Aunque Hans Rebka no estaba feliz, hay que reconocer que en las últimas horas se había sentido satisfecho.
Desde que lo asignaran a Dobelle se había sentido inseguro de sí mismo y de su trabajo. Lo habían enviado para averiguar cuál era el problema del comandante Perry y rehabilitarlo.
Sobre el papel parecía sencillo. ¿Pero qué se suponía que debía hacer exactamente? Él era un hombre de acción, no un psicoanalista. En toda su carrera no había hecho nada que lo preparase para una tarea tan imprecisa.
Ahora las cosas eran diferentes. Estaba rodeado por un grupo de alienígenas, inadaptados e inocentes, y le había sido asignada la tarea de llevar un coche sobrecargado y escaso de potencia alrededor de medio-Sismo. Ahora debería lanzar una nave de juguete hacia el espacio, antes de que el planeta los matara a todos ellos.
Podía ser una tarea imposible, pero al menos era precisa. Las reglas para llevarla a cabo no presentaban problemas. Las había aprendido mucho tiempo atrás en Teufel: uno triunfa o muere en el intento. Hasta que uno triunfa, no se relaja jamás. Hasta que uno muere, nunca se renuncia.
Estaba cansado… Todos estaban cansados… Lo que Darya Lang había visto como un rebrote de energía era la satisfacción de liberar un montón de frustraciones reprimidas, que le había llevado hasta allí y le ayudaría a superar la Marea Estival.
En cuanto el coche tocó tierra, Rebka hizo que todos bajaran. No importaba lo peligrosa que pudiese ser la superficie. El vehículo ya no los llevaría a ninguna parte.
Rebka señaló la burbujeante ladera del valle.
—Allí es donde debemos ir. Es la dirección en que se encuentra la nave. —Entonces gritó por encima de los truenos a Max Perry, quien miraba a su alrededor con expresión ausente—. Comandante, su grupo estuvo aquí hace unos pocos días. ¿Le resulta familiar?
Perry meneó la cabeza.
—Cuando pasamos por esta zona estaba cubierta de vegetación… Allá está el afloramiento de basalto. —Señaló una masa de roca oscura, de cuarenta metros de alto, con su parte superior ennegrecida por el humo—. Debemos llegar hasta allí y escalarlo. Es donde debería de estar la nave.
Rebka asintió con la cabeza.
—¿Nos aguarda alguna sorpresa desagradable? —Cualesquiera fuesen sus defectos, Perry seguía siendo el experto en las condiciones de Sismo.
—Aún no puedo decirlo. Sismo está lleno de ellas. —Perry se agachó para apoyar la palma en el suelo—. Está bastante caliente, pero podremos caminar sobre él. Si tenemos suerte, el fuego habrá acabado con las plantas de la base del afloramiento y nos resultará más sencillo que cuando vinimos la última vez. Las cosas se ven distintas sin la vegetación. Y hace más calor…, mucho más calor.
—Entonces, vamos. —Rebka les indicó que avanzasen. El estruendo aumentaba, con lo que resultaba muy difícil mantener una conversación—. Usted y Graves delante. Luego ustedes dos. —Señaló a las gemelas—. Yo iré en la retaguardia, después de los demás.
Su tono no daba lugar a discusiones. Como el vuelo había sido un esfuerzo agotador para todos, Rebka no pensaba preguntarles si estaban en condiciones de recorrer uno o dos kilómetros por territorio difícil. Se enteraría de lo que no estaban en condiciones de hacer cuando los viese derrumbarse.
Aunque la superficie estaba tranquila cuando aterrizaron, cuando Perry y Graves comenzaron a caminar, la zona fue recorrida por un nuevo espasmo de energía sísmica. El terreno que tenían frente a ellos se quebró en pliegues longitudinales que descendían por la ladera del valle.
—Sigan adelante —gritó Graves sobre el estruendo de las rocas que se quebraban—. No podemos permanecer aquí y esperar.
Perry, que se había detenido, colocó una mano sobre el brazo de Graves para impedir su avance y se volvió para mirar a Rebka meneando la cabeza.
—Todavía no. Confluencia sísmica. Observe.
Unas ondas superficiales de diferente longitud y amplitud confluían a cincuenta pasos del grupo. Donde se cortaban, espumosas nubes de roca y de tierra saltaban por el aire. Un surco de profundidad desconocida apareció frente a ellos, se contrajo y, unos segundos después, se llenó para desaparecer por completo. Perry aguardó hasta estar seguro de que los principales movimientos terrestres habían pasado. Luego comenzó a avanzar.
Rebka se sintió aliviado. Fueran cuales fuesen sus problemas, Perry no había olvidado sus instintos de supervivencia. Si lograba conservarlos durante otro kilómetro, su tarea principal habría sido cumplida.
Todos avanzaron con dificultad. El suelo se estremecía bajo sus pies. Un hálito ardiente se alzaba de cientos de fisuras en la roca fracturada y sobre ellos el cielo era un manto ondulante de cenizas y relámpagos. A su alrededor rugían los truenos que provenían del cielo y de los movimientos terrestres. Una lluvia cálida y cargada de azufre comenzó a caer, convirtiéndose en vapor al tocar el suelo.
Rebka observó al grupo desde su posición ventajosa en la retaguardia. Las gemelas Carmel caminaban una junto a la otra, justo detrás de Graves y de Perry. Después de ellas venía Darya Lang, entre los dos alienígenas, con una mano sobre el tórax inclinado de J’merlia. Todos parecían bien. Graves, Geni Carmel y Darya Lang cojeaban, y todos zigzagueaban por la fatiga… Pero eso sólo era un detalle.
Necesitaban descanso. Rebka esbozó una sonrisa sombría. Bueno, de una forma o de otra lo encontrarían en las próximas horas.
El gran problema era el aumento de temperatura. Otros diez grados y tendrían que aminorar la marcha o quedarían postrados por el calor. Los chaparrones, que podían haber ayudado, se estaban volviendo lo suficientemente calientes como para quemar la piel. Y, a medida que el grupo descendía por la Depresión Pentacline, el incremento de temperatura parecía inevitable.
A pesar de todo, tenían que continuar descendiendo. Si se detenían o volvían a subir para descansar, la violencia de la Marea Estival los destruiría.
Rebka los alentó para que continuasen y se estiró para ver el afloramiento basáltico. Sólo faltaban unos cientos de metros para llegar, y el camino parecía bastante despejado. A lo largo de otros cien pasos, las rocas y la superficie fracturada que dificultaba la marcha parecían emparejarse, extendiéndose en una planicie más llana que ninguna otra que Rebka hubiera visto en la Pentacline. Tenía el aspecto del lecho de un lago seco, los restos de un estanque alargado que se había evaporado en los últimos días. Lograrían atravesarlo rápidamente y sin problemas. Más allá de la estrecha planicie, el terreno se elevaba hasta la base del afloramiento rocoso, en cuya cima debía encontrarse la nave.
Los dos conductores ya se encontraban a veinte pasos de la planicie. La voluminosa roca de cima chata parecía al alcance de la mano, cuando Max Perry se detuvo con incertidumbre. Mientras Rebka lo miraba y maldecía, Perry se apoyó sobre un gran peñasco y miró hacia delante con expresión pensativa.
—Muévase, hombre.
Perry meneó la cabeza, alzó un brazo para detener a los demás y se agachó para examinar el suelo. En el mismo instante, Elena Carmel gritó y señaló la cima del afloramiento rocoso.
Aunque el cielo se había vuelto negro, los relámpagos constantes proporcionaban la suficiente luz. Perry no pudo detectar nada en el sitio donde Max Perry miraba, a excepción de un ligero resplandor producido por el calor y una zona algo confusa en el lecho del lago. Pero, más allá de él, siguiendo la dirección en que señalaba el dedo de Elena Carmel, Rebka vio algo inconfundible: la silueta de una pequeña nave espacial. Descansaba a unos metros del borde de la roca y parecía intacta. La ruta de ascenso era sencilla. En cinco minutos más podrían estar allá arriba.
Elena Carmel se había vuelto y le estaba gritando a su hermana, pero resultaba inaudible con todo el estruendo. Rebka pudo leer sus labios.
—La Nave de los Sueños Estivales —estaba gritando. Con expresión exultante, comenzó a correr y pasó frente a Graves y Perry.
Ya se encontraba en la planicie de lodo seco, dirigiéndose a la base del afloramiento, cuando Perry alzó la cabeza y la vio.
Se paralizó durante un segundo y luego lanzó un alarido de advertencia que se escuchó incluso por encima de los truenos.
Elena se volvió ante el sonido. Al hacerlo, la costra de arcilla seca, que no tenía ni un centímetro de espesor, se fracturó bajo su peso. Un chorro de vapor negro se elevó, rociando fango ardiente por el aire y sobre su cuerpo. Ella gritó y alzó los brazos, tratando de mantener el equilibrio. Bajo la frágil superficie, el fluido burbujeante no ofrecía más resistencia que un jarabe caliente. Antes de que nadie pudiera moverse, Elena estaba hundida hasta la cintura. Gritó de forma agónica mientras el lodo hirviente se cerraba alrededor de sus piernas y caderas.
—¡Échate hacia delante! —Perry se arrojó boca abajo, distribuyendo su peso, y comenzó a arrastrarse por la frágil superficie.
Pero Elena Carmel estaba demasiado dolorida para prestar alguna atención a sus palabras. Él avanzaba demasiado lento y ella se hundía demasiado rápido. Perry todavía estaba a tres pasos de distancia cuando el lodo alcanzó el cuello de Elena, quien emitió un terrible alarido final.
Perry se abalanzó sobre la costra quebrada para sujetarla por el cabello y un brazo. Logró alcanzarla, pero no pudo sostenerla.
Ella se hundió más profundo. Desvanecida por el dolor, no emitió ningún sonido mientras el lodo ardiente se introducía en su boca, su nariz y sus ojos. Un momento después había desaparecido. Sobre la superficie líquida se formó un pequeño remolino, que volvió a nivelarse en menos de un segundo.
Perry volvió a arrastrarse hacia delante y hundió los brazos hasta los codos en el fango negro e hirviente. Emitió un rugido de dolor, tanteó y no encontró nada.
Los demás del grupo habían permanecido petrificados. De pronto, Geni Carmel emitió un espantoso alarido y comenzó a correr hacia delante. Julius Graves se abalanzó sobre ella y logró sujetarla justo al borde de las arenas movedizas.
—¡No, Geni, no! Ya no puedes hacer nada. Se ha ido.
La tenía cogida por la cintura, tratando de arrastrarla hacia atrás. Ella se resistió con desesperación. Graves no pudo hacer más que mantenerla allí hasta que Rebka y Darya Lang corrieron para sujetarla por los brazos.
Geni seguía tratando de soltarse para ir hasta el lugar donde Elena había desaparecido. Los arrastró a todos hasta el borde de la zona firme. Al girar, llevó a Darya consigo, obligándola a pisar la costra resquebrajada. El pie de Darya la atravesó y se hundió hasta el tobillo. Ella gritó y cayó sobre Rebka casi desvanecida. Éste tuvo que dejar a Geni con Graves para ocuparse de Darya.
Geni trató una vez más de avanzar hacia la zona de lodo. Donde Elena había desaparecido, la superficie burbujeaba. Perry, con el rostro distorsionado por el dolor, había vuelto deslizándose sobre la capa traicionera y ya se encontraba a salvo sobre las rocas. Aunque sus manos estaban inutilizadas, se levantó y utilizó el peso de su cuerpo para empujar a Geni hacia atrás.
Juntos se tambalearon hacia la zona de tierra firme. Geni se estaba calmando. Pasado el primer impacto, se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar.
Rebka mantuvo un brazo alrededor de Darya Lang y estudió al grupo. Todos estaban aturdidos por la muerte de Elena, pero él aún debía preocuparse por otras cuestiones. En treinta segundos, su posición había pasado de difícil a desesperada. El aire era casi irrespirable, el calor aumentaba y la superficie de Sismo estaba cada vez más activa. Lo único que no podían hacer en ese momento era detenerse.
¿Y entonces qué harían?
Rebka evaluó rápidamente la situación. Los truenos de cielo y tierra se habían calmado un poco. Pero, en vez de ocho humanos y alienígenas, todos completamente móviles, habían quedado reducidos a cuatro con independencia de movimiento: él, Graves, J’merlia y Kallik. Nadie sabía la utilidad que representarían los alienígenas en una crisis, pero hasta el momento se habían desenvuelto tan bien como cualquier humano.
¿Qué sucedía con los demás?
Perry se encontraba en un profundo estado de conmoción —más que física, según estimaba Graves— y estaba allí de pie como un robot. No obstante, era resistente. Podía caminar, y lo haría. Por otro lado, ya no estaría en condiciones de ayudar a nadie, y si no podía utilizar las manos, tendría problemas para escalar la pendiente de roca. Sus brazos pendían a los costados de su cuerpo, quemados hasta los codos y completamente inservibles. En cuanto pasara la primera conmoción, el dolor sería terrible. Con un poco de suerte, eso ocurriría cuando todos estuvieran en la Nave de los Sueños Estivales.
Darya Lang necesitaría asistencia, sin duda. Su pie no se encontraba más quemado que los antebrazos de Perry, pero ella estaba mucho menos acostumbrada al sufrimiento físico. Ya estaba llorando por el dolor y la conmoción. Las lágrimas corrían por sus mejillas cubiertas de polvo.
Por último, estaba Geni Carmel. Aunque ella no necesitaba ayuda física, emocionalmente había quedado destruida. Apenas si parecía consciente de la presencia de los demás y no estaría en condiciones de cooperar con nada.
Rebka dictó las instrucciones de forma automática.
—Consejero Graves, usted ayude a Geni Carmel. Yo me ocuparé del comandante Perry, si lo necesita. J’merlia y Kallik tendrán que ayudar a la profesora Lang, en especial cuando comencemos a escalar. —Ahora veremos cuan resistente es Perry, pensó—. Comandante Perry, ya no podemos continuar en esta dirección para alcanzar la nave. ¿Tiene algún otro camino que sugerir?
Perry volvió a la vida. Se estremeció, bajó la vista hacia sus brazos quemados y alejó un poco la mano derecha del cuerpo. Señaló el lado izquierdo del afloramiento, moviendo el brazo como si éste se hubiese convertido en un accesorio extraño.
—La última vez que vinimos aquí, seguimos un lecho seco. Era de piedra, sin lodo en la superficie. Si logramos encontrarlo, tal vez podamos volver a seguirlo.
—Bien. Usted vaya delante.
Mientras rodeaban la mortífera zona de fango hirviente, Rebka alzó la vista hacia la cima de la roca. Aunque no se elevaba más de cuarenta metros, parecía una distancia imposible. El lecho no era empinado. Cualquier persona en condiciones podría escalarlo en treinta segundos, pero Perry emplearía eso en subir los primeros metros. Y no disponían de tanto tiempo.
Rebka avanzó hasta él y le colocó las manos sobre las caderas.
—Usted siga caminando. No se preocupe por tropezar. Yo estaré aquí. Si necesita un empujón, avíseme.
Se volvió un momento hacia atrás antes de que Perry comenzara a moverse. Julius Graves alentaba a Geni Carmel para que continuase avanzando. Ambos parecían bastante bien. J’merlia y Kallik habían renunciado a la idea de ayudar a Darya a caminar. En lugar de ello, la habían sentado sobre el lomo de Kallik, que subía por la pendiente mientras J’merlia la empujaba por detrás alentándola con una serie de silbidos.
Más allá del afloramiento, la superficie se sacudía con renovada violencia. Rebka vio cómo el coche aéreo en el que habían llegado se ladeaba y caía.
Una nube de humo negro lo envolvió y comenzó a avanzar lentamente hacia ellos.
Pon los cinco sentidos, se dijo. No mires hacia atrás ni hacia arriba.
Rebka concentró toda su atención en ayudar a Max Perry. Si el otro hombre caía, todos se irían con él.
Siguieron adelante, tropezando y resbalando sobre los guijarros sueltos. Hubo un momento crítico cuando Perry patinó y cayó boca abajo sobre la roca. Emitió un gemido al golpear sus manos quemadas contra la superficie. La piel de sus palmas se abrió. Rebka lo sujetó para que no continuase cayendo. Pocos segundos después, volvían a escalar la pendiente del lecho.
En cuanto Perry estuvo casi arriba, Rebka se volvió para ver qué ocurría atrás. Graves tenía las piernas tambaleantes, a punto de derrumbarse, 7 Geni Carmel lo sujetaba. Los otros tres todavía se encontraban a mitad de camino y avanzaban lentamente. Rebka pudo escuchar cómo Kallik chasqueaba y silbaba por el esfuerzo.
Tendrían que arreglárselas por su cuenta. Su prioridad en ese momento debía ser la nave. ¿Estaría en condiciones de funcionar y tendría la potencia suficiente para ponerse en órbita? Perry se había acercado a la Nave de los Sueños Estivales y permanecía allí frente a la puerta cerrada. Alzó las manos con frustración cuando Rebka se acercó a él. Como no podía utilizar los dedos, no tenía forma de entrar.
—Vaya a decirle a los demás que se apresuren…, particularmente a Kallik.
Rebka abrió la portilla y entonces tomó conciencia de lo pequeña que era la nave. Aunque Perry le había dicho que se parecía más a un juguete que a una nave espacial, de todos modos su tamaño fue una sorpresa desagradable. El espacio interior no era mucho más grande que el del coche aéreo.
Fue a estudiar los controles. Al menos no tendría ningún problema con ellos, incluso sin la ayuda de Kallik o de Elena Carmel. El tablero era el más simple que jamás hubiese visto.
Encendió los indicadores. La potencia era verdaderamente escasa. ¿Y si sólo alcanzaba para dar la mitad del salto hacia la órbita? Miró el cronómetro. Menos de una hora para la Marea Estival. Eso respondía a su pregunta. No tenía alternativa. Mientras los demás se introducían en la nave, él se preparó para el despegue.
Darya Lang y Geni Carmel fueron las últimas en entrar.
—Cierren la portilla —dijo Rebka, y se volvió nuevamente hacia los controles. No las observó hacer lo que les había ordenado. Tampoco había tiempo para la larga lista de verificaciones que debían preceder a un ascenso al espacio. Por la ventana delantera podía ver un manto de fuego que avanzaba hacia ellos. En pocos segundos estaría sobre la nave—. Sujétense fuerte. Nos elevamos a tres ges.
Eso si tenemos suerte, pensó. Si no… Rebka aplicó la máxima potencia de ascenso. La nave tembló y se estremeció sobre el suelo.
Durante lo que parecieron minutos, nada pasó. Entonces, mientras las llamas avanzaban hacia ellos, la Nave de los Sueños Estivales emitió un gemido, se sacudió y se elevó hacia el cielo negro y turbulento de Sismo.