4 Marea estival menos treinta y uno

La primera parte del vuelo a Sismo transcurrió en completo silencio. Cuando quedó claro que Hans Rebka estaba decidido a ir y que no habría forma de disuadirlo, toda la energía de Perry se desvaneció. Se sumió en un extraño letargo y se sentó junto a Rebka en el coche aéreo para mirar hacia delante. Se levantó unos instantes cuando llegaron al pie del Umbilical, pero sólo el tiempo necesario para conducirlo hasta una cápsula de pasajeros e iniciar la secuencia de mando para el ascenso.

Visto desde el nivel del mar, el Umbilical era impresionante, pero no demasiado. A Rebka le pareció una torre alta y esbelta de grosor uniforme, tal vez unos cuarenta metros, que se extendía desde la superficie del océano de Ópalo en su parte más baja para perderse en la densa capa de nubes. El tronco de la estructura era una aleación plateada, por la que tanto los pasajeros como la carga subían y bajaban en grandes coches. Los accesorios eran electromagnéticos, impulsados y conducidos por motores lineales sincrónicos. En detalle, el diseño podía resultar extraño, pero Rebka había visto el sistema utilizado en una docena de mundos, trasladando gente y materiales de arriba abajo por edificios kilométricos o elevándose hasta entrar en órbita. El hecho de que hubiese dos kilómetros más del Umbilical bajo el nivel del mar, extendiéndose hasta su unión con el fondo, resultaba sorprendente pero la mente podía aceptarlo.

Lo que la mente no podía aceptar con tanta facilidad —o al menos la de Rebka no podía— eran los doce mil kilómetros del Umbilical por encima de las nubes, recorriendo toda la distancia entre Ópalo y la turbulenta superficie de Sismo. El observador que se elevaba en una cápsula veía menos de un diezmilésimo de toda la estructura. Con una velocidad máxima de mil kilómetros por hora, los viajeros verían dos amaneceres en Sismo antes de llegar allí.

Y ahora estaban en camino.

La cápsula era tan alta y amplia como los edificios más grandes de Ópalo. Tal como los Constructores lo habían dejado, el interior era un gran espacio vacío. Los humanos le habían agregado plataformas, desde una enorme bodega de carga en el fondo hasta el cuarto de controles y observación en la parte superior.

Los motores del vehículo eran silenciosos. Mientras se elevaban suavemente entre la capa de nubes, sólo podían escuchar el silbido del aire y el murmullo de la turbulencia atmosférica. Al cabo de cinco segundos, Rebka tuvo su primera vista de Sismo. Oyó que Max Perry emitía un gruñido a su lado.

Tal vez Rebka también gruñó. De pronto, la permanente capa de nubes de Ópalo fue como una bendición. Se alegró de que el otro planeta hubiese estado oculto desde la superficie de Ópalo.

Sismo se cernía inmenso en el cielo. Una enorme bola moteada que parecía lista para estrellarse contra ellos. Su metencéfalo le indicaba que ninguna fuerza del universo era capaz de soportar un peso semejante, que uno jamás podría acostumbrarse al espectáculo. Al mismo tiempo, su prosencéfalo realizaba un cálculo de las velocidades orbitales y de las presiones centrífugas y gravitatorias, asegurándole que todo se encontraba en un perfecto equilibrio dinámico. Durante un día o dos la gente se hubiese sentido incómoda con la amenaza de Sismo pendiendo sobre sus cabezas; luego se acostumbrarían y llegarían a no prestarle atención.

Desde esa distancia no eran visibles los detalles, pero resultaba evidente que estaba mirando un mundo sin grandes mares ni océanos. Rebka pensó de inmediato en el terramorfismo, no sólo de Sismo y Ópalo, sino del sistema completo. Era la aplicación perfecta. Sismo poseía los metales y los minerales; Ópalo tenía el agua. Sería una tarea de envergadura, pero no mayor que otras en las cuales se había embarcado. Y los comienzos del sistema de transporte necesario ya estaban en su puesto.

Rebka observó el hilo del Umbilical. La línea ascendente era visible unos cien kilómetros antes de perderse. La Estación Intermedia, cuatro mil kilómetros más arriba, en el centro de la masa que conformaba el sistema Ópalo-Sismo, parecía un diminuto nudo dorado en un hilo invisible. Llegarían allí para cambiar de vehículo en medio día. Había mucho tiempo para pensar. Y muchas cosas en las que pensar.

Rebka cerró los ojos y repasó sus preocupaciones.

Comenzó con Max Perry. Después de un par de días con él era evidente que había dos Max Perry. Uno era un burócrata tranquilo e insípido, alguien a quien no le hubiese extrañado encontrar en cualquier ratonera del Círculo Phemus, en un trabajo sin ninguna perspectiva de progreso. Pero debajo de eso, en alguna parte, había una segunda personalidad, una persona enérgica y sutil con firmes ideas propias. El segundo Max Perry sólo parecía despertar en raras ocasiones.

No, eso no era cierto. El otro Max Perry despertaba cuando se hablaba de Sismo; sólo entonces. Y Max II debía de ser el hombre inteligente y decidido que había sido Perry todo el tiempo, siete años antes…, cuando fue enviado a Dobelle.

Rebka se reclinó en su asiento. Tenía el cuerpo relajado y la mente activa. Sí. Podía aceptar que había un misterio en Max Perry. ¿Pero justificaba ese misterio que un hombre de acción como Hans Rebka fuese apartado del proyecto Paradoja, para convertirse en un psicólogo aficionado en un mundo menor como Ópalo?

No tenía sentido. Si los hombres y mujeres que dirigían el Círculo Phemus servían para algo, era para la preservación de recursos; y los recursos humanos eran los más preciados de todos.

Debía buscar otro motivo, otra razón para que lo hubiesen destinado allí.

Rebka no era tan ingenuo como para creer que sus superiores le contarían toda la historia oculta detrás de sus designaciones. Posiblemente ni siquiera la conocían. El había llegado a descubrir eso en La Estela del Pelícano. Se suponía que un solucionador de problemas debía ser capaz de operar sin conocer todos los detalles, y Rebka funcionaba mejor cuando se veía obligado a resolver las cosas por sí mismo.

¿Terramorfismo de Sismo y Ópalo?

Sus superiores debían de haber sabido que, en cuanto él viera el doblete planetario de Dobelle, evaluaría a ambos mundos como posibles candidatos para el terramorfismo. ¿Sería ése el verdadero motivo por el cual había sido enviado allí? ¿Para poner en marcha ese proyecto?

Sin embargo, algo parecía no encajar.

Por lo tanto, debía considerar algunas de las otras variables. Cuatro grupos solicitaban efectuar una visita a Sismo al mismo tiempo. En uno de los casos podía tratarse de una verdadera coincidencia —el Consejo de la Alianza no tenía fama de embustero—, pero cuatro a la vez no era verosímil.

Y la inminente Marea Estival era la mayor que jamás se hubiese producido. Tal vez allí estaba la clave. Acudían para ver ese fenómeno tan especial.

De nuevo, algo parecía faltar. Darya Lang le había dicho que ella no sabía que se trataba de una Marea Estival particularmente grande hasta que Perry se lo comentó.

Rebka la creía. Pero ese mismo crédito era sospechoso. Había dejado a una compañera en la estación que giraba en órbita alrededor de Paradoja. A pesar de lo que le decía su cerebro, era probable que sus glándulas estuviesen buscando una sustituta. En los primeros dos minutos con Lang, había percibido una atracción entre ambos. Eso debía hacer que fuese más cauteloso en su trato con ella, ya que deseaba creerla.

Lang no sabía que se aguardaba una monstruosa Marea Estival en Ópalo y en Sismo. Bien. Podía creerla. Sin embargo, eso no significaba que ella fuese lo que afirmaba ser. Podía estar jugando un papel distinto y más complejo.

¿Y qué era lo que afirmaba ser? Eso podía verificarse. Antes de abandonar Estrellado, Rebka ya había enviado un mensaje en clave por el sistema de comunicaciones Bose, pidiendo que inteligencia del Círculo le confirmase que Darya Lang era una experta en artefactos de Constructores. La respuesta les estaría aguardando cuando regresasen de Sismo. Hasta entonces, las preguntas concernientes a Darya Lang debían ser puestas a un lado.

Pero quedaban muchas otras preguntas. Hans Rebka fue interrumpido por un roce suave en el brazo. Abrió los ojos.

Max Perry señalaba hacia arriba, hacia la línea del Umbilical. Sismo se alzaba sobre ellos, tan grande como cuando partieran. Pero por el momento sólo reflejaba la luz ocre de Amaranto. Mandel estaba oculta detrás del planeta; con la proximidad de la Marea Estival, su compañera enana se acercaba más y más. Pronto la noche desaparecería por completo en Sismo y Ópalo.

Perry señalaba otra vez. Rebka comprendió que no era Sismo lo que atraía su atención. Casi habían llegado a la Estación Intermedia. Asombrosamente, el Umbilical parecía acabarse allí. Rebka pudo ver una interrupción, una región donde la estructura cilíndrica terminaba en un punto azul deslumbrante. Avanzaban rápidamente hacia él, hasta que el propio Sismo comenzó a desaparecer de la vista detrás de la dorada Estación Intermedia.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Rebka—. Pensé que el Umbilical recorría todo el camino entre Ópalo y Sismo. —Debía haberse sentido un poco nervioso, porque fuera del vehículo no había más que el vacío, pero Perry tenía una sonrisa en el rostro y ciertamente no actuaba como un hombre que se enfrentaba al desastre.

—Y así es —respondió él—. Nos estamos acercando al Montacargas. Allí seremos desviados y vueltos a conectar al otro lado de la Estación Intermedia. Los viajeros pueden entrar en la estación si lo desean —está bien equipada, con energía, comida y resguardo—, pero no veo sentido en hacerlo. Si lo desea, podemos echar un vistazo a la estación cuando regresemos.

Mientras Perry hablaba, el coche en el que viajaban se apartaba del cable principal para avanzar a través de una serie de rejas y carriles de enlace. Sismo se había desvanecido. La Estación Intermedia se encontraba a su derecha. Rebka pudo ver una fila de portillas, todas lo suficientemente grandes como para recibir la cápsula. Se volvió hacia el lugar donde el cable mayor del Umbilical desaparecía en la nada azul brillante y, luego, unos kilómetros más adelante, volvía a aparecer.

—No veo ningún montacargas.

—No lo verá. —El segundo Max Perry había vuelto, alerta y lleno de energía—. Es sólo la forma como lo llamamos. Ópalo y Sismo se encuentran en una órbita mutua casi circular, pero la distancia que los separa varía continuamente… Llega hasta los cuatrocientos kilómetros. Un Umbilical permanente no podría funcionar a menos que uno tuviera algo para recuperar o arriar el cable. Eso es lo que hace el Montacargas.

—¿Ese agujero en el espacio?

—Exacto. Funciona bien. Durante la Marea Estival recoge cable de más para separarse de la superficie de Sismo. Y es lo suficientemente listo para dejar intacta su unión con Ópalo. Pero todo es tecnología de los Constructores. Nosotros no tenemos idea de adonde va el cable ni de dónde proviene, ni cómo sabe lo que debe hacer. A la gente de Sismo y Ópalo no le interesa, siempre y cuando puedan subir o bajar el Umbilical utilizando controles especiales.

La renuencia de Perry por visitar Sismo se había desvanecido apenas despegaron de Ópalo. Miraba atentamente hacia delante mientras rodeaban la Estación Intermedia, tratando de ver otra vez a Sismo en el cielo.

Cuando la cápsula retrocedió para unirse al nuevo tramo del Umbilical, comenzaron a acelerar. Pronto dejaron atrás el centro del sistema Dobelle y experimentaron la clara sensación de caer hacia Sismo, con su propia fuerza centrífuga que se sumaba a la gravedad del planeta. Éste crecía a ojos vista en el cielo, minuto a minuto, y pronto empezaron a ver más detalles de la superficie.

Rebka pudo ver otro cambio en Perry. Su respiración se había tornado más rápida. Miraba al planeta que se acercaba con expresión extasiada y tenía los ojos brillantes. Rebka hubiese podido apostar que su pulso se había acelerado.

¿Pero qué había allí abajo? Rebka hubiera dado mucho por ver Sismo a través de los ojos de Max Perry.


Sismo no tenía masas líquidas con tamaño de océanos, pero sí tenía muchos ríos y lagos pequeños. A su alrededor crecía la característica vegetación de color rojizo y verde oscuro. Aunque la mayor parte de ella era tosca y llena de espinas, en ciertas partes florecían profusos mantos de helechos, suaves y flexibles. Una de esas zonas estaba en la costa del lago más grande, no muy lejos de la base del Umbilical. Era un sitio donde la gente podía echarse y descansar. Un lugar apto para que dos personas encontrasen otros placeres.

Amy hablaba con voz jadeante en su oído.

—Tú eres el experto, ¿verdad?

—No sé nada sobre eso. —Sonaba indolente, relajado—. Pero es probable que sepa tanto como cualquiera sobre este lugar.

—Es lo mismo. ¿Entonces por qué no me traes aquí otra vez? Podrías hacerlo si quisieras, Max. Tú controlas el acceso.

—No debía haberte traído de ningún modo.

La sensación de poder. Aunque en un principio lo había hecho para exhibir su nueva autoridad, cuando estuvo en el planeta aparecieron mejores motivos. Todavía faltaba mucho para la Marea Estival y Sismo era un lugar seguro, pero la ceniza volcánica ya se cernía bien alto en la atmósfera. Los atardeceres, que estallaban cada ocho horas, eran de una belleza indescriptible, con sus tonalidades de rojo, púrpura y dorado. El no sabía que existiese nada parecido en el resto del universo…, nada que hubiese leído ni que hubiera oído comentar. Incluso con los ojos cerrados, podía ver aquellos gloriosos colores.

Había querido enseñárselo a Amy… y no quería dejar de mirarlo él mismo. Todavía no. Permaneció tendido de espaldas, observando el brillante disco de Ópalo a través del espléndido atardecer. A su lado, Amy había cortado una suave hoja de helecho y la deslizaba sobre su torso desnudo. Después de unos momentos giró sobre él y lo miró con ojos serios y grandes.

—Lo harás, ¿verdad? Lo harás, sin duda lo harás. Di que lo harás.

—¿Hacer qué? —El fingía no comprender.

—Traerme aquí otra vez. Más cerca de la Marea Estival.

—Definitivamente no. —Giró la cabeza de un lado al otro sobre los suaves helechos, con demasiada pereza como para levantarla por completo. Se sentía el rey del mundo—. No sería prudente, Amy. No en ese momento.

—Pero tú vendrás.

—Durante la Marea Estival no. Me iré antes de que llegue. Nadie permanece aquí entonces.

—Entonces podría irme contigo, cuando todavía sea prudente, ¿No es verdad?

—No. No cerca de la Marea Estival.

Amy bajaba su cuerpo hacia él, mientras las últimas luces resplandecían en el cielo de Sismo. El ya no alcanzaba a ver su rostro. Había quedado sumido en la oscuridad.

—Podría. —Los labios de Amy estaban a un centímetro de los suyos—. Di podría. Di sí.

—No —repitió él—. No cerca de la Marea Estival.

Amy no respondió. Estaba ocupada con otros argumentos.

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