12 Marea estival menos once

Darya Lang tenía la terrible sospecha de que había desperdiciado la mitad de su vida. Allá, en Puerta Centinela, se lo creyó cuando su familia le dijo que vivía en el mejor lugar del universo. «Puerta Centinela, a medio paso del Paraíso», rezaba el dicho. Y, con los medios de que disponía para investigar y su sistema de comunicaciones, no había sentido ninguna necesidad de viajar.

Pero primero Ópalo y ahora Sismo indicaban otra cosa. Le encantaba la novedad de la experiencia, el contacto con un mundo donde todo era extraño y fascinante. Desde el momento en que pisó la superficie seca y polvorienta de Sismo, sintió que todos sus sentidos se intensificaban sobremanera.

Su nariz lo dijo primero. En el aire de Sismo había una poderosa mezcla de olores. Era el perfume de flores, sin duda, pero no la profusa y generosa extravagancia que engalanaba Puerta Centinela. Darya tuvo que buscarlas… y allí estaban, a menos de cinco pasos de ella, pequeños pimpollos acampanados de lilas y lavandas, asomando entre la cubierta verde grisácea de un tojo. Las plantas se apretaban a los costados de una fisura larga y estrecha, demasiado pequeña para ser llamada valle. De los diminutos capullos surgía un apremiante perfume de mediodía, completamente desproporcionado con su tamaño. Era como si la floración, la fertilización y la siembra no pudiesen aguardar una hora más.

Darya pensó que tal vez no podían, ya que por encima de ese embriagador perfume había un deje aciago y sulfuroso de un vulcanismo lejano; el aliento de Sismo, aproximándose a la Marea Estival. Darya se detuvo, inspiró profundamente y supo que jamás olvidaría aquella mezcla de olores.

Entonces estornudó por dos veces. Había un polvillo en el aire, unas partículas irritantes que causaban picazón en la nariz.

Alzó la vista y miró más allá del valle en miniatura con su manto de flores impacientes. Una planicie se extendía hasta el horizonte humeante, a quince kilómetros de distancia. Allí era sencillo ver los efectos del polvillo. Mientras que la superficie cercana lucía sus intensos tonos de ocre, a la distancia, un lienzo gris había oscurecido y suavizado la paleta del artista, pintándolo todo de tonos apagados. Ni siquiera el horizonte era visible, excepto hacia el este, donde sus ojos divisaron —o imaginaron— una línea borrosa de picos volcánicos, coloreados en canela y dentados.

Mandel se alzaba bien alto en el cielo. Mientras ella observaba, comenzó a deslizarse tras el disco de Ópalo. El brillante semicírculo descendía momento a momento. En esa época del año, no habría más que un eclipse parcial, pero era suficiente para cambiar el carácter de la luz. Los tonos más rojizos de Amaranto se derramaban sobre el paisaje. La superficie de Sismo se convertía en un panorama iluminado por un fuego subterráneo.

En ese momento, Darya oyó la primera voz de la Marea Estival. Un rugido profundo retumbó en el aire, como el ronquido de un gigante dormido. El suelo tembló. Ella sintió un estremecimiento y un cosquilleo agradable en las plantas de los pies.

—Profesora Lang —dijo J’merlia a sus espaldas—, Atvar H’sial te recuerda que debemos recorrer un largo camino y disponemos de poco tiempo. Si pudiéramos proceder…

Darya comprendió que ni siquiera había completado su primer paso sobre la superficie de Sismo y que tanto Atvar H’sial como J’merlia todavía estaban en la escalerilla de la cápsula. Cuando Darya se apartó del camino, la cecropiana se le adelantó y se detuvo, girando su gran cabeza de un lado al otro. J’merlia fue a acuclillarse frente a ella.

Darya observó los tentáculos-oídos que recorrían la escena. ¿Qué «vería» Atvar H’sial al escuchar a Sismo? ¿Qué «escucharían» aquellos exquisitos órganos olfativos cuando cada molécula del aire narraba una historia?

Habían hablado sobre cómo era el mundo cuando lo percibías por detección ultrasonora, pero la explicación era insuficiente. La mejor analogía que Darya podía crear era la de un humano de pie en el mar, en un lugar donde el agua era turbulenta y la luz tenue. La visión era monocroma, con un alcance de algunas decenas de metros.

Pero la analogía resultaba deficiente. Atvar H’sial era sensible a un campo muy amplio de frecuencias sonoras y sin duda podía «ver» el murmullo distante de los volcanes. Aunque aquellas señales carecían de la refinada resolución espacial proporcionada por su propio sonar, con toda seguridad eran detectores de entrada.

Y había otros factores, tal vez incluso otros sentidos de los que Darya sólo tenía una vaga noción. Por ejemplo, en ese momento la cecropiana estaba levantando una pata delantera para señalar a lo lejos. ¿Estaría percibiendo la emanación de olores lejanos, con unos lóbulos olfativos tan agudos que cada uno de los aromas narraba una historia?

—Hay vida animal allí —tradujo J’merlia—. Formas aladas. Esto sugiere otro método posible de supervivencia durante la Marea Estival, algo que no fue mencionado por el comandante Perry. Permaneciendo a la sombra de Mandel, siempre en el aire, estarían a salvo.

Darya pudo ver a las criaturas voladoras… en ese momento. Tenían medio metro de largo, con cuerpos oscuros como de gasa y unas alas transparentes; parecían demasiado delicadas para sobrevivir a la turbulencia de la Marea Estival. Lo más probable era que ya hubiesen puesto sus huevos y muriesen al cabo de pocos días. Pero Atvar H’sial tenía razón respecto a algo: había muchas cosas que los humanos no sabían sobre Sismo… o que Max Perry no decía.

El pensamiento volvió a su mente: éste era todo un planeta, un mundo con su propio e intrincado equilibrio vital. Cientos de millones de kilómetros cuadrados de tierra, libres de humanos o de cualquier otra inteligencia, listos para su inspección. Una variedad infinita era posible allí, pero se necesitaría toda una vida para explorarla y conocerla.

Correcto, dijo su lado más práctico. Pero no disponemos de toda una vida. Será mejor que hayamos terminado con nuestra exploración y nos encontremos en camino antes de que transcurran ochenta horas.

Dejando a Atvar H’sial con su recorrido ciego del paisaje, Darya rodeó el pie del Umbilical hasta la fila de coches aéreos. Había ocho, estacionados bajo su cubierta protectora de material hecho por los Constructores. La explanada sobre la cual descansaban estaba conectada por cables de fibra siliconada al mismo Umbilical; se elevarían con ella cuando llegase la Marea Estival.

Darya subió a uno de los coches y examinó sus controles. Tal como le había anticipado Atvar H’sial, el vehículo había sido fabricado por humanos y era idéntico al que utilizaron para sus viajes por Ópalo. Tenía la carga completa. Darya podría conducirlo sin problemas siempre y cuando —una punzada en la clavícula se lo recordó— no se encontraran con otra tormenta como la que los había azotado la última vez.

Darya alzó una mano abierta para probar el viento. Por el momento no había más que una brisa fuerte, nada de qué preocuparse. Aunque se encontrasen con remolinos de polvo, la visibilidad era de al menos tres o cuatro kilómetros. Eso sería suficiente para aterrizar. Incluso podrían elevarse por encima de cualquier tormenta de arena.

Ante sus llamadas, Atvar H’sial y J’merlia subieron al coche y se prepararon para el vuelo. Darya se elevó de inmediato, buscando una altitud que la alejara de cualquier turbulencia. J’merlia se agazapó a su lado en la parte delantera del coche. Darya le había explicado el funcionamiento de los controles cuando volaron sobre Ópalo; de ser necesario, era probable que él pudiese pilotar la nave. Pero, al parecer, J’merlia ni soñaría con hacerlo sin instrucciones de Atvar H’sial.

Darya trató de hablar con él y fracasó. Había imaginado que se comportaría de forma diferente con ella después de sus conversaciones mientras se recuperaban del accidente. Se había equivocado. Cuando Atvar H’sial estaba presente, J’merlia se negaba a hacer un movimiento independiente; durante las primeras tres horas de viaje, sólo habló cuando Atvar H’sial se lo ordenó.

Pero en la cuarta hora, J’merlia hizo algo por su cuenta, sin instrucciones de su ama. De pronto se sentó derecho y señaló:

—Allá. Arriba.

Volaban con el piloto automático a veinte mil metros de altura, muy por encima de casi toda la atmósfera de Sismo y a salvo de las tormentas. Darya no había estado mirando hacia arriba. Observaba la superficie delante de ellos, utilizando los sensores de imagen del coche. Podía ver suficientes evidencias de vida en Sismo con la máxima definición. Entre las colinas y lagos había grandes manadas de animales de lomo blanco. Se alejaban de las tierras altas y se dirigían hacia el agua en forma tan resuelta e inexorable como una ola en retirada. Darya observó la masa compacta que se dividía en torno a las lomas y grandes peñascos. Unos cuantos kilómetros más allá, donde se acababan las colinas, pudo ver filas sinuosas de verde oscuro, siguiendo y definiendo la grava húmeda de los lechos fluviales. Los ríos secos acababan en zonas de gran vegetación, impenetrables desde arriba, que marcaban el fondo de unas hondonadas de profundidad incierta.

Ante las palabras de J’merlia, Darya alzó la vista. Él se inclinó sobre su hombro para señalar el cielo estrellado.

Atvar H’sial emitió un silbido.

—Otro coche —tradujo J’merlia—. Hemos sido perseguidos por el Umbilical, y mucho más rápido de lo que habíamos esperado.

La luz móvil estaba justo encima de ellos, siguiendo su mismo curso pero a mucha mayor altura. También se adelantaba a ellos rápidamente. Darya permitió que el piloto automático continuase el vuelo mientras ella giraba el sensor para lograr una mejor vista del otro vehículo.

—No —dijo después de unos momentos—. No es un coche aéreo. —Puso a funcionar la pequeña computadora del coche para calcular una trayectoria—. Está demasiado alto y se mueve muy rápido. Y mira… Se vuelve más brillante. No son las luces de un coche aéreo.

—¿Entonces qué es?

—Es una nave espacial. Y esa luz brillante significa que está entrando en la atmósfera de Sismo. —Darya observó la información de la computadora, donde aparecía una primera estimación de la trayectoria final de la otra nave—. Será mejor que descendamos un rato y pensemos en lo que vamos a hacer.

—No. —Los pensamientos de Atvar H’sial fueron expresados por J’merlia con un murmullo de protesta.

—Lo sé. Yo tampoco quiero hacerlo —replicó Darya—. Pero es necesario, a menos que ustedes sepan algo que yo no sé. La computadora necesita más datos para estar segura, aunque ya nos está dando un resultado preliminar. Esa nave está a punto de aterrizar. Yo no sé quién se encuentra dentro, pero tocará tierra justo donde no queremos que lo haga…, a pocos kilómetros de nuestro propio destino.

El crepúsculo en Sismo…, si un anochecer tan repentino y ominoso, rojo como la sangre de un dragón, podía justificar esa descripción.

Mandel se elevaría en tres horas. Amaranto yacía muy bajo en el horizonte, con su rostro rojizo oscurecido por nubes de polvo. Sólo Gargantúa brillaba en todo su esplendor, un mármol veteado en tonos anaranjados y salmón rosado.

El coche aéreo se hallaba posado sobre la grava, listo para un rápido despegue. Darya Lang había descendido entre dos pequeños lagos, en una zona donde según el mapa abundaban los lagos de agua dulce.

El mapa había mentido al menos en un aspecto. Acuclillada junto a uno de los estanques, Atvar H’sial había aspirado el agua ruidosamente con su trompa. J’merlia había afirmado que era potable. Pero, al probar el agua del mismo estanque, Darya escupió con asco y se preguntó cómo sería el metabolismo de los cecropianos. El agua del lago era dura y amarga, completamente alcalina. Ella no podría bebería; debería depender de la provisión del coche.

Darya pasó de largo junto al vehículo y se preparó para dormir. Incluso con la ayuda del piloto automático, el viaje alrededor de Sismo había significado una gran tensión. Por más que el planeta parecía muy inofensivo, no se había atrevido a disminuir su concentración en ningún momento; y ahora que finalmente le estaba permitido relajarse, no podía hacerlo.

Había demasiado que ver, demasiado en que reflexionar.

Según Perry, estando tan cerca de la Marea Estival, Sismo debería haber sido un infierno. La corteza tendría que haber estado despedazada, con incendios de malezas y plantas quemadas en un aire demasiado caluroso para respirar. Los animales debían haber desaparecido hacía mucho, muertos o en estado de letargo debajo de la superficie.

En lugar de ello, Darya podía respirar, caminar y sentarse con cierta comodidad, y por todas partes había enérgicas señales de vida. Había acomodado su cama portátil al aire libre, cerca de uno de los estanques y a la sombra de un matorral de correhuelas.

Podía escuchar a los animales que se escurrían entre ellas, ignorando su presencia, y contemplar cómo, junto al agua, el suelo estaba horadado de pequeños agujeros de diferentes tamaños, donde se ocultaban pequeños animales. Cuando moría el rugido distante de un trueno o de un volcán, Darya podía escuchar a estos trabajadores, escarbando sin pausa en la tierra reseca.

Hacía calor, tenía que admitirlo. La desaparición de Mandel del cielo había traído poco alivio. El sudor le mojaba la ropa y corría por su cuello.

Darya se tendió en su cama portátil. Aunque Sismo parecía un lugar seguro, ella estaba preocupada por lo que harían a partir de ese momento. Esa nave espacial debía de venir de Ópalo; probablemente había sido enviada para llevarlos de vuelta allí. Si seguían adelante, podían ser capturados y forzados a abandonar Sismo. Pero, si no seguían adelante, no alcanzarían su destino.

Mientras reflexionaba sobre eso, Atvar H’sial la sorprendió acercándose para ofrecerle unas frutas de Ópalo y una botella con agua. Darya lo aceptó y le agradeció con un movimiento de cabeza. Aquél era un gesto que ambas compartían. La cecropiana asintió a su vez y regresó al interior del coche aéreo.

Mientras comía, Darya pensó en sus dos compañeros. Nunca los había visto comer. Tal vez, como los habitantes de algunos mundos de la Alianza, consideraban que la alimentación era algo privado. O quizás eran como las tortugas de Ópalo, las cuales, según el personal de Estrellado, eran capaces de sobrevivir todo un año sin ingerir más que agua. ¿Pero entonces por qué se le ocurriría a Atvar H’sial alimentar a la humana del grupo?

Darya se tendió en su cama portátil, se tapó con la sábana impermeable y observó el cielo que giraba sobre ella. Las estrellas se movían tan rápido… En Puerta Centinela, con sus días de treinta y ocho horas, el desplazamiento de la bóveda estrellada era casi imperceptible. ¿En qué dirección del espacio se encontraba su hogar? Observó las constelaciones desconocidas. Hacia allá… o hacia allá… Su mente flotó hacia las estrellas. Con un esfuerzo volvió sus pensamientos al presente. Todavía tenía una decisión que tomar.

¿Debían seguir adelante hasta el lugar que, según sus cálculos, era el foco de la actividad durante la Marea Estival? Podían ir, sabiendo que allí se encontrarían con otros. ¿O debían permanecer donde estaban y aguardar? Tal vez debían avanzar un poco, detenerse un tiempo…

Avanzar un poco, detenerse…

Darya Lang se sumió en un sueño tan profundo que ni los ruidos cercanos ni las vibraciones lograron despertarla. Llegó el breve amanecer; pasó el día y nuevamente fue de noche para dar paso a un nuevo día.

Los sonidos de animales que cavaban túneles finalizaron. Ópalo y Sismo habían dado dos vueltas completas uno alrededor de otro antes de que Darya volviera al estado consciente.

Despertó lentamente al mediodía bajo la luz de Amaranto. Pasó todo un minuto antes de que supiera dónde estaba y otro más antes de que se sintiera lista para sentarse y mirar a su alrededor.

Atvar H’sial y J’merlia no estaban a la vista. El coche aéreo había desaparecido. Bajo una cubierta impermeable situada cerca de ella, había algunas provisiones y equipos. Nada más, de horizonte a horizonte, sugería que humanos o seres de cualquier otra especie hubiesen estado allí jamás.

Darya se arrodilló y hurgó entre la pila, buscando un mensaje. No había ninguna nota, ninguna grabación, nada. Nada que pudiese ayudarla a excepción de unos pocos recipientes con comida y bebida, un generador de señales en miniatura, una pistola y una linterna.

Darya miró su reloj. Quedaban nueve días de Dobelle. Setenta y dos horas, antes de que llegase la peor de todas las mareas estivales. Y ella estaba varada en Sismo, sola, a seis mil kilómetros del Umbilical…

El pánico que había sentido cuando abandonó Puerta Centinela volvió a escurrirse en su corazón.

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