18 Marea estival menos cinco

La Nave de los Sueños Estivales estaba bien oculta.

La Depresión Pentacline era el rasgo más visible sobre la superficie de Sismo. Con ciento cincuenta kilómetros de ancho, desbordante de una densa y brillante vegetación, podía verse a quinientos mil kilómetros de distancia en el espacio como una asteria de color verde pálido sobre la polvorienta superficie gris de Sismo. La Pentacline también era el sector más bajo del planeta. Sus cinco valles, que se irradiaban hacia arriba como brazos extendidos desde la depresión central, debían elevarse más de ochocientos metros para alcanzar el nivel de la planicie circundante.

La pequeña nave espacial había aterrizado cerca del centro del brazo norte de la Pentacline, en un sitio donde la densa vegetación era interrumpida por una pequeña isla plana de basalto negro. La nave había efectuado un descenso angular sobre el afloramiento, deslizándose hasta su misma orilla. Se hallaba oculta desde el aire por una vigorosa vegetación nueva. Apenas más grande que un coche aéreo, la Nave de los Sueños Estivales estaba protegida bajo una cubierta de hojas que alcanzaba los cinco metros. Se encontraba vacía, con todos sus sistemas sustentadores de vida apagados. Sólo la radiación residual del Propulsor Bose delataba su presencia.

Max Perry entró en la nave abandonada y miró a su alrededor con asombro. Su cabeza casi tocaba el techo, y todo el lugar no tenía más de tres metros de ancho. Con un solo paso iba de la compuerta principal a la diminuta cocina; con otro, se encontraba frente a la consola de controles.

Perry inspeccionó los monitores simples del panel, con sus veinticuatro interruptores e indicadores de colores brillantes, y meneó la cabeza.

—Esto es un maldito juguete. Ni siquiera sabía que se podía entrar en el Sistema Bose con algo tan pequeño.

—Se supone que no se puede. —Graves se mantenía bajo control. No se veía muy normal, pero había dejado de retorcer las manos y su rostro huesudo ya no bullía en un tumulto de emociones—. Fue construida como una pequeña embarcación turística, para dar paseos dentro de un mismo sistema. Los diseñadores no imaginaron que se le agregaría un Propulsor Bose y, por supuesto, nadie pensó jamás que sería utilizada para atravesar tantas Transiciones Bose. Pero así es Shasta… Los niños gobiernan el planeta. Las gemelas Carmel convencieron a sus padres. —Se volvió hacia J’merlia—. ¿Serías tan amable de decirle a Kallik que deje eso antes de que haga algo peligroso?

La pequeña hymenopt estaba sobre el mecanismo de mando de la nave. Había retirado la cubierta y espiaba el interior.

—Con gran respeto, Kallik dice que es lo opuesto de peligroso. Es consciente de que alguien tan ignorante como ella puede saber muy poco sobre algo tan complicado como el Propulsor Bose, pero está bastante segura de que la potencia de éste está agotada. No podrá volver a utilizarse. Es discutible que esta nave incluso pueda despegar para ponerse en órbita. Ella ya lo sospechaba, a juzgar por la débil señal que recibió la nave de su amo cuando inspeccionaba la superficie.

—Lo cual explica por qué las gemelas nunca abandonaron Sismo. —Perry se había vuelto hacia las pantallas y examinaba el diario de vuelo en la computadora—. También explica que hayan realizado un itinerario tan peculiar. Esto muestra una secuencia continua por el Sistema Bose que las trae hasta Dobelle y luego las lleva directamente a territorio zardalu en dos transiciones más; pero no lograron hacerlo sin una nueva fuente de potencia Bose. Pudieron haber recogido una en la Estación Intermedia, pero naturalmente no lo sabían. Por lo tanto, el único lugar del sistema que les quedaba era Ópalo. Claro que allí habríamos detectado su llegada de inmediato.

—Lo cual, por desgracia, no es el caso aquí. ¿Y entonces cómo las encontraremos? —Graves fue hasta la puerta y se asomó, haciendo sonar las articulaciones de sus dedos—. Me equivoqué, ¿saben? Supuse que, cuando hubiésemos encontrado la nave en que llegaron, habría terminado la parte difícil del trabajo. Nunca se me ocurrió que fuesen lo bastante arriesgadas como para abandonar la nave y vagar por el planeta.

—Yo puedo ayudar en eso. Pero, si las encuentra, ¿cómo se manejará con ellas?

—Déjeme eso a mí. Es un terreno en el que tengo experiencia. Somos criaturas condicionadas, comandante. Suponemos que lo que sabemos es sencillo, y nos resulta misterioso aquello que no sabemos. —Graves agitó un brazo flaco enfundado en negro hacia la Pentacline—. Para mí todo aquello es misterioso. Se encuentran ocultas en algún lugar allá afuera. ¿Pero por qué abandonarían la relativa seguridad que les brindaba esta nave para internarse en eso?

Lo que podía verse desde la nave era una maraña verde de frondosas enredaderas. Temblaban continuamente con los movimientos terrestres, produciendo la ilusión de estremecimientos nerviosos.

—Fueron allí porque pensaron que estarían a salvo y no podrían ser localizadas. Pero yo las encontraré. —Perry miró su reloj—. Debemos apresurarnos. Ya han pasado horas desde que dejamos el generador. J’merlia. —Se volvió hacia el receloso lo’tfiano—. Les prometimos llevarlos de vuelta al cabo de cuatro horas. Y lo haremos. Vamos, consejero. Yo sé dónde deben estar…, vivas o muertas.

Afuera de la nave, la atmósfera de la depresión estaba más cargada y agobiante, diez grados más calurosa que en la planicie. El basalto negro temblaba bajo sus pies, recalentado y palpitante como la piel escamosa de una enorme bestia. Perry caminó por el borde de la roca, examinándola con gran atención.

Graves lo siguió, secándose el sudor de la frente.

—Si espera ver huellas de pisadas, lamento desalentarlo, pero…

—No. Huellas de agua. —Perry se arrodilló—. Sismo posee muchos lagos pequeños y estanques. Los animales autóctonos se las arreglan bien, aunque consumen un agua que usted o yo no podríamos beber. Cuando las gemelas Carmel abandonaron su nave, debieron necesitar una fuente de agua potable.

—Quizá tuvieran un purificador.

—Sin duda… Agua potable en Sismo es un término relativo. Usted y yo no podríamos bebería, como tampoco Geni o Elena Carmel. —Perry deslizó la mano sobre una cuña dentada en la roca—. Si están con vida, deben tener agua cerca. No importa adonde fueran primero; deben haber terminado cerca de uno de estos afluentes. Aquí hay uno bastante grande. Hay otro por allí, pero esta roca tiene declive y nos encontramos en la parte más baja. Intentaremos con éste primero.

Perry descendió cuidadosamente por el borde. Graves lo siguió con una mueca al tocar el basalto. La temperatura de la roca era mayor que la del cuerpo; casi quemaba. Perry se alejaba con rapidez, deslizándose de espaldas sobre una ladera de treinta grados que atravesaba una cortina de enredaderas.

—¡Espéreme! —Graves alzó una mano para protegerse los ojos. Los bordes de las hojas le cortaban las manos y dejaban marcas sobre su cabeza calva. Enseguida se encontró abajo, cubierto por la vegetación que marcaba el primer nivel de la Pentacline.

Allí la luz de Mandel y Amaranto estaba apagada, como una sombra azul verdosa. Unas pequeñas criaturas volaban sobre ellos. Aunque al principio Julius Graves pensó que eran insectos o pájaros, una consulta a Steven le proporcionó la información de que eran seudocelentéreos, más parecidos a medusas voladoras que cualquier otra forma de la Tierra o de Miranda. Las criaturas chillaron de pánico y se alejaron de Graves en la penumbra. Él se apresuró para alcanzar a Max Perry. Bajo la bóveda vegetal, la temperatura había subido unos grados más.

Perry seguía el lecho rocoso, abriéndose paso entre unos troncos amarillos y unas setas que alcanzaban los dos metros de altura. Nubes de diminutas criaturas aladas se elevaban de entre las hojas y volaban hacia su rostro y sus manos.

—No pican —dijo Perry por encima del hombro—. Siga adelante.

Graves las ahuyentó, tratando de alejarlas de sus ojos. Se preguntó por qué Perry no habría traído máscaras y caretas. En su concentración, no miró por dónde caminaba y chocó contra la espalda de Perry.

—¿Ha encontrado algo?

Perry negó con la cabeza y señaló hacía abajo. Dos pasos más adelante, el lecho del arroyo caía en un hueco vertical. Graves se inclinó con imprudencia y no pudo ver señales del fondo.

—Esperemos que no estén allá abajo. —Perry ya comenzaba a regresar—. Vamos.

—¿Y si el otro también es un callejón sin salida? —Graves volvió a hacer sonar sus articulaciones.

—Malas noticias. Necesitaremos una nueva idea. Pero, aunque se nos ocurra, no tendremos tiempo de llevarla a cabo. Será hora de preocuparnos por nosotros mismos.

En lugar de volver a subir por la ladera de roca, se abrió paso lentamente hasta el otro lado del afloramiento por donde corría otro afluente. Fuera del lecho, la vegetación crecía con más fuerza. Resistentes brotes de bambú se alzaban hasta las rodillas, raspando sus botas y cortando la tela de sus pantalones. La savia irritante de las hojas rotas hacía arder los cortes de sus pantorrillas. Perry maldecía, pero no aminoraba la marcha.

Veinte metros después se detuvo y señaló.

—Allí está el otro afluente. Algo ha pasado por aquí unas cuantas veces.

Al borde del lecho, las juncias grises y verdes estaban aplastadas y quebradas. Sobre sus tallos rotos había una capa oscura de savia seca.

—¿Animales? —Graves se inclinó para frotarse las pantorrillas y canillas lastimadas, ya que la picazón que sentía era insoportable.

—Tal vez. —Perry alzó un pie y pisó un tallo entero, calculando su resistencia—. Pero lo dudo. Lo que haya aplastado esto no andará lejos del peso de un humano. Nunca he sabido que en la Pentacline hubiese nada que pesase ni la cuarta parte. Al menos nos facilita la marcha.

Comenzó a caminar por la orilla del arroyo, siguiendo la vegetación aplastada. Aunque el resplandor verdoso se había oscurecido, el sendero era fácil de seguir. Corría paralelo al lecho seco y luego se acercaba a él. Treinta metros más allá, el camino se cubría de helechos.

Graves posó una mano sobre el hombro de Perry y se le adelantó.

—Si está en lo cierto —dijo con suavidad—, a partir de ahora es mi turno. Déjeme ir adelante y solo. Lo llamaré cuando lo necesite.

Perry lo miró unos momentos y luego le permitió adelantarse. En los últimos cinco minutos Graves había cambiado. En su rostro no quedaba ningún rastro de inestabilidad; en él sólo se veía fuerza, calidez y compasión. Era el semblante de un hombre distinto…, de un consejero.

Graves siguió el curso del arroyo hasta que estuvo a un par de pasos de la cortina de helechos. Allí se detuvo, escuchando, y, después de un par de segundos, asintió con la cabeza y se volvió hacia Perry. Guiñó en forma grotesca, separó los helechos y se internó en la oscuridad del matorral.


Eran las gemelas Carmel; tenían que ser ellas. Habían sido localizadas, aunque Perry hubiese apostado lo contrario cuando él, Graves y Rebka abandonaran Ópalo. ¿Pero qué les estaba diciendo Graves, oculto en la oscuridad?

Tan cerca de la Marea Estival, unos pocos minutos en la Pentacline parecían horas. El calor y la humedad eran terribles. Perry miraba su reloj una y otra vez, sin poder creer que el tiempo transcurriese tan lento. Aunque era pleno día y Mandel debía estarse elevando, allí cada vez había menos luz. ¿Se estaría formando una tormenta de polvo allá arriba en la atmósfera? Perry alzó la vista, pero no pudo ver nada a través de las múltiples capas de vegetación. Sin embargo, bajo sus pies había suficiente evidencia de la actividad de Sismo. El suelo enmarañado del bosque vibraba constantemente.

Treinta y cinco horas hasta la Marea Estival Máxima.

El reloj continuaba corriendo en la cabeza de Perry junto con una pregunta. Habían prometido llevar a J’merlia y a Kallik al lugar donde los habían encontrado. Esa promesa había sido hecha de buena fe y sin reservas. ¿Pero podrían hacer semejante cosa, sabiendo que pronto Sismo se convertiría en una trampa mortal para todos excepto para sus organismos singularmente escogidos?

De pronto, una luz brillante frente a él lo sobresaltó. La cortina de helechos había sido abierta, y Graves lo llamaba para que se acercase.

—Entre. Quiero que escuche esto y sirva como testigo.

Max Perry se abrió paso entre la erizada fronda de helechos. Iluminado desde el interior, el matorral oscuro no resultó ser tan cerrado como parecía. Los helechos sólo formaban una valla natural dentro de la cual se alzaba una tienda flexible, sostenida por nervaduras neumáticas. Graves mantenía abierto un panel de la puerta. Cuando Perry entró, quedó sorprendido por el tamaño del interior. Tenía al menos diez metros cuadrados. Incluso con las paredes inclinadas hacia dentro, el espacio era considerable. Los muebles eran asombrosamente completos, con todo lo que se necesitaba para vivir con una comodidad normal. Estaba funcionando algún aparato que controlaba la temperatura y la humedad, de tal modo que las condiciones internas eran agradables. Y estaba bien oculta de cualquier rastreador normal. No era extraño que las gemelas hubiesen preferido permanecer aquí y no en el restringido espacio de la Nave de los Sueños Estivales.

La tienda también debía de ser a prueba de luz; de no ser así, acababan de encenderlas. Perry sólo tuvo tiempo de echar un vistazo a la hilera de cilindros brillantes que había en las paredes, antes de que su atención se dirigiera hacia las ocupantes de la tienda.

Elena y Geni Carmel estaban sentadas contra la pared opuesta, una junto a la otra, con las manos sobre las rodillas. Estaban vestidas con ropas deportivas color bermejo y llevaban suelto sobre la frente su cabello castaño rojizo. La primera impresión de Perry fue la de dos personas idénticas, con el mismo parecido a Amy que lo dejó sin aliento cuando vio sus fotografías en Ópalo.

Pero al verlas en persona, bajo las luces brillantes de la tienda, la razón se impuso rápidamente. Si las gemelas se parecían a Amy, era por sus ropas y su peinado. Elena y Geni Carmel se veían cansadas y agobiadas, muy lejos de la confianza vivaz e invencible que siempre mostraba Amy. El bronceado que había visto en los cubos de imagen había desaparecido hacía mucho, siendo reemplazado por una palidez exhausta.

Las gemelas eran diferentes entre sí. Aunque sus facciones fuesen idénticas, no ocurría lo mismo con sus expresiones. Una era claramente la gemela dominante… ¿Tal vez había nacido unos segundos antes o sería un poco más grande y pesada?

Ella era la que miraba a Max Perry a los ojos. La otra mantenía la mirada baja; no dirigió más que un rápido vistazo tímido al recién llegado con sus grandes ojos. Sin embargo, parecía tranquila con Graves y volvió su rostro hacia él cuando cerró el panel de la tienda y fue a sentarse frente a ellas.

Graves llamó a Perry para que se sentase a su lado.

—Elena… —dijo señalando a la hermana más segura de sí misma— y Geni han pasado por momentos muy difíciles. —Su voz era suave, casi reprimida—. Queridas mías, sé que es un recuerdo muy doloroso, pero quiero que repitan al comandante lo que acaban de decirme… Esta vez lo grabaremos.

Geni Carmel dirigió a Perry otra mirada de soslayo y se volvió hacia su hermana en busca de ayuda.

Elena se sujetó las rodillas con más firmeza.

—¿Desde el comienzo? —Su voz era grave para un cuerpo tan delgado.

—No es necesario que le cuenten cómo ganaron el premio en Shasta. Tenemos registros de todo eso. Quisiera que comenzaran con su llegada a Pavonis Cuatro. —Graves colocó una pequeña grabadora frente a él—. Cuando estén listas, podremos comenzar.

Elena Carmel asintió con la cabeza y se aclaró la garganta varias veces.

—Iba a ser el último planeta —comenzó al fin—. El último que visitaríamos antes de regresar a Shasta. Antes de regresar a casa. —Su voz se quebró al pronunciar la última palabra—. Por lo tanto decidimos permanecer alejadas de la gente. Trajimos equipos especiales… —Señaló a su alrededor—. Estos equipos. Podíamos vivir con comodidad, lejos de todo. Llevamos la Nave de los Sueños Estivales hasta un montecillo de césped que se alzaba en la tierra firme en medio de los pantanos… Pavonis Cuatro está cubierto de pantanos. Queríamos alejarnos de la civilización y acampar lejos de la nave.

Elena se detuvo.

—Eso fue culpa mía —dijo Geni Carmel en un tono abatido más agudo que el de su hermana—. Habíamos visto a tanta gente, en tantos mundos… Además, la nave era más pequeña de lo que habíamos notado al salir. Yo estaba cansada de vivir confinada dentro de ella.

—Ambas estábamos cansadas. —Elena defendía a su hermana menor—. Acampamos a unos treinta metros de la nave, cerca del pie del montecillo. Cuando cayó la noche pensamos que sería una gran idea pasar una velada primitiva, como si hubiésemos estado en la Tierra diez mil años atrás, y encender un fuego. Lo hicimos. Como la noche estaba muy agradable, sin amenaza de lluvia, decidimos dormir afuera. Cuando estuvo completamente oscuro, abrimos nuestros sacos de dormir y nos tendimos mirando las estrellas. —Frunció el ceño—. No sé sobre qué hablamos.

—Yo, sí —replicó Geni—. Hablamos sobre que era nuestra última parada y sobre lo aburrido que sería volver a la escuela en Shasta. Tratamos de ver nuestro propio sol, pero las constelaciones se veían muy diferentes y no estábamos seguras de la dirección en que quedaba nuestro hogar… —Se detuvo y volvió a mirar a su hermana.

—Entonces nos dormimos. —Elena hablaba con menos calma—. Y mientras dormíamos, llegaron ellos. Los… los…

—¿Los bercias? —la ayudó Julius Graves. Ambas gemelas asintieron—. Espera un momento, Elena —continuó él—. Quiero que en la grabación quede constancia de algunas cosas sobre los bercias. Éstos son hechos bien establecidos y fácilmente comprobables. Los bercias eran vertebrados grandes y lentos. Como anfibios nocturnos originarios sólo de Pavonis Cuatro, eran altamente fotofóbicos. En su estilo de vida se parecían a los extintos castores de la Tierra. Al igual que ellos, vivían en comunidades y eran acuáticos, además de construir madrigueras. La principal razón por la cual se les adjudicó una posible inteligencia fue la compleja estructura de esas madrigueras. Para hacerlas empleaban lodo y los troncos de los únicos árboles existentes en Pavonis Cuatro. Éstos sólo crecen en tierra firme, cerca de los montecillos de césped. Así pues era inevitable que los bercias aparecieran por la noche, junto al montecillo donde se alzaba el campamento de las Carmel. —Graves se volvió hacia Elena—. ¿Alguna vez alguien te había hablado de los bercias antes de que acamparas allí? ¿Quiénes eran y qué aspecto tenían?

—No.

—¿Y a ti? —preguntó girando hacia Geni Carmel.

Ella negó con la cabeza y agregó con voz apenas audible:

—No.

—Por lo tanto quisiera incluir la descripción física de los bercias en esta grabación. Toda experiencia humana con estos seres sugiere que eran mansos y completamente herbívoros. Sin embargo, para cortar el xilema de los árboles, los bercias estaban equipados con fuertes mandíbulas y grandes dientes. —Se volvió hacia Elena Carmel—. Por favor, continúa. Describe el resto de tu noche en Pavonis Cuatro.

—No estoy segura de cuánto tiempo dormimos. —Elena Carmel miró a su hermana de soslayo—. Tan pronto como me desperté, oí gritar a Geni. Ella me dijo…

—Quiero escucharlo directamente de Geni. —Graves señaló a la otra hermana con el índice—. Sé que es doloroso, pero cuéntanos lo que viste.

Geni Carmel parecía aterrorizada. Graves se inclinó hacia delante y le cogió las manos entre las suyas, mientras aguardaba.

—Pavonis Cuatro tiene una sola luna grande —dijo Geni al fin—. Yo no duermo tan profundamente como Elena.

La luz de la luna me despertó. Al principio no miré a mi alrededor… Sólo permanecí tendida en mi saco, observando la luna. Recuerdo que tenía manchas oscuras, como una cruz curva en la cima de una pirámide. Entonces algo enorme se colocó frente a la luna. Pensé que sería una nube o algo parecido. No noté lo cerca que estaba hasta que lo escuché respirar. Estaba inclinado sobre mí. Vi una cabeza chata y oscura, con una boca llena de dientes afilados. Y grité llamando a Elena.

—Antes de continuar —repuso Graves—, quisiera agregar otra cosa fácilmente comprobable a esta grabación. El planeta Shasta, mundo natal de Elena y Geni Carmel, no posee carnívoros peligrosos. Pero en una época los tuvo. El más grande y peligroso de esos animales era un invertebrado de cuatro patas conocido como skrayalo. Aunque anatómicamente no tenía ningún parecido con los bercias, su aspecto superficial es el mismo, así como su tamaño y su peso. Elena Carmel, ¿qué pensaste al ver que un bercia estaba inclinado sobre tu hermana y que un círculo de ellos rodeaba vuestros sacos de dormir?

—Pensé… pensé que era skrayalos. Sólo al principio. —Vaciló un instante; luego las palabras salieron como un torrente—. Por supuesto que, cuando los vi bien y pude pensarlo, comprendí que era imposible. De todos modos nunca habíamos visto a un skrayalo… Desaparecieron mucho antes de que nosotras naciéramos. Pero nuestros cuentos e imágenes estaban llenos de ellos. Cuando desperté, ni siquiera sabía dónde estaba… Sólo vi unos animales enormes y los dientes de uno de ellos cerca de Geni.

—¿Qué fue lo que hiciste?

—Grité, cogí la linterna e iluminé a mi alrededor.

—¿Sabías que los bercias eran altamente fotofóbicos y que sufrirían un ataque terminal con un alto grado de iluminación?

—No tenía idea.

—¿Sabías que posiblemente los bercias eran inteligentes?

—Se lo dije, nunca habíamos oído hablar de ellos. Lo averiguamos después, cuando consultamos el banco de datos de la nave.

—¿Así pues no teníais forma de saber que aquéllos eran los únicos supervivientes maduros de la especie? ¿Y que las formas infantiles no tenían posibilidad de sobrevivir sin el cuidado de los adultos?

—No sabíamos nada de eso. Lo supimos cuando regresamos a la ciudad de Capra y oímos que nos estaban buscando para arrestarnos.

—Consejero —interrumpió Perry mientras miraba con insistencia otra vez su reloj—, ya han pasado tres horas. Debemos regresar.

—Muy bien. Nos detendremos aquí. —Graves cogió la máquina grabadora y se volvió hacia Elena y Geni Carmel—. Tendrá que haber una investigación y un juicio allá en Shasta, bajo condiciones controladas, y también una audiencia en Miranda. Pero os aseguro que lo que me habéis dicho es suficiente para establecer inocencia de intención. Matasteis por accidente, sin saber que estabais matando, cuando estabais aterrorizadas y medio dormidas. Todavía hay un misterio para mí: por qué escapasteis. Pero esa explicación puede esperar. —Se levantó—. Ahora debo poneros a ambas bajo mi custodia. Desde este momento, estáis bajo arresto. Tenemos que abandonar este lugar.

Las gemelas intercambiaron una rápida mirada.

—No iremos —dijeron al unísono.

—Debéis hacerlo. Estáis en peligro. Todos lo estamos.

—Nos quedaremos aquí y correremos el riesgo —insistió Elena.

—No comprendéis —replicó Graves, frunciendo el ceño—. El comandante Perry puede brindaros más detalles, pero yo os lo diré brevemente: aunque os sintáis seguras en este momento, si permanecéis en Sismo no podréis sobrevivir a la Marea Estival de ninguna manera.

—Entonces déjenos. —Elena Carmel estaba a punto de llorar—. Nos quedaremos. Si morimos, será suficiente castigo como para satisfacer a todos.

Graves suspiró y volvió a sentarse.

—Comandante Perry, debe irse. Vuelva con los demás y despegue. Yo no puedo partir.

Perry permaneció de pie, sacó un arma portátil de abajo del cinturón y apuntó a las dos hermanas.

—Esto puede matar, pero también puede ser utilizado para producir aturdimiento. Si el consejero está de acuerdo, las llevaremos al coche inconscientes.

Las jóvenes miraron el arma con aprensión. Graves negó con la cabeza.

—No, comandante —dijo con fatiga—. No es ninguna solución. Usted sabe que jamás lograríamos subirlas por la ladera. Yo me quedaré. Usted debe partir y decirle a J’merlia y a Kallik lo ocurrido. —Se reclinó y cerró los ojos—. Márchese rápido, antes de que sea demasiado tarde.

Un trueno distante pareció apoyar sus palabras. Perry alzó la vista, pero no se movió.

—Decidme por qué —continuó Graves. Abrió los ojos, se levantó lentamente y comenzó a caminar por la tienda—. Decidme por qué no queréis regresar conmigo. ¿Pensáis que soy vuestro enemigo… o que los gobernantes de la Alianza son unos monstruos crueles? ¿Creéis que todo el sistema de justicia está dispuesto a atormentar y torturar a unas jóvenes? ¿Que el Consejo toleraría cualquier clase de maltrato hacia vosotras? Si sirve de algo, puedo daros mi promesa personal de que si venís conmigo no resultaréis lastimadas. Por favor, decidme a qué le tenéis tanto miedo.

Elena Carmel dirigió una mirada inquisitiva a su hermana.

—¿Podemos? —Y entonces, cuando Geni asintió con la cabeza, comenzó a hablar—. Habría tratamiento para nosotras. Rehabilitación. ¿No es verdad?

—Bueno, sí. —Graves se detuvo—. Pero sólo para ayudaros. Borraría el dolor del recuerdo… No querréis pasar el resto de vuestras vidas reviviendo esa noche sobre Pavonis Cuatro. La rehabilitación no es un castigo, es una terapia. No os hará daño.

—Usted no puede garantizar eso —dijo Elena—. ¿No se supone que la rehabilitación ayuda con los problemas mentales…, con cualquier problema mental?

—Bueno, aunque siempre está enfocada hacia un incidente o dificultad particular, ayuda en todos los aspectos.

—Incluso con un problema que nosotras no consideramos un problema. —Geni Carmel tomó la iniciativa por primera vez—. La rehabilitación nos volvería más «cuerdas». Pero nosotras no somos cuerdas; al menos según la definición que emplearía el Consejo.

—Geni Carmel, no tengo idea de qué estáis hablando. Nadie es completamente cuerdo. —Graves suspiró y se frotó su cabeza calva—. Y yo menos que nadie. No obstante, me sometería a la rehabilitación, si fuera necesario.

—Pero supongamos que tiene un problema del cual no desea curarse —insistió Elena—. Algo que fuese para usted más importante que ninguna otra cosa en el mundo.

—No estoy seguro de poder imaginar algo semejante.

—¿Lo ve? Y usted representa el pensamiento del Consejo —dijo Geni—. El pensamiento de la especie humana.

—Vosotras también sois humanas.

—Pero somos diferentes —replicó Elena—. ¿Alguna vez ha oído hablar de Mina y Daphne Dergori, de nuestro mundo de Shasta?

Hubo una pausa.

—No —respondió Graves confundido—. ¿Debí haberlo hecho?

—Son hermanas —replicó Elena—. Hermanas gemelas. Las conocemos desde que éramos pequeñas. Son de nuestra edad. Tenemos muchas cosas en común. Ellas y toda su familia sufrieron un accidente con una nave espacial. Casi todos murieron. En el último momento, Mina, Daphne y tres niños más fueron arrojados a la pinaza por un miembro de la tripulación y lograron sobrevivir. Cuando regresaron a casa, fueron enviadas a rehabilitación. Para ayudarlas a olvidar.

—Estoy seguro de ello. —Graves miró a Perry, quien volvía a señalar su reloj—. Y no me cabe la menor duda de que funcionó. ¿No es verdad?

—Las ayudó a olvidar el accidente. —Geni estaba pálida, y sus manos temblaban—. ¿Pero no lo comprende? Se perdieron la una a la otra.

—Las conocíamos bien —dijo Elena—. Las comprendíamos. Eran iguales a nosotras; había la misma unión entre ambas. Después de la rehabilitación, cuando volvimos a verlas…, esa unión había desaparecido. Por completo. Eran como dos personas cualesquiera.

—Y usted nos lo haría a nosotras —agregó Geni—. ¿No comprende que eso sería peor que matarnos?

Graves permaneció inmóvil unos momentos; luego, se dejó caer pesadamente en una silla.

—¿Por eso escapasteis de Pavonis Cuatro? ¿Porque pensasteis que íbamos a separaros?

—¿Y no es así? —protestó Elena—. ¿No querrán que tengamos vidas «normales» e «independientes», para que podamos vivir separadas? ¿No está incluido eso en la rehabilitación?

—Oh, Señor. —El rostro de Graves había vuelto a sus convulsiones espasmódicas. Se lo cubrió con las manos—. (Habríamos, hecho eso? ¿Sí? Sí, sí.

—Porque la unión y la dependencia mutua es algo «antinatural» —añadió Elena con amargura—. Habrían tratado de curarnos. No podemos soportar esa idea. Por eso tendrá que matarnos antes de que vayamos con usted. Así que ahora márchese y déjenos juntas. No queremos su cura. Si morimos, al menos lo haremos juntas.

Graves no parecía estar escuchando.

—Ciego —murmuró—. Ciego durante años, lleno de mi propia arrogancia. Convencido de que tenía un don. Tan seguro de que podía comprender a cualquier humano. ¿Pero puede un individuo relacionarse por completo con otro ser? ¿Existe semejante empatia? Lo dudo. —Graves se enderezó, se acercó a las dos jóvenes y extendió las manos como en una plegaria—. Elena y Geni Carmel, escuchadme. Si venís conmigo ahora y aceptáis entrar en rehabilitación por lo que ocurrió en Pavonis Cuatro, no seréis separadas. Nunca. Jamás habrá un intento de «tratar» vuestra necesidad de estar juntas o de quebrar vuestra unión. Continuaréis compartiendo vuestras vidas. Os lo juro con cada átomo de mi cuerpo, con toda mi autoridad como miembro del Consejo de la Alianza. —Dejó caer las manos y se volvió—. Sé que os pido que confiéis en mí más de lo razonable. Pero, por favor, hacedlo. Habladlo entre vosotras. El comandante Perry y yo os aguardaremos afuera. Por favor, hablad… y decidme que vendréis.

Las gemelas Carmel sonrieron por primera vez desde que Perry entrara en la tienda.

—Consejero —dijo Elena con suavidad—, tiene razón cuando dice que no comprende a las gemelas. ¿No entiende que no necesita irse y que nosotras no necesitamos hablar a solas? Ambas sabemos lo que la otra siente y piensa.

Las dos mujeres se levantaron al unísono y hablaron juntas.

—Iremos con usted. ¿Cuándo debemos partir?

—Ya. —Perry había sido un espectador silencioso, mirando sin cesar a las tres personas que tenía delante y a su reloj. Por primera vez aceptó la idea de que el don que poseía Julius Graves para tratar con la gente era algo que él jamás podría tener—. Debemos partir en este mismo instante. Cojan lo que les resulte absolutamente necesario, pero nada más. Hemos permanecido aquí abajo más tiempo del que esperábamos. Faltan menos de treinta y tres horas para la Marea Estival.


El coche aéreo se elevó de la superficie de basalto negro.

Demasiado lento, se dijo Max Perry. Demasiado lento y pesado. ¿Cuál es el límite de carga de este coche? Apuesto a que no estamos muy lejos de él.

No dijo nada a los demás. La tensión interna hizo que se elevaran, hasta que al fin estuvieron volando a una altura segura, de vuelta por donde habían venido.

Aparentemente los otros no compartían sus preocupaciones. Elena y Geni Carmel parecían exhaustas, reclinadas en sus asientos en la parte trasera del coche, mirando con fatiga el cielo resplandeciente. Graves había vuelto a su jovialidad maníaca, mientras interrogaba a J’merlia y, a través de ella, a Kallik sobre la especie zardalu y sobre el mundo de la hymenopt. Perry decidió que probablemente se trataba de Steven, ocupado con su acopio de información.

Perry tenía poco tiempo para observar a los demás o para conversar. Él también estaba cansado —había pasado más de veinticuatro horas sin dormir—, pero la energía nerviosa lo mantenía bien despierto. En las últimas horas la atmósfera de Sismo había atravesado una transición. En lugar de volar bajo un cielo polvoriento pero iluminado por el sol, el coche avanzaba bajo capas continuas de nubes, negras y rojizas. Necesitaba elevarse por encima de esas nubes para estar seguros, pero Perry no se atrevía a correr el riesgo de soportar ráfagas desconocidas. Incluso a la altura presente del coche, bien abajo de las nubes, los sectores de turbulencia iban y venían de forma imposible de predecir. No era seguro forzar el vehículo a más de la mitad de su velocidad máxima. Los relámpagos se descargaban entre el cielo y la superficie. Con cada minuto que pasaba, la capa de nubes descendía más y más hacia el suelo.

Perry miró hacia abajo. Podía ver una docena de lagos que se evaporaban rápidamente, entregando su humedad almacenada a la atmósfera. Sismo necesitaba la protección de esa capa de vapor para protegerse de los rayos directos de Mandel y Amaranto.

De lo que no podría resguardarse sería de la creciente fuerza producida por las mareas. Alrededor de los lagos que se evaporaban, el suelo comenzaba a fracturarse y elevarse. Las condiciones empeoraban de forma ininterrumpida mientras el coche se acercaba al sitio donde habían sido encontrados J’merlia y Kalhk.

Perry luchó con los controles del coche y reflexionó. Un aterrizaje en aquellas condiciones resultaría muy difícil. ¿Cuánto tiempo les llevaría dejar a J’merlia y a Kallik en su coche para regresar a la relativa seguridad del aire? ¿Y si no había ni rastro de Atvar H’sial y Louis Nenda, podrían dejar a los dos esclavos solos en la superficie?

Ya no faltaba demasiado. En no más de diez minutos tendría que tomar la decisión.

Y en treinta horas, la Marea Estival estaría allí. Perry se arriesgó a aumentar un poco la velocidad.

Un resplandor de luz rojiza comenzó a aparecer en el cielo delante de ellos. Perry lo observó con ojos cansados.

¿Sería Amaranto, visto a través de una abertura en las nubes? Pero no había ninguna abertura en las nubes a la vista y la zona brillante estaba demasiado baja en el cielo.

Perry volvió a mirar y redujo considerablemente la velocidad hasta que estuvo seguro. Al fin, se volvió en su asiento.

—Consejero Graves y J’merlia, ¿querrían venir adelante, por favor? Necesito su opinión sobre esto.

Era una formalidad. Perry no necesitaba otra opinión. En las últimas horas había habido un vulcanismo intenso en la zona que tenía delante. Justo en el lugar donde habían recogido a J’merlia y a Kallik, la superficie resplandecía anaranjada de horizonte a horizonte. Unos ríos de lava humeante se escurrían a través del terreno ennegrecido e inerte, y no había un solo sitio donde un coche aéreo pudiese aterrizar.

Perry sintió un estremecimiento de primitivo temor reverente ante la escena… y una gran sensación de alivio.

No tendría que tomar una decisión después de todo. Sismo la había tomado por él. Al fin podrían dirigirse hacia el Umbilical.

La aritmética ya estaba funcionando en su cabeza. Siete horas de vuelo desde el lugar donde se encontraban. Con un margen para el error, en caso de que tuviesen que esquivar alguna tormenta o reducir la velocidad, podrían llegar a demorarse unas diez horas. Y faltaban dieciocho para que el Umbilical se retirase de la superficie de Sismo.

Eso les daba una ventaja de ocho horas. Llegarían con tiempo de sobra.

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