Adikor Huld había olvidado cómo era Últimos Cinco. Podía olerlas, oler a todas las mujeres. No estaban menstruando… todavía no. El principio de eso, coincidiendo con la luna nueva, marcaría el final de Últimos Cinco, el final del mes actual y el principio del siguiente. Pero todas estarían menstruando pronto; lo notaba por las feromonas que flotaban en el aire.
Bueno, no todas ellas, naturalmente. Las pre-púberes (miembros de la generación 148) no lo harían, ni tampoco las posmenopáusicas, miembros en su mayoría de la generación 144, ni todas las de generaciones anteriores. Y si alguna de ellas estuviera preñada o dando el pecho, tampoco menstruaría. Pero la generación 149 no se produciría hasta dentro de muchos meses y la generación 148 había sido destetada hacía tiempo. Naturalmente, había unas cuantas que, normalmente sin tener ninguna culpa, eran estériles. Pero el resto, al vivir juntas en el Centro, al oler fácilmente las feromonas de las otras, todas sincronizaban sus ciclos: todas estaban a punto de iniciar el periodo.
Adikor comprendía bien que eran los cambios hormonales los que hacían que muchas de ellas estuvieran inquietas al final de cada mes, y por eso sus antepasados varones, mucho antes de que empezaran a numerar las generaciones, se retiraban a las montañas durante esa época.
El conductor dejó a Adikor cerca de la casa que estaba buscando, un sencillo edificio rectangular, cubierto a medias por la arboricultura, construido en parte con ladrillos y argamasa, con paneles solares en el techo. Adikor inspiró profundamente por la boca: un acto tranquilizador que eludía sus senos nasales y su sentido del olor. Resopló lentamente y recorrió el pequeño sendero entre la disposición de rocas, flores, hierba y matorrales que cubrían el área frontal de la casa. Cuando llegó a la puerta, que estaba entornada, llamó:
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Un momento después apareció Jasmel Ket. Era alta, esbelta y acababa de pasar su 225 luna, la edad de la mayoría. Adikor vio a Ponter en su cara, y a Klast también: por fortuna, Jasmel había heredado los ojos de él y las mejillas de ella, en vez de al revés.
—Qqqué —tartamudeó Jasmel. Luchó por controlarse, luego lo intentó otra vez—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Día sano, Jasmel —dijo Adikor—. Ha pasado mucho tiempo.
—Tienes un montón de músculos en el cuello para venir aquí… ¡y durante Últimos Cinco, además!
—Yo no maté a tu padre —dijo Adikor—. De verdad, no lo hice.
—Ha desaparecido, ¿no? Si está vivo, ¿dónde está?
—Si está muerto, ¿dónde está su cadáver? —preguntó Adikor.
—No lo sé. Daklar dice que te deshiciste de él.
—¿Está aquí Daklar?
—No, ha ido al intercambio de habilidades.
—¿Puedo pasar?
Jasmel miró su implante Acompañante, como para asegurarse de que seguía funcionando.
—Yo… supongo que sí —dijo.
—Gracias.
Ella se hizo a un lado, y Adikor entró en la casa. El interior era fresco, un alivio que se agradecía en el calor del verano. Un robot casero ronroneaba al fondo, levantando cosas con sus brazos de insecto y sorbiendo el polvo con su pequeña aspiradora.
—¿Dónde está tu hermana? —preguntó Adikor.
—Megameg —dijo Jasmel, recalcando el nombre, como si fuera un detalle que Adikor hubiera olvidado—. Megameg está jugando al barstalk con sus amigas.
Adikor se preguntó si tenía que demostrar que lo sabía todo acerca de Megameg; después de todo, Ponter hablaba de ella y de Jasmel constantemente. Si ésa hubiera sido una visita social, tal vez lo hubiese mencionado. Pero era más que eso, mucho más.
—Sí, Megameg Bek. Una 148, ¿verdad? Un poco pequeña para su edad, pero quisquillosa. Quiere ser cirujano cuando crezca, creo. Jasmel no dijo nada.
—Y tú —continuó Adikor—, Jasmel Ket, estudias para ser historiadora. Te interesa en especial la Evsoy anterior a la generación uno, pero también te atraen las generaciones treinta a cuarenta de este continente y…
—Muy bien —dijo Jasmel, interrumpiéndolo.
—Tu padre hablaba a menudo de vosotras… y con gran orgullo y amor.
Jasmel alzó levemente las cejas, claramente sorprendida y halagada al mismo tiempo.
—Yo no lo maté —repitió Adikor—. Créeme, lo echo más de menos de lo que puedo decir. Es…
Se detuvo. Había estado a punto de señalar que no había habido todavía un Dos que se convierten en Uno desde la desaparición de Ponter; Jasmel no había tenido que enfrentarse a su ausencia todavía. De hecho, habría sido raro que ella hubiera visto a su padre en los tres últimos días, desde la última vez que Dos dejaron de ser Uno. Pero Adikor había tenido que afrontar la realidad de la ausencia de Ponter, el vacío de su hogar, todos los momentos conscientes desde que desapareció. Sin embargo, no tenía sentido discutir quién sentía la pena más grande; después de todo Adikor reconocía que, por mucho que amara a Ponter, Ponter y su hija Jasmel estaban relacionados genéticamente.
Sin embargo, tal vez Jasmel había estado pensando lo mismo.
—Yo también lo echo de menos. Ya. Yo… —Apartó la mirada—. No pasé mucho tiempo con él cuando Dos se convirtieron en Uno la última vez. Está ese chico, sabes, que…
Adikor asintió. No estaba seguro de cómo era ser padre de una mujer joven. Él mismo no había tenido ningún hijo de la generación 147; Oh, se había emparejado con Lurt cuando esa generación fue concebida, pero por algún motivo ella no se quedó embarazada… y, sí, habían soportado los chistes de rigor sobre un físico y una química que no lograban comprender la biología. El retoño de Adikor de la generación 148 era Dab, un niño pequeño que todavía vivía con su madre, y Dab quería pasar todo el tiempo posible con su padre cuando se reunían cada mes.
Pero Adikor había oído… bueno, no eran realmente quejas de Ponter. El comprendía que así eran las cosas. Pero, de todas formas, que Jasmel tuviera tan poco tiempo para él cuando Dos se convertían en Uno había entristecido a Ponter, Adikor lo sabía. Y ahora, al parecer, Jasmel estaba aceptando el hecho de que su padre no estaría allí nunca más, que echaría de menos el tiempo que podría haber pasado con él, y ya no había manera de enmendar las cosas, ningún modo de recuperarlo, ni de volver a ser abrazada por él, ni de oír su voz alabándola o contándole un chiste o preguntándole cómo le iban las cosas.
Adikor miró a su alrededor la habitación y tomó asiento. La silla era de madera, hecha por la misma carpintera que suministraba las sillas que Ponter y él tenían en casa: la mujer era amiga de Klast.
Jasmel se sentó al otro lado de la habitación. Detrás de ella, el robot de limpieza se marchó a otra parte de la casa.
—¿Sabes qué sucederá si me declaran culpable? —preguntó Adikor. Jasmel cerró los ojos, tal vez para mirar hacia abajo.
—Sí —dijo en voz baja. Pero entonces, como si fuera una defensa, añadió—: ¿Qué diferencia hay, de todas formas? Ya te has reproducido. Tienes dos hijos.
—No —respondió Adikor—. Sólo tengo uno, un 148.
—Oh —dijo Jasmel en voz baja, tal vez avergonzada por saber menos del compañero de su padre de lo que Adikor sabía sobre las hijas de su compañero.
—Y, además, no se trata sólo de mí. Mi hijo Dab será esterilizado también, y mi hermana Kelon… todos los que compartan el cincuenta por ciento de mi material genético.
Naturalmente, ya no eran los días bárbaros de antaño: ahora era la época de las pruebas genéticas. Si Kelon o Dab demostraban que no habían heredado los genes aberrantes de Adikor, tendrían derecho a evitar ser operados. Pero aunque algunos crímenes tenían sencillas causas genéticas bien comprendidas, la tendencia asesina no tenía marcadores tan simples. Y además el asesinato era un crimen tan horrible que no podía permitirse de ningún modo que se transmitiera, por remota que fuese la posibilidad.
—Lo lamento —dijo Jasmel—. Pero…
—No hay peros —dijo Adikor—. Soy inocente.
—Entonces el adjudicador te declarará inocente.
Ah, la falta de experiencia de la juventud, pensó Adikor. Habría sido enternecedor, de no ser por lo que estaba en juego.
—Es un caso muy extraño —dijo Adikor—. Incluso yo lo admito. Pero no tenía motivo alguno para matar al hombre que amo.
—Daklar dice que siempre te resultó difícil estar a sotavento de mi padre.
Adikor sintió que se le envaraba la espalda.
—Yo no diría eso.
—Yo sí —dijo Jasmel—. Mi padre, seamos sinceros, era más inteligente que tú. No te gustaba ser un adjunto a su genio.
—«Contribuimos lo mejor que podemos» —dijo Adikor, citando el Código de la Civilización.
—Eso hacemos, en efecto —dijo Jasmel—. Y tú querías que tu contribución fuera la principal. Pero en vuestra colaboración, eran las ideas de Ponter las que se ponían a prueba.
—Eso no es motivo para matarlo —replicó Adikor.
—¿No? Mi padre ya no está, y tú eres el único que estaba con él cuando desapareció.
—Sí, ya no está. No está y…
Adikor sintió que las lágrimas se acumulaban en sus ojos, lágrimas de tristeza y de frustración.
—Lo echo mucho de menos. Lo digo con la cabeza inclinada hacia atrás: yo no lo hice. No podría haberlo hecho.
Jasmel miró a Adikor. Él notó que las aletas de la nariz de ella se dilataban, captando su olor, sus feromonas.
—¿Por qué debería creerte? —preguntó, cruzando los brazos sobre el pecho.
Adikor frunció el ceño. Había dejado claro su dolor, había tratado de argumentar emociones. Pero aquella muchacha tenía más que los ojos de Ponter: tenía también su mente. Una mente aguda y analítica, una mente que atesoraba la lógica y lo racional.
—Muy bien —dijo Adikor—. Considera esto: si soy culpable de asesinar a tu padre, seré sentenciado. Perderé no sólo mi capacidad para reproducirme, sino también mi posición y mis pertenencias. No podré continuar mi trabajo: el Consejo Gris sin duda exigirá una contribución más directa y tangible a un asesino convicto si quiero seguir siendo parte de la sociedad.
—Y bien que hará —dijo Jasmel.
—Ah, pero si no soy culpable… si nadie es culpable, si tu padre ha desaparecido, si está perdido, necesita ayuda. Necesita mi ayuda: yo soy el único que podría… recuperarlo. Sin mí, tu padre ha desaparecido para siempre. —La miró a los ojos dorados—. ¿No lo ves? La postura sensata es creerme: si estoy mintiendo y asesiné a Ponter…, bueno, ningún castigo lo devolverá. Pero si estoy diciendo la verdad y Ponter no fue asesinado, entonces la única esperanza que tiene es que yo pueda continuar buscándolo.
—Ya han registrado la mina —dijo Jasmel sin inflexiones.
—La mina sí, pero…
¿Se atrevería a decírselo? Cuando las palabras resonaban dentro de su cabeza parecía una locura; imaginaba lo loco que parecería cuando lo dijera.
—Estábamos trabajando con universos paralelos —dijo Adikor—. Es posible… remotamente posible, lo sé, pero me niego a renunciar a él, al hombre que es tan importante para ambos…, es posible que se haya, bueno, deslizado a otro de esos universos. —La miró, implorante—. Tienes que saber algo del trabajo de tu padre. Aunque le concedieras poco tiempo —vio que aquellas palabras calaban hondo—, tuvo que haberte hablado de nuestro trabajo, de sus teorías.
Jasmel asintió.
—Me habló, sí.
—Bueno, entonces, podría…, sólo podría, haber una posibilidad. Pero necesito superar este apestoso dooslarm basadlarm. Tengo que volver al trabajo.
Jasmel calló un buen rato. Adikor sabía, por sus ocasionales discusiones con su padre, que dejarla reflexionar en paz sería más efectivo que insistir, pero no pudo evitarlo.
—Por favor, Jasmel. Por favor. Es el único movimiento sensato: asumir que no soy culpable y que hay una posibilidad de que podamos recuperar a Ponter. Decide que soy culpable, y habrá desaparecido para siempre.
Jasmel guardó silencio un rato más. Luego dijo:
—¿Qué quieres de mí?
Adikor parpadeó.
—Yo, ah, pensaba que era obvio —dijo—. Quiero que hables en mi favor en el dooslarm basadlarm.
—¿Yo? exclamó Jasmel—. ¡Pero si yo soy quien te acusa de asesinato!
Adikor alzó su muñeca izquierda.
—He revisado con cuidado los documentos que me entregaron. Mi acusador es la mujer-compañera de tu madre, Daklar Bolbay, actuando en nombre de las hijas de tu madre: tú y Megameg Bek.
—Exactamente.
—Pero ella no puede actuar en tu nombre. Has visto ya 225 lunas, eres una adulta. Sí, no puedes votar todavía… ni yo tampoco, naturalmente, pero eres responsable de ti misma. Daklar sigue siendo la tabant de la joven Megameg, pero no la tuya.
Jasmel frunció el ceño.
—Yo… no había pensado en eso. Me he acostumbrado tanto a que Daklar nos cuide a mi hermana y a mí…
—Ahora eres tu propia persona ante la ley. Y nadie podría persuadir mejor a un adjudicador de que yo no maté a Ponter que su propia hija.
Jasmel cerró los ojos, inspiró profundamente y dejó escapar el aire en un largo y entrecortado suspiro.
—Muy bien —dijo por fin—. Muy bien. Si hay una posibilidad, cualquier posibilidad, de que mi padre siga vivo, tengo que aprovecharla. Tengo que hacerlo. —Asintió una sola vez—. Sí, yo seré quien hable en tu favor.