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PRIMER DÍA
VIERNES, 2 DE AGOSTO
148/103/24

La negrura era absoluta.

Contemplándola se hallaba Louise Benoit, de veintiocho años, una escultural posdoctorada de Montreal con una cabellera de hirsuto pelo castaño recogida, como se exigía allí, en una redecilla. Hacía su guardia en una abarrotada sala de control, enterrada dos kilómetros («una milla y cuagto», como explicaba a veces a los visitantes americanos con aquel acento francés que les encantaba) bajo la superficie de la Tierra.

La sala de control estaba junto a la cubierta situada sobre la enorme caverna obscura que albergaba el Observatorio de Neutrinos de Sudbury. Suspendida en el centro de la caverna se hallaba la esfera acrílica más grande del mundo, de doce metros («casi cuagenta pies») de diámetro. La esfera contenía mil cien toneladas de agua pesada cedida por la Atomic Energy of Canada Limited.

Envolviendo aquel globo transparente había una disposición geodésica de vigas de acero inoxidable, que sostenían 9.600 tubos multiplicadores, cada uno alojado en una parábola reflectante y apuntando hacia la esfera. Todo esto (el agua pesada, el globo acrílico que la contenía y la concha geodésica envolvente) estaba alojado en una caverna en forma de cañón de diez pisos de altura, excavada a partir de la roca norita adyacente. Y esa gargantuesca cueva estaba llena casi hasta arriba con agua regular ultrapura.

Louise sabía que los dos kilómetros de roca canadiense que había encima protegían el agua pesada de los rayos cósmicos. Y la concha de agua regular absorbía la radiación de fondo natural de las pequeñas cantidades de uranio y torio de las rocas cercanas, impidiendo que alcanzara también el agua pesada. De hecho, nada podía penetrar en el agua pesada excepto los neutrinos, aquellas infinitésimas partículas subatómicas que eran el tema de la investigación de Louise. Billones de neutrinos atravesaban la Tierra cada segundo; de hecho, un neutrino podía atravesar un bloque de plomo de un año-luz de grosor con sólo un cincuenta por ciento de probabilidades de golpear algo.

Con todo, del Sol surgían neutrinos con una profusión tan enorme que ocasionalmente se producían colisiones… y el agua pesada era un blanco ideal para esas colisiones. Los núcleos de hidrógeno del agua pesada contenían un protón (el componente normal de un núcleo de hidrógeno) además de un neutrón. Y cuando un neutrino chocaba contra un neutrón, el neutrón se descomponía, liberando un nuevo protón, un electrón y un destello de luz que podía ser detectado por los tubos fotomultiplicadores.

Al principio, las obscuras cejas arqueadas de Louise no se alzaron cuando oyó la alarma de detección de neutrinos hacer ping; la alarma sonaba brevemente una docena de veces al día, y aunque normalmente era lo más excitante que pasaba allí abajo, no merecía la pena levantar la vista de su ejemplar de Cosmopolitan.

Pero entonces la alarma volvió a sonar, y luego otra vez más, y entonces se convirtió en un sólido e interminable silbido eléctrico como el ECG de un moribundo.

Louise se levantó de su mesa y se acercó a la consola detectora. Encima había una foto enmarcada de Stephen Hawking: sin firmar, naturalmente. Hawking había visitado el Observatorio de Neutrinos de Sudbury en su inauguración hacía unos cuantos años, en 1998. Louise dio un golpecito en el altavoz de alarma, por si era un fallo del sistema, pero la alarma continuó.

Paul Kiriyama, un delgaducho estudiante graduado, entró corriendo en la sala de control, procedente de algún lugar de la enorme instalación subterránea. Louise sabía que Paul solía cortarse ante ella, pero esta vez no le faltaron palabras.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó. Había una cuadrícula de pantallas de noventa y ocho por noventa y ocho en el panel, representado los 9.600 tubos fotomultiplicadores; cada uno de ellos estaba iluminado.

—Tal vez alguien ha encendido por accidente las luces de la caverna —dijo Louise, sin que ella misma se lo creyera.

El prolongado pitido cesó por fin. Paul pulsó un par de botones, que activaron cinco monitores de televisión conectados a cinco cámaras subacuáticas situadas dentro de la cámara de observación. Sus pantallas eran rectángulos perfectamente negros.

—Bueno, si las luces estaban encendidas —dijo—, ahora están apagadas. Me pregunto qué…

—¡Una supernova! —declaró Louise, dando una palmada con sus manos de largos dedos—. Tendríamos que contactar con la Oficina Central de Mensajes Astronómicos; establezcamos nuestras prioridades.

Aunque el ONS había sido construido para estudiar los neutrinos procedentes del Sol, podía detectarlos en cualquier parte del universo.

Paul asintió y se plantó delante de un buscador de la red, y pinchó en el enlace con el sitio de la Oficina. Louise sabía que merecía la pena informar del hecho, aunque todavía no estuvieran muy seguros.

Una nueva serie de pings surgieron del panel detector. Louise miró las pantallas de litio: varios cientos de luces estaban encendidas por toda la parrilla. Extraño, pensó. Una supernova debería registrarse como una fuente direccional…

—¿Habrá algo estropeado en el equipo? —dijo Paul, llegando claramente a la misma conclusión—. O tal vez la conexión de uno de los fotomultiplicadores se está interrumpiendo, y los otros detectan el arco.

El aire resonó con un chasquido y un gruñido procedentes de la sala de al lado, la cubierta sobre la gigantesca cámara de detección misma.

—Tal vez deberíamos encender las luces de la cámara —dijo Louise. El gruñido continuó, una bestia subterránea acechando en la oscuridad.

—Pero ¿y si es una supernova? —dijo Paul—. El detector es inútil con las luces encendidas y…

Otro fuerte chasquido, como un jugador de hockey lanzando un mate.

—¡Enciende las luces!

Paul levantó la tapa protectora del interruptor y lo pulsó. Las imágenes de los monitores de televisión fluctuaron y luego se estabilizaron para mostrar…

—¡Mon Dieu! —exclamó Louise.

—Hay algo dentro del tanque de agua pesada! —dijo Paul—. ¿Pero cómo…?

—¿Lo has visto? —preguntó Louise—. Se está moviendo y… ¡Santo Dios, es un hombre!

Los chasquidos y gemidos continuaron, y entonces…

Pudieron verlo en los monitores y oírlo a través de las paredes.

La gigantesca esfera acrílica se hizo pedazos, resquebrajándose a lo largo de varias de las vigas que mantenían unidos sus componentes.

—¡Tabernacle! —maldijo Louise, advirtiendo que el agua pesada debía de estar mezclándose con el H2O corriente dentro de la cámara en forma de cañón. Su corazón latía con fuerza. Durante medio segundo no supo si preocuparse más por la destrucción del detector o por el hombre que obviamente se estaba ahogando en su interior.

—¡Vamos! —dijo Paul, acercándose a la puerta que conducía a la cubierta sobre la cámara de observación. Las cámaras estaban conectadas a los sistemas de vídeo: no se perderían nada.

—Un moment —contestó Louise. Cruzó la sala de control, tomó un teléfono y marcó una extensión mirando la lista pegada en la pared. El teléfono sonó dos veces.

—¿Doctor Montego? —dijo Louise cuando contestó la voz de acento jamaiquino del médico de la empresa minera—. Al habla Louise Benoit, del ONS. Le necesitamos inmediatamente en el observatorio. Hay un hombre ahogándose en la cámara de detección.

—¿Un hombre ahogándose? —dijo Montego—. ¿Pero cómo puede haber llegado allí?

—No lo sabemos. ¡Dese prisa!

—Voy para allá —dijo el doctor. Louise colgó el teléfono y corrió hacia la misma puerta azul que Paul había atravesado antes, y que ya había vuelto a cerrarse. Se sabía los carteles de memoria:


MANTENGAN LA PUERTA CERRADA

PELIGRO: CABLES DE ALTO VOLTAJE

EQUIPO ELECTRÓNICO PROHIBIDO A PARTIR DE ESTE PUNTO

CALIDAD DEL AIRE COMPROBADA. ACCESO PERMITIDO


Louise agarró el pomo, abrió la puerta y entró en la amplia extensión de la cubierta de metal.

Una trampilla lateral conducía a la cámara de detección propiamente dicha; el último trabajador de la construcción había salido por ella y la había sellado tras de sí. Para sorpresa de Louise, la trampilla seguía todavía sellada por cuarenta cerrojos; por supuesto, se suponía que estaba sellada, pero no había forma alguna de que un hombre pudiera haber entrado en la cámara a no ser por esa trampilla…

Las paredes que rodeaban la cubierta estaban cubiertas por una capa de plástico verde oscuro para mantener a raya el polvo de las rocas. Docenas de conductos y tubos de polipropileno colgaban del techo, y vigas de acero esbozaban la forma de la sala. Algunas paredes estaban cubiertas de ordenadores; en otras había estanterías. Paul estaba junto a una de éstas, rebuscando a la desesperada, presumiblemente en pos de unas tenazas lo bastante fuertes para arrancar los cerrojos.

El metal chirriaba agónico. Louise corrió hacia la trampilla, aunque no tenía ninguna posibilidad de abrirla con las manos desnudas. El corazón le dio un vuelco; un sonido, como el de los disparos de una ametralladora, irrumpió en la sala cuando los cerrojos saltaron. La trampilla se abrió de golpe, rebotó sobre sus goznes y golpeó el suelo con un tañido reverberante. Louise se había apartado de un salto, pero un géiser de agua fría brotó por la abertura, empapándola.

La parte superior de la cámara de contención estaba llena de nitrógeno gaseoso, que Louise sabía que ahora ya debía de estar siendo ventilado. El chorro de agua remitió rápidamente. Se acercó a la abertura en la cubierta y se asomó, tratando de no respirar. El interior estaba iluminado por los reflectores que Paul había conectado, y el agua era absolutamente pura; Louise podía ver hasta el fondo, treinta metros más abajo.

Apenas distinguía las gigantescas secciones curvadas de la esfera acrílica; el índice de refracción acrílica era casi idéntico al del agua, lo que dificultaba su visión. Las secciones, ahora separadas unas de otras, estaban sujetas al techo por cables de fibra sintética; de no ser así habrían caído al fondo del armazón geodésico que las rodeaba. La abertura de la trampilla sólo permitía una perspectiva limitada, y Louise no podía ver todavía al hombre que se ahogaba.

—¡Merde!—las luces del interior de la cámara se habían apagado—. ¡Paul! —gritó Louise—. ¿Qué estás haciendo?

La voz de Paul (ahora llegaba desde el fondo de la sala de control), apenas era audible por encima del equipo de aire acondicionado y el chapoteo del agua en la enorme caverna bajo los pies de Louise.

—Si ese hombre está vivo todavía —gritó—, verá las luces de la cubierta a través de la trampilla.

Louise asintió. Lo único que el hombre vería ahora sería un único cuadrado iluminado, de un metro de lado, en lo que, para él, sería un enorme techo oscuro.

Un momento después, Paul regresó a la cubierta. Louise lo miró y luego volvió a la trampilla abierta. Seguía sin haber rastro del hombre.

—Uno de nosotros debería entrar —dijo Louise.

Los ojos almendrados de Paul se abrieron de par en par. Pero… el agua pesada…

—No se puede hacer otra cosa —dijo Louise—. ¿Qué tal nadador eres?

Paul parecía cortado. Louise sabía que lo último que quería era quedar mal ante ella, pero…

—No muy bueno —dijo, bajando la mirada.

Ya era bastante embarazoso estar con Paul mirándola todo el tiempo, pero Louise no podía nadar muy bien con su mono de nailon azul, el uniforme del ONS. Debajo, como casi todo el mundo que trabajaba en el ONS, sólo llevaba la ropa interior: la temperatura era de unos tropicales 40,6 °C a esas profundidades de la Tierra. Se quitó los zapatos y luego se bajó la cremallera que corría por la parte delantera de su mono; gracias a Dios, se había puesto sujetador, aunque le habría gustado que no tuviera tantos encajes.

—Vuelve a encender las luces de ahí abajo —dijo Louise. Por fortuna, Paul no vaciló. Antes de que regresara, Louise ya había atravesado la trampilla y se había metido en el agua, que se mantenía a diez grados para desanimar el crecimiento biológico y para reducir la tasa de ruido espontáneo de los tubos fotomultiplicadores.

Louise sintió un arrebato de pánico, la súbita sensación de estar en un lugar muy alto sin nada que la sujetase: el fondo estaba lejos, muy lejos por debajo. Chapoteaba en el agua, la cabeza y los hombros asomando por la trampilla abierta, esperando a que el pánico remitiera. Cuando lo hizo, inspiró profundamente tres veces, cerró la boca y se zambulló bajo la superficie.

Louise veía con claridad, y los ojos no le picaban en absoluto. Miró alrededor, tratando de localizar al hombre, pero había tantos pedazos de acrílico y…

Allí estaba.

Había flotado hacia arriba, y quedaba un pequeño espacio (quizá de unos quince centímetros) entre la superficie del agua y la cubierta superior. Normalmente estaba llena de nitrógeno ultra-puro. El pobre tipo tenía que estar muerto: respirar aquello tres veces sería fatal. Una triste ironía: probablemente se había abierto paso hasta la superficie, pensando que encontraría aire, sólo para que lo matara el gas que inhaló allí. El aire respirable que entraba por la trampilla abierta debía de estar ahora mezclándose con el nitrógeno, pero sin duda era va demasiado tarde para que eso sirviera de nada.

Louise volvió a asomar la cabeza y los hombros por la trampilla. Vio a Paul, que esperaba ansiosamente a que le dijera algo, cualquier cosa. Pero no había tiempo para eso. Inhaló más aire, llenando sus pulmones tanto como pudo, y luego se zambulló. No había suficiente espacio para que mantuviera la nariz por encima del agua sin golpearse constantemente la cabeza con el techo de metal mientras nadaba. El hombre estaba a unos diez metros. Louise pataleó, cubriendo la distancia tan rápidamente como pudo, y entonces…

Una nube en el agua. Algo oscuro.

Mon Dieu!

Era sangre.

La nube rodeaba la cabeza del hombre, oscureciendo sus rasgos. No se movía. Si seguía vivo, sin duda estaba inconsciente.

Louise asomó la boca y la nariz a la superficie. Inspiró con cautela, pero ahora ya había suficiente aire respirable, y entonces agarró el brazo del hombre. Louise le hizo dar la vuelta (había estado flotando boca abajo), de modo que su nariz asomara también al aire, pero no pareció servir de nada. No emitió ningún gemido, nada que indicase que todavía respiraba.

Louise empezó a sacarlo a rastras del agua. Fue un trabajo difícil: el hombre era bastante grueso, e iba completamente vestido, con la ropa empapada. Louise no tuvo tiempo de fijarse mucho, pero advirtió que no llevaba protección ni botas de seguridad. No podía tratarse de uno de los mineros que buscaban níquel, y aunque Louise sólo había atisbado de refilón la cara del individuo (un tipo blanco, barba rubia), tampoco pertenecía al ONS.

Paul debía de estar esperando en la cubierta de arriba. Louise vio su cabeza asomada hacia el agua, viendo cómo Louise y el hombre se acercaban. En otras circunstancias, Louise habría sacado al herido del agua antes de salir ella, pero la trampilla no era lo bastante grande para que pasaran ambos a la vez, y haría falta que Paul y ella sacaran juntos al hombretón.

Louise soltó el brazo del tipo y asomó la cabeza por la trampilla ahora que Paul se había apartado. Se tomó un instante para respirar, estaba agotada de arrastrar al hombre por el agua, y luego apoyó las manos en el suelo mojado, se aupó y salió. Paul volvió a agacharse y ayudó a Louise a salir, y luego se volvieron hacia el hombre.

Había empezado a alejarse flotando, pero Louise consiguió agarrarlo por el brazo y arrastrarlo hacia la abertura. Louise y Paul se esforzaron entonces por sacarlo y por fin consiguieron subirlo. Todavía estaba sangrando; la herida se le veía claramente en un lado de la cabeza.

Paul se agachó de inmediato junto al hombre y empezó a hacerle la respiración boca a boca, su mejilla manchada de sangre cada vez que se volvía para ver si el ancho pecho del hombre se alzaba.

Louise, mientras tanto, sostuvo la muñeca derecha del hombre y le buscó el pulso. No tenía… ¡No, no, un momento! ¡Allí estaba! ¡Había pulso!

Paul siguió insuflando aire en la boca del hombre, una y otra vez, y finalmente éste empezó a respirar por su cuenta. Expulsó agua y vómito. Paul le colocó la cabeza de lado, y el líquido que expulsaba se mezcló con la sangre del suelo, diluyéndola un poco.

Sin embargo, el hombre todavía parecía inconsciente. Louise, empapada, casi desnuda, y helada por el chapuzón, estaba empezando a sentirse cohibida. Volvió a ponerse el mono y se subió la cremallera. Sabía que Paul la estaba mirando, aunque fingiera no hacerlo.

Todavía pasaría un rato antes de que llegara el doctor Montego. El ONS no estaba sólo a dos kilómetros de profundidad, sino también a un kilómetro y cuarto de distancia en horizontal del ascensor más cercano, en el pozo número nueve. Aunque la cabina hubiera estado arriba (y no había ninguna garantía de que lo estuviera), Montego tardaría veintitantos minutos en llegar.

Louise pensó que lo mejor sería quitarle al hombre la ropa empapada. Tendió la mano hacia la camisa gris pizarra, pero… Pero no había botones, ni cremallera. No parecía un jersey, aunque carecía de cuello y…

¡Ah, allí estaban! Broches ocultos a lo largo de la parte superior de los anchos hombros. Louise intentó soltarlos, pero no cedieron. Miró los pantalones del hombre. Parecían verde oliva oscuro, aunque puede que fuesen mucho más claros cuando estaban secos. Pero no llevaba cinturón; en lugar de eso, una serie de broches y pliegues le rodeaban la cintura.

De repente a Louise se le ocurrió que el hombre podría estar sufriendo de descompresión. La cámara de detección estaba a treinta metros de profundidad, ¿quién sabía hasta dónde había caído o lo rápidamente que había subido? La presión del aire en estas profundidades de la Tierra era el 130 % de lo normal. En ese momento, Louise no supo calcular cómo afectaría a alguien la descompresión, pero en todo caso el hombre estaba recibiendo una concentración superior de oxígeno que la de la superficie, y eso sin duda tenía que ser bueno.

No había otra cosa que hacer sino esperar; el hombre respiraba y su pulso se había estabilizado. Louise finalmente tuvo oportunidad de mirar la cara del desconocido. Era ancha pero no chata, de pómulos angulosos. Y su nariz era gigantesca, del tamaño de un puño. La mandíbula inferior del hombre estaba cubierta de una barba tupida y rubia obscura, y tenía el pelo rubio liso aplastado contra la frente. Sus rasgos faciales eran vagamente de la Europa del este, aunque de cutis más bien pálido, como el de los nórdicos, no oliváceo. Los ojos, muy separados, estaban cerrados.

—¿De dónde habrá salido? —preguntó Paul, sentado ahora en el suelo junto al hombre, con las piernas cruzadas—. Nadie puede bajar ahí y…

Louise asintió.

—Y aunque pudiera, ¿cómo entraría en la cámara de detección sellada?

Hizo una pausa y se apartó el pelo de los ojos, advirtiendo por primera vez que había perdido la redecilla mientras nadaba en el tanque.

—¿Sabes? El agua pesada se ha estropeado. Si este tipo sobrevive, le espera un juicio en toda regla.

Louise sacudió la cabeza. ¿Quién podía ser ese hombre? Tal vez un canadiense nativo fanático, un indio que consideraba que la minería estaba invadiendo territorios sagrados. Pero tenía el pelo rubio, cosa rara entre los nativos. Tampoco podía tratarse de una desafortunada broma juvenil: el hombre parecía tener unos treinta y cinco años.

Era posible que fuera un terrorista o un manifestante antinuclear. Pero aunque Atomic Energy of Canada había suministrado en efecto el agua pesada, allí no se realizaban trabajos nucleares.

Fuera quien fuese, reflexionó Louise, si finalmente moría a causa de sus heridas sería un candidato de primera para los Premios Darwin. Era una clásica estupidez evolutiva: una persona hacía algo tan increíblemente estúpido que le costaba la vida.

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