Después de conocerlos examiné los antecedentes de los tres. Son quienes dicen ser.

Rebka hizo el cálculo y comenzó a abrir la boca, pero Perry se le adelantó.

—¡Eso es imposible! —Graves lo miró, y sus cejas inquietas se crisparon—. Un día, ha dicho, desde que llegó aquí —continuó Perry—. Si pidió una investigación mediante el puesto más cercano del Sistema Bose en cuanto llegó y todo ello fue transmitido a través de los Nodos y respondido de inmediato, la duración total del proceso no pudo ser inferior a un día oficial, tres días en Ópalo. Lo sé. Lo he intentado con frecuencia.

Rebka pensó que Perry tenía razón. Y que era más rápido de lo que imaginaba. Pero estaba cometiendo un error táctico. Los miembros del Consejo no mentían, y acusarlos de ello era buscarse problemas.

No obstante, Graves sonreía por primera vez desde que se habían conocido.

—Comandante Perry, le estoy agradecido. Ha simplificado mi próxima tarea. —Extrajo un pañuelo blanco e impecable del bolsillo, se secó el sudor de la calva y se dio unas palmaditas en la frente—. ¿Cómo puedo saberlo, preguntan? Tal como les he dicho, yo soy Julius Graves. Pero en cierto sentido también soy Steven Graves. —Se reclinó en la silla, cerró los ojos durante algunos segundos, parpadeó y continuó—. Cuando fui invitado a unirme al Consejo, se me explicó que debería conocer la historia, la biología y la psicología de cada especie inteligente o potencialmente inteligente en todo el brazo espiral. El volumen de los datos excede la capacidad de cualquier memoria humana.

»Se me ofreció una opción: podía aceptar un implante de memoria inorgánica y de alta densidad…, algo tan incómodo y pesado que mi cabeza y mi cuello necesitarían un soporte permanente. Es lo que suelen preferir los miembros del Consejo pertenecientes a la Comunión Zardalu. O podía desarrollar un gemelo mnemotécnico interno, un segundo par de hemisferios cerebrales creados de mi propio tejido cerebral, utilizados solamente para almacenamiento de memoria y recuerdo. Eso entraría en mi propia cabeza, posterior a mi corteza cerebral, con una expansión craneal mínima.

»Yo escogí la segunda solución. Se me advirtió que, como los nuevos hemisferios serían una parte integral de mí, su capacidad de almacenamiento y recuerdo se vería alterada por mi propia condición física: lo cansado que estuviera o cualquier clase de estimulante que hubiese ingerido. Les digo esto para que no me consideren antisocial, si me niego a beber, o que soy un valetudinario, alguien excesivamente preocupado por su propia salud. Debo ser cuidadoso respecto al descanso y a la ingestión de estimulantes, o de otro modo la entrecara mnemotécnica resulta dañada. Y a Steven no le agrada eso.

Graves sonrió. Varias expresiones opuestas pasaron por su rostro, justo en el momento en que una fuerte ráfaga de viento azotaba el edificio. Las paredes de fibra se estremecieron.

—Pero lo que no se me dijo —continuó— fue que el gemelo mnemotécnico podría llegar a desarrollar una conciencia. Y esto ocurrió. Tal como les he dicho, soy Julius Graves, pero también soy Steven Graves. Él ha sido la fuente de mi información sobre Darya Lang y la cecropiana, Atvar H’sial. ¿Podemos ahora proceder con otros asuntos?

—¿Steven puede hablar? —preguntó Rebka.

Max Perry parecía estar conmocionado. Si un miembro del Consejo husmeando en sus asuntos ya era un problema…, ahora tenía dos. ¿Y Julius Graves siempre se encontraría a cargo? A juzgar por las expresiones cambiantes de su rostro, en su interior debía desarrollarse una batalla continua.

—Steven no puede hablar —respondió Graves, meneando la cabeza—. Tampoco es capaz de sentir, ver, tocar o escuchar, excepto cuando envío mis propias experiencias sensoras al almacenamiento mnemotécnico, a través de un cuerpo calloso añadido. Pero Steven puede pensar… Mejor que yo, insiste él. Según me dice, dispone de más tiempo para ello. Y me envía las señales, sus propios pensamientos, bajo la forma de recuerdos. Yo soy capaz de traducirlos lo bastante bien para que la gente crea que Steven está hablando directamente. Por ejemplo. —Guardó silencio unos momentos. Cuando habló, su voz fue notablemente más joven y vivaz—. Hola. Me alegro de estar aquí, en Ópalo. Nadie me dijo que el clima sería tan horrendo, pero lo bueno de estar donde estoy es que no te mojas cuando llueve. —La voz regresó a su tono grave y hueco—. Mis disculpas. Steven es aficionado a las bromas sin gracia y tiene un pasmoso sentido del humor. Yo no logro controlar ninguna de las dos cosas, aunque trato de ocultarlas. Y confieso que me he vuelto demasiado dependiente de los conocimientos de Steven. Por ejemplo, él ya maneja casi toda la información local sobre las condiciones de este planeta, mientras que mi propio aprendizaje es tristemente deficiente. Deploro mi propia pereza. Y ahora, ¿podemos continuar con el motivo de mi visita? Me encuentro aquí por una cuestión para la cual el humor no es nada oportuno.

—Asesinato —murmuró Perry después de una larga pausa. La tormenta estaba llegando a su punto culminante. A medida que aumentaban los sonidos del viento, él parecía más inquieto. Incapaz de permanecer sentado, merodeaba frente a la ventana, mirando los helechos y los pastos que se agitaban, o a las nubes rojizas bajo la luz de Amaranto.

—Asesinato —repitió Perry—. Asesinato múltiple. Es lo que decía su solicitud para visitar Ópalo.

—Es verdad. Pero eso fue sólo porque no quise enviar un término más duro por el Sistema Bose. —Era indudable que Julius Graves no bromeaba ahora—. Una palabra más exacta sería genocidio. Si lo prefieren, lo expresaré en forma más moderada como sospecha de genocidio.

Graves miró a su alrededor en silencio, mientras una lluvia más intensa se precipitaba sobre las ventanas y el techo. Los otros dos hombres estaban paralizados: Max Perry, inmóvil frente a la ventana; y Rebka, en el borde de su asiento.

—Genocidio. Sospecha de genocidio. ¿Existe una diferencia significativa? —preguntó Rebka al fin.

—No desde ciertos puntos de vista. —Sus labios carnosos se retorcieron y temblaron—. No existe ningún estatuto, ni en términos de tiempo ni de espacio, que limite las investigaciones sobre ninguna de las dos. Pero sólo tenemos evidencias circunstanciales, sin pruebas y sin una confesión. Mi tarea es conseguir ambas cosas. Me propongo lograrlo aquí, en Ópalo.

Graves hurgó en el bolsillo con bordes azules de su chaqueta y extrajo dos cubos de imagen.

—Por más increíble que parezca, ellas son las acusadas del crimen, Elena y Geni Carmel, de veintiún años oficiales de edad, nacidas y criadas en Shasta. Y, tal como pueden ver, dos hermanas gemelas idénticas.

Enseñó los cubos a los dos hombres. Rebka sólo vio a dos jóvenes muy bronceadas, con grandes ojos y aspecto agradable, vestidas con prendas iguales en verde manzana y castaño suave. Pero aparentemente, Max Perry vio algo más en aquellas fotografías. Lanzó una pequeña exclamación, se inclinó hacia delante y cogió los cubos para mirarlos con atención. Pasaron veinte segundos antes de que la tensión lo abandonara y alzara la vista.

Julius Graves los observaba a ambos. De pronto, Rebka quedó convencido de que a aquellos brumosos ojos celestes no se les escapaba nada. La impresión de extravagancia y excentricidad podía ser genuina o tratarse de una pose…, pero por debajo de ella yacía una inteligencia extraña y poderosa. Y los tontos no se convertían en miembros del Consejo.

—Usted parece conocer a estas muchachas, comandante Perry —dijo Graves—. ¿Es así? Si las ha conocido alguna vez, es vital que yo sepa cuándo y dónde.

Perry negó con la cabeza. Su rostro estaba aún más pálido que de costumbre.

—No. Sólo que, por un momento, al ver los cubos por primera vez, he pensado que eran… otra persona. Alguien a quien conocí hace mucho tiempo.

—¿Alguien? —Graves aguardó, pero, cuando fue evidente que Perry no diría nada más, continuó—: Me propongo no ocultarles absolutamente nada y les ruego que hagan lo mismo conmigo. Con su permiso, ahora dejaré que Steven les cuente el resto. Él posee la más completa información, y a mí me resulta difícil hablar sin que las emociones enturbien los hechos.

Los crispamientos cesaron. El rostro de Graves se serenó, y adoptó el aspecto de un hombre más joven y más alegre.

—Muy bien, aquí va —dijo—. La triste historia de Elena y Geni Carmel. Shasta es un mundo rico. Permite que sus jóvenes hagan lo que les plazca. Cuando las gemelas Carmel cumplieron los veintiuno, recibieron como obsequio una pequeña nave espacial para realizar excursiones, la Nave de los Sueños Estivales. Pero en lugar de dedicarse a pasear por su propio sistema, como hacen la mayoría de los chiquillos, convencieron a su familia para que conectasen un Propulsor Bose a la nave. Entonces se lanzaron a una verdadera parranda turística: nueve mundos de la Cuarta Alianza y tres de la Comunión Zardalu. En su planeta final, decidieron ver la vida «en bruto»… Así fue como lo expresaron sus padres. Significa que querían vivir con comodidad, pero observando un mundo subdesarrollado.

«Aterrizaron en Pavonis Cuatro y desplegaron una tienda de lujo. Pavonis Cuatro es un planeta pobre y pantanoso de la Comunión. Más bien debería decir que es pobre ahora; ya que era bastante rico antes de que llegaran los explotadores humanos. Para ellos, una especie anfibia nativa, conocida como los Bercia, resultaba un estorbo. Quedaron prácticamente extinguidos. Pero para ese entonces el planeta ya había sido limpiado, y los explotadores partieron. Los miembros supervivientes de los Bercia, los pocos que quedaban, recibieron la condición provisional de poseer una inteligencia potencial y fueron protegidos. Al fin.

Graves se detuvo. Su rostro se convirtió en una máscara de expresiones cambiantes. Ya no resultaba evidente si era Julius o Steven el que hablaba.

—¿Eran los Bercia inteligentes? —prosiguió con suavidad—. El universo nunca lo sabrá. Lo que sí sabemos es que ahora los Bercia están extinguidos. Sus últimas dos guaridas fueron eliminadas hace dos meses… por Elena y Geni Carmel.

—Pero no habrá sido a propósito, seguramente. —Perry continuaba aferrado a los cubos y los miraba—. Debe de haber sido un accidente.

—Es posible. —Con sus modales serios, Julius Graves volvía a estar a cargo—. No lo sabemos, porque, cuando ocurrió, las gemelas Carmel no se quedaron para aclararlo. Inexplicablemente, escaparon. Y continuaron escapando hasta que hace una semana les obstruimos el Propulsor Bose. Ahora ya no pueden escapar más.

Ahora la tormenta arreciaba. Afuera del edificio sonaba un triste gemido, el lamento de una sirena, audible por encima del viento y la lluvia en el techo. Rebka todavía podía escuchar a Graves, pero algún otro condicionamiento movilizó a Perry. Ante el primer sonido de la sirena, se dirigió hacia la puerta.

—¡Un aterrizaje! Esa sirena significa que alguien se encuentra en problemas. Están locos. Si no tienen la suficiente experiencia en una tormenta de nivel cinco…

Perry se marchó. Julius Graves se dispuso a ponerse de pie, pero la mano de Hans Rebka sobre su brazo lo detuvo.

—Escaparon —dijo Rebka. Por la ventana, en medio de la lluvia, podía ver las luces de un coche aéreo que descendía, inclinándose y virando como ebrio en medio de las ráfagas traicioneras. Sólo se encontraba a unos metros del suelo. Él también debía salir. Pero antes tenía que confirmar una cosa—. Escaparon. ¿Y vinieron… a Ópalo?

—Eso fue lo que pensé —respondió Graves, meneando su cabeza grande y cubierta de cicatrices— y por eso solicité aterrizar aquí. Steven había calculado que la trayectoria tenía su punto final en el sistema Dobelle. En cuanto llegué, hablé con los monitores del espaciopuerto de Estrellado. Ellos me aseguraron que nadie pudo haber aterrizado una nave con Propulsor Bose sin que ellos lo supieran.

Ahora volvió a sonar la alarma, y ardieron las bengalas rojas y anaranjadas. Se escuchaban voces que gritaban. Al mirar por la ventana, Rebka vio que el coche tocaba tierra, rebotaba con fuerza por el aire y luego giraba para caer invertido. Entonces se volvió hacia la puerta, pero fue retenido por la mano fuerte de Graves en su brazo.

—Cuando el comandante Perry regrese, le informaré de una nueva solicitud —dijo Graves con suavidad—. No queremos registrar Ópalo. Las gemelas no se encuentran aquí. Pero están en el sistema Dobelle. Y eso sólo puede significar una cosa: que están en Sismo.

Graves inclinó la cabeza hacia un costado, como escuchando por primera vez las sirenas y los sonidos de metal despedazado.

—Debemos registrar Sismo, y pronto. Pero, por el momento, parece que existen problemas más inmediatos.

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