Al final de la reunión en la sala de conferencias de Inco, Reuben Montego invitó a todo el mundo a su casa para otra barbacoa. Ponter sonrió con satisfacción: obviamente, le había gustado la cena de la noche anterior. Louise aceptó también la invitación, argumentando que, con el ONS en ruinas, no tenía mucho que hacer últimamente. Mary también aceptó: parecía divertido, y era mejor que pasar otra noche sola mirando el techo de su habitación del hotel. Pero la profesora Mah rehusó. Debía volver a Ottawa: tenía una cita a las diez de la noche, en el 24 de Sussex Drive, para informar al primer ministro.
El problema ahora era librarse de los medios de comunicación, que según los guardias de seguridad de Inco estaban apostados ante las puertas de la mina Creighton. Pero Reuben y Louise elaboraron rápidamente un plan, que pusieron en práctica de inmediato.
Mary tenía un coche de alquiler, cortesía de Inco, un Dodge Neon rojo (cuando lo recogió, Mary preguntó al encargado si usaba gas noble: todo lo que recibió fue una mirada vacía por respuesta).
Mary dejó su Neon en la mina y ocupó el asiento de pasajeros del Ford Explorer negro de Louise, que tenía una matrícula personalizada: «D2O». Al cabo de un momento, Mary cayó en la cuenta de que era la fórmula química del agua pesada. Louise sacó una manta del maletero del coche (los conductores sensatos de Ontario y Quebec siempre llevan mantas o sacos de dormir por si tienen un accidente en invierno), y envolvió a Mary en ella.
Al principio a Mary le pareció horriblemente calurosa, pero, por fortuna, el coche de Louise tenía aire acondicionado; pocos estudiantes graduados podían permitirse eso, pero Mary sospechaba que Louise no tenía dificultad para conseguir un buen trato allá donde fuere.
Louise condujo por el caminito de grava hasta la entrada de la mina, y Mary, bajo la manta, hizo todo lo posible por parecer animada y voluminosa. Al cabo de un momento, Louise aceleró, como si quisiera escapar.
—Ahora mismo estamos atravesando la verja —le dijo a Mary, que no veía nada—. ¡Y funciona! La gente nos señala y están empezando a seguirnos.
Louise los condujo hasta Sudbury. Si todo salía según lo planeado, Reuben habría esperado que los periodistas echaran a correr detrás del Explorer, y luego habría llevado a Ponter a su casa en las afueras de Lively.
Louise condujo hasta el pequeño edificio de apartamentos donde vivía y aparcó. Mary oyó los otros coches detenerse junto a ellos, algunos haciendo chirriar los neumáticos dramáticamente. Louise bajó del asiento del conductor y se acercó a la puerta de pasajeros.
—Muy bien —le dijo a Mary, después de abrir la puerta—, ya puede salir.
Mary así lo hizo, y oyó las otras puertas cerrarse de golpe a medida que los conductores se apeaban.
—¡Voilá! —gritó Louise mientras ayudaba a Mary a quitarse la manta de encima, y Mary les sonrió tímidamente a los periodistas.
—¡Oh, mierda! —dijo uno de ellos.
—¡Maldición! —dijo otro.
Pero una tercera periodista (había tal vez una docena presente) fue más lista.
—Es usted la doctora Vaughan, ¿verdad? —la interpeló—. ¿La genetista?
Mary asintió.
—Bueno —exigió saber la periodista—, ¿es o no es un Neanderthal?
Mary y Louise tardaron cuarenta y cinco minutos en librarse de los periodistas, quienes, aunque decepcionados por no haber encontrado a Ponter, quedaron encantados al oír los resultados de las pruebas de ADN de Mary.
Sin embargo, Mary y Louise pudieron por fin entrar en el edificio y subir hasta el pisito de la tercera planta. Esperaron hasta que todos los periodistas se hubieron marchado (el aparcamiento se veía perfectamente desde la ventana del dormitorio de Louise). Luego la posgraduada sacó un par de botellas de vino del frigorífico, volvió con Mary al coche y condujeron hasta Lively.
Llegaron a casa de Reuben poco antes de las seis de la tarde. Reuben y Ponter no habían querido empezar todavía a preparar la cena hasta asegurarse de que Louise y Mary llegaban. Ponter había estado tumbado en el sofá del salón: Mary se dijo que tal vez se sentía un poco incómodo por el clima, cosa que no era sorprendente, teniendo en cuenta todo lo que le había sucedido.
Louise anunció que iba a ayudar a preparar la cena. Mary se enteró de que era vegetariana y de que, al parecer, se sentía mal por haber tenido que obligar a Reuben a hacer un esfuerzo extra la noche anterior. Reuben, advirtió Mary, aceptó rápidamente la oferta de ayuda de Louise… ¿qué varón heterosexual no lo haría?
—Mary, Ponter —dijo Reuben—, sentíos como en casa. Louise y yo pondremos la barbacoa en marcha.
Mary sintió que su corazón empezaba a latir más rápido, y que la boca se le secaba. No había estado a solas con un hombre desde… desde…
Pero era temprano, y…
Y Ponter no era…
Era un tópico, pero también cierto, más cierto que nada. Ponter no era como los otros hombres.
No pasaría nada; después de todo, Reuben y Louise no estarían lejos. Mary inspiró profundamente, intentando calmarse.
—Claro —dijo en voz baja—. Por supuesto.
—Magnífico —dijo Reuben—. Hay refrescos y cerveza en el frigorífico; abriremos el vino de Louise con la cena.
Louise y él se metieron en la cocina y luego, un par de minutos más tarde, se encaminaron al patio trasero. A Mary se le cortó la respiración cuando Reuben cerró las cristaleras que daban al patio, pero él no quería que escapara el fresco al exterior. Sin embargo, con las puertas cerradas y el ronroneo del aire acondicionado, Mary dudaba que Reuben y Louise pudieran oírla.
Mary volvió la cabeza para mirar a Ponter, que se había puesto en pie, Consiguió ofrecerle una débil sonrisa.
Ponter le sonrió a su vez.
No era feo; no, no lo era. Pero su cara era bastante poco común: como si alguien hubiera tomado un modelo de barro de un rostro humano normal y hubiera tirado de él hacia adelante.
—Hola —dijo Ponter, hablando por sí mismo.
—Hola.
—Embarazoso —dijo Ponter.
Mary recordó su viaje a Alemania. Había odiado ser incapaz de hacerse comprender, odiado esforzarse por leer las instrucciones de una cabina telefónica, intentar pedir en un restaurante, intentar preguntar direcciones. Qué horrible tenía que ser para Ponter (¡un científico, un intelectual!) verse reducido a comunicarse al nivel de un niño.
Las emociones de Ponter eran obvias: sonreía, fruncía el ceño, alzaba sus cejas rubias, reía; ella no lo había visto llorar, pero suponía que podía hacerlo. Todavía no tenían el vocabulario necesario para discutir cómo se sentía por estar allí; había sido más fácil hablar sobre mecánica cuántica que sobre sentimientos.
Mary asintió, comprensiva.
—Sí —dijo—, debe de ser muy embarazoso no poder comunicarse. Ponter ladeó un poco la cabeza. Tal vez había comprendido; tal vez no. Contempló el salón de Reuben como si faltara algo.
—Sus habitaciones no tienen…
Frunció el ceño, frustrado, pues al parecer quería expresar una idea para la que ni él ni su implante tenían vocabulario. Finalmente, se acercó al extremo de una voluminosa estantería, llena de novelas de misterio, deuvedés y pequeñas tallas jamaicanas. Ponter se dio media vuelta y empezó a frotarse la espalda de lado a lado contra el borde del último estante.
Mary se sorprendió al principio, pero luego comprendió lo que estaba haciendo: Ponter estaba utilizando la estantería como poste rascador. Una imagen del satisfecho Baloo de El libro de la selva de Disney se formó en su mente. Intentó contener una sonrisa. A ella le solía picar la espalda a menudo… y, pensó brevemente, había pasado mucho tiempo desde la última vez que se la rascó alguien. Si la espalda de Ponter era en efecto velluda, probablemente le picaba a menudo. Al parecer, las habitaciones de su mundo tenían aparatos de rascado de algún tipo.
Se preguntó si sería educado ofrecerse a rascarle la espalda… y ese pensamiento la hizo detenerse. Había dado por supuesto que nunca querría tocar a un hombre, jamás, ni ser tocada por ninguno. No había nada necesariamente sexual en rascar una espalda, pero, claro, los libros que Keisha le había dado confirmaban lo que ya sabía: que tampoco había nada sexual en una violación. De todas formas, no tenía ni idea de qué constituía una conducta adecuada entre hombre y mujer en la sociedad de Ponter: podría ofenderlo enormemente, o…
Tranquilízate, muchacha.
Sin duda no le parecía más atractiva a Ponter de lo que él le parecía a ella. Ponter siguió rascándose unos instantes más, y luego se apartó de la enorme estantería. Hizo un gesto con la palma abierta, como invitando a Mary a ocupar su turno.
A ella le preocupaba dañar la madera o derribar las cosas de los estantes, pero todo parecía haber sobrevivido a los vigorosos movimientos de Ponter.
—Gracias —dijo Mary. Cruzó la habitación, se colocó detrás de una mesita de café de vidrio y apoyó la espalda en la esquina de la estantería. Se frotó un poco contra la madera. La verdad es que se sintió bien, aunque el cierre del sujetador se le encallaba al pasar por el ángulo.
—Bueno, ¿sí? —dijo Ponter.
Mary sonrió.
—Sí.
Justo entonces sonó el teléfono. Ponter lo miró, y Mary también. Volvió a sonar.
—Desde luego, no para yo —dijo Ponter.
Mary se echó a reír y se acercó a una mesita esquinera, que sostenía un teléfono verdiazulado de una sola pieza. Descolgó.
—Casa del doctor Montego.
—¿Está ahí la profesora Mary Vaughan por casualidad? —preguntó una voz masculina.
—Um, al aparato.
—¡Magnífico! Me llamo Sanjit. Soy productor de Planeta Diario, el noticiario científico nocturno de Discovery Channel Canadá.
—Oh —dijo Mary—. Es un programa muy bueno.
—Gracias. Hemos estado siguiendo ese asunto del Neanderthal que ha aparecido en Sudbury. Francamente, no lo creímos al principio, pero bueno, nos acaba de llegar un teletipo que dice que usted ha autentificado el ADN del espécimen.
—Sí —dijo Mary—. Tiene en efecto ADN de Neanderthal.
—¿Qué hay del… hombre? ¿No es un farsante?
—No. Es genuino.
—Guau. Bueno, mire, nos encantaría que apareciera usted mañana en el programa. Pertenecemos a la CTV, así que podemos enviarle a alguien de nuestro afiliado local y hacerle una entrevista, estando usted allí y Jay Ingram, uno de nuestros presentadores, aquí en Toronto.
—Um —dijo Mary—, bueno, claro. Supongo.
—Magnífico —dijo Sanjit—. Bien, déjeme establecer de qué nos gustaría hablar.
Mary se volvió y miró por la ventana del salón: vio a Louise y Reuben ocupados en la barbacoa.
—Muy bien.
—Primero, déjeme ver si tenemos bien su historial. Usted es profesora en York, ¿no es así?
—Sí, de genética.
—¿Con plaza fija?
—Sí.
—Y su título es en…
—Biología molecular.
—Bien, en 1996, fue usted a Alemania a recoger ADN del espécimen de Neanderthal que hay allí; ¿es correcto?
Mary miró a Ponter, para ver si se ofendía porque ella hablaba por teléfono. El le dirigió una mirada indulgente, así que continuó.
—Sí.
—Hábleme de eso —dijo Sanjit.
En resumen, la preentrevista duró más o menos veinte minutos. Oyó a Louise y Reuben entrar y salir de la cocina un par de veces, y Reuben asomó la cabeza en el salón una vez para ver si Mary estaba bien; ella cubrió el teléfono con una mano y le dijo lo que pasaba. Reuben sonrió y volvió a cocinar. Por fin Sanjit terminó con sus preguntas, y acordaron los detalles para grabar la entrevista. Mary colgó el teléfono y se volvió hacia Ponter.
—Lo siento —dijo.
Pero Ponter avanzaba hacia ella, con un brazo extendido. Ella advirtió de inmediato lo idiota que había sido: la había atraído hasta allí, junto a las estanterías, lejos de la puerta. Con un empujón de aquel brazo enorme, la apartaría también de la ventana, fuera de la vista de Reuben y Louise.
—Por favor —dijo Mary—. Por favor. Gritaré…
Ponter dio otro lento paso hacia adelante, y entonces… Y entonces Mary gritó.
—¡Socorro! /Socorro!
Ponter se desplomó contra la alfombra. Su frente estaba perlada de sudor y su piel se había vuelto de un color ceniciento. Mary se arrodilló junto a él. Su pecho subía y bajaba rápidamente, y había empezado a jadear.
—¡Socorro! —gritó ella de nuevo.
Oyó que la puerta de cristal se deslizaba al abrirse. Reuben entró en tromba.
—¿Qué…? ¡Oh, Dios!
Corrió junto al caído Ponter. Louise llegó unos segundos más tarde. Reuben le tomó el pulso a Ponter.
—Ponter está enfermo —dijo Hak, usando su voz femenina.
—Sí —asintió Reuben—. ¿Sabes qué le ocurre?
—No —respondió Hak—. Su pulso es elevado, su respiración entrecortada. Su temperatura corporal es de 39.
Mary se sorprendió un momento al oír al implante citar lo que parecía una cifra en grados Celsius, en cuyo caso tenía fiebre… pero, claro, era una escala de temperatura lógica para ser desarrollada por cualquier ser con diez dedos.
—¿Tiene alguna alergia? —preguntó Reuben.
Hak soltó un pitidito.
—Alergias —dijo Reuben—. Comidas o cosas del entorno que normalmente no afectan a la gente, pero que a él le causan enfermedad.
—No —dijo Hak.
—¿Estaba enfermo antes de salir de vuestro mundo?
—¿Enfermo? —repitió Hak.
—Malo. No bien.
—No.
Reuben miró un reloj de madera profusamente tallada que había en uno de sus estantes.
—Han pasado unas cincuenta y una horas desde que llegó aquí. Cristo. Cristo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mary.
—Dios, soy un idiota —dijo Reuben, poniéndose en pie. Corrió a otra habitación de la casa y regresó con un maletín médico de cuero marrón, que abrió. Sacó un depresor lingual de madera y una linterna pequeña.
—Ponter —dijo con firmeza—, abre la boca.
Los ojos dorados de Ponter estaban ahora medio cubiertos por sus párpados, pero hizo lo que le pedía Reuben. Evidentemente, Ponter nunca había sido examinado antes de esa forma; se resistió a la intromisión de la espátula de madera en la boca. Pero, calmado tal vez por algunas palabras de Hak que sólo él podía oír, pronto dejó de resistirse, y Reuben apuntó con la linterna dentro de la cavernosa boca del Neanderthal.
—Sus amígdalas y otros tejidos están muy inflamados —dijo Reuben. Miró a Mary, luego a Louise—. Es una infección de algún tipo.
—Pero tú, la profesora Vaughan, o yo misma hemos estado con él casi todo el tiempo que lleva aquí —dijo Louise—, y no estamos enfermos.
—Exactamente —replicó Reuben—. Lo que tenga, probablemente lo pilló aquí… y es algo a lo que nosotros tres tenemos inmunidad natural, pero él no.
El doctor rebuscó en su maletín, encontró un frasco de pastillas.
—Louise —dijo, sin volverse—, trae un vaso de agua, por favor. Louise corrió a la cocina.
—Voy a darle unas aspirinas muy fuertes —le dijo Reuben a Hak, o a ella… Mary no estaba segura de a quién—. Esto debería bajarle la fiebre.
Louise regresó con un vaso de agua. Reuben lo tomó. Metió dos píldoras entre los labios de Ponter.
—Hak, dile que se trague las píldoras.
Mary no estaba segura de si la Acompañante había entendido las palabras de Reuben o simplemente deducido sus intenciones, pero acto seguido Ponter se tragó las píldoras y, con su manaza sostenida por la de Reuben, consiguió hacerlas pasar con un poco de agua, aunque gran parte le corrió barbilla abajo, empapando su barba rubia.
Pero no se atoró, advirtió Mary. Un Neanderthal no podía atragantarse: eso era lo bueno de no poder articular muchos sonidos. La cavidad bucal estaba dispuesta de modo que ningún líquido ni comida podían irse por mal sitio. Reuben ayudó a Ponter a beber más agua, hasta vaciar el vaso.
Maldición, pensó Mary. Maldición.
¿Cómo podían haber sido tan estúpidos? Cuando Hernán Cortés y sus conquistadores llegaron a América Central, traían consigo enfermedades contra las que los aztecas no tenían ninguna inmunidad, y eso que los aztecas y los españoles sólo estuvieron separados durante unos pocos miles de años, tiempo suficiente para que se desarrollaran patógenos en una parte del planeta contra los que no podían defenderse en la otra. El mundo de Ponter llevaba separado de éste al menos veintisiete mil años; aquí tenían que haber evolucionado enfermedades contra las que él no tendría ninguna resistencia.
Y…
Mary se estremeció.
Y viceversa también, naturalmente.
Reuben estaba pensando sin duda lo mismo. Se puso en pie, cruzó la habitación y descolgó el teléfono que Mary había utilizado antes.
—Hola, operadora —dijo—. Soy el doctor Reuben Montego, y esto es una emergencia médica. Necesito que me ponga en contacto con el Laboratorio para el Control de Enfermedades de Sanidad Canadiense en Ottawa. Sí, eso es… con quien se encargue del control de las enfermedades infecciosas…