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Ponter Boddit había crecido en esa parte del mundo; había visto la mina de níquel toda la vida. Con todo, nunca había conocido a nadie que hubiera visitado sus profundidades: el trabajo minero lo realizaban exclusivamente los robots. Pero cuando le diagnosticaron leucemia a Klast, Ponter y ella empezaron a reunirse con otra gente que sufría cáncer en busca de apoyo, de compañía, para compartir información. Se reunían en las instalaciones de un kobalant que, naturalmente, estaba vacío por las noches.

Ponter esperaba que varios de los afligidos por el mal hubieran visitado la mina. Después de todo, al internarse en las profundidades de la roca, sin duda habrían quedado expuestos a una radiactividad anormalmente alta.

Pero no formaba parte de su grupo nadie que hubiera bajado a la mina. Ponter empezó a hacer preguntas y descubrió que aquélla era una mina de níquel muy poco corriente: los niveles de radiación de fondo de sus antiguas rocas eran extraordinariamente bajos.

Y, a causa de eso, se le ocurrió una idea. Era físico y trabajaba con Adikor Huld en la construcción de ordenadores cuánticos. Pero los registros cuánticos eran enormemente sensibles a las alteraciones ambientales; habían tenido un verdadero problema con los rayos cósmicos, que provocaban incongruencias.

La solución, parecía, estaba justo bajo sus pies. Con un millar de brazadas de roca sobre sus cabezas, los rayos cósmicos ya no constituirían un problema. A tanta profundidad no podía penetrar nada que no fueran los neutrinos, y éstos no influirían en los experimentos que Ponter y Adikor querían realizar.

Delag Bowst era el administrador jefe de Saldak: los Grises le habían obligado a aceptar el cargo. Pero, naturalmente, siempre pasaba lo mismo con los administradores: nadie que eligiera ese puesto estaba realmente preparado para él.

Ponter le había presentado su propuesta a Bowst: que lo dejaran construir unas instalaciones de ordenadores cuánticos en las profundidades de la mina. Y Bowst había convencido a los Grises para que dieran su aprobación. Una civilización tecnológica no podía existir sin metales, después de todo, pero la mina no había sido siempre respetuosa con el entorno. Cualquier oportunidad para hacer algo positivo era bienvenida.

Así que se construyeron las instalaciones. A Ponter y Adikor todavía les daba problemas una fuente inesperada de incoherencia: las descargas piezoeléctricas causadas por las tensiones de las rocas a tan grandes profundidades. Pero Adikor creía haber resuelto finalmente el problema, y ahora lo intentarían de nuevo, con un factor numérico mayor que ninguno hasta entonces.

El hoverbus dejó a Ponter y Adikor en la entrada de la mina. Era un hermoso día de verano, con un cielo azul intenso, tal como el implante acompañante de Ponter había prometido. Ponter olía los pólenes en el aire y oía las llamadas quejumbrosas de los somormujos en el lago. Tomó un protector de cabeza del cobertizo de almacenamiento y se lo ajustó a los hombros, con las dos varas sosteniendo una placa plana sobre su cráneo; Adikor hizo otro tanto.

El ascensor de la entrada de la mina era cilíndrico. Los dos físicos entraron en la cabina y Ponter pulsó con el pie el interruptor de activación.

El ascensor comenzó su largo descenso.


Ponter y Adikor salieron del ascensor y recorrieron el largo túnel hacia el laboratorio de ordenadores cuánticos; naturalmente, había sido construido en una parte de la mina que no contenía filones valiosos. Caminaban en silencio, el silencio cómodo y amistoso de dos hombres que se conocen desde hace mucho tiempo.

Finalmente, llegaron a las instalaciones cuánticas. Consistían en cuatro salas. La primera era un cubículo diminuto para comer; no merecía la pena tomarse el tiempo de subir en ascensor hasta la superficie para alimentarse. La segunda era un cuarto de baño seco: no había fontanería ahí abajo, así que tenían que sacar los residuos. La tercera era la sala de control, que contenía grupos de instrumentos y mesas de trabajo. Y la cuarta, la única sala grande, era la gigantesca cámara de cómputo, más grande que toda la casa que compartían Ponter y Adikor.

El objetivo habitual en la construcción de ordenadores era hacerlos lo más pequeños posible: eso reducía al mínimo los retrasos causados por la velocidad de la luz. Pero los ordenadores de Ponter y Adikor se basaban en usar protones cuánticamente enlazados como registros, y tenía que haber una manera de distinguir entre las reacciones que se producían simultáneamente a causa del enlace cuántico y las que se producían como resultado de la comunicación normal a velocidad de la luz entre dos protones. Y la manera más sencilla de hacerlo era separar los registros para que el tiempo que tardaba la luz en viajar entre dos de ellos fuera fácilmente medible. Por tanto, los protones estaban dentro de columnas de contención magnética repartidas por toda la cámara.

Ponter y Adikor se quitaron los protectores de la cabeza y entraron en la sala de control. Adikor era el del sentido práctico: encontraba formas de hacer funcionar las ideas de Ponter en lo referido al software y hardware. Se sentó ante una consola y empezó a ejecutar las rutinas necesarias para inicializar los ordenadores cuánticos.

—¿Cuánto falta para que estemos listos? —preguntó Ponter.

—Otro mediodécimo —dijo Adikor—. Todavía tengo dificultades para estabilizar el registro 69.

—¿Crees que va a funcionar?

—¿Yo? —dijo Adikor—. Naturalmente que sí. —Sonrió—. Claro que dije lo mismo ayer y anteayer y el día anterior.

—El perpetuo optimista —dijo Ponter.

—Bueno, cuando uno está a esta profundidad, no puede hacer otra cosa que subir.

Ponter se echó a reír y entró en la sala de comidas por un tubo de agua. Esperaba que el experimento fuera un éxito hoy. Faltaba poco para el siguiente Consejo Gris y Adikor y él tendrían que dar otra vez explicaciones sobre qué devolvían a la comunidad a través de su trabajo. Los científicos solían obtener la aprobación de sus propuestas (todo el mundo veía claramente que la ciencia había mejorado su vida), pero siempre era más agradable informar de resultados positivos.

Ponter usó los dientes para abrir el cierre de plástico del tubo de agua y bebió parte del fresco líquido. Luego regresó a la sala de control, se sentó a su mesa y empezó a leer un abanico de hojas de plástico cuadrado verde claro, revisando las notas de su último intento y tomando sorbos de agua de vez en cuando. Ponter daba la espalda a Adikor, quien jugueteaba con los controles al otro lado de la pequeña sala, cuya pared principal, casi toda de cristal, formaba una gran ventana que daba a la gran sala de cómputo, de techo más alto y suelo más bajo que las otras.

Ya habían tenido un éxito considerable con los ordenadores cuánticos. El último diezmés, habían obtenido un factor numérico que requería 10 elevado a 73 átomos de hidrógeno como registros…, una cantidad muy superior a todo el hidrógeno que había en todas las estrellas de esta galaxia, y un orden de magnitud sesenta y tantas veces superior a la capacidad de toda la cámara de cómputo, aunque hubiera estado llena enteramente de nitrógeno. Si habían tenido éxito era por una sola razón: realmente conseguían un verdadero cálculo cuántico, con un número limitado de registros físicos existiendo simultáneamente en estados múltiples superpuestos unos a otros.

En cierto modo, el siguiente experimento era meramente una ampliación del anterior, un intento de hallar un factor numérico aún más grande. Pero el número en cuestión era tan enormemente grande que según el Teorema de Digandal tenía que ser primo. Ningún ordenador convencional podía probarlo, pero sus ordenadores cuánticos debían poder hacerlo.

Ponter comprobó unas cuantas páginas impresas más, luego se acercó a otro grupo de control y tocó algunas clavijas, ajustando partes del sistema de grabación. Quería asegurarse de que cada faceta del cálculo quedara grabada para que luego no hubiera dudas sobre los resultados. Si al menos pudieran…

—Preparado —dijo Adikor.

Ponter sintió que el corazón se le desbocaba. Quería que funcionara, por su propio bien y por el de Adikor. Ponter había tenido mucha suerte al principio de su carrera; se había hecho un nombre en el mundo de la física. Aunque muriese aquel día, sería largamente recordado. Ponter sabía que Adikor no había tenido tanto éxito, aunque sin duda lo merecía. Qué maravilloso sería para ambos si pudieran demostrar (o rebatir, cualquiera de los dos resultados sería significativo) el Teorema de Digandal.

Había dos grupos de control que manejar, uno a cada lado de la pequeña sala. Ponter se quedó en el que estaba, junto al arco que conducía al comedor; Adikor se acercó al otro, en el lado opuesto de la sala. Todos los controles tendrían que haber estado localizados en un mismo sitio, pero esta disposición había ahorrado casi treinta brazadas de costoso cable cuánticamente transductivo que se usaba para enlazar los registros. Cada grupo de control estaba montado en una pared. Adikor se situó junto a la suya y tiró de las clavijas necesarias. Ponter, mientras tanto, operaba los controles correspondientes de su propio grupo. —¿Todo listo? —preguntó Adikor.

Ponter miró la serie de luces indicadoras de su pantalla; todas eran rojas, del color de la sangre, del color de la salud.

—Sí.

Adikor asintió.

—Diez latidos —dijo, iniciando la cuenta atrás—. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero.

Varias luces se encendieron en la pantalla de Ponter: indicaban que los registros estaban funcionando. En teoría, durante la fracción de un latido, se habían probado todos los factores posibles, y los resultados ya habían sido recibidos como una serie de pautas de interferencia en película fotográfica. Al ordenador convencional le haría falta un rato para decodificar las pautas de interferencia que componían la lista de factores… y, si Digandal estaba equivocado y ese número no era primo, podría ser una lista realmente larga.

Ponter dejó su consola y se dispuso a sentarse. Adikor caminaba de un lado a otro, mirando por la ventana las filas de registros, cada uno una columna sellada de vidrio y acero que contenía una cantidad específica de hidrógeno.

Finalmente, el ordenador convencional hizo plunk, indicando que había terminado.

Había un cuadrado en el centro del grupo de control de Ponter; los resultados aparecían en signos negros sobre fondo amarillo. Y los resultados eran…

—¡Cartílagos! —maldijo Adikor, detrás de Ponter, con una mano sobre su hombro.

La pantalla decía: «Error en registro 69; operación abortada.»

—Tenemos que sustituirlo —dijo Ponter—. No nos ha dado más que problemas.

—No es el registro —dijo Adikor—. Es la base que lo sujeta al suelo. Pero harán falta diez días para hacer una nueva.

—¿Entonces no podemos hacer nada antes del Consejo Gris? —preguntó Ponter. No tenía ganas de enfrentarse a los ciudadanos mayores y decir que no se había añadido nada al conocimiento desde la última sesión del Consejo.

—No, a menos… —La voz de Adikor se apagó.

—¿Qué?

—Bueno, el problema del 69 es que tiende a vibrar sobre su base; los cierres de sujeción tienen un defecto de fabricación. Si pudiéramos encontrar algo con lo que sostenerlo…

Ponter escrutó la sala. No había nada que pareciera adecuado.

—¿Y si voy a la sala de cómputo y me apoyo en el registro? Ya sabes, descargo sobre él todo mi peso. ¿Impediría eso que vibrara? Adikor frunció el entrecejo.

—Tendrías que sujetarlo con firmeza. El equipo tolera cierto movimiento, por supuesto, pero…

—Puedo hacerlo —dijo Ponter—. Pero… pero ¿provocará incongruencia mi presencia en la sala de cómputo?

Adikor negó con la cabeza.

—No. Las columnas de registro están muy bien protegidas: haría falta algo mucho más radiactivo o eléctricamente cargado que un cuerpo humano para trastornar su contenido.

—¿Entonces…?

Adikor volvió a fruncir el entrecejo.

—Es una solución del problema poco elegante.

—Pero podría funcionar.

Adikor asintió.

—Supongo que merece la pena intentarlo. Es mejor que acudir al Consejo con las manos vacías.

—¡Muy bien! —dijo Ponter, decidido—. Hagámoslo.

Adikor asintió, y Ponter abrió la puerta que separaba las otras tres salas de la gran cámara que contenía los tanques de registro. Luego bajó los escalones hasta el suelo de granito pulido de la habitación, que había sido nivelado con rayos láser. Ponter avanzó con cuidado: se había resbalado más de una vez al cruzarlo. Cuando llegó al cilindro 69, colocó una mano sobre su parte superior curva, la cubrió con la otra mano y apretó con todas sus fuerzas.

—Cuando quieras —dijo.

—Diez —respondió Adikor con un grito—. Nueve. Ocho. Siete. Ponter luchó por mantener las manos firmes. Por lo que podía notar, el cilindro no vibraba en absoluto.

—Seis. Cinco. Cuatro.

Ponter inspiró profundamente, tratando de calmarse. Aguantó.

—Tres. Dos. Uno.

Allá vamos, pensó Ponter.

—¡Cero!

Adikor oyó el cristal sacudirse ferozmente en la ventana que daba a la sala de cómputo.

—¡Ponter! —gritó. Adikor corrió hacia la ventana—. ¿P-Ponter? Pero no había ni rastro de él.

Adikor asió el pomo de la puerta y…

¡Whoosh!

La puerta cedió hacia adentro, abriéndose y arrancando el pomo de la mano de Adikor mientras una gran ráfaga de aire de la sala de control entraba en la sala de cálculo y casi lo tiraba de cabeza por la pequeña escalera. El aire corría hacia la cámara desde la sala de control y la mina situada más allá, como si el que ocupaba antes ese espacio hubiera sido sorbido. Los oídos de Adikor zumbaron repetidas veces.

—¡Ponter! —llamó de nuevo cuando el viento se calmó. Pero aunque la sala era grande, los tanques de registros, dispuestos en una amplia parrilla, eran todos estrechas columnas: no había manera de que Ponter pudiera estar oculto detrás de ninguno de ellos.

¿Qué podía haber sucedido? Si una pared de roca de la mina se había desplomado, y detrás había una zona de baja presión, tal vez…

Pero había sensores sísmicos por todo el complejo minero, que habrían disparado los olores de advertencia en el laboratorio de cómputo si hubiera habido alguna perturbación.

Adikor cruzó corriendo el suelo de granito.

—¡Ponter! —llamó de nuevo—. ¿Ponter?

No había ninguna fisura en el suelo: no podía habérselo tragado la tierra. Adikor vio el tanque del registro 69, el que Ponter había estado sujetando, al fondo de la sala. Ponter, obviamente, no estaba allí, pero Adikor corrió hacia el registro de todas formas, buscando alguna pista y…

¡Cartílagos!

Adikor notó cómo le resbalaban los pies y chocó de espaldas contra el suelo de granito. La superficie estaba cubierta de agua… de un montón de agua. ¿De dónde había salido? Ponter estaba bebiendo un tubo, pero Adikor estaba seguro de que se lo había terminado arriba. Y, además, había mucha más agua de la que habría cabido en un tubo: había cubos de agua formando un extenso charco.

El agua (si eso era) parecía clara, clara. Adikor se llevó a la cara la mano húmeda, olisqueó. No olía a nada.

Un lametón tentativo.

No sabía a nada.

Era pura, al parecer. Agua clara y pura.

Con el corazón desbocado y la cabeza dándole vueltas, Adikor fue a buscar algo donde meterla; era la única pista que tenía.

¿De dónde había salido el agua?

¿Y adónde había ido Ponter?

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