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Dern, sintiéndose claramente un cubo de viaje sin pasajero, tuvo la amabilidad de marcharse y regresar a la superficie, dejando que la reunión familiar transcurriese en privado. Ponter, Adikor y Jasmel se habían trasladado al pequeño comedor del laboratorio de cálculo cuántico.

—Creía que no volvería a veros —dijo Ponter, sonriéndole a Adikor, luego a Jasmel—. A ninguno.

—Nosotros pensamos lo mismo —respondió Adikor.

—¿Estáis bien? ¿Todo el mundo está bien?

—Sí, estoy bien —dijo Adikor.

—¿Y Megameg? ¿Cómo está la pequeña Megameg?

—Está bien —respondió Jasmel—. En realidad no ha comprendido todo lo que ha estado sucediendo.

—Tengo muchas ganas de verla —dijo Ponter—. No me importa si faltan diecisiete días hasta que Dos se conviertan en Uno. Mañana voy a ir al Centro y le daré un gran abrazo.

Jasmel sonrió.

—Eso le gustará, papá.

—¿Y Pabo?

Adikor sonrió.

—Te ha echado muchísimo de menos. Sigue alzando la cabeza ante cada sonido, esperando que seas tú que regresa.

—Ese dulce saco de huesos…

—Di, papá, ¿qué te ha dado esa hembra? —preguntó Jasmel.

—Oh —dijo Ponter—. Ni siquiera lo he mirado. Vamos a ver…

Ponter buscó en el bolsillo de su extraño pantalón y sacó un envoltorio de tejido blanco. Lo abrió con cuidado. Dentro había una cadena de oro y, sujetas a ella, dos sencillas barras perpendiculares de distinta longitud que se entrecruzaban a una tercera parte de la altura de la más larga de las dos piezas.

—¡Es precioso! —dijo Jasmel—. ¿Qué es?

Ponter alzó la ceja.

—Es el símbolo de una creencia que siguen algunos de ellos.

—¿Quién era esa hembra? —preguntó Adikor.

—Mi amiga —dijo Ponter en voz baja—. Su nombre… bueno, sólo puedo decir su nombre: «Mare.»

Adikor se echó a reír: «mare» era, naturalmente, la palabra en su idioma para «amada».

—Sé que te dije que te buscaras una nueva mujer —dijo, en tono de broma—, pero no creía que tuvieras que ir tan lejos para conocer a alguien que te soportara.

Ponter sonrió, pero fue una sonrisa forzada.

—Ella fue muy amable.

Adikor conocía a su compañero lo suficientemente bien para comprender que la historia que había que contar llegaría a su debido tiempo. Sin embargo…

—Hablando de mujeres —dijo—. Yo, ah, he tenido algunos tratos con la mujer-compañera de Klast mientras tú estabas fuera.

—¿Daklar? —preguntó Ponter—. ¿Cómo está?

—Lo cierto —dijo Adikor, mirando ahora a Jasmel— es que se ha hecho bastante famosa en tu ausencia.

—¿De verdad? Y ¿por qué?

—Por hacer una acusación de asesinato.

—¡Asesinato! —exclamó Ponter—. ¿A quién han matado?

—A ti —dijo Adikor, muy serio.

Ponter se quedó boquiabierto.

—Desapareciste y Bolbay pensó…

—¿Ella creyó que tú me habías asesinado? —declaró Ponter, incrédulo.

—Bueno, habías desaparecido, y la mina es tan profunda que el pabellón de archivos de coartadas no podía captar ninguna señal de nuestros Acompañantes. Bolbay hizo que pareciera el crimen perfecto.

—Increíble —dijo Ponter, sacudiendo la cabeza—. ¿Quién habló en tu favor?

—Yo lo hice —dijo Jasmel.

—¡Buena chica! —exclamó Ponter, envolviéndola en otro abrazo. Habló por encima del hombro de su hija—: Adikor, lamento que hayas tenido que pasar por eso.

—Yo también, pero… —se encogió de hombros—. Sin duda te enterarás pronto. Bolbay dijo que me sentía inferior a ti; dijo que me sentía como un mero adjunto a tu trabajo.

—Tonterías —dijo Ponter, soltando a Jasmel—. No podría haber conseguido nada sin ti.

Adikor ladeó la cabeza.

—Es generoso por tu parte decirlo, pero… —hizo una pausa y entonces extendió los brazos, las palmas hacia arriba—. Pero había verdad en sus palabras.

Ponter rodeó con su brazo los hombros de Adikor.

—Tal vez sea cierto que las teorías eran más mías que tuyas… pero fuiste tú quien diseñó y construyó el ordenador cuántico, y es ese ordenador lo que nos ha abierto un mundo nuevo. Tu contribución sobrepasa la mía cien veces por eso.

Adikor sonrió.

—Gracias.

—Entonces, ¿qué ocurrió? —dijo Ponter. Sonrió—. Tu voz no me parece más aguda, así que supongo que no tuvo éxito.

—La verdad es que el caso se verá en un tribunal, a partir de mañana.

Ponter agitó la cabeza, asombrado.

—Bueno, obviamente tenemos que hacer que retiren la acusación —dijo.

Adikor sonrió.

—Si eres tan amable…


A la mañana siguiente, a la adjudicadora Sard se le unieron un arrugado varón y una aún más arrugada hembra, cada uno sentado a un lado suyo. La cámara del Consejo Gris estaba repleta de espectadores y unos diez exhibicionistas vestidos de plateado. Daklar Bolbay seguía vestida de naranja, el color de la acusación. Pero hubo considerables susurros entre la multitud cuando entró Adikor, pues en vez del azul de los acusados, llevaba una camisa bastante chillona con un estampado de flores, y un pantalón verde claro. Se dirigió hacia el taburete que había llegado a conocer tan bien.

—Sabio Huld —dijo la adjudicadora Sard—, tenemos tradiciones, y espero que las observe. Creo que ya sabrá la poca paciencia que tengo con malgastar el tiempo, así que no lo enviaré a casa a cambiarse hoy, pero mañana espero que vista de azul.

—Por supuesto, adjudicadora —dijo Adikor—. Perdóneme. Sard asintió.

—La investigación final de Adikor Huld del Borde de Saldak por el asesinato de Ponter Boddit del mismo lugar comienza ahora. Presidiendo el tribunal tenemos a Farba Dond —el hombre mayor asintió—, además de Kab Jodler, y yo misma, Komel Sard. La acusadora es Daklar Bolbay, en nombre de la hija menor de su difunta mujer-compañera, Megameg Bek.

Sard contempló la abarrotada sala, y un gesto de satisfacción arrugó su rostro: sabía con toda certeza que ése era un caso del que se hablaría en incontables meses por venir.

—Comenzaremos con la declaración inicial de la acusadora. Daklar Bolbay, puede comenzar.

—Con el debido respeto, adjudicadora —dijo Adikor, poniéndose en pie—. Me estaba preguntando si la persona que habla en mi favor podría presentar mi defensa primero.

—Sabio Huld —dijo Dond, bruscamente—, la adjudicadora Sard ya le ha advertido en contra de ignorar las tradiciones. La acusadora siempre va primero y…

—Oh, eso lo entiendo —dijo Adikor—. Pero bueno, conozco el deseo de la adjudicadora Sard de acelerar las cosas, y he pensado que esto podría ayudar.

Bolbay se puso en pie, quizás advirtiendo una oportunidad. Después de todo, si ella iba detrás de la defensa, podría desmontarla durante su declaración inicial.

—Como acusadora, no tengo ningún inconveniente en que se presente la defensa primero.

—Gracias —dijo Adikor, haciendo una magnánima reverencia—. Ahora, si…

—¡Sabio Huld! —exclamó Sard—. No es cuestión del acusado determinar el protocolo. Continuaremos como dicta la tradición, con Daklar Bolbay hablando primero y…

—Yo sólo pensaba…

—¡Silencio! —La cara de Sard se estaba poniendo roja—. No debería estar hablando.

Se volvió hacia Jasmel.

—Jasmel Ket, sólo tú deberás hablar en defensa del sabio Huld. Por favor, asegúrate de que lo entiende.

Jasmel se levantó.

—Con gran respeto, digna adjudicadora, esta vez no voy a hablaren favor de Adikor. Después de todo, usted misma sugirió que encontrara una defensa más adecuada.

Sard asintió, cortante.

—Me alegra ver que por lo menos alguna vez escucha. —Escrutó la multitud—. Muy bien. ¿Quién va a hablar en defensa de Adikor Huld?

Ponter Boddit, que se encontraba de pie tras las puertas de la cámara del Consejo, entró entonces.

—Yo.

Algunos espectadores se quedaron boquiabiertos.

—Muy bien —dijo Sard, la cabeza gacha, preparándose para tomar nota—. ¿Y su nombre es?

—Boddit —dijo Ponter. Sard alzó la cabeza—. Ponter Boddit.

Ponter contempló la sala. Jasmel había estado conteniendo a Megameg, pero ahora dejó ir a su hermana menor. Megameg cruzó corriendo la sala del Consejo y Ponter la alzó en volandas, abrazándola.

—¡Orden! —gritó Sard—. ¡Que haya orden!

Ponter sonreía de oreja a oreja. Una parte de él se había preocupado porque las autoridades pudieran intentar mantener en secreto la existencia de la otra Tierra. Después de todo, fue sólo en los últimos momentos que los doctores Montego y Singh impidieron que las autoridades gliksin se lo llevaran, posiblemente para no ser visto nunca más. Pero en aquel preciso instante, miles de personas estaban usando sus miradores en casa para ver qué estaban viendo los exhibicionistas, y una sala llena de Acompañantes regulares transmitía señales a los cubos de coartadas de sus propietarios. Todo el mundo, todo este mundo, pronto oiría la verdad.

Bolbay se puso en pie.

—¡Ponter!

—Tu ansiedad por vengarme es loable, querida Daklar —dijo él—, pero, como puedes ver, fue prematura.

—¿Dónde has estado? —exigió saber Bolbay. A Adikor le pareció que estaba más furiosa que aliviada.

—¿Dónde he estado? —repitió Ponter, contemplando las ropas plateadas entre el público—. Debo decir que me halaga que el trivial asunto del posible asesinato de un físico del montón haya atraído a tantos exhibicionistas. Y, con todos ellos aquí y un centenar de otros Acompañantes enviando señales al pabellón de archivos, me alegraré de explicarlo.

Escrutó los rostros, anchos, planos. Rostros con narices de tamaños adecuados, no aquellas cosas respingonas que tenían los gliksins; rostros masculinos peludos y rostros femeninos menos peludos; rostros con arcos ciliares prominentes y mandíbulas rectas; rostros guapos, rostros hermosos, los rostros de su gente, sus amigos, su especie.

—Pero primero déjenme decir que no hay nada como el hogar.

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