Adikor, Jasmel y Dern continuaban mirando en el monitor la escena que tenía lugar a unas cuantas brazadas (y una infinidad) de distancia.
—Tienen un aspecto muy frágil —dijo Jasmel, frunciendo el entrecejo—. Sus brazos son como palos.
—Ésa no —señaló Dern—. Debe de estar preñada.
Adikor escrutó la pantalla.
—Eso no es una mujer. Es un hombre.
—¿Con un vientre así? —dijo Dern, incrédulo—. ¡Y yo que pensaba que estaba gordo! ¿Cuánto comen esos gliksins?
Adikor se encogió de hombros. No quería malgastar el tiempo hablando: sólo quería mirar, tratar de empaparse en todo aquello. ¡Otra forma de humanidad! Y tecnológicamente avanzada, además. Era increíble. Le hubiese encantado comparar notas con ellos sobre física, sobre biología y…
Biología.
¡Sí, eso era lo que necesitaba! El robot había sido tocado por varios gliksins. Sin duda alguna de sus células se habrían desprendido; sin duda se podría recuperar parte de su ADN. ¡Ésa sería la prueba que la adjudicadora Sard tendría que aceptar! ADN gliksin: la prueba de que el mundo mostrado en la pantalla era real. Pero…
No había ninguna garantía de que el portal permaneciera abierto mucho más tiempo, o de que pudiera volver a ser abierto de nuevo. Pero, al menos, él quedaría exonerado, y Dab y Kelon se salvarían de la mutilación.
—Vuelve a traer al robot —dijo Adikor.
Dern lo miró.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Probablemente ahora tiene ADN gliksin. No lo vayamos a perder si el portal se cierra.
Dern asintió. Adikor lo vio cruzar la sala, agarrar el cable de fibra óptica y darle un suave tirón. Adikor se volvió hacia el monitor cuadrado. El gliksin más cercano al robot (un espécimen de piel marrón, probablemente un macho) pareció sobresaltarse cuando el robot dio una sacudida hacia arriba.
Dern tiró otra vez. El gliksin marrón miraba ahora por encima de su hombro, al parecer a otra persona. Gritó algo, y entonces asintió cuando alguien le respondió con otro grito. Agarró entonces la parte inferior del armazón del robot, que ascendía y colgaba del suelo por encima de la altura del hombre.
Otro gliksin varón entró en el campo de visión. Era más bajo, con piel más clara (tan clara como la de Adikor), pero sus ojos eran… extraños: oscuros, semiocultos bajo unos párpados inusitados.
El gliksin marrón miró al recién llegado, que sacudía la cabeza vigorosamente… pero no hacia el marrón. No. Miraba directamente la lente de cristal del robot, y movía los brazos salvajemente con ambas manos rectas, las palmas hacia abajo, y pasándolas una y otra vez por delante del pecho. Y seguía gritando unas sílabas extrañas una y otra vez:
—¡Espera! ¡Espera! ¡Espera!
Naturalmente, pensó Adikor; también ellos estaban ansiosos por tener un artefacto que demostrara lo que habían visto; sin duda no querrían renunciar al robot.
Adikor volvió la cabeza y le gritó a Dern.
—¡Sigue tirando!
Mary Vaughan finalmente alcanzó a Ponter al fondo del edificio del ascensor, tras la zona donde los mineros se ponían la ropa de trabajo. Ponter se hallaba en la rampa que conducía a la entrada del ascensor, pero la rejilla de metal que cubría el hueco estaba cerrada; la cabina podía estar en cualquier parte, incluso en la parte más baja, a dos mil doscientos metros de profundidad. Con todo, Ponter había persuadido evidentemente al operario para que la subiera, pero podían pasar varios minutos antes de que llegara a la superficie.
Ni Ponter ni Mary tenían ninguna autoridad allí, y las reglas de seguridad de la mina estaban colocadas por todas partes. Inco tenía un récord admirable en prevención de accidentes. Ponter ya se había puesto botas de seguridad y casco. Mary se apartó de la rampa y se los puso también, seleccionándolos de una amplia gama de suministros. Luego regresó junto a Ponter, que daba golpecitos impacientes con el pie izquierdo.
Por fin la cabina del ascensor llegó, y la puerta se abrió. No había nadie dentro. Ponter y Mary entraron, el operador en lo alto hizo sonar cinco veces la alarma (descenso directo sin paradas) y la cabina se puso en marcha.
Ahora que estaban bajando, no había forma de que se comunicaran con la sala de control del ONS… ni con nadie, excepto el operario del ascensor, y sólo por señales, con una alarma. Mary había hablado poco con Ponter durante la veloz carrera hasta allí, en parte porque había intentado concentrarse en controlar el vehículo, y en parte porque el corazón le latía al menos tan rápido como el motor del coche.
Pero ahora…
Ahora tenía un largo rato por delante sin nada que hacer mientras el ascensor se zambullía dos kilómetros. Ponter probablemente echaría a correr en cuanto la cabina llegara al nivel de dos mil metros, y ella no podía reprochárselo. Detenerse para que ella pudiera alcanzarlo lo retrasaría unos minutos cruciales mientras cubría el kilómetro de galería hasta la cavidad de la ONS.
Mary vio pasar nivel tras nivel. Era, después de todo, un espectáculo fascinante que nunca había visto antes, pero…
Pero ésta podría ser su última oportunidad para hablar con Ponter. Por un lado, el trayecto parecía requerir una enorme cantidad de tiempo. Por otro, horas, días o tal vez incluso años no serían suficientes para decir todas las cosas que Mary quería decir.
No sabía por dónde empezar, pero estaba segura de que no se lo perdonaría nunca si no se lo decía ahora, si no le hacía comprender. No es que fuera a desaparecer en los tiempos prehistóricos, después de todo; él avanzaría hacia el frente, no hacia atrás. Mañana sería mañana para él también, y el décimo aniversario del día en que se habían conocido sería simultáneo en ambas versiones de la Tierra… aunque él probablemente lo recordara en el centésimo mes, o en una fecha similar. De todas formas, Mary no tenía ninguna duda de que él reflexionaría y se extrañaría y se sentiría triste tratando de ordenar sus emociones y… tratando de comprender lo que había sucedido e, igual de importante, qué no había sucedido entre ellos.
—Ponter —dijo. Habló en voz baja y el traqueteo del ascensor era fuerte. Tal vez no la había oído. Estaba mirando por la puerta de la cabina, contemplando ausente la obscura roca al pasar mientras se hundían más y más.
—Ponter —repitió Mary, más fuerte.
Él se volvió hacia ella y alzó la ceja. Mary sonrió. Le había parecido desconcertante su expresión de asombro la primera vez que la vio, pero ahora estaba acostumbrada. Las diferencias entre ellos eran mucho menores que las similitudes.
Pero, con todo, esta vez había una barrera entre ellos… una barrera causada no porque él fuera miembro de una especie diferente, sino por el simple hecho de su sexo. Y más que eso. No era sólo que él fuese varón, sino que era abrumadoramente varón: musculoso como Arnold Schwarzenegger; todo velludo; barbudo; poderoso, duro y torpe al mismo tiempo.
—Ponter —dijo ella, murmurando su nombre por tercera vez—. Hay… hay algo que tengo que contarte.
Hizo una pausa. Una parte de ella pensaba que sería mejor no expresar eso, dejarlo, como tantas otras cosas, sin decir, sin contar. Y, naturalmente, cabía la posibilidad de que cuando llegaran a la cámara del ONS (todavía a muchos minutos de distancia) aquel portal que había aparecido por arte de magia entre su mundo y el de él estuviera cerrado, y ella continuara viendo a Ponter día sí día no, pero sin haber desnudado su alma, esa etérea esencia que ella creía que tenían ambos y que él estaba seguro de que ninguno de ellos poseía.
—¿Sí?
—Habías supuesto —dijo Mary—, y yo también, que la carambola física que te depositó aquí era irreproducible… que tendrías que quedarte aquí para siempre.
Él asintió levemente, su enorme rostro moviéndose arriba y abajo en la oscuridad.
—Pensamos que no había forma de que pudieras volver con Jasmel y Megameg —dijo Mary—. Que no había forma de volver con Adikor. Y aunque sabía que tu corazón le pertenecía a él, a ellos, y siempre lo haría, también supe que te estabas resignando a vivir en este mundo, en esta Tierra.
Ponter volvió a asentir, pero apartó los ojos de ella. Tal vez veía adónde iba a parar todo aquello; tal vez consideraba que no había que decir nada más.
Pero había que decirlo. Ella tenía que hacerle comprender… hacerle comprender que no era él. Era ella.
No, no, no. Eso era un error. No era ella tampoco. Era aquel hombre malvado y sin rostro, aquel monstruo, aquel demonio. Eso era lo que se había interpuesto entre ambos.
—Justo antes de que nos conociéramos —dijo Mary—, el día que llegaste a Sudbury, fui…
Se detuvo. Su corazón redoblaba; podía sentirlo… pero lo único que oía era el traqueteo del ascensor.
La cabina pasó el nivel de los trescientos cincuenta metros. Mary vio a un minero en la galería, esperando para subir, la cruda luz de su casco enviando una ráfaga a la cabina y jugando sin duda brevemente con su cara y la de Ponter, un extraño venido de fuera.
Ponter no dijo nada; esperó en silencio a que ella continuara. Y, por fin, ella lo hizo.
—Esa noche —dijo Mary—, fui…
Intentó decir la palabra a las claras, pronunciarla sin pasión, pero ni siquiera pudo darle voz.
—Fui… herida —dijo.
Ponter ladeó la cabeza, aturdido.
—¿Una herida? Lo siento.
—No. Quiero decir que fui herida… por un hombre. —Inspiró profundamente—. Me atacaron, en York, en el campus, después de anochecer…
Detalles insignificantes que retrasaban la palabra que sabía que tendría que decir. Bajó la mirada hacia el suelo metálico cubierto de barro. —Me violaron.
Hak pitó: la Acompañante tuvo el buen sentido de hacerlo a gran volumen para que el sonido se oyera por encima del ruido del ascensor. Mary lo intentó de nuevo.
—Me atacaron. Me atacaron sexualmente.
Oyó a Ponter sorber aire; incluso por encima del estrépito del ascensor, lo oyó jadear. Mary alzó la cabeza y buscó sus ojos dorados en la semipenumbra. Su mirada buscó adelante y atrás, a izquierda y derecha, de uno de sus ojos al otro, buscando su reacción, tratando de calibrar sus pensamientos.
—Lo siento mucho —dijo Ponter, amablemente.
Mary supuso que él (o Hak) lo decía por compasión, pero dijo, porque fue lo único que se le ocurrió decir:
—No fue culpa tuya.
—No —dijo Ponter. Ahora le tocó a él el turno de la falta de palabras. Finalmente, añadió—: ¿Fuiste herida… físicamente, quiero decir?
—Un poco vapuleada. Nada importante. Pero…
—Sí —dijo Ponter—. Pero… —Hizo una pausa—. ¿Sabes quién lo hizo?
Mary negó con la cabeza.
—Seguro que las autoridades han revisado tu archivo de coartadas y… —Apartó la mirada, de vuelta a la pared de roca que pasaba de largo. —Lo siento. —Hizo otra pausa—. Entonces… ¿entonces se escapará?
Ponter hablaba fuerte, a pesar de la delicadeza del tema, para que Hak detectara su voz por encima del traqueteo que los rodeaba. Mary percibía la furia, la cólera en sus palabras.
Resopló y asintió lenta, tristemente.
—Probablemente. —Se detuvo—. Yo… no hablamos sobre esto, tú y yo. Tal vez estoy presuponiendo demasiado. En este mundo, la violación se considera un crimen horrible, un crimen terrible. No sé…
—Es lo mismo en mi mundo —dijo Ponter—. Unos cuantos animales lo hacen… los orangutanes, por ejemplo… Naturalmente, con los archivos de coartadas, pocos son lo bastante idiotas para intentar una acción así, pero cuando se hace, se trata con dureza.
Guardaron silencio durante unos momentos. Ponter tenía el brazo derecho medio levantado, como dispuesto a extender la mano y tocarla para intentar consolarla, pero bajó la mirada y, con una expresión de sorpresa en el rostro, como si estuviera viendo un miembro extraño, la bajó.
Pero entonces Mary extendió la mano y tocó su grueso antebrazo, amable, tímidamente. Y entonces su mano se deslizó por la longitud de su brazo y encontró sus dedos, y la mano de él se' alzó otra vez, y los delicados dedos de ella se entrelazaron con los enormes dedos de él.
—Quería que comprendieras —dijo Mary—. Intimamos mucho mientras estuviste aquí. Hablamos de todo tipo elle cosas. Y, bueno, como decía, tú pensabas que nunca ibas a volver a casa; pensabas que tendrías que iniciar una nueva vida aquí. —Hizo una pausa—. Nunca presionaste, nunca te aprovechaste. Al final, creo, fuiste el único hombre en todo este planeta con el que me sentía cómoda a solas, pero…
Ponter cerró amablemente sus dedos como salchichas.
—Era demasiado pronto —dijo Mary—. ¿No lo ves? Yo… sé que te gusto y… —Hizo una pausa. Las comisuras de los ojos le picaban—. Lo siento. No me ha sucedido muchas veces, pero ha habido ocasiones en que un hombre se ha interesado por mí, pero, bueno…
—Pero cuando ese hombre —dijo Ponter lentamente— no es como los otros hombres…
Mary negó con la cabeza y lo miró.
—No, no. No fue por eso, no fue por el aspecto que tienes…
Ella lo vio envararse levemente bajo la luz parpadeante. No lo encontraba feo: ya no, ahora no. Su cara le parecía amable y reflexiva y compasiva e inteligente y, sí, maldición, sí: atractiva. Pero lo que ella había dicho había salido mal, y ahora, al intentar explicar sus sentimientos para que él no se sintiera dolido, para que no se preguntara siempre por qué ella había respondido como lo había hecho a su suave caricia cuando estaban contemplando las estrellas, había acabado haciéndole daño.
—Quiero decir que no hay nada malo en tu aspecto —dijo Mary—. De hecho, te encuentro bastante… —vaciló, aunque no por falta de convicción, sino más bien porque raras veces en su vida había sido tan directa— guapo.
Ponter sonrió sin alegría.
—No lo soy, ¿sabes? Guapo, quiero decir. No según los baremos de mi gente.
—No me importa —dijo Mary de inmediato—. No me importa en absoluto. No me imagino que me encuentres atractiva físicamente. Soy… —Bajó la voz—. Soy lo que llaman sosa, supongo. No se vuelven muchas cabezas a mirarme, pero…
—Yo te encuentro muy atractiva —dijo Ponter.
—Si tuviéramos más tiempo… Si yo hubiera tenido más tiempo, ¿sabes?, para superarlo… —no, Mary estaba segura, eso no sucedería nunca—, las cosas… las cosas habrían sido diferentes entre nosotros.
Se encogió un poco de hombros, indefensa.
—Eso es todo. Quería que lo supieras. Quería que comprendieras que me gustabas… que me gustas.
Un pensamiento loco le pasó por la cabeza. Si las cosas hubieran sido en efecto diferentes, si ella hubiera llegado a Sudbury intacta, en vez de rota por dentro, tal vez Ponter no correría tan rápido para volver a su antigua vida, a su antiguo mundo. Tal vez…
No. No, eso era demasiado. Él tenía a Adikor. Tenía hijas.
Y, de todas formas, si las cosas hubieran sido diferentes, tal vez ella estuviera dispuesta a ir con él a través del portal, hasta su mundo. Después de todo, no tenía a nadie y…
Pero las cosas no eran diferentes. Las cosas eran exactamente tal como eran.
El ascensor se estremeció al detenerse, y la sirena emitió su escandalosa llamada, indicando la apertura de la puerta de la cabina.