20 Marea estival menos uno

Cuando el coche despegó del suelo y comenzó a elevarse con dificultad, Darya Lang se sintió inútil. Era una sobrecarga, un peso muerto incapaz de ayudar al piloto que tenía delante. Impotente para contribuir e incapaz de relajarse, echó un nuevo vistazo a sus compañeros de vuelo.

Éste era el grupo que viviría o moriría junto… y pronto, antes de que Sismo y Ópalo hubiesen completado otro giro.

Los estudió mientras el coche avanzaba con un zumbido. Constituían un espectáculo deprimido y deprimente. La situación había dado marcha atrás al tiempo, revelándolos ante Lang tal como debían de haber sido hace muchos años, antes de que Sismo entrara en sus vidas.

Elena y Geni Carmel, sentadas mejilla con mejilla, eran niñitas perdidas. Incapaces de hallar el camino para salir del bosque, esperaban ser rescatadas; o, mucho más probable, esperaban que llegase el monstruo. Frente a ellas e inclinado sobre los controles, Hans Rebka era un niño preocupado, que trataba de jugar un juego demasiado adulto para él. A su lado estaba Max Perry, sumido en un antiguo y desdichado sueño que no podía compartir con nadie.

Sólo Julius Graves, a la derecha de Perry, escapaba al modelo del tiempo regresivo. Cuando el consejero se volvió hacia la parte trasera del coche, mostró un rostro que nunca había sido joven. Milenios de sufrimiento estaban tallados en sus arrugas y en su superficie endurecida; la historia humana, escrita con misterio, ira y desesperación.

Darya lo miró con asombro. Éste no era el miembro del Consejo de una legendaria Alianza. ¿Dónde estaba la bondad, el optimismo, la maniática energía?

Ella conocía la respuesta: la fatiga había logrado apagarlas.

Por primera vez, Darya comprendió la importancia del cansancio en la decisión de cuestiones humanas. Había notado su propia pérdida gradual de interés por descifrar el acertijo de Sismo y los Constructores, y lo había atribuido a su concentración por la simple supervivencia. Ahora lo adjudicaba a los debilitantes venenos del agotamiento y la tensión.

El mismo lento drenaje de energía les afectaba a todos ellos. En un momento en el que el pensamiento y la acción inmediata podían marcar la diferencia entre la vida y la muerte, estaban mental y físicamente postrados. Todos —ella no era ninguna excepción— se veían como zombies. Durante unos cuantos segundos podían levantarse mostrando atención y agudeza, tal como le ocurriera a ella en el momento del despegue; pero, en cuanto pasaba el pánico, volvían a caer en el letargo. Los rostros que se volvían hacia ella, incluso después de haberse limpiado todo el polvo blanco, estaban pálidos y consumidos.

Darya sabía cómo se sentían. Sus propias emociones estaban heladas. No podía sentir terror, ni amor, ni ira. Esa era la consecuencia más temible: la nueva indiferencia respecto a vivir o a morir. Apenas si le importaba lo que pasaría después. En los últimos días, Sismo no la había abatido con su violencia, pero la había consumido, la había desangrado de todas sus pasiones humanas.

Hasta los dos alienígenas habían perdido su brío acostumbrado. Kallik había sacado a relucir una pequeña computadora y estaba muy ocupada con sus propios cálculos incomprensibles. J’merlia parecía perdido y confundido sin Atvar H’sial. Giraba la cabeza constantemente, como buscando a su ama, y no dejaba de frotarse las manos de forma obsesiva sobre el duro caparazón de su cuerpo.

Perry, Graves y Rebka estaban apretados en el asiento delantero, diseñado para dos. Las gemelas y J’merlia se hallaban detrás de ellos, probablemente más cómodos que ningún otro, mientras que Darya Lang y Kallik se habían comprimido en una zona posterior, destinada sólo para el equipaje. Era lo bastante alta para la hymenopt, pero Kallik tenía el hábito reflejo de sacudirse como un perro mojado para eliminar el polvo de su pelo corto y negro. Darya no dejaba de estornudar y de inclinar la cabeza hacia delante para evitar el contacto con el techo curvo del coche.

Y lo peor era que aquellos que viajaban en la parte trasera del vehículo sólo podían ver una pequeña franja de cielo por la ventanilla delantera. Toda información sobre avances o problemas debía provenir de los comentarios de aquellos que viajaban delante.

Algunas veces llegaban demasiado tarde.

—Lo siento —dijo Perry dos segundos después de que el coche fuera azotado por una terrible ráfaga de viento—. Esa ha sido muy fuerte.

Darya Lang se frotó la cabeza y asintió. Se la había golpeado contra el duro techo de plástico del compartimiento de carga. Le quedaría una buena contusión…, si lograba vivir lo suficiente.

Darya se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza en los brazos. A pesar del ruido, el peligro y las náuseas producidas por la inestabilidad, sus pensamientos comenzaron a vagar. Ahora, su vida anterior como científica-arqueóloga en Puerta Centinela le parecía completamente artificial. Al redactar el Catálogo Universal de Artefactos Lang, ¿cuántas veces había escrito «no hubo supervivientes» sin inmutarse, refiriéndose a expediciones enteras? Era una frase simple y prolija que no requería ninguna explicación ni llamaba a la reflexión. El elemento que faltaba era la tragedia del suceso y el infinito tiempo subjetivo que debía de haber tardado en tener lugar. Esa frase sugería una desaparición rápida, un grupo de gente que se extinguía como la llama de una vela. Pero lo más probable era que hubiesen pasado por situaciones como la presente: una extinción lenta de la esperanza, mientras el grupo se aferraba a cada posibilidad y las iba viendo desvanecerse.

El ánimo de Darya decayó aún más. La muerte raras veces era rápida, limpia e indolora, a menos que también llegase por sorpresa. Con más frecuencia era lenta, dolorosa y degradante.

Una voz tranquila la arrancó de su agotada desesperación.

—Prepárense allá atrás. —La voz de Hans Rebka no sonaba como la de alguien sentenciado y derrotado—. Estamos demasiado bajo y volamos demasiado lento. A esta velocidad nos quedaremos sin potencia y llegaremos tarde. Tendremos que elevarnos sobre las nubes. Sujétense fuerte otra vez. Los próximos minutos serán muy difíciles.

¿Sujetarse a qué? Pero las palabras de Rebka y su tono alentador le indicaron que no todos habían renunciado a la lucha.

Avergonzada de sí misma, Darya trató de afirmarse mejor en el compartimiento de carga, mientras el coche se abría paso con dificultad hacia el nivel inferior de las nubes. Afuera, el resplandor fue reemplazado por una luz suave y turbia. De inmediato se inició una turbulencia más violenta, que golpeó desde todas las direcciones, y arrojó por el cielo el vehículo sobrecargado como un juguete de papel. No importaba lo que Rebka y Perry hiciesen con los controles, el coche llevaba demasiado peso para maniobrar bien.

Darya trató de adivinar el movimiento y fracasó. No sabía si subían, si bajaban o si habían iniciado una fatal caída en espiral. Los accesorios del techo parecían golpear su cabeza por todos lados. Justo en el momento en que estaba segura de que el próximo golpe la dejaría inconsciente, cuatro brazos articulados la cogieron con firmeza por la cintura. Ella se aferró con desesperación a un cuerpo suave y regordete, mientras el coche giraba, caía y se sacudía a través del cielo.

Kallik la empujaba contra la pared. Darya ocultó el rostro en su piel aterciopelada, flexionó las piernas hacia la izquierda y empujó a su vez. Aferradas una a la otra contra las paredes del coche, ella y Kallik lograron encontrar una posición más estable. Darya empujó con más fuerza, preguntándose si aquello acabaría alguna vez.

—Casi llegamos. Protéjanse los ojos.

La voz de Rebka sonó por el intercomunicador de la cabina un momento antes de que se acabaran las violentas sacudidas. A medida que el vuelo se tornaba más sereno, una luz cegadora inundó el coche, reemplazando al difuso resplandor rojizo.

Darya oyó una serie de fuertes chasquidos a su derecha. Desde el asiento delantero, J’merlia giró hacia ella.

—Kallik desea ofrecerte sus humildes disculpas por lo que ha hecho —le dijo—. Te asegura que en circunstancias normales jamás se hubiese atrevido a tocar el cuerpo de un ser superior. Se pregunta si ahora serías tan amable de soltarla.

Darya tomó conciencia de que seguía aferrada a la suave piel negra y que todavía empujaba a la hymenopt contra la pared opuesta del coche. La soltó de inmediato, sintiéndose avergonzada. Kallik era demasiado amable para decir nada, pero, al verla, Darya pudo notar que estaba aterrada.

—Dile a Kallik que me alegro de que me haya sujetado. Lo que hizo me ayudó mucho. No necesita disculparse por nada. —Y si soy un ser superior, agregó en silencio, no querría saber cómo se siente uno inferior.

Avergonzada o no, Darya comenzaba a sentirse un poco mejor. El vuelo era más tranquilo, y el silbido del aire indicaba que se movían mucho más rápido. Hasta los dolores y la fatiga parecían haberse calmado.

—Acabamos de doblar nuestra velocidad. Y aquí arriba no deberíamos encontrar demasiada turbulencia. —La voz de Rebka por el intercomunicador pareció justificar su mejor humor—. Pero hemos pasado por un momento muy difícil al atravesar esas nubes —continuó—. El comandante Perry ha vuelto a calcular nuestra reserva de potencia. Considerando la distancia que debemos recorrer, estamos justo en el límite. Tenemos que ahorrar. Reduciré un poco la velocidad, y apagaré el sistema de aire acondicionado. Eso hará que sea bastante insoportable estar aquí delante. Prepárense para rotar asientos y asegúrense de beber bastante líquido.

A Darya Lang no se le había ocurrido pensar que su vista limitada del cielo pudiese ser una ventaja. Pero, cuando la temperatura del coche comenzó a ascender, se alegró de estar sentada atrás. La gente de delante sufría el mismo aire sofocante que ella, además de un sol directo e intolerable.

Darya no se vio directamente afectada por aquello hasta que llegó el momento de jugar al juego de las sillas y moverse por el estrecho interior del coche. El cambio de posición era una tarea para contorsionistas. Cuando estuvo realizado, Darya se encontró en el asiento delantero, junto a la ventana. Por primera vez desde el despegue, pudo ver algo más que una diminuta fracción de lo que la rodeaba.

Volaban justo por encima de las nubes, cabalgando sobre las crestas que reflejaban la luz en deslumbrantes destellos dorados y rojos. Mandel y Amaranto se encontraban frente a ellos y azotaban el coche con una furia que jamás se sentía en las superficies de Ópalo y Sismo, protegidas por las nubes. Las dos estrellas se habían convertido en gigantescos globos sobre un cielo casi negro. Incluso con el fotoprotector del coche al máximo, era imposible mirar los rayos rojos y amarillos proyectados por las estrellas compañeras.

El sudor corría por el rostro de Darya Lang y le empapaba la ropa. Frente a sus ojos, Mandel y Amaranto cambiaron de posición en el cielo. Todo ocurría más y más rápido. Pudo percibir cómo se aceleraban los sucesos a medida que los soles gemelos y Dobelle se dirigían a su punto de máxima aproximación.

Y no eran los únicos intérpretes.

Con los ojos entrecerrados, Darya se volvió hacia un costado. Gargantúa estaba allí, como una sombra pálida de Mandel y su compañera enana. Pero eso también cambiaría. Pronto Gargantúa sería el astro más grande en el cielo de Sismo y se acercaría más que ningún otro cuerpo en el sistema estelar, emulando a Mandel y a Amaranto con las fuerzas de sus mareas.

Darya miró hacia abajo y se preguntó qué estaría ocurriendo bajo las turbulentas capas de nubes. Pronto tendrían que descender a través de ellas; era posible que la superficie del planeta ya estuviese demasiado afectada para permitir un aterrizaje. O tal vez la nave que buscaban ya había desaparecido, tragada por alguna inmensa fisura nueva en la tierra.

Darya apartó la vista y cerró sus ojos doloridos. La luminosidad del exterior era demasiado agobiante. No era capaz de soportar ni un momento más el calor y la ardiente radiación.

Sólo que no tenía alternativa.

Darya miró hacia su izquierda. Kallik se encontraba a su lado, agazapada en el piso. Al otro lado de ella, en el asiento del piloto, Max Perry sostenía un cuadrado de plástico opaco frente al rostro para protegerse un poco de la luz.

—¿Cuánto falta? —La pregunta emergió como un graznido débil.

Darya apenas si reconoció su propia voz. No estaba segura de lo que quería preguntar. ¿Se refería a cuánto faltaba para que volviesen a cambiar de asientos? ¿O hasta que llegaran a su destino? ¿O sólo hasta que estuvieran todos muertos?

De cualquier modo, no importaba. Perry no le respondió. Sólo le entregó una botella de agua tibia. Ella bebió un sorbo e hizo que Kallik bebiera también. Ya no hubo nada que hacer salvo permanecer sentada, sudar y soportar, hasta que llegó el momento de distraerse cambiando de asiento.

Darya perdió la noción del tiempo. Supo que había pasado tres veces por la silla de la tortura. Parecieron pasar semanas hasta que finalmente Julius Graves la sacudió para advertirle:

—Prepárese para la turbulencia. Vamos a descender a través de las nubes.

—¿Hemos llegado? —susurró ella—. Bajemos.

Apenas si podía esperar. No importaba lo que pasara después; al menos escaparía a la tortura ardiente de los dos soles. Soñaría con ellos durante el resto de su vida.

—No, no hemos llegado. —Graves daba la impresión de sentirse como ella. Se estaba secando el sudor de la calva—. Nos estamos quedando sin potencia.

Eso despertó su atención.

—¿Dónde estamos?

Él se había vuelto hacia el otro lado. Fue Elena Carmel, que estaba en el asiento trasero del coche, quien se inclinó hacia delante y respondió:

—Si los instrumentos dicen la verdad, muy cerca de nuestra nave.

—¿Cuan cerca?

—Diez kilómetros. Tal vez menos, incluso. Dicen que depende de cuánta potencia quede para utilizarla a modo de aerodeslizador.

Darya no dijo nada más. Diez kilómetros, cinco kilómetros, ¿qué diferencia había? Ella no podría caminar un kilómetro, ni siquiera para salvar su vida.

Pero una voz sorpresiva despertó en su interior y dijo: Tal vez sólo para salvar tu vida. Si la joven y azorada Elena Carmel puede hallar una reserva de fuerzas, ¿por qué tú no?

Antes de que pudiera discutir la cuestión consigo misma, se zambulleron entre las nubes. Un segundo después ya no hubo tiempo para darse el lujo de mantener un debate interno.

Hans Rebka pensaba que podría necesitar los vestigios de potencia que les quedasen y no estaba dispuesto a gastarlos sólo para amortiguar el descenso. El coche fue lanzado por el cielo como un corcho en una tempestad marina, pero no duró mucho tiempo. En menos de un minuto emergieron de la capa de nubes.

Todos se inclinaron hacia delante. No importaba lo que encontrasen allá abajo; no podrían volver a subir.

¿Todavía estaba allí la nave? ¿Había una superficie sólida sobre la cual pudiesen aterrizar? ¿O habían escapado a los rayos de Mandel y Amaranto sólo para morir entre la lava fundida de Sismo?

Darya miró, incapaz de responder a aquellas preguntas. Un humo denso cubría todo el suelo. Aunque suponía que se encontraban sobre las laderas de la Depresión Pentacline, podían estar en cualquier otra parte del planeta.

—Bien —dijo Rebka con suavidad, como hablando para sí mismo—, la buena noticia es que no tendremos que tomar una decisión. Mire el indicador de potencia, Max. Está en rojo. Vamos a descender, queramos o no. —Alzó la voz—. Colóquense las máscaras.

Entonces estuvieron flotando entre el humo gris azulado que se arremolinaba alrededor del coche, impulsados por unos vientos tan fuertes que hicieron que la voz de Rebka volviera a escucharse rápidamente.

—Nuestra velocidad respecto a la tierra es negativa. Descenderé lo más pronto posible, antes de que seamos lanzados nuevamente hacia el Umbilical.

—¿Dónde está la nave? —inquirió Julius Graves, sentado detrás de Darya en el estrecho compartimiento de equipaje.

—A dos kilómetros. No podemos verla, pero creo que todavía se encuentra allí. Estoy recibiendo un reflejo irregular en el radar. Como no podemos llegar hasta el afloramiento donde descansaba la nave, tendremos que aterrizar en la ladera del valle. Prepárense. Veinte metros de altitud… quince… diez… Listos para aterrizar.

De pronto el viento amainó. A su alrededor, el humo se tornó menos denso. Darya pudo ver el suelo a un costado del coche. Aunque se extendía yermo y tranquilo, por toda la ladera de la Pentacline había orificios de los que emergía vapor como el aliento de un dragón. La tupida vegetación que Darya esperaba ver en la depresión había desaparecido. No había nada salvo cenizas grises y algunos tallos marchitos.

—Un kilómetro y medio. —La voz de Rebka sonó sosegada y distante—. Cinco metros en el altímetro. La potencia se acaba. Parece que tendremos que caminar un poco. Tres metros… dos… uno. Vamos, belleza. Haz que nos sintamos orgullosos de ti.

Sólo faltaban tres horas para la Marea Estival. El coche tocó tierra sobre la humeante ladera de la Depresión Pentacline, con la misma suavidad de una mariposa nocturna.

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