8 Marea estival menos veintiséis

El momento de la muerte. Toda una vida pasando frente a tus ojos en un instante.

Darya Lang oyó el golpe de la ráfaga de costado justo cuando las ruedas del coche tocaban tierra por segunda vez. Vio cómo se estrellaba el ala derecha…, sintió que la máquina abandonaba la pista…, supo que la nave se estaba dando la vuelta. Hubo un chirrido al aplastarse los paneles del techo.

De pronto, la tierra oscura pasaba con un zumbido a escasos centímetros de su cabeza. Una lluvia de lodo cayó sobre ella, ahogándola. La luz desapareció, dejándola en la más completa oscuridad.

Mientras el arnés se le clavaba con fuerza en el pecho, el dolor hizo que su mente se aclarase. Se sintió estafada.

¿Lo era su vida entera? ¿Lo que supuestamente pasaba a toda prisa frente a sus ojos? De ser así, se había tratado de una vida muy pobre. Lo único en lo que podía pensar era en el Centinela. En cómo nunca llegaría a comprenderlo, a penetrar en su antiguo misterio, en que nunca llegaría a saber lo que había ocurrido con los Constructores. Todos esos años luz de viaje, ¡para terminar aplastada como un insecto en el lodo de un planeta sin importancia!

Como un insecto. Al pensar en los insectos se sintió vagamente culpable.

¿Por qué?

Entonces recordó, colgada cabeza abajo en su arnés. Aunque pensar era difícil, tenía que hacerlo. Estaba viva. Ese líquido que chorreaba por su nariz y se metía en sus ojos ardía terriblemente, pero era demasiado frío como para tratarse de sangre. ¿Qué había sido de los otros dos, de Atvar H’sial y J’merlia, sentados en el asiento trasero? No eran insectos, pensó; en realidad, se parecían menos a insectos que ella. Eran seres racionales.

¡Debería darte vergüenza, Darya Lang!, se dijo.

Sin embargo, ¿los habría matado ella con su forma deficiente de pilotar?

Darya giró la cabeza y trató de mirar a sus espaldas. Algo andaba mal en su cuello. Incluso antes de volverse, sintió una punzada ardiente en la garganta y en el hombro izquierdo. No podía ver nada.

—¿J’merlia? —No serviría de nada llamar a Atvar H’sial. Aunque la cecropiana pudiese escucharla, no tendría forma de responderle—. ¿J’merlia?

Ninguna respuesta. Sólo aquellas voces humanas fuera de la nave. ¿La estaban llamando? No. Hablaban entre ellos, aunque resultaba difícil escucharlos sobre el silbido del viento.

—No puedo hacerlo por aquí. —Era la voz de un hombre—. El techo está partido. Si cede ese puntal, el peso les destrozará la cabeza.

—De todos modos están desahuciados —hablaba una mujer—. Mira cómo han caído. Están aplastados. ¿Quieres esperar al elevador?

—No. He oído a alguien. Sujeta la luz. Voy a entrar.

¡La luz! Darya sintió un nuevo pánico. La oscuridad que tenía delante era total, más negra que cualquier medianoche, negra como la pirámide en el corazón del Centinela. En esa época del año, la luz del día era continua en Ópalo; de Mandel o de su compañero Amaranto. ¿Por qué no podía ver?

Trató de parpadear y no lo logró; alzó la mano derecha para frotarse los ojos. Su mano izquierda se había desvanecido… No tenía ninguna sensación allí, ninguna respuesta salvo el dolor del hombro cuando trataba de moverla.

Al frotarlos, sus ojos ardieron aún más. Todavía no podía ver nada.

—Dios, qué desastre. —Otra vez hablaba el hombre. Hubo un ligero resplandor frente a ella, como la luz de una antorcha vista con los ojos cerrados—. Allie, hay tres aquí adentro…, según creo. Dos de ellos son alienígenas y están entrelazados. Hay jugo de insecto por todas partes. No alcanzo a distinguir qué es qué y no me atrevo a tocarlos. Envía una llamada de socorro; trata de ver si cerca de aquí hay alguien que sepa algo sobre la anatomía de estos seres.

Hubo una respuesta distante e ininteligible.

—Diablos, no lo sé. —La voz sonaba más cerca—. No se mueve nada… Podrían estar todos muertos. No puedo esperar. Están cubiertos de aceite negro. Una llama y se convertirán en tostadas.

Conversaciones lejanas, difusas. Más de una persona.

—No importa. —La voz estaba directamente a su lado—. Tengo que sacarlos. Que alguien entre aquí y me ayude.

Las manos que sujetaron a Darya no tuvieron la intención de ser rudas. Pero, cuando tocaron su hombro y su cuello, múltiples galaxias de dolor desfilaron frente a sus ojos. Darya lanzó un grito, un alarido de las profundidades de su garganta que salió como el maullido de un gatito.

—¡Bien! —Las manos la sujetaron con más fuerza—. Ésta está viva. Ya salgo.

Darya fue arrastrada boca abajo entre una maraña de lodo, raíces y helechos. Su boca se llenó de un musgo viscoso y de sabor desagradable, provocándole dolorosas arcadas. Mientras, una raíz prominente se clavaba en su clavícula rota, de pronto algo le vino a la mente: ¡no era necesario que permaneciese despierta para algo tan indigno!

La oscuridad la envolvió. Era hora de dejar de luchar, hora de descansar, hora de escapar hacia el consuelo de la negrura.


Aunque a Darya le había costado un día aprenderlo, finalmente estuvo segura: el diálogo entre humanos y cecropianos era imposible sin la ayuda de J’merlia o de otro intermediario lo’ftiano; pero la comunicación era. factible. Y podía resultar muy significativa.

El rígido dermatoesqueleto de los cecropianos hacía que la expresión facial fuese imposible en un sentido humano. Sin embargo, el lenguaje del cuerpo era empleado por ambas especies. Sólo tenían que descubrir los códigos de movimiento de cada una.

Por ejemplo, cuando Atvar H’sial confiaba en que conocía la respuesta que Darya daría a determinada pregunta, se echaba un poco hacia atrás. Con frecuencia también levantaba una o ambas patas delanteras. Cuando no conocía la respuesta y estaba ansiosa por escucharla, la delicada trompa se replegaba… sólo un poco. Y cuando estaba verdaderamente entusiasmada —o preocupada; resultaba difícil reconocer la diferencia— por un comentario o una pregunta, los vellos y pelusas de sus largas antenas en abanico se erizaban de inmediato.

Tal como había ocurrido, de un modo impresionante, cuando Julius Graves entró en escena.

Darya tenía información sobre el Consejo —todos la tenían—, pero había estado demasiado preocupada con sus propios intereses para prestarle mucha atención. Sus funciones todavía le resultaban algo vagas, aunque sabía que estaban relacionadas con cuestiones éticas.

—Pero se supone que todos somos imprecisos, profesora Lang —le había dicho Graves.

Le dirigió una sonrisa que su gran cabeza esquelética convirtió en algo positivamente amenazador. No estaba claro cuánto hacía que había aterrizado en el espaciopuerto de Estrellado, pero sin duda había decidido visitarla en un momento inoportuno. Ella y Atvar H’sial habían mantenido una conversación preliminar y se disponían a entrar en el quid de la cuestión: ¿quién haría qué, por qué y cuándo?

—Todo el mundo es poco definido —continuó Graves—, excepto aquellos cuyas acciones hacen necesario al Consejo.

Darya estuvo segura de que su rostro volvía a traicionarla. Lo que estaba a punto de hacer con la cecropiana no era asunto del Consejo; no había nada poco ético en engañar a la burocracia si era por una buena causa científica, incluso aunque esa causa no hubiese sido revelada ante ninguna persona de Ópalo. ¿Qué otra cosa hacían los miembros del Consejo?

Pero Graves la miraba con aquellos brumosos ojos celestes que parecían de un loco, y ella estaba segura de que podían leer la culpa en los suyos.

Si no era así, ¡seguramente podría detectarla en Atvar H’sial! Las antenas estaban erguidas como largos cepillos, y hasta J’merlia casi farfullaba en su ansiedad por decir las palabras.

—Más tarde, estimado Consejero. Estaremos encantadas de encontrarnos con usted más tarde. Por el momento, tenemos un urgente compromiso previo.

Atvar H’sial llegó a coger la mano de Darya Lang con una de sus zarpas articuladas. Mientras la cecropiana la arrastraba hacia la puerta. ¡Hacia fuera, donde llovía a cántaros! Darya notó por primera vez que la almohadilla inferior de la zarpa estaba cubierta de vellos negros, como pequeños ganchos. Darya no hubiese podido soltarse, aunque hubiera estado dispuesta a hacer una escena frente a Julius Graves.

Era otro vestigio de algún lejano ancestro volador de Atvar H’sial, de alguien que tal vez había tenido que aferrarse a los árboles y rocas.

Bueno, ninguno de nosotros ha salido directamente de la cabeza de los dioses, ¿verdad?, reflexionó. A todos nos quedan pequeñas piezas dejadas por la evolución. De forma automática, Darya se miró las uñas. Estaban sucias. Al parecer ya se estaba dejando llevar por las desagradables costumbres de Ópalo y Sismo.

—¿Adonde vamos? —preguntó en un susurro.

Julius Graves hubiese necesitado un oído fenomenal para distinguir sus palabras por encima del sonido de la lluvia. Con todo, Darya estaba segura de que las miraba partir. Sin duda se preguntaba adonde iban y por qué, con ese clima tan horrible. Se sentía mucho mejor sin su presencia.

—Hablaremos de ello en un momento. —Mientras recibía el beneficio directo de las feromonas nerviosas de Atvar H’sial, J’merlia avanzaba a saltitos como si la explanada húmeda del estacionamiento de coches hubiese estado ardiendo. La voz del lo’tfiano tembló de premura—. ¡Entra en el coche, Darya Lang! ¡Entra!

¡En realidad ambos se disponían a alzarla para introducirla!

—¿Quieren que Graves piense que está ocurriendo algo ilegal? —le susurró a Atviar H’sial, apartando sus zarpas—. ¡Cálmense!

Su reacción hizo que se sintiera un poco superior. Las cecropianas tenían reputación de ser seres claros y racionales. Muchos —incluyendo a ellos mismos— decían que eran muy superiores a los humanos en cuanto a su capacidad intelectual y su rendimiento. Sin embargo, allí estaba Atvar H’sial, tan agitada como si hubiesen estado planeando un gran crimen.

Los dos alienígenas se apretujaron tras ella en el coche, empujándola hacia delante.

—Tú no lo comprendes, Darya Lang. —Mientras Atvar H’sial cerraba la puerta, J’merlia la empujaba hacia el asiento del piloto—. Éste es tu primer encuentro con un miembro de un consejo importante. No se puede confiar en ellos.

Se supone que deben limitarse a las cuestiones éticas, ¡pero no lo hacen! No tienen vergüenza. Creen que tienen derecho a meterse en todo, incluso en cosas que no son de su incumbencia. ¡No podíamos mantener una conversación con Julius Graves presente! Sin duda hubiese interferido y arruinado todo lo que hemos planeado. Debemos alejarnos de él. Rápido.

Mientras J’merlia hablaba, Atvar H’sial hacía señas desesperadas para que Darya despegase… hacia las nubes tormentosas que cubrían medio cielo de forma ominosa. Darya las señaló, pero entonces comprendió que, con su detección por ultrasonidos, a esa distancia la cecropiana no «vería» absolutamente nada. Incluso con aquellos increíbles oídos, el mundo de Atvar H’sial se hallaba limitado a una esfera de no más de cien metros de diámetro.

—El clima es muy malo… por allí, hacia el este.

—Entonces vuela hacia el oeste —dijo J’merlia—. O al norte o al sur. Pero vuela. —El lo’tfiano estaba agazapado en el piso del coche, mientras Atvar H’sial apoyaba su cabeza contra la ventanilla lateral, mirando a la nada con su rostro ciego.

Darya elevó el coche en un giro empinado, escapando hacia las nubes más ligeras que había en la lejanía sobre su izquierda. Si lograba colocarse por encima de ellas, el coche podría circular durante muchas horas.

¿Cuántas? No era lo suficientemente sagaz para saberlo. Lo mejor sería continuar ascendiendo, alejarse de la tormenta y buscar un lugar tranquilo donde aterrizar al borde de la Eslinga.

Dos horas después debió abandonar esa idea. La fuerza del viento no aminoraba. Habían volado hasta el borde de la Eslinga y dado vueltas a su alrededor, buscando otro lugar donde aterrizar. No habían encontrado ninguno. Y, peor que eso, la masa negra de grandes tronadas los perseguía. Un muro sólido de gris cubría las tres cuartas partes del horizonte. En el coche la radio informaba sobre una tormenta nivel cinco, pero no se molestaba en definirla. Mandel se había ocultado, por lo que volaban sin más iluminación que la luz furiosa de Amaranto.

Darya se volvió hacia Atvar H’sial.

—No podemos permanecer aquí arriba para siempre, y no quiero dejar las cosas para el último momento. Voy a elevarme más para quedar por encima de la tormenta. Entonces regresaremos. El mejor sitio para aterrizar es el lugar de donde partimos.

Atvar H’sial asintió con complacencia cuando el mensaje le fue transmitido por J’merlia. La tormenta no producía ningún temor a la cecropiana… tal vez porque no podía ver las nubes negras y rápidas que exhibían su fuerza. Sus preocupaciones continuaban con Julius Graves.

Mientras volaban, Atvar H’sial le explicó todo su plan a través de J’merlia. En cuanto regresase el capitán Rebka, conocerían la respuesta oficial a su propósito de visitar Sismo. Si el permiso les era negado, se dirigirían inmediatamente a Sísmico, en un coche aéreo cuyo alquiler ya estaba pagado. Éste los aguardaba en la pequeña pista de otra Eslinga, no muy lejos del espaciopuerto de Estrellado. Para llegar hasta allí, alquilarían un coche local, uno cuyo alcance sería tan limitado que Rebka y Perry jamás imaginarían que se proponían llegar tan lejos.

Con J’merlia como intérprete, Atvar H’sial había podido realizar todos esos arreglos sin dificultad. Lo que no podía hacer, la única tarea para la cual Darya Lang era absolutamente esencial, era tomar una cápsula en el Umbilical.

Atvar H’sial expuso sus razones, mientras Darya la escuchaba con medio oído y luchaba contra la tormenta. Ninguna cecropiana había visitado Ópalo jamás. La aparición de una en Sísmico, tratando de abordar una cápsula del Umbilical, provocaría preguntas de inmediato. No les otorgarían permiso sin verificar los pases, lo que las conduciría de vuelta a Rebka y a Perry.

—Pero tú —dijo J’merlia—, tú serás aceptada de inmediato. Ya te tenemos preparados los documentos correctos. —La trompa de Atvar H’sial se estiró un poco. La cecropiana estaba apoyada sobre Darya, con los miembros delanteros unidos en una posición que parecía una plegaria—. Tú eres una humana… y eres una mujer.

Como si eso hubiese servido de algo. Darya suspiró. Tal vez la comunicación completa entre las especies fuese un imposible. Aunque se lo había dicho tres veces, la cecropiana parecía no poder aceptar el concepto de que entre los humanos las mujeres no eran el incuestionable género dominante.

Darya se dispuso a ganar altura. Esta no era una tormenta menor. Debían alejarse de aquellas nubes antes de iniciar el descenso. A pesar de que el coche era fuerte y estable, a ella no le gustaba nada la tarea que le aguardaba.

—Y conocemos las secuencias de control empleadas para ascender el Umbilical —continuó J’merlia—. En cuanto nos hayas conseguido permiso para acceder a la cápsula, nada se interpondrá entre nosotras y la superficie de Sismo.

Aquellas palabras trataban de alentar a Darya y calmar cualquier preocupación. Curiosamente, surtieron el efecto opuesto. Darya comenzó a preocuparse. La cecropiana había llegado a Ópalo después que ella… ¿y, sin embargo, ya tenía preparados los documentos falsos? ¿Y ya conocía todas las secuencias que controlaban el Umbilical? ¿Quién se los había entregado?

—Dile a Atvar H’sial que tendré que pensar en todo esto antes de tomar una decisión.

Tenía que pensar y averiguar varias cosas antes de comprometerse a viajar a Sismo junto a Atvar H’sial. La cecropiana parecía saberlo todo respecto a Dobelle.

Excepto, posiblemente, los peligros de las tormentas en Ópalo.

Estaban descendiendo. La turbulencia era atemorizante. Darya escuchaba y sentía gigantescas ráfagas de viento que golpeaban contra el coche. Razón para que la estabilización automática hiciese bien el trabajo. Ella no era ninguna superpiloto.

Atvar H’sial y J’merlia parecían bastante serenos. Tal vez, al ser seres que descendían de ancestros voladores, tenían una perspectiva más confiada de los viajes por aire.

Darya nunca conseguiría algo semejante, de eso estaba segura. Tenía un nudo en el estómago. Se encontraban entre las nubes y bajaban hacia una tempestad de lluvia más violenta que cualquiera que hubiese visto en Puerta Centinela. Con una visibilidad menor a cien metros y sin ninguna guía, debía confiar en los faros del sistema de aterrizaje automático en Estrellado.

Suponiendo que éste funcionase, en medio de semejante aguacero.

Por la ventana delantera no se veía más que lluvia. Habían estado descendiendo durante un largo rato…, demasiado largo. Darya trató de calmarse y observó el tablero de controles. Altitud, trescientos metros. Diagonal de distancia con el faro, dos kilómetros: Debían encontrarse a segundos del aterrizaje. ¿Pero dónde estaba la pista?

Darya alzó la vista del panel y durante un par de segundos alcanzó a ver las luces de aproximación. Estaban en el lugar apropiado. Redujo la potencia y el coche se deslizó hacia la línea brillante. Las ruedas rozaron el suelo un instante. Entonces una ráfaga transversal golpeó contra el vehículo, lo alzó y lo tumbó hacia un costado.

Todo comenzó a transcurrir a cámara lenta.

El coche cayó. Darya vio que un ala tocaba la tierra mojada de lluvia…

… la observó trazar un surco, curvarse y combarse…

… la oyó quebrarse en dos…

… sintió el comienzo de la primera vuelta del coche…

… y supo, sin lugar a dudas, que la mejor parte del aterrizaje había pasado.

Darya no perdió el conocimiento en ningún momento. Estaba tan convencida de eso que, después de un rato, su cerebro ya se había formado una explicación de lo que ocurría. Era simple: cada vez que cerraba los ojos, incluso por un momento, alguien cambiaba el decorado.

Primero, la angustia y el oprobio de ser arrastrada por el suelo húmedo y accidentado. Allí no había ningún decorado, porque sus ojos no estaban funcionando.

(parpadeo)

Estaba tendida boca arriba, mientras alguien se inclinaba sobre ella y le pasaba una esponja por la cabeza.

—Mentón, boca, nariz —decía una voz—. Ojos. —Y un terrible dolor—. Parece fluido de transmisión. —No le estaba hablando a ella—. Está bien; no es tóxico. ¿Podrás arreglártelas con los otros?

—Sí —dijo otro hombre—. Pero el grande tiene una raja en el caparazón. Gotea suciedad, y no podemos suturar. ¿Qué debo hacer?

—¿Colocarle una cinta, tal vez? —Una forma oscura se alejó de ella. Unas frías gotas de lluvia cayeron sobre sus ojos doloridos.

(parpadeo)

Paredes verdes, un cielo raso beige y los silbidos y ronroneos de unas bombas. Un IV controlado por computadora goteaba en su brazo izquierdo, sostenido sobre su cuerpo por un tirante de metal. Se sentía abrigada, cómoda y maravillosamente bien.

Neomorfismo, dijo una voz lejana en su cerebro. Suministrado por la computadora cada vez que la telemetría indica que lo necesitas. Poderoso. De rápida adicción. De uso controlado en Puerta Centinela. Empleado sólo bajo condiciones controladas con disparadores inversos de epinefrina.

Tonterías, replicó el resto de ella. La sensación es fantástica. El Círculo Phemus sí que sabe utilizar las drogas. Hurra por ellos.

(parpadeo)

—¿Se siente mejor?

Una pregunta estúpida. No se sentía nada bien. Le dolían los ojos, los oídos, los dientes y los dedos de los pies. Tenía un zumbido en la cabeza, y había puntadas que comenzaban cerca de su oído izquierdo y recorrían todo el camino hasta la punta de sus dedos. Pero ella conocía esa voz.

Darya abrió los ojos. Un hombre había aparecido mágicamente junto a la cama.

—Yo te conozco. —Suspiró—. Pero no conozco tu nombre de pila. Pobre hombre. Ni siquiera tienes un nombre de pila, ¿verdad?

—Sí que lo tengo. Es Hans.

—Capitán Hans Rebka. Estupendo. Entonces sí tienes un nombre. Eres bastante guapo, ¿sabes? Si tan sólo sonrieras un poco más… Se supone que deberías estar en Sismo.

—Hemos regresado.

—Quiero ir a Sismo. —La maldita droga, pensó. Era la droga, debía serlo, y ahora comprendía por qué era ilegal. Tenía que callarse antes de que dijera algo verdaderamente inconveniente—. ¿Puedo ir allí, precioso Hans Rebka? Tengo que ir. De veras. Es necesario. —El sonrió y meneó la cabeza—. ¿Lo ves? Sabía que te verías mejor si sonreías. ¿Entonces me dejarás ir a Sismo? ¿Qué dices, Hans Rebka?

Darya parpadeó antes de que él pudiera responder.

Cuando volvió a abrir los ojos, él había desaparecido. En su lugar se hallaba un agregado importante en la habitación. A su derecha, había sido levantado un enrejado de tubos metálicos negros formando un andamiaje cúbico, en cuyo centro pendía un arnés, sujetado por fuertes cuerdas en los rincones. De ese arnés, con la varilla que era su torso envuelta en cinta blanca, con la cabeza colgando y los miembros enjutos extendidos y separados, pendía J’merlia.

La posición contorsionada de su cuerpo vendado sugería la agonía de un espasmo mortal. Darya miró a su alrededor, buscando a Atvar H’sial. No había señales de la cecropiana. ¿Sería posible que la simbiosis entre ambos llegase al extremo de que el lo’tfiano no podía sobrevivir sin ella? ¿Habría muerto cuando ambos fueron separados?

—¿J’merlia?

Darya habló sin pensar. Dado que las palabras de J’merlia no eran más que una traducción del habla feromónica de Atvar H’sial, era estúpido esperar una respuesta independiente.

Un ojo color limón giró en su dirección. Al menos sabía que ella se encontraba allí.

—¿Puedes escucharme, J’merlia? Pareces estar sufriendo un terrible dolor. No sé por qué te han puesto en ese arnés tan atroz. Si puedes comprenderme y necesitas ayuda, dímelo.

Hubo un largo silencio. Un caso perdido, pensó Darya.

—Gracias por tu preocupación —dijo al fin una voz familiar—. Pero no sufro ningún dolor. Este arnés fue hecho a petición mía, para mi comodidad. Tú no estabas consciente cuando se realizó.

¿Realmente era J’merlia quien hablaba? Automáticamente, Darya volvió a mirar a su alrededor.

—¿Eres tú o Atvar H’sial? ¿Dónde está ella? ¿Está con vida?

—Sí. Pero lamentablemente sus heridas son peores que las tuyas. Fue necesario practicar cirugía mayor en su dermatoesqueleto. Tú tienes un hueso roto y muchas contusiones. Habrás recuperado la movilidad en tres días de Dobelle.

—¿Y tú?

—Yo no soy nadie. Mi situación no tiene importancia.

A Darya le había resultado aceptable la humildad de J’merlia cuando no lo consideraba más que un portavoz de los pensamientos de la cecropiana. Pero ahora estaba frente a un ser racional, con sus propios pensamientos y sentimientos.

—Dímelo, J’merlia. Quiero saberlo.

—Perdí dos articulaciones de un miembro posterior… Nada importante. Volverán a crecer. También se agrietó un poco mi pedúnculo. Nada grave.

Tenía sus propios sentimientos… ¿y sus propios derechos?

—J’merlia… —Darya se detuvo. ¿Era asunto suyo? Allí, en ese mismo planeta, se encontraba un miembro del Consejo. En realidad, escapar de él había sido la principal causa de su accidente. Si alguien debía preocuparse por la condición de los lo’tfianos, ése debía ser Julius Graves, no Darya Lang—. J’merlia. —Se encontró hablando de todos modos. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la droga abandonase su sistema?—. Cuando Atvar H’sial está presente, tú nunca expresas tus propios pensamientos. Nunca dices nada de nada.

—Eso es cierto.

—¿Por qué?

—No tengo nada que decir. Y no sería apropiado. Incluso antes de alcanzar mi segunda forma, cuando apenas estaba en estado poslarval, Atvar H’sial fue designada como mi dominadora. Cuando ella se encuentra presente, yo sólo sirvo para trasladar sus pensamientos a los demás. No tengo ideas propias.

—Pero tienes inteligencia, tienes conocimientos. Eso está mal. Deberías gozar de tus propios derechos… —Darya se detuvo. El lo’tfiano se retorcía en su arnés para poder volver sus dos ojos hacia la humana.

J’merlia inclinó la cabeza hacia ella.

—Profesora Lang, con tu permiso. Tú y todos los humanos sois muy superiores a mí, superiores a todos los lo’tfianos. Nunca me atrevería a contradecirte. ¿Pero me permitirías hablarte sobre nuestra historia y también sobre la de los cecropianos? ¿Puedo?

Ella asintió con la cabeza. Al parecer, eso no fue suficiente, ya que él aguardó hasta que al fin Darya dijo:

—Muy bien. Cuéntame.

—Gracias. Comenzaré por nosotros, no porque seamos importantes sino para poder establecer comparaciones. Nuestro mundo natal es Lo’tfi. Es frío y tiene el cielo despejado. Como puedes adivinar por mi aspecto, gozamos de una excelente visión. Vemos las estrellas cada noche. Durante miles de generaciones sólo hemos utilizado esa información para saber en qué época del año podríamos disponer de ciertos alimentos. Eso era todo. Cuando hacía más frío o calor que de costumbre, muchos de los nuestros morían de hambre. Podíamos hablar entre nosotros, pero éramos poco más que animales primitivos. Del futuro no sabíamos nada, y del pasado, muy poco. Probablemente hubiésemos continuado así para siempre.

»Ahora piensa en Atvar H’sial y su gente. Ellos evolucionaron en un mundo oscuro y cubierto de nubes… y eran degos. Como ven por detección ultrasonora, para ellos la vista implica la presencia del aire que lleva esa señal. Por lo tanto, sus sentidos nunca pueden recibir información de nada que se encuentre más allá de su propia atmósfera. Dedujeron la presencia de su sol sólo porque sentían las débiles radiaciones como fuente de calor. Tuvieron que desarrollar una tecnología para conocer la mera existencia de la luz. Y entonces tuvieron que fabricar instrumentos sensibles a la luz y a las otras radiaciones electromagnéticas, de tal modo que pudieran detectarlas y medirlas.

»Eso fue sólo el comienzo. Tuvieron que girar esos instrumentos para mirar el cielo y deducir la existencia de un universo más allá de su planeta y su propio sol. Y finalmente tuvieron que reconocer la importancia de las estrellas, medir sus distancias y construir naves para poder explorarlas.

«Hicieron todo esto… todo esto… mientras los lo’tfianos se sentaban por allí a soñar. Somos una raza más antigua, pero, si ellos no hubiesen descubierto nuestro mundo y no nos hubiesen educado para que fuéramos seres conscientes de nosotros mismos y del universo, todavía estaríamos sentados allí, como animales.

«Comparados con los cecropianos o con los humanos, los lo’tfianos no somos nada. Comparado con Atvar H’sial, yo no soy nada. Cuando su luz brilla, la mía no debe ser vista. Cuando ella habla, es un honor ser el instrumento que te traslada sus pensamientos.

»¿Me escuchas, profesora Lang? Es un honor para mí. ¿Darya Lang?

Ella había estado escuchando… con gran atención. Pero comenzaba a sentir dolor, y la IV controlada por computadora no estaba dispuesta a permitirlo. La bomba había comenzado a funcionar otra vez, unos segundos antes.

Ella luchó para mantener los ojos abiertos.

¡No soy nada! Vaya una raza con complejo de inferioridad. Pero no debería permitirse que los lo’tfianos fuesen una raza esclava…, aunque ellos lo deseasen. En cuanto pudiese llegar hasta él, se lo diría.

Hasta él.

¿Hasta quién?

Unos ojos enloquecidos y brumosos, pero no podía recordar su nombre. ¿Le tendría miedo? Seguramente no.

Ella informaría sobre esto a…

(parpadeo).

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